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   ¿Razones para no votar?

Existe el temor fundado de que dentro de unos días un buen número de mexicanos en edad de votar decidan no decidir. En otras palabras, que este 6 de julio repugnen su derecho a elegir en las urnas. Las sospechas se basan tanto en las encuestas que de manera directa o indirecta miden las preferencias e inclinaciones del electorado, como en el conocimiento comparativo de experiencias políticas en otras sociedades que viven en democracia. Las fluctuaciones políticas suelen compartirse internacionalmente. Pero también, por qué no decirlo, el sentido común tiene algo que aportar en la explicación del posible abstencionismo.

Tan malo el pinto como el colorado. El palpable desencanto de los ciudadanos con la política se menciona como una de las causas principales para ausentarse de las urnas. La euforia que acompañó al proceso electoral del año 2000, con el desenlace de la alternancia presidencial, ha disminuido tras constatar los naturales límites del cambio. Pero no sólo es eso. Con la llegada de nuevos actores políticos a los espacios del poder, ha sido posible constatar una realidad amarga: la ineficiencia, la corrupción y la demagogia no eran patentes exclusivas de los miembros del "viejo régimen". Esos ancestrales males de quienes ejercen el poder (desde las alturas federales hasta las bases municipales, atravesando por los órganos legislativos) no sólo se han resistido a morir sino que se han apoderado de no pocos de los políticos que llegaron proclamando la inauguración de mejores tiempos.

El mundo dual en donde los "buenos" se enfrentan a los "malos" no resultó ser tal. Los políticos, independientemente de la bandera partidista a la que estén aferrados, no dejan de ser máquinas aceitadas para prometer sin cumplir. Tal es el sentimiento generalizado entre la ciudadanía. El resultado no es sorprendente. En la escala de afectos de la ciudadanía, cierto tipo de políticos (los diputados) ocupan la escala más baja, aún inferior a la de la policía. Pero no son los únicos. Los miembros del poder ejecutivo no están para celebrar ningún premio a la popularidad. ¿Cómo entonces convencer a los ciudadanos, justificadamente escépticos, de la importancia del voto?

A lo anterior habría de añadirse un elemento adicional. La falta de propuestas sólidas y pertinentes entre el grueso de los partidos y los contendientes. Plataformas legislativas desconocidas o inexistentes son el condimento de un caldo en el que se cultiva el escepticismo y la indiferencia de los ciudadanos a la hora de votar.

Intermedias. Junto a la falta de encanto por la política, la baja concurrencia a las urnas suele ser el producto de la intensidad del mismo proceso. Por ejemplo, una elección en donde está en juego la presidencia de la república atrae más que una elección intermedia, en la cual sólo se renueva el poder legislativo. Lo mismo puede decirse cuando la contienda se remite a la disputa por los poderes ejecutivos municipales o estatales, más que a los poderes legislativos de los estados. La lucha por el poder municipal calienta las campañas. Ya lo vemos en Jalisco.

Como sea, las llamadas elecciones intermedias, abocadas a la renovación de los cuerpos legislativos, convocan en menor grado a la ciudadanía. Entendible hasta cierto punto. Los legisladores son figuras que se desfiguran rápidamente en la mente del electorado. Sin embargo, en esta ocasión la elección federal es asumida como un referendo sobre el cambio. Es decir, la prueba de aceptación o de rechazo de la decisión tomada hace tres años que permitió el relevo de partido en la presidencia de la república. Y en todo caso, la falta de electores en las casillas deberá considerarse como parte de esa consulta. O peor, qué tal si se trata de un referendo sobre la democracia más que uno sobre el gobierno de turno. Por eso la indiferencia de la ciudadanía frente a la elección no debería ser un signo desdeñado por la clase política; ni por la que está en el mando ni por la que juega el papel de oposición.

El sinuoso camino. Edificar un sistema electoral creíble y confiable en nuestro país ha sido tan costoso como lento. Finalmente, lograr el "sufragio efectivo" no fue sencillo. La última década aceleró los procesos de normalidad electoral en medio de situaciones trágicas. El asesinato de Colosio permitió empujar la ciudadanización del IFE y la administración de Zedillo no tuvo más remedio que impulsar la plena autonomía del mismo. No fue un triunfo menor para las fuerzas democratizadoras. Pero el precio sigue siendo alto. La ley electoral vigente es un monumento a la desconfianza; un código plagado de candados para evitar las torcidas tentaciones de los mapaches y defraudadores. Desgraciadamente, cada candado se traduce en costos económicos que todos debemos pagar en aras de contar con elecciones efectivas. Pagamos el costo de una desconfianza acumulada por décadas.

La otra cara de la moneda. Poner en marcha toda la maquinaria de los organismos electorales (tanto los federales como los estatales), erogar considerables fortunas para financiar públicamente a los partidos y a cambio recibir una raquítica asistencia de electores suena a contrasentido en todo el sentido de la palabra. ¿Nos podemos dar ese lujo?

Quizá sea mucho pedir que la conciencia ciudadana se sobreponga al desencanto que le han producido nuestros políticos en funciones. Quizá, también, sea injusto hacer que el ciudadano se interese en las propuestas descoloridas y desarticuladas que circulan en medio de campañas más ruidosas que jugosas. Tal vez no debería exigírsele a los potenciales electores elegir en donde hay poco que escoger. Es decir, obligar al electorado a ejercer un derecho que ha costado tanto hacer efectivo. Son sus razones. Tal vez no, pues.

Pero si de casualidad fuera posible convencer, y convencernos, de que el voto tiene un costo político menor que la abstención, entonces tal vez lo ejerceríamos. El voto activo, aún el intencionalmente nulificado, es síntoma de una actitud propositiva en el ciudadano. Un ejercicio que se torna en mensaje directo a quienes aspiran a gobernar. Votar es una manera de hacer efectivo, de justificar, los altos costos que hemos pagado por una democracia que todavía utiliza pañales. Una forma de apostar por un futuro que no ha terminado de construirse, frente a un pasado cuyos encantos se parecen al canto de las sirenas. Quizá, pues, si nos convencemos de que las razones para no votar son una manera de tirar a la basura un esfuerzo histórico, será posible contar con urnas y casillas concurridas el próximo domingo. Ya lo veremos.

Réplica y comentarios al autor: arredon@cencar.udg.mx




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