Galope de esqueletos ... Esa noche el viento se había dormido antes que nosotros , fuera del bosque donde pernoctábamos. Fue Facón
Grande, el capataz de tropillas, quien nos llamó la atención con un vivo gesto
de cabeza: (FIN)
-¿Oyeron? –dijo ladeando una oreja hacia la umbría.
... El Largo y yo nos
pusimos a escuchar; al cabo de un rato sólo percibimos el rumor de un gran
pájaro blanco que cayó deshaciéndose entre el follaje.
- Son los cuajarones de nieve que se caen de los árboles
–dijo con desgano al Largo.
-No, es el tranco de un caballo en los envaralados -rectificó Facón.
... Nos pusimos de nuevo
a escuchar; pero otra vez volvimos a percibir sólo el ruido de los trozos de
nieve caían triturados desde las altas copas de los robles.
... Todos estábamos
acompañándonos en torno a la hoguera que abría y cerraba con sus llamas el
corazón del robledal. Los caballos triscaban hojillas tiernas en la linde
oscilante de la luz de las llamas; los perros dormitaban con sus hocicos
enterrados en la ceniza, y nosotros fumábamos un cigarrillo apenas terminada
nuestra frugal merienda.
... El fuego ya había
derretido nieve en su derredor, y el rostro mojado de la tierra se asomaba
cordial después de tantos meses de ver sólo una costra blanca uniformando todas
las cosas.
... Aquel invierno había
sido largo y cruel en toda la extensión de
... En Iemisch Aike, hubo necesidad de
arrear grandes manadas de yeguas salvajes para abrir senderos en las nieve y poder rescatar los piños
de ovejas que habían quedado atrapadas en los campos altos, de veranada, con la
caída de prematuras nevadas.
... Con todo, fue
imposible sacar unos trescientos vacunos metidos en las estribaciones andinas
más altas, y ahora, a comienzos de primavera, íbamos en su búsqueda.
... Facón era el más
baquiano en estos montes. Lo apodaban así porque siempre llevaba un gran
cuchillo con cacha de plata, atrás, en la cintura; su nombre era José Díaz y
trabajaba de capataz de tropillas en la estancia.
... El Largo derivaba su
apodo de su estatura, formaba pareja con el capataz en el amanse de potros y
era su ayudante en la atención de las caballadas; se llamaba Basilio Oyarzo. Yo en aquella época era Tomás Friend,
capataz de la sección Chankaike de la misma estancia.
Diego “en aquella época”, porque antes fui Emiliano Amigo, apellido que traduje
por Friend, que me acomodaba mejor dadas las
circunstancias.
... De pronto, los
perros dejaron de dormitar, levantaron sus hocicos y empezaron a husmear hacia
la umbría. Al momento, sentimos el característico gloc-gloc del tranco de un caballo sobre esos puentes de troncos
rústicos que se voltean en los pasos fangosos de los bosques. Los perros
saltaron por sobre las llamas y armaron una gran algarabía en el corazón de la
arboleda. Al rato, entreabriendo ramazones, apareció un jinete en caballo
zaino, seguido de dos perros que se refugiaban entre sus patas, eludiendo el
acoso de sus congéneres.
-Güenas –saludó el recién
llegado.
-Güenas –le contestamos.
-Puede desmontar, si gusta –agregó Facón.
... Espoleó su caballo
hasta el tronco donde estaban nuestras monturas.
... Se apeó, le aflojó
la cincha, le puso las maneas y se acercó al fogón.
... Disminuyó su figura
al bajar del caballo; era un hombre más bien bajo, vestido con perneras y
chaquetón de cuero crudo, de oveja, con la lana por dentro. Botas de media
caña, bufanda al cuello y gorro de piel de guanaco con orejeras para el viento.
-Todavía queda algo para churrasquear –díjole el Largo, mientras le arrimaba una media paleta de
cordero que quedaba en el asador.
-Gracias, muchas gracias –contestó sacando su cuchillo descuerador y dando un tajo en la paleta. ... Se iba a llevar el trozo de carne a la boca
cuando sus perros lo miraron lastimeramente y empezaron a gimotear. Entonces
cortó el trozo en dos y se los lanzó al hocico.
-Aquí hay otra para los perros –dijo el Largo, y se
levantó a buscar un trozo de carne de cogote que partió en dos.
... El recién llegado
cortó otra lonja y se la llevó a la boca, tajeándola
sobre sus mismos labios a la manera gaucha; de pronto tuvo una especie de
atoro, se agachó y empezó a gimotear como sus perros.
-El humo de estas ramas verdes atora a cualquiera
–comentó el Largo, mientras atizaba el fuego.
-No es el humo, compañero... Es el hambre...Hace tres días
que no comemos.
... Era la primera vez
que yo veía llorar así de hambre a alguien en
-Hace tres días que no puedo salir de estos montes –dijo,
después que se hubo serenado, y agregó:- No conocía el monte. Soy de
... Comió abundantemente
de la paleta. Después le cebamos unos mates. El Largo había ido en busca de
unas brazadas de ramas para armarse su cama, cuando Facón le ofreció su
tabaquera para hacerse un cigarrillo; pero al lanzarle el envoltorio de tabaco
por encima de la hoguera, el recién llegado entreabrió las piernas, yendo la
tabaquera a parar al suelo mojado. Con azoramiento la recogió y la limpió con
la manga de su chaquetón.
... Vi
que los ojos de Facón se clavaron como dos ascuas inquisitivas sobre el
afuerino, y luego se volvieron hacia mí como si quisieran decirme algo.
... No pudieron
decírmelo sino el otro día en que bosque adentro íbamos al tranco de nuestras
cabalgaduras, en espera del Largo, que había ido a encaminar al tal Boney hasta el encuentro de la pampa.
-¿Se dio cuenta de lo de la tabaquera?
-¡Sí –respondí mecánicamente,
mientras miraba la negra grupa de su caballo.
-Fue raro, ¿no le parece?
-Raro... –repetí por contestar algo, pues en realidad no
me daba bien cuenta de lo que Facón quería decirme.
-No sería el primer caso. En
-¿Cree usted que se trata de una mujer?
-Solamente una mujer abre sus piernas para recibir algo
en sus polleras. El hombre las junta.
-Le confieso que no me había dado cuenta de eso...
-¡Bah, yo creí que se había
enterado cuando nos miramos! Entonces callemos esto. Puede ser nada más que una
sospecha mía, y no hay para qué andar levantándole la cola a la gente para ver
de qué se trata.
... En esos mismos
momentos nos daba alcance el Largo y no hablamos más del asunto.
... Sólo que en la
segunda noche en aquellos bosques ya no pude dormirme inmediatamente, y me
recosté sobre mis precarias pilchas tendidas en mullidas ramas de roble o
manera de colchón. Se me aparecía el afuerino, con su gruesa cacha de rebenque
dándole vueltas entre los dedos, las chispitas de sus ojos grises, el pelo que
le asomaba como una mata de pasto coirón debajo del gorro de piel de guanaco, y
entreabriendo las piernas, como una hembra, para recibir algo en su regazo.
... Primero fueron los
cóndores revoloteando sobre lo alto de una quebrada; después los caranchos, con
sus ojos rojo ahítos, los que nos encaminaron hacia el lugar donde había
parecido el piño de vacunos que buscábamos. Algunas
aves de rapiña casi no podían volar al momento de acercarnos, así estaban de
llenas con el festín. Este había comenzado hacía ya bastante tiempo, por la
forma en que los esqueletos ya blanqueaban a la intemperie. Sin embargo, abajo,
adentro del bosque aún pudimos encontrar algunos con el cuerpo entero, que fue
lo único que logramos rescatar de todo aquel piño
extraviado.
... La catástrofe se
había producido cuando los hielos se aflojaron. Los animales permanecieron
ramoneando hojas de robles que sobresalían por sobre la nieve, creyéndolos
seguramente arbustos. Cuando en realidad se trataba de las altas copas de los
árboles. Al llegar la primavera el planchón de nieve y hielo, sostenido por los
troncos que configuran una verdadera bóveda, se aflojó, desplomándose con el
peso de la animalada. Esta había quedado engarzada entre los ramajes, de los
cachos algunos, ensartados y despanzurrados otros; pero todos más o menos en la
posición de un galope estático, grotesco y macabro, cuando las aves de rapiña
dejaron aquellos esqueletos mondos. Sólo el viento del oeste silbaba entre esos
huesos descubiertos dándole al rumor del follaje un lamentoso ulular que no
tenía en otros lugares. Así fue como soñamos con un rumor de carros y
caballadas en los campos de la sección Chankaike o
Barranca Blanca.