LAS MANOS QUE DAN.

Casi no la había visto. Era una señora anciana con el auto varado en el camino. El día estaba frío, lluvioso y gris. Alberto se pudo dar cuenta que la anciana necesitaba ayuda. Estacionó su vetusto Pontiac delante del mercedes de la anciana, aún estaba tosiendo cuando se le acercó. Aunque con una sonrisa nerviosa en el rostro, se dio cuenta que la anciana estaba preocupada. Nadie se había detenido desde hacía más de una hora, cuando se detuvo en aquella transitada carretera. Realmente, para la anciana, ese hombre que se aproximaba no tenía muy buen aspecto, podría tratarse de un delincuente. Mas no había nada por hacer, estaba a su merced. Se veía pobre y hambriento.

Alberto pudo percibir como se sentía. Su rostro reflejaba cierto temor. Así que se adelantó a tomar la iniciativa en el diálogo. "Aquí vengo para ayudarla señora. Entre a su vehículo que estará protegida del clima. Mi nombre es Alberto". Gracias a Dios sólo se trataba de un neumático bajo, pero para la anciana trataba de una situación difícil. Alberto se metió bajo el carro buscando un lugar donde poner la gata y en la maniobra se lastimó varias veces los nudillos. Estaba apretando las últimas tuercas, cuando la señora bajó la ventana y comenzó a dialogar con él. Le contó de donde venía; que tan solo estaba de paso por allí, y que no sabía como agradecerle. Alberto sonreía mientras cerraba el baúl del guardando las herramientas. Le preguntó cuanto le debía, pues cualquier suma sería correcta dadas las circunstancias, pues pensaba las cosas terribles que le hubiese pasado de no contar con la gentileza de Alberto. Él no había pensado en dinero. Esto no se trataba de ningún trabajo para él. Ayudar a alguien en necesidad era la mejor forma de pagar por las veces que a él, a su vez, lo habían ayudado cuando se encontraba en situaciones similares. Alberto estaba acostumbrado a vivir así. Le dijo a la anciana que si quería pagarle, la mejor manera de hacerlo sería que la próxima vez que viera a alguien en necesidad y estuviera a su alcance el poder asistirla, lo hiciera de manera desinteresada y entonces... "tan solo piense en mí", agregó despidiéndose. Alberto esperó hasta que el auto se fuera. Había sido un día frío, gris y depresivo, pero se sintió bien en terminarlo de esa forma, estas eran las cosas que más satisfacción le traían. Entró en su coche y se fue.

Unos kilómetros más adelante la señora divisó una pequeña cafetería. Pensó que sería bueno quitarse el frío con una taza de café caliente antes de continuar el último tramo de su viaje. Se trataba de un pequeño lugar un poco desvencijado. Por fuera había dos bombas viejas de combustible que no se había usado en años. Al entrar se fijó en la escena interior. La caja registradora se parecía a aquellas de cuerda que había usado en su juventud. Una cortés camarera se le acercó y le extendió una toalla de papel para que se secara el cabello, mojado por la lluvia. Tenía un rostro agradable con una hermosa sonrisa. Aquel tipo de sonrisa que no se borra aunque estuviera muchas horas de pie. La anciana notó que la camarera estaría de ocho meses de dulce espera. Y sin embargo esto no le hacía cambiar su simpática actitud. Pensó en cómo, gente que tiene tan poco, pueda ser tan generosa con los extraños. Entonces se acordó de Alberto. Luego de terminar su café caliente y su comida, le alcanzó a la camarera el precio de la cuenta con un billete de 100 dólares. Cuando la muchacha regresó con el cambio constató que la señora se había ido. Pretendió alcanzarla. Al correr hacía la puerta vió en la mesa algo escrito en una servilleta de papel al lado de otros cuatro billetes de 100 dólares. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando leyó la nota: "No me debes nada, yo estuve una vez como tú estás. Alguien me ayudó como hoy te estoy ayudando a ti. Si quieres pagarme, esto es lo que puedes hacer: No dejes de asistir y ser bendición a otros como hoy lo hago contigo. Continúa dando de tu amor y no permitas que esta cadena de bendiciones se rompa". Aunque había mesas que limpiar y azucareras que llenar, aquél día se le fue volando. Esa noche, ya en su casa, mientras la camarera entraba sigilosamente en su cama, para no despertar a su agotado esposo que debía levantarse muy temprano, pensó en lo que la anciana había hecho con ella... ¿Cómo conocería las necesidades que tenía con su esposo, y los problemas económicos que estaban pasando, máxime ahora con la llegada del bebé?. Era consciente de cuan preocupado estaba su esposo por todo esto. Se acercó suavemente hacía él, para no despertarlo, mientras lo besaba tiernamente, y le susurró al oído: "Todo va a estar bien, te amo... Alberto".

 

Volver al menú de historias.