La defensa del Estado laico y todo lo que él supone, pocas veces ha sido tan urgente en nuestra historia como lo es hoy. A las cada vez más temerarias intenciones de Los Pinos, de abrir expedientes ya cerrados de nuestra historia, se suman los insistentes ensayos de la jerarquía eclesiástica católica para constituirse en un poder político, un poder político que se arroga el derecho de decidir por todos y para todos. Es decir, erigirse en un nuevo monopolio de la arbitrariedad y el autoritarismo.
Las declaraciones del Obispo de Querétaro, hace unos días, llamando mediante una Carta Pastoral a los ciudadanos de ese estado a no votar por determinados partidos, es sólo un ejemplo entre muchos otros, que han ido desde el pedido de censura a películas, hasta el reclamo explícito de impedir ya no determinadas leyes, sino incluso su mera discusión, como sucedió la semana pasada con la llamada Ley de Sociedades de Convivencia, la cual terminó por no discutir la Asamblea del D.F.
En todos los casos recientes, la justificación de una parte de la burocracia eclesiástica y sus aliados en el PAN y el gobierno, comenzando por el señor Carlos Abascal, ha sido supuestamente "proteger a la sociedad", aunque no explican de qué la protegen y si es válido hablar en bloque de la "sociedad", pasando por alto la gran diversidad que hoy nos caracteriza. En realidad, todo gobierno abusivo comienza a erigirse imponiéndole a la sociedad cierta verdad, para su supuesto beneficio. Por eso, la mayoría de los gobiernos autoritarios no gobiernan por la simple fuerza, sino por la trampa: apoderándose de la verdad, erigiendo una verdad única. Los abusos y la corrupción son efectos derivados: adueñarse de la verdad hace más fácil adueñarse de lo demás.
El nuevo autoritarismo mexicano se viste de negro, púrpura y oro. Busca aliarse con el gobierno y éste cede de buena gana, sin reparar (o quizá sí lo hace) en que la función del Estado es la coacción legal, a través de la cual puede pretender abusivamente ser la autoridad suprema en todas las esferas: desde qué ver hasta por quién votar e incluso, tener el monopolio de poder decidir quiénes son buenos mexicanos y quiénes no, con las consecuencias respectivas. Por ello, la alianza entre el Estado y la jerarquía católica sólo puede ser un gravísimo retroceso para México.
En el Partido Liberal Mexicano no queremos en México gobierno religioso ni Iglesia política. Todo mexicano tiene el derecho de creer (o no creer) según sus inclinaciones y deseos, sin que el Estado ni los sacerdotes les impongan sus particulares puntos de vista. Las creencias, las ideas, las artes, los deportes, las modas, los negocios, los gustos, deben estar por encima del Estado y de las organizaciones religiosas. Los derechos políticos y humanos frente a los abusos del Estado y de los representantes religiosos deben estar por encima del Estado y de la Iglesia. El jefe de Estado y los jefes eclesiásticos no tienen autoridad en todo y sobre todos, ni deben tenerla.
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