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   Libertad y desapego

En la conclusión de toda vida siempre se impone la postrer reflexión: ¿qué pasará con todo lo que "yo hice"? ¿Se perderá en la niebla de la historia? ¿Será motivo de discordia entre mis allegados? ¿Valió la pena el esfuerzo para lograr todas esas ambiciones? Quienes estuvieron a mi lado, sea en la familia, sea en la sociedad, ¿me apreciaron por lo que soy, por lo que hice, por lo que tuve...? ¿O por qué me apreciaron?

Después de hondas elucubraciones y tormentosas dialécticas personales llego a resultados que me estremecen, cual débil caña que vientos huracanados intentan romper, desraizar y acabar. ¿Fui libre?, me pregunto. ¿Pude manifestar mi ser tal y cual era? O de plano, en la jungla tecnológica en que me desenvolví, hube de portar mil máscaras, arrastrar largas cadenas y prostituir mi alma.

Me llena de perplejidad la condición humana. Me produce un maligno vértigo el pensar que, tras nuestra breve estancia en este mundo, "todo habrá quedado en el olvido sempiterno de los siglos y de las generaciones". Somos como un suspiro en el tiempo, y nuestros afanes, al final, habrán de servir de alimento a quienes nos siguen en el camino de la existencia. Sin embargo, el haber podido ser libre, el haber caminado sin anclajes, el poder haber elevado mis pensamientos hacia El Impensable, hacia El Gran Trascendente -no importando si la grandiosa y poderosa razón humana le niega la posibilidad de existir- fue un motivo para saber resolver todos los problemas. Se trata de esa poderosa razón que ha desenvuelto todos los misterios del universo y que ha dado a luz a hijos tan rebosantes y hermosos, como la ciencia y la tecnología.

Estos dos hijos, tan afanosamente buscados y procurados, desde las postrimerías del siglo veinte hasta ahora, se han convertido en el centro de atención de todo ser viviente que día a día arriba a este planeta. Así, ahora vivimos la era del cienciocentrismo o del tecnocentrismo, que han venido a reemplazar para siempre, al siempre negociable ser humano, producto desechable de la moderna sociedad consumista.

¡Pero momento! Debo retomar el cauce de los pensamientos que atormentan a este ser imperfecto, contingente, efímero y débil. La búsqueda de esa libertad tan ansiada y tan buscada por muchos otros seres que me antecedieron, y otros que conviven conmigo en este espacio y en este tiempo. Libertad, idea que encierra un modo de vivir, donde uno puede potenciar y actualizar todos su talentos y habilidades; donde uno, como ser libre, es respetado y no envidiado por nadie; y donde uno no envidia a nadie, pues todos, ¡absolutamente todos!, somos diferentes, irrepetibles y originales... Claro, siempre y cuando encontremos los senderos adecuados para "poder ser".

Recuerdo cuántas veces me he desapegado de las cosas, me he sentido con gran amplitud de pensamiento y ligero en mis movimientos. Desapegarse de las cosas debe ser como una liberación; debe ser como romper las ataduras que nos mantienen en el sótano de nuestra espiritualidad. Se trata de las demasiadas posesiones que atesoramos, muchas más de las que podemos disponer en el transcurso de nuestras cortas vidas. Encierran emociones inútiles, torpes y poco inteligentes que nos sumergen en la amargura o en la excitación desbordante y sin dirección. Son hábitos que atentan contra nuestra salud y que, por ende, resultan ser vicios. Son únicamente viejas creencias, que adormecen nuestra capacidad de diálogo y de reflexión, pues es más fácil vivir de lo que solía ser, en contra de lo que la realidad es. Una gran cantidad de seres humanos nos rodean, y constantemente, por su incapacidad de asumir su propia responsabilidad de atreverse a vivir según sus conciencias "reflexionadas", nos acosan con sus súplicas de que les ayudemos, como si fuéramos responsables por sus vidas. Estas ataduras nos debilitan, evitan nuestro despegar hacia las alturas donde la libertad tiene establecido su reino. Para salir de este estado de indefensión contra nuestro propio ser se hace necesario deshacernos de todos estos fantasmas que rondan a nuestro alrededor. Y lo debemos hacer literal y figurativamente.

De la misma manera en que el agricultor poda sus árboles, para que estos reinicien una nueva etapa de crecimiento y fortaleza, de la misma manera en que los reptiles mudan de piel, se hace impostergable nuestra acción regenerativa. Es quitarnos de encima las cosas y objetos que ya no van con nuestra aventura de ir en búsqueda de la libertad; desechar todo aquello que es un lastre para nuestra alma y que nos mantiene en tierra. Necesitamos espacio para aquello que es nuevo en nuestra visión e interpretación de la vida, para hacer lugar a aquello que nos haga estar más vivos en este mundo, para aquello que libere nuestra capacidad creadora.

Pero ¿a qué o a quiénes tenemos que enfrentarnos? En primer lugar, a una sociedad que admira a quienes son capaces de poseer muchos bienes, y desprecia a quienes no los tienen. Una sociedad que aconseja a sus miembros a atesorar cosas, guardar sentimientos, cultivar relaciones sociales por costumbre y, consecuentemente, a tener miedo de perder aquello que, mediante un esfuerzo, a veces sin sentido, aparentemente se ha ganado.

Para aprender a ser desapegados es necesario aprender a confiar: a confiar en los demás, a confiar en uno mismo y a confiar, sobre todo, en la Divina Providencia. También debemos confiar que, en el largo plazo, nuevas energías habrán de generarse en nuestras profundidades, que nuevas esperanzas habrán de mantenernos en el camino hacia un nuevo ser, que el desapego como estrategia liberará nuestras capacidades creativas hasta alturas antes no concebidas. Cuando soltamos los amarres de nuestra embarcación y quemamos nuestros puentes, es cuando terminamos por poseernos completamente, y nos damos cuenta que nada nos falta.

Porque hablando en plata limpia, no poseemos nada en realidad. No poseemos a la gente. Nuestro cónyuge no es nuestro, nuestro (a) novio (a) no nos pertenece, como tampoco nos pertenecen nuestros hijos, el campo, las tierras, el cielo, los ríos o los terrenos. Aún así, si tenemos títulos de propiedad de las casas en que vivimos, los coches en que nos transportamos, las cuentas bancarias, etc., tales posesiones pueden perderse en un momento inesperado, ya sea por fenómenos naturales incontrolados, accidentes, manipulaciones financieras o la misma muerte.

Nuestros ancestros nos decían que, si la vida es prestada, los bienes que "poseemos" nos son dados en administración temporal, para que mediante ellos podamos vivir de manera sencilla. Las cosas pertenecen al universo, pues una vez desaparecidos de este mundo material, las cosas que nos sirvieron y que nos esclavizaron habrán de ser repartidas entre quienes se quedan a habitarlo.

Si nos permitimos reflexionar acerca de nuestro sentido de propiedad, habremos de darnos cuenta que sin percibirnos dentro del fenómeno, hemos caído en la trampa de ser poseídos por esas mismas cosas que tanto atesoramos. El desapego puede liberar nuestra carga, puede ayudarnos a desplegar nuestras alas, puede ayudarnos a reencontrarnos con nosotros mismos y puede ayudarnos a recuperar nuestro verdadero ser.

Quizá se hace necesario deshacernos de nuestra soberbia que nos hace pensarnos superiores a los demás; deshacernos de ideologías, de reverencias a otras personas por el poder que ostentan; deshacernos de todas esas cosas que pensamos poseer, pero que han terminado por poseernos.

Réplica y comentarios al autor: aguilarluis@prodigy.net.mx




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