Tierra de olvido
Francisco Coloane
A medida que penetrábamos tierra adentro, el paisaje se iba
haciendo cada vez más sombrío e inquietante. La sordidez de algunos pasos
destemplaba el ánimo y hasta los caballos paraban las orejas, atemorizados de
algo que no se veía, pero que estaba allí tan vivo como la roca desnuda.
Nuestro sendero bordeaba a veces el abismo, y ante la visión del río,
fragoroso, corriendo allá abajo en lo profundo, hombre y bestia quedábamos
suspendidos unos instantes, tratando de recostarnos contra la pared de piedra
que nos empujaba con su grávida fuerza hacia el vértigo. Entonces no éramos
nada; sólo nos parábamos un poco más en los estribos, nos aferrábamos a las
riendas, y el caballo, por sí solo, salía tranqueando con impávida firmeza
sobre la árida roca.
En un recodo
en que se hinchó el pecho del monte, vimos por última vez el mar. Y fue como si
hubiéramos perdido algo… algo que nunca más volveríamos a recuperar.
Ahora
comprendíamos la desapacible inquietud que nos embargaba a medida que nos
internábamos en ese desolado paisaje. El mar, aunque celoso y violento cuando
se está en medio de él, desde esa lejanía era un compañero inmenso, un manso
llano de paz, cuya vista infundía quietud, y, sobre todo, esa vaga e
indefinible sensación de la esperanza.
Hay paisajes,
como instantes de la vida, que no se borran jamás de la mente; vuelven siempre
a traspasarnos desde adentro, cada vez con mayor intensidad. Éste en que dimos
la última mirada al mar es uno de ellos; allí volvimos la cabeza para no perder
la postrera visión de esa esperanza y entrar de lleno en aquella tierra
de olvido.
Nuestra ruta,
paralela al Baker, se interrumpió de pronto por un corte a pique, y a nuestra
asombrada vista se extendió un grandioso valle, cuyos pastizales, partidos por
el viento encajonado, semejaba la fina felpa de una nutria hendida por el soplo
del experto. Era un tajo inmenso dejado por un ventisquero en el corazón de la
montaña, uno de esos ríos de hielo milenario,
desaparecido, cuyo lecho de légamo hacía la fertilidad de esa pradera.
Tuvimos que
abandonar la dirección paralela al río y doblar hacia el sur, bordeando este
otro río seco, en busca de una bajada. Sólo al cabo de algunas horas el
espinazo cordillerano empezó a inclinarse y pudimos avistar el fondo del valle
que se perdía como una garganta profunda en la montaña. Un cielo sin luz nos
permitió columbrar apenas dos cosas que aumentaron nuestra curiosidad: el valle
terminaba y daba comienzo a un paredón
de hielo que se encajaba como una cuña
montaña adentro; y abajo, a nuestros pies, junto a un boscaje de robles
enanos y aparragados, en la cumbre del primer promontorio que descendía en
el valle, se divisaba una casucha
oxidada, pequeña y obscura, como algo aventado y detenido insólitamente en la
más olvidada grieta de la tierra.
Bajamos, y
empezamos a penetrar en el llano, cuyo
alto pastizal nos llegaba hasta los estribos. Mas volvió a sobrecogernos la
torva soledad de aquel lugar, cuya visión desde las cumbres había sido por
algunos momentos un oasis de descanso para nuestros ojos. El pasto crecía abundante y tupido como una sementera; pero
ni un pájaro, ni un huemul, ni un bicho en la tierra, interrumpía ese silencio,
a través del cual sólo vagaba de vez en cuando el zumbido de la brisa
encajonada.
Recordábamos
haber visto algo semejante en el hueco dejado por un ventisquero gigantesco en
la bahía de Yendegaia, en el canal Beagle; pero ahí el hombre había llevado el
rumor de la vida y doce mil ovejas apacentaban en las llanadas que llegaban
también hasta los vestigios del hielo milenario.
Anduvimos en
dirección de la casucha. El silencio se hacía cada vez más letal y sólo de
tarde en tarde la serpentina ululante del viento se rasgaba en las oquedades
del valle; después, nuevamente, ese silencio… hasta que…
Un aullido
plañidero nos partió como un rayo los nervios y los caballos saltaron
despavoridos. Casi perdimos los estribos; a fuerza de rienda y espuela, los
doblegamos, pero siendo, como es, el animal que más se espanta con lo desconocido,
sus narices latían, sus ojos relampagueaban y sus patas se estremecían con un
temblor que jamás tuvieron frente a la incertidumbre del abismo.
Palmoteándoles
en la tabla del cuello logramos aquietarlos; pero no había transcurrido un
minuto cuando se dejó oír de nuevo el aullido, esta vez menos penetrante y
agudo, como el balido de un lobo enfermo o herido. Bastaron unos riendazos para
contener a los caballos de nuevo.
Detuvimos la
marcha y esperamos. El silencio pesaba como el plomo del cielo.
Mas, en el
momento en que íbamos a proseguir el camino, abriéndose paso entre el pastizal,
surgió un extraño animal; pero un lebrel de cara chata, con los belfos como de
un lobo y de abundante lana en los flancos, tiesa y larga, igual que la de la
foca peluda. Era una mezcla rara y repugnante, como la de las hienas, de patas
delanteras tan altas que parecían arrastrar el cuerpo cuando andaba. Surgió muy
cerca de mí, y antes de que pudiera abalanzarse sobre la cabalgadura, preparé
mi carabina y apunté, pero al instante Clifton, mi compañero de viaje, tomó el
caño de la winchester y me lo desvió. En ese momento mismo apareció también un
hombre de entre el pastizal, y tomando al perro, llamémoslo así, de una oreja,
se puso junto a él.
Cliftonj se
acercó y le habló algo que no pude entender. El hombre respondió con una voz
gutural ininteligible y señaló el fondo del valle, como indicándonos el camino.
Avanzamos, con
él a la retaguardia y siempre con el perro agarrado de la oreja, hasta el borde
del cerro en cuya cumbre estaba la casucha; pero no nos dejó llegar hasta ella;
poniéndose frente a nosotros profirió, con su voz gutural, otra vez algo, y
como amenazando con el perro indicó nuevamente el contrafuerte cercano.
Seguimos la
dirección que nos señaló, mientras él nos espiaba desde el faldeo. Cuando nos
perdimos en el valle, el aullido escalofriante del perro se dejó de nuevo oír;
pero el extraño animal llegó sólo hasta las cercanías de nosotros, pues, en el
momento en que parecía alcanzarnos, otro aullido gutural brotó del hombre, y el
perro, levantándose en dos patas, dio un amenazante rodeo junto a las
ancas de los caballos, levantó el
hocico, emitió su balido ululante y volvió hacia donde estaba su amo.
Al cabo de un
rato, cuando empezábamos a ascender por el contrafuerte, se dejó oír otro
ulular menos agudo pero más profundo; así también nos estremecimos, hondamente,
pero el hombre y la bestia habían quedado muy atrás; era el viento el que
bajaba ululando por el sombrío cañadón.
Luego, detrás
de nosotros, empezaron a repechar las primeras sombras de la noche, y poco a
poco todo se fue poniendo oscuro y apretado como un solo corazón; como el pétreo corazón de esa
naturaleza desintegrando hasta la última brizna humana en su milenaria
desolación.
*
Clifton, a
cuya pequeña estancia en el interior del Baker nos dirigíamos, nunca se
adelantaba a explicar o señalar nada. Dejaba que las cosas se explicaran por sí
solas, y sólo cuando no ocurría así, intervenía enseñando lo que sabía del
lago, del animal, del monte que ya habíamos dejado atrás. No sé si esto lo
hacía por sabiduría o temperamento; el caso es
que, de esa manera, uno aprendía las cosas mejor y no las olvidaba tan
fácilmente.
Cuando transmontamos el primer contrafuerte
del valle y llegamos a un extenso faldeo en que empezaba la selva de robles
aparragados, se hizo tan negra la noche que decidimos pernoctar.
Con su baquía
cordillerana, Clifton encendió una buena fogata y nos dispusimos a merendar el
charqui que llevábamos a los tientos.
En el momento
en que preparábamos nuestros respectivos tarros choqueros, me dijo de sopetón:
-¿A qué
atribuye usted el estado de ese hombre que encontramos en el valle?
Clifton
siempre hablaba acortando caminos, como si uno ya hubiera desarrollado la mitad
de la conversación y no le quedaran más que las conclusiones.
-¡A una
desintegración producida por la naturaleza! -respondí, tratando de ser preciso;
pero al darme cuenta de que había resultado pedante, alcancé a agregar, a
manera de excusa-: ¡Una vez estuve tres días sobre unas rocas, y cuando pasaron
a recogerme, casi gateaba ya como una jaiba!
-También he
experimentado eso que usted llama “desintegración” -continuó Clifton,
pronunciando esa palabra como si masticara una estopa insípida-. La naturaleza primero lo “desintegra” a uno,
y luego lo “integra” a ella como uno de
sus elementos. En la primera etapa parece que se fuera a desaparecer, algunos
perecen, y en la segunda se renace con un nuevo vigor; así tal vez selecciona y
destruye lo que más le conviene. Aquello ocurrió en mis mocedades, en una
ocasión en que estuve tres años solo en
un puesto ovejero de la Tierra del Fuego, cerca del lago Fagnano. Fue algo así
como si hubiera dejado de ser yo mismo. Comencé por perder el hábito de leer;
los asuntos de los libros me parecían vanos, insignificantes, y prefería al
pensamiento más profundo de Platón el rumor de una hoja. En seguida, dejé de
reflexionar y casi de pensar. Estaba anonadado. Era cruel. Luego me di cuenta de que los pensamientos que se habían
alejado de mi mente estaban siendo reemplazados por otros, y empecé a resurgir,
pero a través de una transformación fundamental de esas facultades. Con ello,
las cosas empezaron a adquirir cierto valor misterioso; por ejemplo, un musgo
ya no era para mí sólo una hierba verdinegra que crecía sobre la corteza
terrestre, sino algo de más valor que me acompañaba en la vida como mi perro y
mi caballo. Desde el vago terror que empezaron a producirme las sombras de la
noche, hasta la alegría de la alborada, que sólo había presentido en el canto
de los pájaros, todo estaba allí, en la naturaleza, ante la cual me faltaban
ojos, sentidos, mente, para ver, escuchar y reflexionar.
“Tuve que irme
de aquel lugar y hacer un esfuerzo supremo para volver a abrir un libro y encender
dentro de mí esa luz que sólo surge en el interior de las cuatro paredes de una
casa. ¡Cómo pudiéramos llevar la civilización a la naturaleza y la naturaleza a
la civilización! ¡Ah…, no sabe usted lo que significa encontrarse con una
estufa caliente dentro de cuatro paredes en medio de estas soledades!
Nos conocíamos
con Clifton desde nuestra infancia en Punta Arenas; habíamos trabajado juntos
en una estancia del oriente fueguino, y
como su vida, era su charla: tomaba repentinamente el sendero más inesperado y
no sabía ni el mismo a dónde iba a parar; además de esa peculiaridad de hablar
como si lo que él sabía lo tuviese que saber también todo el mundo. Por eso
tuve que pararlo un poco en seco y llevarlo al tema que parecía haber olvidado.
-¿Y lo del
hombre del valle y su extraño perro?
-¡Ah…, lo que
le aconteció al viejo Vidal es algo más que una “desintegración”! -prosiguió,
mascando con cierta ironía la para mí también ahora cada vez más fofa palabra-.
Lo del perro no me lo explico. Hay en el museo salesiano de Punta Arenas un
caballo reconstituido que tiene la piel exactamente igual que la de un guanaco,
es un verdadero “caballo-guanaco”; pero no me parece posible que pueda haber
una cruza entre una foca y un perro… de la que se pudiera caer que salió ese
engendro. ¡Así como el lago Fagnano me cambió a mí hasta el modo de pensar,
bien pudiera ser que esta naturaleza, donde parece haber cambiado hasta Dios,
haya transformado generaciones de perros hasta sacar ese producto de extraño
“pedigree”! A propósito de esto, recuerdo haber encontrado en una isla del
canal de Moraleda una manada de ratones que se echaban al agua para mariscar y
pescar, y se enroscaban de la cola en
los árboles para poder cazar los pájaros. La cola habíaseles desarrollado extraordinariamente
y las patas las tenían como “champallas”. ¿Cómo llegaron esos ratones allí?
¡Nadie lo sabe; así como nadie sabe la forma en que llegaron los indios yaganes
al beagle.! ¡Si éstos fueron arrojados, como se dice, en una canoa desde la
Oceanía hasta el Cabo de Hornos, bien pudieron aquéllos haber venido hasta la
isla inhospitalaria del Moraleda en un cajón parafinero arrojado desde el
Corcovado por algún naufragio! Por lo demás, hay hombres de ciencia que
atestiguan que el lobo, el elefante, el leopardo, del dungungo o vaca, marinos,
son descendientes de sus congéneres de tierra adentro, que se “desintegraron2 y
“reintegraron” al mar. No es raro que por ese olvidado valle galopen también
los caballos marinos, que más de alguno dice haber visto entre la espuma de las
olas. No se olvide usted, además, de
que en esta tierra puede haber de todo, ya que más de una expedición alemana ha
pasado Baker adentro en busca del plesiosaurio que pudiera existir aquí aún.
Vi que Clifton
había olvidado completamente el tema de la conversación, y que en el vasto
campo de su mente habían surgido innumerables senderos por los cuales parecía
lanzarse gozoso en busca de otros y otros más, que brotaban de un tallo
inagotable como las ramas en el bosque. De ese bosque en que estaba a punto de
sumergirse lo hice salir de nuevo con otro empellón, esta vez un tanto
impertinente.
-¡Está muy
bien -le dije, pero usted se ha olvidado de explicarme el caso del hombre que
encontramos en el valle!
-¡Ah…, el
viejo Vidal!… -prosiguió Clifton-, fue un hombre que trabajó durante muchos
años en la Patagonia, con la ambición de llegar a ser alguna vez libre y poblar
tierras propias; pero, como usted bien lo sabe, no hay en todo el extremo
austral de Chile una lonja de tierra buena que no esté ocupada por las grandes
sociedades ganaderas!
“Vidal oyó
hablar de un valle encontrado por unos cortadores de cipreses en el interior
del río Baker, y, después de reconocerlo, invirtió los ahorros ganados en esos
años de esfuerzo en ovejas e instalaciones para una pequeña estancia de ocho a
diez mil animales.
“Con grandes
sacrificios logró traer la primera majada para iniciar la explotación. El pasto
era abundante. Le fue bien. Trajo a su mujer, a sus cuatro hijos y, con los
seis o siete peones y ovejeros, formó una pequeña colonia, cuyas casas de
techo rojo parecían cajas de fósforos
nadando en medio del pasto del extenso valle.
“Fue lo que se
llama la “tierra de promisión”. Sacaba la lana a lomo de mula por el interior
del Baker, y de allí la llevaba a Aysén o a Comodoro Rivadavia. Entre sus
proyectos estaba el de aprovechar el ciprés de la orilla norte del río, para
construir grandes lanchones, con los que sacaría sus productos al canal
Messier, por donde surcan los barcos que pasan desde el Estrecho de Magallanes
hacia el Golfo de Penas.
“No alcanzó a
construir sus lanchones de ciprés. Si los hubiera construido, tal vez no
estaría ahora allí convertido en lo que está.
“Lo que
sucedió fue que un año el sol reverberó como nunca ocurre en estas regiones, a
tal punto que las nieves se derritieron hasta las costras eternas de la edad
glacial.
“Vidal
regresaba del interior del Baker, adonde había ido a dejar una parte de su
cosecha de lana, cuando llegó al borde del valle y encontró el espectáculo más
desolador: ¡Todo había sido arrasado! El pasto estaba tendido, y sobre él
yacían tirados por aquí y por allá los cadáveres de su mujer, de sus hijos, de
algunos de sus ovejeros y peones, ya putrefactos y comidos por una bandada de
cóndores que se había enseñoreado en el valle. Las casas habían sido arrancadas
desde sus cimientos y desgajadas igual que si hubieran sido las cajas de fósforos que semejaban desde la distancia.
La mayor parte de las ovejas habían desaparecido, y las restantes, juntos con los
perros y caballares, estaban también tendidas allí, atestiguando la magnitud de
la catástrofe.
Clifton avivó
la fogata con un tizón y se quedó un rato mirando en silencio los aleteos del
fuego, que con su danza de luces y de sombras encogía y agrandaba el corazón
del robledal.
-Los arrieros
que lo acompañaban dicen que perdió inmediatamente el habla -prosiguió
Clifton-; pero yo pude hablar con él algún tiempo después, y, aunque
tartamudeaba, logré entenderle claramente lo que me relató. Ahora parece haber
perdido totalmente el lenguaje, y, como usted vio,, hasta la memoria, pues hoy no me ha reconocido. Turbada su razón o
no, el caso es que ha sido imposible sacarlo del valle, donde con los restos de
algunas planchas de zinc construyó ese rancho oxidado que se divisa desde la
altura, y vive, no se sabe cómo ni de
qué, rondando como una sombra los contornos, acompañado sólo de ese extraño
perro de aguas.
“¿Quedó este
hombre clavado allí por el puñal de la desgracia es espera de sus últimos días?
¿Es el amor de su mujer muerta, de sus hijos, o de su hacienda desaparecida, lo
que lo ha amarrado definitivamente en el valle?
“¡Nada sabemos
de lo que ocurre a veces en las almas golpeadas por la fatalidad! -prosiguió
Clifton-. ¡Y no me extraña la actitud de Vidal, cuando he visto a un pescador
llevar en las tardes su comida al mar y arrojarla entre las olas, en el mismo
lugar en que un día le fuera arrebatada su mujer! ¡Todas las tardes aquel
hombre esperaba un rato antes de echar la comida al agua, como si tuviera la
esperanza de verla aparecer aún; luego, con renovada ilusión, tiraba los trozos
de pan al mar y vertía el tiesto, a cucharadas, cual si realmente estuviera
dándole de comer a la boca amada!”
Clifton volvió
a atizar la hoguera y se quedó abstraído. El reflejo de las llamas subía por
sus ojos verdes como una corriente de aguas encendidas, que a veces se volvían
oscuras, empañadas por el paso de alguna sombra. Respeté su silencio, pero se
hizo tan largo que temí hubiera dado término a la narración. ¿Creería Clifton,
en su peculiar manera de ser, que yo daba por sabida la causa de la destrucción
de la estancia de Vidal? No aguanté más e interrumpí su abstracción.
-¿Y cuál fue
la causa de lo ocurrido en el antiguo lecho del ventisquero? -le pregunté.
-¡Ah!…
-exclamó Clifton.
Y como viera que no volvía del todo en sí, agregué:
-¿Una salida
de mar, acaso?
-No. El mar
está muy lejos de aquí.
-No se olvide
-le dije- que en Última Esperanza el mar horada la cordillera de los Andes
hasta la cercanía de la pampa patagónica.
-Sí -me
respondió-, pero el seno de Última Esperanza es de una formación muy distinta,
tal vez del mismo origen que la que hizo que el estrecho de Magallanes tajeara
la cola de América y atravesara la cordillera andina hasta el mismo océano
Atlántico. Aquí, el caso del Baker es un hecho insignificante comparado con
esos colosales fenómenos prehistóricos.
“Lo que
aconteció en el lecho de este ventisquero fue debido a una inundación que, de
tarde en tarde, en forma extraña y caprichosa, azota el valle. Pueden pasar
cuatro años o más sin que nada ocurra; pero el día menos pensado una ola de
agua sube por él y lo cubre hasta varios metros de altura; luego desciende, y
si en la subida no logró arrasarlo todo, lo hace en la bajada, pues la corriente vertiginosa se va, con el mismo ímpetu con
que llegó por la boca del valle, y desciende casi al mismo nivel de las aguas
del río.
“Yo me he
explicado el fenómeno observando lo que ocurre en algunos afluentes del lado
norte del Baker. Allí, cuando los inviernos son malos y los veranos benignos,
se producen aluviones y rodados, con desprendimientos de árboles gigantescos,
robles y cipreses que se atascan en las gargantas por donde corren esos ríos,
formando de esta manera grandes represas que un buen día rompen el taco que las
contienen y de desbordan furiosamente, haciendo subir el nivel de las aguas.
Como el Baker también corre entre gargantas y acantilados profundos, estas
aguas van a inundar con gran violencia todos los valles y boquetes que encuentran
debajo de su nivel”.
“Esto fue lo
que sucedió con el lecho del antiguo ventisquero. El afluente que baja al Baker
en sus cercanías acumuló durante mucho tiempo el material para sus represas;
algún deshielo extraordinario aumentó el poder de las aguas, y un día
cualquiera irrumpieron arrasándolo todo.
-¿Nadie ha
vuelto a intentar la ocupación del valle? -pregunté.
-Nadie
-respondió Clifton, y concluyó-: desde el estrecho de Magallanes hasta el Golfo
de Penas, entre los innumerables canales y fiordos, hay muchas hermosas
praderas como ésta, y nadie sabe por qué están abandonadas. ¡Son tierras de
olvido!
FIN