La administración del presidente Fox se encamina a entrar a su mitad final sin un sólido proyecto de a dónde quiere llegar, ni cómo lograrlo. Es decir, su gobierno está prácticamente en el mismo lugar donde comenzó, sólo que con tres años menos de vida.
En tal sentido, los recientes cambios en el gabinete foxista deben leerse como movimientos políticos: su objetivo no es lograr mayor eficiencia, ayudar a destrabar reformas fundamentales, fomentar la cooperación entre las dependencias o responder al amplio reclamo social de mejores resultados. Su propósito es, simplemente, entregar a la dirigencia panista algunas piezas de sacrificio, para con ello facilitar la relación entre el gobierno y Acción Nacional, y que el final del sexenio pueda transcurrir con los menores sobresaltos posibles entre ellos, sobre todo pensando en la sucesión presidencial, donde el PAN parece requerir ir tejiendo una red de alianzas y compromisos desde el gobierno.
Sin embargo, actuando con esa lógica, el Jefe del Ejecutivo dinamita su propia autoridad y la hipotética eficacia que aún pueda tener: a la larga, sólo incentivará al PAN para exigir mayores posiciones de poder; promoverá entre los titulares de las Secretarías una total subordinación a las estrategias electorales del PAN y, finalmente, las prematuras especulaciones sobre la entrada de los nuevos secretarios a la carrera presidencial, tampoco ayudarán a su buen desempeño: ningún partido de oposición en el Congreso querrá cooperar para su lucimiento.
No es que los cambios en el gabinete no fueran necesarios: tan lo eran que hacen falta más, muchos más. Lo malo fue el "modito", como se dice en provincia, consistente sólo en pensar en función de los intereses de su partido, no en los del país.
Los cambios que presenciamos después del Tercer Informe de Gobierno con su trasfondo político implícito, son terribles en términos de eficacia, apertura, pluralismo, capacidad de liderazgo, trasparencia, fortaleza institucional y experiencia administrativa. No sólo porque los nuevos secretarios sean prácticamente desconocedores de los ramos que ahora les corresponderá atender, sino porque sin preverlo, nos retrajimos varios años atrás en materia política: durante el régimen priísta se decía que la presidencia era dueña del partido; hoy, a los propietarios y patrocinadores de un partido se les hace dueños de la presidencia, cediendo ésta casi incondicionalmente, a expensas de la promesa presidencial de ubicar en el "gabinetazo" sólo a los más aptos.
Por supuesto que todo partido llega al poder para impulsar un proyecto y una ideología. Lo que no se vale es pretender utilizar al Estado como cosa propia, hacer de la función pública una propiedad partidista, para los usos electorales de corto plazo de un partido. En tal sentido, ha faltado altura de miras al momento de las nuevas designaciones: no se trataba de hacerlas porque sí, sino buscando concretar el cambio prometido, con una estrategia clara, prioridades bien definidas y buscando convencer con hechos objetivos, precisamente lo que ha faltado hasta ahora en el accionar del gobierno federal.
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