No tiene remedio. No hay manera de resanar las heridas. No se han inventado recursos para recuperar aquello que se pierde. La gente lastima al por mayor, de una manera inconsciente, irresponsable y refleja. Lo importante es darse importancia ante los interlocutores en turno, y mostrarles lo conocedor que se es, en relación a quiénes son los demás, de qué faltas adolecen y hasta de qué se van a morir.
No, no hay remedio una vez que la lengua se desata en una competencia de verbosidad sin sentido, donde los gimnastas de la murmuración buscan pulir sus expresiones para, como un estilete, hendir en las reputaciones ajenas y subrepticiamente, sin hacerse notar, arrojar proyectiles que denostan dignidades y méritos ajenos. La excusa acude pronta y solícita en auxilio del hablador, en auxilio de su pensamiento para remediar los cargos y acallar su propia conciencia, cuando ésta saca a relucir los malos comentarios que hace acerca de los demás. Y éste tipo de eventos son graves, pues sus consecuencias permanecen para siempre en la vida de la persona a quien se difama. Y por tratarse de actos de terrorismo verbal, no existen medios efectivos para defenderse de ellos. El comentario sarcástico, el comentario soez, el comentario sesgado, la aseveración ácida que se hace, como al vuelo... todas ellas logran su objetivo: destruir el único patrimonio valioso que una persona tiene dentro del seno de su medio social: su reputación.
Tal parece que con bastante frecuencia la gente se erige en implacable juez y verdugo de los demás. Jamás piensa en los estragos que produce en la vida de los otros. La envidia, como una pasión del espíritu, y como un vicio del alma es quien más perjudica y daña la felicidad del hombre, según afirma Descartes en su tratado de las pasiones del alma; ésta, la envidia, carcome los fundamentos del temperamento de la persona, es un acicate que como la serpiente del edén murmura al oído del maligno: "no te dejes, ¿quién se cree este tipo que es?, ¿no se da cuenta que eres mejor que él?" La eterna envidia que anida en las profundidades de la siempre imperfecta naturaleza humana impulsa a dañar al prójimo y rara vez concede el beneficio de la duda, ante el derecho que todo mundo tiene de expiar sus faltas y de corregir su camino. Es como la fábula del sapo y la luciérnaga:
Se cuenta que en un fétido pantano habitaba un viejo sapo, de aspecto feo y aroma repugnante. Todas las noches observaba este animal el vuelo de una luciérnaga que, con su luz, iluminaba brevemente la oscuridad de la noche; dicha luciérnaga permanecía fuera del alcance del sapo, hasta que un desafortunado día, su vuelo realizaba a ras del pantano. El sapo aprovechó la ocasión y dando un salto cayó encima de la pobre luciérnaga, quien, al borde de la muerte, alcanzó a decirle: "Oye, ¿por qué me aplastas?"; el sapo le contestó, en un lenguaje y tono de voz que acusaba su malsana envidia: "¿Por qué brillas?"
Y es que tal enfermedad del alma induce al envidioso enfermo a salpicar con el lodo de sus comentarios mordaces la reputación de aquellos a quienes envidia. Y la envidia es una enfermedad mortal, que únicamente hace eco en las vidas de quienes no atreviéndose a ser originales, viven una vida de imitaciones, de malas copias, de desencuentros con ellos mismos. Y ante la frustración culpable de no poseer el valor de ser ellos mismos, recurren al consuelo de la envidia, monstruo de mil cabezas con cabellos en forma de víboras, para buscar destruir aquello que otros sí se han atrevido a hacer. La envidia tiene sus raíces en la profundidad de la psique humana, donde habita la frustración, el miedo, la cobardía, el pánico y la semilla muerta que nunca dio fruto. Toda una colección de sentimientos enfermizos y destructivos. Es la inhabilidad del ser humano para convertirse en aquello para lo cual fue hecho cuando fue parido a la existencia. Es la falta de carácter, la falta de virtuosidad y la falta de confianza en sí mismo, así como la pérdida de la fe propia y en la de los demás. Es no creer que hay destinos superiores en el hombre, por encima de las riquezas materiales, de poderes terrenales, de prestigios estúpidos, de reconocimientos insulsos, y de una forma de vivir enana, con un panorama que se extiende apenas a un palmo de sus narices. Es creer que la hartura material y la gula insaciable son los únicos alicientes para el ser humano; es no atreverse a elevar el vuelo por encima de la materialidad y de las cosas terrenales, es el preferir la gris mediocridad que mantiene a los hombres en la obscuridad a buscar las excelsas cimas de la propia gloria. Es hablar de Dios, cuando en realidad no se vive bajo sus preceptos y únicamente se disfraza bajo sus palabras de redención. Es pretender vivir en las alturas de los valores sublimes del espíritu, habitando en las profundidades de lo que es infrahumano o inframoral. Y por medio de éstas armas insanas, muchos seres humanos son implacablemente destruidos por la calumnia, la difamación y la murmuración. Lo más grave del caso es que se dan veces en las que las personas perjudicadas nunca se dan cuenta de que aquellos en los que más confía, son los que lo destruyen de una manera amigable... pero eso sí ¡Muy Efectiva! Y jamás llega a sospechar la razón o razones de sus infortunios.
Así, podemos concluir que aquello que se murmura de los hombres, determina de manera fatal y terrible sus destinos; incluso por encima de sus obras. Y para esto no hay remedio... no hay defensa. La vida se vive una sola vez, y sería terriblemente fatal que a un ser humano le fuese negado la felicidad y plenitud de su existencia, debido a las murmuraciones envidiosas y sin sustento de todos aquellos que no pudiendo ser lo mejor de ellos mismos, se dedican con pasión enfermiza a matar reputaciones ajenas.
Es mi mejor deseo que todos logren sus más preciados sueños, y que cada quien haga de su vida una obra de arte y arriben a sus metas más buscadas. Que cada quien, poseedor de un instrumento único, lo conozca, lo domine y así participe en el universal concierto de la vida.
Réplica y comentarios al autor: aguilarluis@prodigy.net.mx
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