Igual que uno de los personajes del argentino Bioy Cázares, seguí el consejo: lo dejé todo, dije adiós a la familia y emprendí la travesía sin pensarlo mucho.
La Patagonia tiene mucho de fascinación y atractivo: tal vez uno de sus principales promotores haya sido Julio Verne con su Faro del fin del mundo, pero hay algo más: cualquier pseudo-aventurero que observa un mapa de América piensa en el humano reto de llegar hasta el límite de la tierra firme. La misma motivación es la que hace escalar el Everest, alcanzar el Polo Norte o la punta del cerro de nuestra ciudad. Los niños muestran el mismo embelesamiento cuando trepan a una pared o a un montículo de arena... estar en una cúspide implica la superación de un obstáculo, la satisfacción de una meta.
"¿En moto a la Patagonia? ¡Debes estar loco!" Ya no recuerdo si lo dijo mi abuelo, la tía Dolores, uno de los clientes de la compañía o fueron todos y cada uno de ellos. "¿Y vas a dejar La empresa y las oportunidades de crecimiento que tienes en ella por una aventura que no te va a dejar nada? Ya tienes treinta años, debes de pensar en el futuro, en tu consolidación profesional, no en andar de pata de perro..." ¡Ufff! si Cristóbal Colón hubiese escuchado a su tía Dolores, hacemos contacto con Europa en 1600.
"...y luego solo. ¿Qué te pasa?" Seguro lo decían por envidia. Uno no puede pasar la vida esperando a que otros se decidan. Además, el destino es ineludible; el viaje había iniciado mucho antes de partir: mis sueños estaban desde hacía tiempo en la zona más austral de América. Una especie de levitación me obligaba a ir detrás de una mente que a cada respiro se imaginaba los perfumes del Perú, las costas de Chile y las cumbres de los Andes. Sé que si no hubiera partido, el alma me habría abandonado tarde o temprano.
Un maestro, de los que suelen recordarnos que no todo el éxito es económico, me dijo un día que jamás dejara de fantasear porque en el tiempo, todo se convertiría en realidad. Como buen estudiante de su clase, seguí la recomendación al pie de la letra: regué con optimismo la planta de la imaginación y nutrí con ilusiones las raíces del idealismo. Unos cuantos años después la evidencia apareció ante mí: la verdad estaba a punto de superar a la ficción. Permití que pasara un poco de tiempo, como para ver si se pueden olvidar las quimeras, y llegué a una conclusión irrevocable: si dejas de cumplir los sueños, se convierten en pesadillas.
¿Acaso podía permitir que la fantasía de un viaje se convirtiese en un auto del año? Sé, con tristeza, que muchos responderían que sí (aunque también sé que casi ninguno de ellos me leerá), que importa más tener bien que soñar bien. Siento contrariarlos: el mundo se extiende allende de sus narices, aunque no lo perciban.
Y así, con estas justificaciones bajo el casco, me decidí a ir hacia el sur.
El camino, como bromeaba con un buen amigo, no debería ser complicado: "si uno mira el mapa, desde México hasta Argentina, es pura bajadita." El regreso sería lo difícil, pero eso, se vería después.
Iba tan preparado como puede estarlo alguien que ha pensado en hacer un viaje en motocicleta por un tiempo impreciso; pero también consciente de las necesidades, limitaciones y de las vicisitudes de un viaje en solitario: en tres maletas de viaje y una pequeña bolsa de tela sobre el tanque de gasolina atesoré un poco de todo: un par de guantes de repuesto, un mapa, copias de los documentos de viaje, ropa para frío (una sudadera), ropa para calor (un pantalón corto), un par de sandalias, dos cámaras fotográficas, un poco de herramienta y algunas piezas para el mantenimiento: balatas de recambio, una cadena metálica, filtros de aceite, dinero, una tarjeta de plástico para retirar en algunos cajeros automáticos, una navaja suiza, tienda de campaña, sleeping bag, colchoneta ahulada y, por supuesto, una libreta en la que pudiera hacer todas las anotaciones necesarias y las reflexiones del camino.
Aún ahora, más de seis meses después de haber vuelto, me continúan preguntando si no me dio miedo, o si me no me sentí nervioso de saber que viajaba en solitario. Lo he reflexionado más de treinta veces, y una única conclusión he obtenido: no tuve miedo porque nunca dimensioné el tamaño de la aventura; si lo hubiese pensado con detenimiento, probablemente sería el feliz poseedor de un auto del año, o tal vez diría que "pude haber ido"... pero viajar es así: requiere de sangre fría y un espíritu de aventura. Un viaje planeado se llama tour y se contrata en la agencia de viajes de la esquina.
Los músicos dicen con frecuencia que no son ellos quienes eligen la profesión, sino que la profesión misma es quien elige a la persona; mi caso es exactamente el mismo. La travesía me cautivó, me atrajo y me convenció irme por ella... por más planes que hubiese intentado, nada habría sido sin esa fuerza de atracción.
De este modo, durante 142 días y sus respectivas noches, tuve la oportunidad de recorrer más de treinta mil kilómetros de nuestro continente americano: desde los cero metros sobre el nivel del mar hasta los cinco mil; de las junglas centroamericanas hasta los desiertos peruanos; de las costas de Belice a los fríos mares de Chile; de la aridez patagona a la abundancia costarricense; de las cumbres de los andes a las playas de Roatán.
El recuento de cada uno de los detalles de este periplo está en espera de la confirmación de un editor; sin embargo, y en tanto el recuerdo mantiene su frescura, tengo el gusto de compartir con los lectores de Tiempos de Reflexión, un breve resumen de esta mini-epopeya: al tiempo que me regocijo reviviendo los perfumes, visiones y sonidos de aquello que me pareció más atractivo, espero también estar cumpliendo con servir de detonador de los sueños de viaje del lector.
Sólo una mínima aclaración: insistiré, por respeto a los cientos de lugares que no logré visitar, que este es un recorrido totalmente personal: un poco como las canciones. No es que poseamos el mejor gusto musical, sino que al escucharlas, evocamos situaciones que han marcado nuestra vida.
Pero comencemos pues, y arranquemos sobre La Patagona (como apodé a la moto, años atrás). Estamos en la ciudad de Toluca, un día de septiembre del 2003, nadie acudió a despedirnos y hacernos de tripas corazón.
Sin duda uno de los primeros retos del viaje es hacerse a la costumbre de los cruces fronterizos: Centroamérica está plagada de fronteras con agentes de migración que siguen al pie de la letra complicadas reglas de importación temporal de vehículos. Piden hasta la cartilla de vacunación de la motocicleta y en muchas ocasiones solicitan el pago de una especie de derecho de uso de calzada, como en los buenos tiempos de los romanos.
Dejemos atrás a estos energúmenos que parecen cortados con la misma tijera en cualquier lado del mundo. Aunque el primer país visitado fue Belice, entraremos de lleno a Guatemala. Descubramos Tikal, centro arqueológico sin igual que compite con los mejores sitios de Yucatán o de Chiapas, y que sin duda tuvo un lugar preponderante en la historia del mundo maya: paseemos un poco por la espesura de la selva para recorrer pirámides y pirámides milenarias.
De no pasar por alto, el lago Petén y Flores: puertas de entrada a la selva guatemalteca; el primero con aguas cristalinas y templadas, la segunda, una pequeña población situada en un islote que mucho nos recuerda al mítico Aztlán. Dejar "El Remate", el pequeño pueblo a escasos treinta kilómetros de Tikal, a primeras horas de la mañana y penetrar en la selva para descubrir el sitio de Yax-ha es una experiencia única: un lugar majestuoso en la mitad de la jungla, donde los aullidos de los monos y los ruidos del amanecer son los únicos que dan la bienvenida al turista.
Uno quisiera permanecer en un mismo lugar por días y días, con tal de poderlo descubrir, pero al echar una ojeada al mapa nos damos cuenta de la realidad: a este paso, probablemente lleguemos a principios del 2005. Continuamos entonces hacia Antigua, una especie de San Miguel de Allende, con sus miles y cientos de turistas, emigrantes, pobladores, etc. Tal vez lo más valioso de la zona es la visita del lago Atitlán y sus doce pueblos en sus alrededores: cada uno con el nombre de un apóstol.
Crucemos la ciudad de Guatemala y su caos vial. No nos detengamos sino hasta llegar a Honduras y después de los engorrosos trámites, sigamos a Copán: otra joya de la cultura maya. Es muy probable que este sitio sea uno de los espacios arqueológicos más recientes. La fineza de los gravados sobre la piedra, sus múltiples estelas y el bello museo de sitio bien valen los casi 15 dólares de entrada.
Sigamos hasta La Ceiba, visitemos a un buen amigo y tengamos una aventura espeluznante en Roatán, una mordidita de islas caribeñas: robo, pérdida, desaparición de cámaras, papeles, tarjetas y maleta. Posterior recuperación y expiación de culpa. También le podríamos llamar "lo que puede suceder en una noche de Twisted Tucannos".
De Honduras continuemos a Nicaragua, donde sólo nos detendremos por unas cuantas horas en Granada, junto al enorme Lago Nicaragua. De ahí, a Costa Rica. El país de las mujeres que siempre sonríen. Rápida visita al volcán de El Arenal: mole viviente que escupe lava y vapores de humo a todas horas. País de los ticos, si ha sido llamada la Suiza del tercer mundo no es sólo por no contar con ejército, sino por la verdura de sus montañas y el grado de alfabetización de sus pobladores.
Prosigamos la marcha, casi hemos recorrido Centroamérica. Paso por Panamá, donde embarcaremos por avión y nos saltaremos el Istmo del Darién, las montañas colombianas donde las FARC han hecho su principal refugio, y la parte norte del Ecuador. Aterrizaje en Quito para después rescatar a La Patagona de entre las mercaderías del comercio internacional. Una vez hechos los trámites, iniciemos, ahora sí, el verdadero recorrido por América del Sur. Las distancias, acá, se cuentan en miles de kilómetros, no en cientos.
Andemos la panamericana, siempre al sur, con el sol en el costado izquierdo por las mañanas y en el derecho por las tardes. Las sierras del Ecuador, con sus elevadas cumbres y sus miles de metros sobre el nivel de mar. Caminos estrechos que zigzaguean: luchando para abrirse paso en la montaña. El Cotopaxi, Riobamba, Cuenca, donde el hotel era una vieja casa y nadie podía dormir hasta que se cerraba el bar; aquí mismo, escuchamos las primeras historias de israelitas buscando la Tierra Santa en Patagonia y secuestrando viejos alemanes que guardan secretos en los clósets: pobre del que se descuide, puede terminar en una especie de Nuremberg... cincuenta años y se sigue clamando justicia.
Salto rápido de Ecuador, ¿por qué? ¿Será el ansia de llegar a Perú? Al fin, una frontera amistosa: "pásale amigo, bienvenido a esta tierra de hermanos". Vaya, la excepción que confirma la regla. Piura... qué ciudad para hacer un arribo al suelo de los incas: gente por doquier, tráfico inclemente, motos, bicis... lo comparamos con la India y sus aglomeraciones, pero no hay problema, todos nos reciben con simpatía.
¡Qué país! Cultura milenaria, personalidades marcadas, gente de lucha. Cajamarca: bastión del Inca. En el "Cuarto del rescate", nos imaginamos a Pizarro jugando al ajedrez con Atahualpa... ¿Cómo hicieron 180 españoles para vencer a casi 30 mil moradores? Divide y vencerás, la máxima del estratega beligerante.
Y luego Lima. La Enorme: una especie de Ciudad de México; todos nos advierten de los peligros que tendremos al cruzarla y sin embargo, nos detenemos por varios días para averiguarla, sentirla, absorberla. Sí, es una gran urbe, con sus terribles contrastes: Miraflores y la Victoria, zonas diametralmente opuestas, pero también es una metrópoli, con cine, arte, cultura, museos: el fuerte del Callao, donde capitularon las últimas fuerzas españolas en el continente, el museo del Oro, el convento de Santo Domingo con sus catacumbas... tanto por hacer.
Camino al sur. Se podría medir la distancia en "sorpresas por hora". Nos encontramos con la reserva de Paracas: refugio ecológico y centro productor de guano desde principios de siglo. Leones marinos, cormoranes, focas, aprovechando la primavera que recién comienza en el hemisferio austral. Más adelante, pasamos por zonas desérticas que hacen pensar en Medio Oriente, y después vemos montañas que nos regresan al continente americano... visitemos Nasca, esa zona de geoglifos, que alguna vez se llegó a conjeturar era un aeropuerto de extraterrestres (como si en verdad requirieran pistas). Desde el mirador se aprecia una extensión apabullante, saturada de diseños y figuras, zoomorfas en su mayoría.
¿Quién tendría el atrevimiento de ir a Perú y no visitar Machu Pichu? Sólo los hombres de negocios que tienen los tiempos medidos al grado de no poder admirar una de las construcciones humanas más imponentes. No importa el largo recorrido para llegar: la experiencia del viaje en ferrocarril, en minibús sobre la sierra, la larga caminata hasta la cumbre más alta del sitio y la fortuna de haber conocido a Frank, otro motociclista, bien valen la pena y el precio. Algo es, sin embargo inevitable: cruzarse con los miles de turistas que al igual que nosotros, piensan que se puede ver Machu Pichu y después morir.
Por las cumbres andinas continuamos sobre los cuatro mil metros de altitud, casi en el techo del planeta. La Patagona resiente la falta de aire y amenaza con dejarnos en el camino, pero al final puede más la mecánica. Paramos en el lago Titicaca, para visitar las Islas de los Uros: hechas a base de una especie de junco poroso que les permite flotar. Varias comunidades tienen ahí su morada. Se ofrecen servicios educativos, de restauración, artesanías...
Tal vez sea difícil perdonarnos el no haber visitado Bolivia. Sí, siempre hay tiempo y las oportunidades se presentarán una vez más, pero los pretextos son más constantes. Los acontecimientos políticos (el derrocamiento de Sánchez de Lozada) y la ebullición política nos desvían: preferimos huir ante la muy remota posibilidad de sufrir algún percance. Chile parece ser más seguro.
Y más caro, y más predecible... pero no se puede tener todo en esta vida. Como quiera, llegar a Arica representó un cambio importante: la patria de Allende nos recibe de buen grado. En la misma frontera, una simpática gordita nos da la bienvenida con una sonrisa de oreja a oreja, al tiempo que nos recomienda una discoteca para esa misma noche, como disparando un anzuelo.
En el mercado se comen unos mariscos excelentes a precio de regalo, la ciudad es relativamente pequeña y es más bien un refugio para acceder a otros lugares, como el parque Lauca: de nuevo en el techo de Chile. Del nivel de mar de Arica subimos hasta los 4 mil quinientos; de nuevo el aire enrarece y la carretera se estrecha, las curvas se hacen más complejas y el viento arrecia, pero nada impide descubrir una preciosa reserva ecológica y un par de volcanes de ensueño.
Chile es muy extenso. De Arica pasamos a San Pedro de Atacama, una de las maravillas más grandes de la naturaleza y donde la excursión se hace apasionante. Como tal, San Pedro no tiene más que diez calles polvorientas y sin pavimentar; sin embargo, la atmósfera (ayudada en mucho por el "sanpedrito", también llamado peyote, en México) es cordial, muy europea y presagia la entrada a un mundo distinto.
Además del Salar y de ser una de las áreas más desérticas del mundo, desde San Pedro también se inicia la excursión a los géiseres del Tatio: unas fenomenales salidas de vapor de agua en la superficie de un volcán ahora extinto. Lo más atractivo: tener que salir alrededor de las 4 de la mañana, sin más luz que la proyectada por el faro de la motocicleta. El camino es de terracería y no mide más de cuatro metros de ancho: es muy abrupto y en ciertas áreas la arena está tan suelta que nos sentimos en el mismo desierto. Dos detalles más hacen de ésta, una aventura para no olvidar: la ruta nos es perfectamente desconocida y tenemos que mantener el primer lugar de la fila porque si nos pasan las camionetas cargadas de turistas nos darán un baño de arena e impedirán ver el camino.
A la mitad del trayecto tenemos que desmontar para admirar la luna más cercana que jamás hayamos visto; pareciese una bola azulada flotando en el cielo. Si pudiéramos estirarnos un poco más, casi la tocaríamos. Al fondo, el sol comienza a salir sobre el costado derecho, dibujando la silueta de una montaña negra de vértices azules. Llegar paga todo el esfuerzo: el paisaje es sublime.
Desde Atacama hasta Jujuy, en Argentina, se usa el "Paso de Jama", una carretera que escala de los 500 metros sobre nivel de mar, hasta los 4 mil quinientos y de ahí de nuevo hasta los mil cien. La vista es impresionante, al igual que el cambio en las tonalidades del medio. De un área totalmente desértica, se pasa al verde de un bosque subtropical. A pesar de más de 200 kilómetros de camino sin asfaltar, la experiencia es digna de cualquier oportunidad y representa, además, el arribo a la Argentina: la culminación de la primera parte del sueño.
De ahí en adelante, el tiempo se nos pasa rápido, sin darnos tiempo para respirar: el mejor albergue juvenil del viaje es sin duda en "Backpackers", donde nos reciben de un modo fraternal. Comenzamos a probar los deliciosos asados, acompañados de vino tinto austral y lo más importante: en una especie de "hostel de Babel", saturado con huéspedes de todos los lugares imaginados. Argentina nos recibe con gran hospitalidad.
Dejemos Salta, un poco tristes por no podernos llevar más que el recuerdo. Continuemos hacia Tucumán y hagamos otro tanto de amigos. Sigamos descendiendo hacia Córdoba, una de las ciudades más bellas del país. En las cercanías de la urbe se encuentra Altagracia, donde podremos ver un museo dedicado al Ché Guevara, quien pasó algunos años de su vida en el pequeño poblado. Claro, admiremos también la belleza de las argentinas: con esos portes europeos y miradas latinas.
Antes de tomar la sierra patagónica hagamos una breve estancia en Mendoza, tierra de buenos vinos y hermosas mujeres. Recorramos con toda calma el enorme parque San Martín y las calles de la ciudad, regadas por una extensa red de acequias que dan un verdor muy particular a la urbe, al tiempo que la nutren de frescura. Tal vez Mendoza nos tenga preparada a la mujer de nuestros sueños. ¿Cuántos no lo pensarán así?
Faltan aún más de 5 mil kilómetros para llegar a destino. Un poco más al sur del Aconcagua comienza la verdadera cordillera de la Patagonia: los vientos son más intensos al llegar a Malargüe, donde nos reciben con una cena en una casa de adobe y un delicioso cabrito patagón. Nos ofrecen un delicioso vino tinto de la facultad de agronomía de Mendoza. Johnny hace alarde de la hospitalidad argentina una vez más. No podemos detenernos mucho tiempo, el camino nos llama.
Desde Malargüe hasta Aluminé comenzamos a sentir lo que será el resto del camino: las condiciones se van haciendo más complicadas. Los caminos están pavimentados sólo de modo intermitente, el viento sopla a más de 60 kms por hora, pero no es más que el comienzo. Aluminé es un pequeño poblado, probablemente pocos mexicanos lo hayan pisado aún. El servicio de Internet es satelital.
Los paisajes de ensueño nos acompañan el resto del camino: así será hasta el pleno sur. Áspero, complejo y cansado, pero cargado de espectáculos para la mirada. San Martín de los Andes, el parque de los Siete Lagos y luego Bariloche. Araucarias, lagos de diversas tonalidades de azul, animales silvestres y caminos en la montaña complementan el panorama.
De Bariloche cruzamos frontera a Chile para recorrer Puerto Montt y la hermosa isla de Chiloé con sus espectaculares vistas y aguas cristalinas. Playas frías, puertos de pescadores. Un par de resbalones e inclusive un atasque en la arena nos recuerdan que el viaje también pone a prueba los nervios. El Chaitén y un cruce en ferry nos permiten ver la pulcritud de los mares del sur del país; la carretera austral muestra también que es posible ser cuidadoso de los recursos naturales y obtener algo a cambio: beber agua directamente de un manantial sin preocuparse por su pureza.
Coyhaique es el destino siguiente. Una ciudad de tamaño intermedio en la que hacemos escala un par de días. Después de recuperar un poco de energías continuamos avanzando... los días pasan y no parecemos andar mucho, las carreteras de tierra hacen los esfuerzos más complejos, al tiempo que reducen el promedio de kilómetros recorridos por hora. Cruzamos de nuevo a Argentina, esta vez por "Los Antiguos", un camino que más parece vereda.
La dificultad más grande sucede cuando ponchamos en "La meseta de la muerte". El reparador de llantas que llevamos no funciona y pronto nos encontramos tirados a la mitad de una carretera por la que pasan solamente 10 autos en un día. La única solución es acampar y esperar -afortunadamente el ángel de la guarda nos ha alcanzado en Bariloche para acompañarnos en un periodo de tres semanas-. Mi hermana ha sido quien llevó a reparar el neumático al poblado más cercano: 240 kilómetros. Como es terracería y no hay transportes públicos, tienen que pasar 28 horas antes de que vuelva.
Con los nervios de punta, desesperados y pensando en volver a casa, decidimos continuar hasta El Calafate. Nos separan más de 500 kilómetros y rachas de viento de 150 kms/hr. Logramos el recorrido en cosa de nueve horas. Heroico 22 de diciembre, siempre te recordaremos. Llegamos a las 11 o 12 de la noche: queremos una cama y comida caliente... no hay duda que lo que no mata, se convierte en una anécdota más para los nietos.
En el Calafate está el Glaciar "Perito Moreno": una masa impresionante de hielo milenario. Fuera de eso, la zona está hecha para los turistas. Decidimos proseguir una vez que hemos reposado y que los ánimos están de nuevo en el cenit.
Mil kilómetros más y estaremos arribando a la meta. Cruzamos a Chile y nos desviamos a Punta Arenas: si pudiéramos contar la historia de este puerto en unas líneas, tendríamos que hablar de Cambiazo, el último pirata que asoló la población por ahí de los años 1800. La ciudad es extraña, probablemente sea la más grande de la Patagonia. Enclavada en el Estrecho de Magallanes (sí, el mismo estrecho que hace seiscientos años cruzaran dos hermanos y su tripulación en barcos de madera), es un punto de reabastecimiento para los buques que deciden ahorrar el costoso cruce del canal de Panamá.
Es Punta Arenas la ciudad más austral sobre el continente, pues Ushuaia se encuentra en la isla grande de Tierra del Fuego, y para llegar se debe cruzar con la ayuda de un bote, de la especie que sea. Pero no discutamos por minucias, si sólo nos restan unos 500 kilómetros para alcanzar el sueño.
La primera vez que escuché "Ushuaia", dejé pasar el nombre desapercibido. Recuerdo que lo dijo una persona como presumiendo que había llegado hasta ahí. Claro que lo había hecho en avión y en plan de turista: en ese tiempo no me dijo gran cosa. Años después me topé de lleno con el nombre en el mapa y pensé que yo también podría llegar.
El 29 de diciembre salimos de Punta Arenas, con dirección a Ushuaia. Primero tomamos un ferry que hace un recorrido de unas dos horas hasta llegar al puerto llamado Porvenir. Avanzamos un poco hasta llegar al límite fronterizo argentino: reingreso a tierra gaucha, estamos en la Tierra del Fuego.
El nombre ya retumba en nuestros oídos con fuerza. La emoción es más que el cansancio; la carretera se ha vuelto a convertir en terracería pero parece no importarnos mucho, estamos un tanto acostumbrados. Subimos una cordillera montañosa y de pronto comenzamos a descender. El letrero dice: Ushuaia 50 kms.
¿Cincuenta? Hemos recorrido más de 20 mil para llegar a este momento. No sabemos cómo será el resto de la carretera, pero ya no importa: apretamos a fondo el acelerador, ebrios de gusto, energizados de emoción... 40, 30, 20, 10... seguimos bajando y al salir de una curva, un poco más adelante, encontramos el letrero que más nos ha dado gusto en la vida: "Bienvenidos a la ciudad más austral del Mundo: Ushuaia"... Al fin, lo hemos logrado. Sí, los sueños se cumplen.
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(*) Trovador d’époque
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