La reciente intervención de la Suprema Corte de Justicia durante los últimos días en dos asuntos de capital importancia, como fueron, por una parte, la cuestionable declaración de validez de la reforma indígena y, por otra, que las universidades deben dar cuenta de los recursos públicos que reciben, sin duda, son elementos importantes de una transición democrática que no acaba de ser.
Sin dejar de reconocerlo, también debemos conceder que la transición mexicana se cimienta en otras numerosas formas, varias de ellas en manifestaciones diarias y concretas que, en apariencia, no tuvieran que ver mucho con las más altas aspiraciones de una sociedad hacia el desarrollo y la justicia.
Quizá la más espectacular, sea la poderosa incorporación de la mujer en todas las actividades productivas. Hace 50 años, sólo el 13 por ciento de la población femenina en edad de trabajar se integraba a una actividad remunerada. Hoy, medio siglo después, ese índice ronda el 35 por ciento: un crecimiento de casi el 200 por ciento.
Ha sido un crecimiento no sin resistencias ni prejuicios; algunas encuestas muestran que algo menos de un tercio de la población -cuyo exponente visible es el ultra conservador Abascal- juzga que dicha incorporación es negativa. Pese a esto, la tendencia es clara y seguramente irreversible: la modernización.
Y con resultados considerables en el fortalecimiento de una ciudadanía más crítica que contempla una transformación de los patrones éticos, en los que destaca nuestra convicción liberal, podemos mencionar, primero, que ningún éxito en la vida compensaría el fracaso de nuestra familia y, segundo, la necesidad de construir un nuevo equilibrio social que contribuya a desarrollar una nueva cultura de la equidad. Creando y aprovechando oportunidades, por ejemplo, ¿no es precisamente el mayor acceso laboral a la mujer una solución razonable al problema de la contracción de la base laboral para sostener a los jubilados?
Por todo ello, como mexicano y como liberal, no tengo más que reconocer el notable modelo que significa Ana Gabriela Guevara, y más, mucho mas allá de su triunfo, como la primera latinoamericana, en la llamada Golden League. Ejemplo de entrega y pundonor, Ana ha traído una saludable corrección a ese viejo dicho de que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. No. Adelante y detrás de una gran mujer como Ana hay un formidable esfuerzo, sin duda muchos sacrificios, coraje y -sobre todo- el respeto a sí misma.
Bienvenidos los ejemplos de mujeres como Ana. Decirlo no es caer en la exageración circunstancial o, peor aún, en la falsa demagogia de algunos medios y políticos que asumen como propios sus triunfos. Es sólo dejar constancia de una evidencia: en los intersticios de nuestro gran conglomerado nacional muchas veces se ocultan personas y fuerzas que pueden impulsar los grandes cambios para nuestros añejos problemas nacionales.
Uno de esos problemas es el de la desigualdad, no sólo económica sino también de oportunidades. Sin duda el problema mayor. La solución a nuestra larga herencia de desigualdad sólo será posible ganando cada día la carrera por la modernización. Con ejemplos grandes y pequeños. Sólo así México tendrá la esperanza de una democracia fértil, liberal y duradera.
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