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   Las cancioncitas
Una rola es un buen sitio para el absurdo

Ésta comenzó siendo una columna de artes, deportes y entretenimiento como tarjeta de maratón, pero a raíz de lo incongruente que es el mundo, de lo alejado que estamos de la coherencia humana y de los estupefacientes, enervantes, inhalantes y cuates que les acompañan, ahora estoy por dedicarle la presente a ciertas rolas. Puede ser que en lo particular no te digan un carajo, pero si no experimentas los mismos juegos emocionales con tus sonidos personales, decididamente estás jodido y mereces una patada en el trasero.)

Mi humor depende en gran medida de la grabadora en mi habitación, del dispositivo para compactos del ordenador en la oficina - porque de músicos, poetas y burócratas todos tenemos un poco - y del pinche autoestéreo del auto que suena cuando le viene en gana.

Al elevarse el alba -'úta, acabo de leer esto en un poema de Juan Zorrilla de San Martín y hasta en mi texto suena de rajamadres- pongo Zoom de Soda Stéreo; ésta es decididamente la melodía con la que quiero despertar siempre. Al tiempo que maldigo al trabajo por existir y lanzo todas las prendas visibles a mi clóset, me pienso que aún hago el amor con la chica de los ojos claros y el ombligo más imperfecto.

Cuando vuelvo de la ducha el compacto ya terminó de vomitar inspiraciones de Cerati, así que lo apago y pongo cualquier mezcla ruda tipo Depeche Mode-Lorenzo de Monteclaro o Cypress Hill-The Bangles, en espera de que Terpsícore (una vieja bien buena que los griegos llamaban musa) me perdone por mi calidad de simple mortal. Como no estoy en mi elemento, me visto pronto y largo.

En el Periférico, el ejecutivo de camisa inmaculada siente que le invado su espacio vital con mi interpretación de 1979 de los Esmachin Punkies. Me vale, a fin de cuentas lo que yo rememoro con los líricos de la misma no es de su incumbencia y el espacio citado no lo delimita ni él ni ningún dios. Yo me estoy con mi camisa celeste y agujerada, la señora de la camioneta con su perfume y su escapulario colgado del retrovisor, y en el tablero del colectivo ruta 5 baila una hawaiana al ritmo de Banda Maguey.

Espero que ellos también se den la oportunidad de viajar a otros mundos sin tener que pagar el derecho por uso de aeropuerto.

A punto de llegar a mi sacrosanto lugar de trabajo, se sienten las vibraciones armónicas de la bellísima balada ¿Cómo te va, mi amor? de Pandora. Por fortuna dio el siga y no tuve que aguantar más a la chava del Topaz. Se regresa por completo mi cinta preferida y se siente en el aire la frescura pesada de los Red Hot Chilli Peppers y su Breaking the girl. Tras los primeros dos arpegios ya estoy en un lugar lejano de cuyo nombre no quiero acordarme rodeado de mis ex amigos; cada uno de nosotros es un quijote y tiene a su Dulcinea del Toboso anclada a la izquierda de su miocardio. Desafortunadamente son pocas calles las que me separan de La Castañeda -léase oficina-, por lo que despierto de mi tercer ensueño para enfrentar a Luis, el cuidacoches, que como siempre me saluda y corre para que le ofrezca el tupper con fruta que llevo como desayuno. Se lo doy, total, el kiwi y la papaya son poco musicales.

Comienzo mi día laboral con Tomo y obligo, porque Letizia tuvo razón al comentarme que el tango es bueno por la mañana, por la tarde y para la noche. Para sentir este ritmo es necesario poner ojos de malparido nunca amado y siempre desterrado, es decir, se tiene la posibilidad de volcar las impotencias en un canto que suena a estirpe nostálgica, por lo que se le puede echar la culpa a la suerte de los errores de manufactura propia. Mis compañeros y amigos de desgracia -léase cuates de oficina- acuerdan que mi locura es notable mientras uno de ellos escucha a The Pixies, la otra a Ricky Martin y el extremoso rapado viste los audífonos que reproducen a Skyclad, en el mejor de los casos Nadie comprende a nadie en el microuniverso de siete metros por seis, lo que se está de pocamadre es la mezcla de cientos de notas que nunca saben si existieron, pero que de repente se posan en la misma rama para que nosotros, desde abajo, las veamos perennes mientras el compositor, que sabe la verdadera razón de su existencia, intenta olvidarlas. Es cuestión de causalidad, pero nadie puede culpar al que habita los sitios fértiles para el absurdo que ciertas mentes benévolas han engendrado para que podamos descansar los que no creemos en el sueño.

No hay cosa que reconforte más que Matador de Los fabulosos Cadillacs. Suenan los cueros de su ritmo; los que rumian alrededor despiertan ante el canto de un León (Santillán). De repente todos estamos en el rincón de un conventillo arrabalero esperando la muerte, todos arrojamos desde los talones la fuerza del espíritu marcando el ritmo de un rajamúfuni y ni siquiera lo sabemos. Mientras Manuel muere en la canción, los espectadores callamos en homenaje de uno que sí tuvo coraje -léase huevos-. La confusión provocada por el contacto con el mundo produce ciertas marañas en nuestro pensamiento. Regresamos a casa con una borrachera cotidiana que no tiene más que dos caminos: al tonto lo invita a ensoñar, al inteligente le enseña a vivir. De nuevo, la música cumple su cometido al ponerse en contacto con un oído: el que oye se va a quedar en su pequeño universo de anhelos lejanos, el que escucha va a experimentar la penuria de sudar por estar cada vez más cerca de eso que considera vida.

No hay sitio al que la música te lleve que no sea absurdo, lo que marca la diferencia es la elocuencia y voluntad con la que luchas para que tu absurdo sea escuchado y comprendido.

Linterna Verde




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