Hubo un tiempo en que palabras como justicia y solidaridad significaban algo. Eso fue antes de que el capitalismo se desbocara en manos de la globalización financiera. Desde entonces, el abismo que separa a países ricos de los pobres es cada vez mayor, y la diferencia se agranda a cada día que pasa. La globalización, en vez de ser la pretendida panacea, ha agravado las diferencias entre unos y otros.
Tras años de lenta desaceleración económica, los atentados del 11-S nos han metido de lleno en la crisis. El crecimiento de los países menos desarrollados se ha visto duramente afectado. Diez millones de personas más engrosarán las filas de la pobreza, en su mayoría en Africa, mientras la vida de miles y miles de niños corre serio peligro en consecuencia. Los países más pobres, entrarán -si no lo han hecho ya- en una situación crítica o de recesión debido a la disminución de las exportaciones, el turismo, los precios de los productos básicos o de la inversión extranjera. Añadamos a eso que las medidas de protección social son escasas o inexistentes en esos países y que las familias apenas tienen ahorros, de manera que podemos imaginarnos lo insostenible de su situación.
¿Y qué hay del llamado Primer Mundo? Esa misma recesión se está saldando con cientos de miles de despidos. Es paradigmático que las mismas empresas que se aprovecharon de la desregulación y la liberalización impuestas por la globalización, y que tantos beneficios les ha supuesto, supliquen ahora a sus gobiernos subvenciones multimillonarias con una mano, mientras con la otra firman impasibles el despido de la mayoría de sus empleados. Tampoco deberíamos extrañarnos: sólo les interesan las cuotas de mercado y los beneficios. Los trabajadores somos una mera variable: mano de obra, cada vez menos importante en sus decisiones macroeconómicas.
Tras los atentados hemos sabido que los terroristas se valieron también de las armas de la globalización para atacar a EE.UU. Bin Laden y su organización crearon un entramado de sociedades fantasmas, utilizaron cuentas cifradas en paraísos fiscales, blanquearon ingentes cantidades de dinero y traficaron con materiales preciosos para financiar sus actividades. Algo que permite realizar nuestro sistema globalizado con casi total impunidad, como bien saben financieros, traficantes de droga y dictadores de todo el mundo. Aunque ahora pretendan bloquear cuentas bancarias y se investigue el origen de determinadas operaciones financieras, todo parece indicar que no desaparecerá la opacidad, cómplice para el resto de ilustres usuarios de esos paraísos fiscales, algunos de los cuales están en la muy civilizada Europa. Y, a todo esto, posiblemente tampoco se cortarán las vías de financiación de Bin Laden.
Ahora, más que nunca, deberíamos aprovechar la oportunidad para cambiar las cosas, para limitar los desafueros de la globalización financiera. Es la hora de que se imponga la responsabilidad social. Hay que plantear unas mínimas regulaciones al comercio internacional, la condonación de la deuda para los países más pobres (ahogados en la espiral creciente de los intereses de dicha deuda), y el control de los mercados financieros internacionales (hasta ahora campo fecundo de especuladores que han arruinado a más de un país en pocas horas). ¿Son reales las dificultades técnicas que se alegan para paralizar la implantación de la Tasa Tobin, o es más bien la demostración de una falta de voluntad política?
¿Decir que es injusto e inmoral la diferencia sangrante entre ricos y pobres nos convierte en anticapitalistas o antisistema? Creo que denunciar hechos ciertos y pedir, o mejor, exigir a nuestros gobernantes que domeñen o, al menos, encaucen esta globalización insolidaria es algo que debería salir de cualquier persona con un mínimo de conciencia. No estoy en contra de los ricos: estoy en contra de que se permita la existencia y el crecimiento de la pobreza, de que se tolere como si fuera el estado natural de las cosas. Luchar por un mundo en el que se distribuyan de forma más justa el trabajo y el bienestar no beneficia sólo a los más desfavorecidos. Nos beneficia a todos.
En palabras de Klaus Zwickel, sindicalista alemán, hasta ahora "los consorcios se dedican a jugar al Monopoly a escala mundial". En ese juego perverso y sin reglas todos perdemos, excepto la minoría plutócrata que lo practica. Es tan perverso que siempre juegan sobre seguro, pues siempre ganan ellos, pase lo que pase. Como señalaba antes, cuando las tornas económicas cambian las transnacionales corren a refugiarse bajo el paraguas protector del estado, bajo la amenaza subyacente de despedir a más gente si no se les ayuda. Ellos siempre están arriba y nosotros siempre abajo.
Nos equivocaremos, otra vez, si hacemos caso omiso de nuestra responsabilidad social y moral y dejamos la iniciativa en manos de nuestros gobernantes y políticos. Es la sociedad civil la que debe dar un paso adelante e iniciar el largo camino hacia un mundo donde palabras como justicia y solidaridad recobren su verdadero sentido, y dejen de ser lemas vacíos en boca de publicitarios y políticos. Un mundo donde se globalicen las oportunidades, la democracia, los derechos humanos y no las desigualdades, como hasta ahora.
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