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   Juguetes Que Matan...

Una ramita de árbol se convertía en una poderosa pistola, una corcholata aplanada con dos pequeñas perforaciones al centro hacía que pasáramos horas jugando a las "zumbadas" o gallitos, el repuesto metálico de tinta de las famosas "atómicas" al terminarse la tinta y quitarle la puntilla era una extraordinaria cerbatana en la que salían a extraordinaria velocidad pedacitos de hueso de aguacate con la que podíamos competir en puntería o de plano era el arma reglamentaria en la guerra de los "buenos" contra los "malos"; dos ligas de llanta, una adecuada horqueta de la rama de un árbol y un pedacito de cuero eran los materiales que necesitábamos para hacer nuestro "charpe" o resortera; ¡Cuánto tiempo nos podía entretener una modestísima liga y la cáscara de una naranja¡ Sí. El trompo, el balero y el yoyo eran lujos que no podían pagar nuestros padres. Ni falta hacía; una vieja lata y una pequeña pelota de goma y tantos hoyos en la tierra como participantes, eran suficientes para jugar al "bote" y si de plano no encontrábamos ni la vieja lata ni la pequeña pelota, podíamos entonces divertirnos enormemente jugando a las "escondidas" o a los "encantados".

Sí. Hubo un tiempo en el que una muñeca de trapo o rellena de aserrín lo podía todo, podía correr, gritar, llorar, bailar, caminar, dormir, podía regañar o premiar, podía estar triste o feliz, se podía enfermar y siempre se podía curar.

De un papel, hacíamos avioncitos que en nuestra mano, volaba y aterrizaba con más ímpetu que el Concorde. De repente estaba en la luna o en cualquier lugar de los planetas conocidos en aquel tiempo; un pedazo de cordón se podía transformar en un larguísimo ferrocarril que pasaba por lugares llenos de peligro y emoción y que decir del siete de diciembre en mi añorado Tuxpan Ver., mi tierra. Ese día una vieja caja de zapatos jalada por una pita y con una vela encendida dentro, la hacíamos transitar en medio de cientos de velas encendidas que las mamás colocaban en las banquetas para ayudar a buscar al Niño Perdido.

Seguramente los papás de aquellos tiempos no sufrían tanto como los de ahora; hoy, los deseos de los hijos, nutridos por miles de comerciales en la televisión o en el radio superan los fondos disponibles para juguetes en el presupuesto familiar. Sí, tienen que enfrentarse a la despiadada demanda de sus hijos por adquirir costosos, sofisticados y la mayor parte de las veces, inútiles juguetes que pronto se descomponen o por su mala calidad o por el uso inmoderado que les dan los padres.

Es sorprendente la variedad de juguetes hoy día, encontramos muñecas embarazadas, que hacen físicamente pipí, popó y muchísimas cosas más; impecables trenes eléctricos que se deslizan en los rieles a buenas velocidades, atravesando montes y pasando por largos túneles. Cierto, como espectáculo es agradable, sin embargo, es cosa que ya está hecha. Tal vez los ojos se moverán para seguir su trayectoria, pero la imaginación está intacta, inmóvil.

Lo triste es que al lado de un juguete caro, casi siempre encontramos a unos padres que pueden ser ricos o pobres, pero cuyo denominador común es el orgullo que sienten por el gasto que hicieron y que seguramente va a impresionar a los vecinos y familiares.

En sociedades enfermas como la nuestra, el lujo es la enfermedad endémica de tontos pobres y tontos ricos. Se piensa que el poseer los hace crecer, los hace valer, ¿y todo para qué? Para que en un tiempo más rápido de lo esperado, esos costosos juguetes vayan a ocupar un espacio en nuestros closets.

No todos, por supuesto, pero la mayoría de esos juguetes caros lo que hacen es menospreciar la todopoderosa e infinita imaginación infantil. O peor, la minimizan, la empobrecen... la matan.

El buen juguete es el que nos hace jugar. El juego es más que un entretenimiento, es un ejercicio para el futuro. Es aplicación de distintas hipótesis de vida. El juego, los juegos, son miles de proyectos donde se va perfilando la existencia.

En esa feria prodigiosa que es la infancia y que tan poco dura, debemos recordar que el juego es la miel de la vida, pura miel en colmena. La vida es movimiento. Y si de algo rebosa la infancia, -rebosa hasta ahogarse- es de vida. Uno de mis recuerdos más selectos fue el día que me pidió mi papá que le ayudara a cortar papel de china. Yo no sabía para que era, ni él me decía. Los pegó a unas varitas y nos fuimos los dos solos a la playa, y ahí volamos lo que en mi tierra se llama pandorga y en todas partes se conoce como papalote. Ese recuerdo, es una de mis posesiones más valiosas, aún ahora que han pasado los años. ¿Cuánto pudo haber costado el papel de china?

Réplica y comentarios al autor: senadors@hotmail.com y salvadorordaz@hotmail.com




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