Atravesando la frontera natural de la Macedonia Griega, en dirección hacia Tesalónica
Día 18. Lago Volvi – Kavala.
Salgo temprano. Unos kilómetros más adelante tomo un café en un bar bastante pijo cerca del lago en Mikri Volvi. Tiene como una especie de embarcadero. La comarcal me llevará de nuevo a la nacional que dejé ayer y que necesito tomar para llegar a la costa a través del Rendina Pass, un paso estrecho que evita grandes desniveles. Hay bastante tráfico, pero voy llaneando por la costa con aguas limpias y playas sin construcciones agresivas. El paisaje es bastante seco pero la sensación de calor no es demasiado fuerte por el viento en contra que sopla. Asprovalta es un pueblo que vive de la playa. Aquí, en una terraza, comeré un pastel de crema y café, que junto a la fruta me aportará suficiente energía para las próximas horas.
Desde aquí, he pedaleado a bloque hasta Kavala. A mi izquierda dejo las ruinas de Anphipolis que finalmente no las veo porque me pillan a desmano. Paro en alguna iglesia para descansar y algún pueblo para repostar. Voy siempre por la carretera costera y me va apeteciendo un remojón. A lo lejos veo Kavala, mi final de etapa por hoy. He hecho bastantes kilómetros en una especie de pedaleo inércico. Total, unos 120 kilómetros. Creo que después de este viaje puedo ir al Tour.
Al principio me sorprende su modernidad, a pesar del tamaño del pueblo. Decido buscar primero un camping y luego visitar Kavala. El camping se encuentra en la playa, a unos 3 kilómetros. El camping es bastante grande pero anticuado, de hecho, por haber no tiene ni retretes ni agua caliente, aunque por lo que me ha costado no me quejo. No hay casi nadie y tiene acceso a una playa con agua cristalina. Monto la tiendo y me tomo un baño en las aguas del mar Egeo.
Una hora después, me voy a la ciudad. Se trata de una ciudad antigua en un litoral escarpado y rocoso. El perfil del pueblo está bastante bien, con un marcado acento otomano, con un acueducto y una mezquita. Cerca del acueducto hay una pequeña cala, donde se reparan barcos de factura artesanal. Lo antiguo convive con lo nuevo. De hecho, llego a la calle comercial a la hora de cierre, y me podría encontrar en cualquier ciudad occidental. Es cuando subes hacia la fortaleza de Alí Pachá cuando encuentras casas muy antiguas con inscripciones árabes, algunas de ellas reconvertidas en hogares tras haber sido mezquitas o edificaciones con alguna otra utilidad pública en el pasado. Por casualidad me puedo colar en uno de los edificios antiguos. Se asemeja a una especie de zoco porticado y abalconado que da a un patio interior que serviría probablemente como mercado. Parece que están dando una conferencia en una de las salas, pero al meterme, alguien me echó del lugar.
Hoy es un día festivo en Kavala. Celebran un festival internacional de Folk y hay mucha gente por todas partes. Tenderetes por las calles, la gente comiendo en los restaurantes… me acerco a unos stands de diferentes países donde ofrecen productos y comidas típicas. Me acerco a la plaza, donde se encuentra la mezquita, para ver el primer concierto, pero me desconcierta el grupo croata que se ha puesto a tocar y a bailar. No tardo mucho en volver paseando hasta el camping, pensando en lo cerca que estoy de mi objetivo y lo poco que me queda de disfrutar de esta experiencia.
Simbiosis de la modernidad y la monumentalidad en Tesalónica
Día 19. Kavala – Komotini
Y otra gran etapa. De nuevo he sobrepasado la centena de kilómetros. Antes de salir de Kavala he marchado al centro para comer algo. Y he decidido cuidarme bien. Me he sentado en una terraza de la plaza y he pedido mi café frappé que se ha convertido en un rito. Acompañado del café, una ración de espadaki y un hotdog. Hay bastante bullicio en la plaza, debe ser sábado y la gente está haciendo las compras.
Tiempo para partir. Voy siguiendo la carretera nacional que lleva hasta Xanthi. El tráfico no es excesivo y dispongo de un arcén de metro y medio. Esto a priori es todo un lujo para el ciclista, hasta que te das cuenta que el arcén es una especie de vía artificial que utilizan los camiones y los vehículos que son adelantados. Aún así, la buena conducción griega me ha sorprendido bastante, aunque claro, supongo que se debe a la comparativa con los italianos.
Cuando llego a Xanthi tengo un choque cultural. Comienzo a ver mezquitas, minaretes e iglesias, rabinos ortodoxos e imanes, turcos y griegos, rumanos y búlgaros. Y pensaba que Barcelona era multi-étnico. Me da la impresión que los habitantes de los pueblos de alrededor bajan precisamente hoy a este pueblo a hacer las compras. Y es que las pintas de la gente son bastante peculiares. Hay chicas cubiertas totalmente y con un rostro blanco anémico, las hay rumanas con su atuendo en la cabeza o griegas ultra liberalizadas.
Hoy es día de mercado en el pueblo y las calles están atestadas tanto de gente como de tenderetes. En estos tenderetes se venden de todo, aunque el plato fuerte son los top mantas de casetes de música tradicional. También existe un stand que vende CDs ilegales pero están por las nubes. Yo, como ando desesperado, me compro un disco de Shakira que me anime en estas carreteras tan monótonas. Le he pedido al vendedor que me lo pruebe en los altavoces, y ni corto ni perezoso, ha puesto la música a todo volumen, lo que ha añadido mayor confusión cultural en el ambiente.
Por mi parte, he decidido comer en la terraza de un bar, bajo la sombra de unos árboles. Arroz, medio pollo, patatas y yogur con vegetales. No se puede decir que me alimento mal.
Tras comer y repostar agua en una fuente, de nuevo a la carretera. Intento seguir la carretera comarcal evitando la mega autopista Egnatia, que me irá llevando por los pequeños pueblos de la zona. Incomprensiblemente, el primer tramo es una pista de tierra, por la que transitan los vehículos de manera fluida. Los pueblos de esta zona son pequeños y en todos ellos se distingue desde lo lejos los minaretes de las iglesias bizantinas reconvertidas.
El camino es completamente llano, la carretera comarcal se convierte en asfalto y el tránsito decae, lo que me permite coger un buen ritmo. De camino, un café frappé para doparme un poco a base de cafeína.
Sobre las 7 llego a Komotini, ciudad a tan sólo 25 kilómetros de Bulgaria, 100 kms de Turquía y de un marcado sabor musulmán. Hoy tocará dormir bien. Así que me albergo en un hotel de precio razonable en la plaza mayor del pueblo. El resto del tiempo lo dedico a descubrir el pueblo. Parece que solo hay gente en la plaza, porque el resto parece fantasma. Así que me voy a la habitación a ver la peli de la noche “Por quien doblan las campanas”.
Última subida seria en mi ruta, al fondo, las grandes planicies costeras
Día 20. Komotini – Ardani.
He desayunado en abundancia en un bar de la plaza. El viento empieza a pegar en contra desde el comienzo, alcanzando velocidades ridículas de 12 ó 13 kms/ hora. Tras un sprint special en subida ocasionado por un par de perros, llego a Sapes. Aquí, me invitan los lugareños del pueblo a un café frappé. Y rumbo a Alexandrópolis. A las 12, el calor es intenso, lo que me agota enseguida en las pequeñas subidas. Decido desviarme a un pequeño pueblo para beber algo. En el bar, un niño me pregunta de donde soy y se queda pasmado.
El mapa me va dirigiendo por carreteras comarcales hacia mi destino, a través de zonas más altas. A mi izquierda voy dejando la carretera principal. Por desgracia, tras un tramo en bajada, empalmo con la mega autopista, con un viento en contra descomunal. Esta carretera es tan ancha que parece que no avanzas nada, sube constantemente y las curvas están inclinadas, hechas a medida para que los vehículos sobrepasen los 120 kms/hora. Por fortuna no son muchos kilómetros. A mi derecha, voy viendo el mar Egeo.
Hasta llegar a Alexandropolis es una constante lucha en contra del viento. Ya en este pueblo, como en un restaurante (russiki ó ensaladilla rusa y moussaka ó lasaña). El pueblo es turístico pero no tiene nada de especial. Hay un faro, emblema de la ciudad y parece una ciudad nueva. Se encuentra totalmente desierta.
Descanso de la frugal comida a la sombra de unos árboles en el paseo marítimo. Tras tomarme un frappé, comienzo a pedalear. El camino hasta aquí no es muy bucólico que digamos. He pasado por nichos de ametralladoras, torretas de vigilancia vacías, letreros de prohibiciones de sacar fotos a ríos o presas…
El viento sigue soplando en contra tremendamente fuerte. Este quizás sea el factor que más deprime al cicloturista. El viaje contra el viento fatiga, y mucho, y no sólo el físico, sino el factor psicológico también. Sientes impotencia y rabia, porque gastas y no avanzas. En la carretera me encuentro a un cicloturista de largas barbas y ropas raídas. Es un francés, de unos 55 años, que ha salido de su tierra natal y se dirige a La India. Pensaba que yo iba bastante descuidado en cuanto al material de la bici, pero viéndole a él, estoy a la última. El francés rompe todo los parámetros de la aerodinámica ciclista. Lleva sombrero de paja, unas alforjas hechas con tejanos, un aislante roído que sólo dios sabe como lo lleva atado a la rueda delantera. Su bici tampoco tiene desperdicio, fue comprada en el Carrefour hace 10 años. Le encuentro andando con la bici y es que acaba de pegar con pegamento la manija del freno porque se le ha soltado, y hasta que no se suelde, no pedaleará. El francés va a seguir mi ruta hacia Estambul. Le comento que donde dormirá hoy y me convence de que no cruce la frontera hasta mañana, ya que es complicado cambiar dinero a última hora del día, y más siendo domingo. Me despido de él, pensando en que lo más seguro es que le encuentre dentro de unos días en Estambul.
Por aquí las carreteras son rectas y bastante llanas, con alguna que otra subida y bajada pero sin desnivel. En Feres, le pregunto a una vieja encargada del hotel por una habitación y el precio. Me dice una parrafada en griego con un gesto tanto de desaprobación como de indignación. Como no le entiendo, detrás de mi mapa, le escribo el símbolo del Euro, para que anote el precio de la habitación. La vieja coge el mapa y empieza a ver las carreteras y los pueblos. Con su dedo va recorriendo toda la geografía griega mascullando palabras para sí misma. Le vuelvo a preguntar y sigue concentrada en el mapa. Ahora el indignado soy yo. Le quito el mapa de las manos, y le pido que quiero hablar con el responsable del hotel. La vieja no está en sus cabales. Tras media hora perdida, me dice la palabra mágica; “Hotel is full”. Como está el patio por estas tierras. El hotel estaba totalmente vacío y supongo que esta gente no se fía del turismo poco convencional.
Lleno la cantimplora en el pueblo y sigo trayecto. Ya sólo me queda el último pueblo antes de llegar a la frontera, y por estas tierras si que no quiero acampar porque no me fío mucho.
Llego a Ardani, un pueblo de unos 200 habitantes, a escasos 10 kilómetros de Turquía. Pregunto a unos vecinos si puedo dormir en algún lugar del pueblo. Lo primero que me han preguntado era mi nacionalidad. Les digo que soy Español, con lo cuál tengo su aprobación. Mucho me temo que si hubiera dicho que soy Albano o Turco, me hubieran echado del pueblo. Señalo con el dedo la iglesia del pueblo y les pido si puedo dormir allí, con gestos. El vecino tiene que consultarlo con la autoridad del pueblo. Yo mientras me refresco en la fuente. Al poco, viene el vecino y me da su aprobación. Pero no me dejan dormir ni siquiera en el porche de la iglesia.
Dejo todos los bártulos en la escalinata y me voy al bar del pueblo a sociabilizarme con los viejos del pueblo. Entro en el bar y una mujer entrada en kilos y con bigote me mira indignada mientras atiende el bar. ¿Pero que he hecho yo hoy? Esta tierra está llena de amargados. Pido una cola y la mujer me perdona la vida. Me coloco en la terraza y los viejos me miran pero no hablan. Al final entablamos un diálogo de sonidos muy extraños, en los que sólo se entiende la palabra “España”, “Deutch” y “Konstantinopolis”.
Me retiro a mis aposentos reales. Intento dormir al aire libre, pero los mosquitos son insoportables, así que no me queda más remedio que plantar la tienda en pleno suelo de cemento, atando las fijaciones de la tienda a la barandilla de la iglesia en un extremo y a la bici en otra. Mañana será un gran día, Turquía me espera.
Acampada en el lago Volvi
Día 21. Ardani (Grecia) – Inecik (Turquía)
Hoy comienza el día de poner el estómago a prueba. Vamos a ver que tal se comportan las defensas. Para empezar, me he propuesto beber sólo agua embotellada, aunque es tan sólo un propósito, ya que todo depende de las circunstancias.
Me levanto muy temprano, sobre las 7 de la mañana, con el canto de los gallos. Así que me quedo en las escaleras de la iglesia ortodoxa, esperando el paso del tiempo y comiendo unas galletas. Un poco más tarde abren los dos bares, pero esta vez me tomo un café en el otro bar, ya que paso de la hostilidad de la mujer bigotuda.
Recojo agua y me doy cuenta que he perdido uno de los bidones. Comienzo a pedalear, primero deshaciendo el camino de ayer para coger el desvío que me llevará a la frontera. Se me hacen largos los 10 kilómetros que me separan de la frontera. Los últimos kilómetros se convierte en una super carretera nueva, un alarde griego de lo que no destaca precisamente Grecia.
El primer paso aduanero es griego. Incomprensiblemente, no hay nadie en la ventanilla, así que decido entrar por un hueco de la barrera. Un policía comienza a gritarme que vuelva y me recrimina que me haya saltado la frontera. Le digo que como es posible que no hubiera nadie en la garita y me contesta que voy a traspasar Europa, y que no me puedo pasar la frontera así como así. Estoy por decirle que pensaba que Grecia era parte de Turquía, pero pienso que no es una buena idea. Me mira el pasaporte y me deja pasar. Sigo camino hacia adelante y me encuentro un puente. Todo es bastante ridículo. A un lado del puente, una garita griega con un par de soldados reclutas mataos. Comentamos la jugada. En el centro del puente, otros dos reclutas mataos, un poco más adelante, a escasos 10 metros de estos, dos reclutas mataos, pero esta vez turcos, y después en el otro extremo, una garita turca. Todo esto aliñado con banderitas por todas partes.
Llego a la aduana turca, tengo que hacerme el visado (10 €) en un lugar que llaman “giris”, curiosa coincidencia. De nuevo me presento ante un dilema, no sé si necesito un visado de vehículo. Al final no se necesita. Me ponen un sello y a correr. Voy a una oficina de cambio para obtener liras turcas. Por 50 € me han dado 72 millones de liras!! Aunque claro, una Coca-cola cuesta 1 millón de liras turcas. El del Exchange no ha querido cambiarme más dinero, dice que con eso tengo suficiente. Dice que cambie cuando llegue a Estambul. En fin, cosas del país. Es la primera vez que me dicen en una oficina de cambio que con 50 € en cambio ya tengo suficiente y que no me dan más.
Esperando en el límite entre ambos países se encuentra un camión bastante peculiar. El camión es antiguo, de los que se usaban en la guerra, y en la cabina unas mujeres ataviadas con ropas muy extrañas, con pañoleta y túnicas. La carga que llevan detrás es ni más ni menos que un camello de pelo blanco, que se encuentra apacible y rumiando. Y entonces es cuando realmente me doy cuenta que me encuentro en un lugar que no controlo.
La primera recta es preciosa; cigueñas, aves de todo tipo, campos verdes ondeados por el viento, llanuras sin fin… pero luego degenera bastante.
Casi que en el primer restaurante que veo me paro a comer. Son las 11 de la mañana pero tengo que celebrar mi llegada a este país. Desayuno brochetas de pollo y ensalada, y me cobran 5 millones (unos 3,5 €), tirado de precio, pero aún así me han timado algo.
Hasta llegar a Kesan, el viento sopla muy fuerte en contra. Es mi tercer día consecutivo con el viento siendo mi mayor enemigo. Es demoledor, las rachas me ladean. Debe de tratarse de la confluencia del mar Negro con el mar Egeo.
Kesan es la primera ciudad grande que me encuentro en el camino. Subo hasta la plaza y en el camino me voy encontrando fuerzas armadas por todos los rincones. En la plaza hay mucho bullicio, de hecho es un poco insoportable. Como en un bareto el menú, el único plato que tienen, pero que bueno está, arroz, pollo y un yogurt líquido llamado Ayran. Me cuesta todo 3 millones de liras (2 €). Tirado de precio. Así da gusta pagar.
La plaza del pueblo es ruidosa, hay carromatos de caballos con familias enteras en ellos, los niños te venden lo imposible, o te piden limpiarte los zapatos (y en mi caso mis zapatillas blancas con betún negro!!). En la plaza se vende de todo, hasta tractores. Es un caos monumental. Tomo un té en una terraza (unos 20 céntimos de €). Algunos se sientan en mi mesa a charlar, y te hacen el gesto de que te invitan a té, pero al ver que la comunicación es más bien imposible, se marchan.
Difícilmente paso desapercibido por aquí. La gente me mira de reojo y los niños observan la bici alucinados por el velocímetro y las alforjas.
Hora de ponerse en marcha. El sol es intenso, pero con el viento en contra que sopla, lo último que tengo es calor. La geografía es bastante peculiar, el paisaje es árido, apenas fértil y a los lados de la carretera se va viendo algún que otro pueblo compuesto por un puñado de casas. El relieve es como una alfombra mal estirada, con subidas y bajadas y unas carreteras rectas, haya el desnivel que haya. De hecho a los camiones les cuesta subir bastante las subidas.
En estos momentos ya no sólo lucho contra el viento, sino que el arcén desaparece y se convierte en un lado de arena y gravilla. Intento meterme en carretera, pero los camiones no hacen más que pitarme para que me meta en la gravilla. Mal asunto. Parece que voy haciendo mountain bike. Además, el tráfico comienza a ser algo intenso, a pesar de ser una carretera sencilla.
Llego a Malkara con fuerza, aunque psicológicamente vapuleado por el viento. El perfil del pueblo se compone de edificios de cemento estilo comunista. No me apetece meterme en el pueblo, así que sigo adelante parando en un bar de las afueras para tomar una cola. Todavía quedan 2 ó 3 horas para que oscurezca, así que continúo unos kilómetros más. Aunque de camino se me pasa por la cabeza constantemente hacerme los últimos 100 kms en autobús, y es que el paisaje no acompaña y llevo con un viento en mi contra desde hace días.
A lo largo del camino unos chavales me ofrecen melón que venden en la carretera, y yo les correspondo con unas galletas. Otro chaval en bici me acompañará un rato. En medio de ningún sitio me encuentro con un hotel, pero lleva ya unos años cerrados. Se me hace de noche y no encuentro ningún lugar para dormir. Pongo las luces a la bici y me meto por el arcén gravoso para evitar problemas. Con noche cerrada me meto en un pueblo con un bello perfil compuesto por dos minaretes iluminados. Me encuentro a unos niños y les pregunto si existe algún sitio para dormir. Me llevan a un lugar sencillo, algo así como un lugar de acogida. En la puerta de entrada se lee “hammam”, mal pintado con rotulador y que significa “baño”, pero no tiene nada que ver. El local consta de una habitación principal, un colchón ya ocupado por un anciano que se halla durmiendo y un retrete a la turca, o sea, el grifo con agua como sustituto del papel higiénico. La decoración de las paredes parece sacado de las películas antiguas, y se compone de retazos adheridos unos y otros. En cualquier caso, es genial, porque duermo bajo cuatro paredes. Ya había pagado la astronómica cifra de 0,7 € por dormir allí, cuando los chavales se me acercan y me dicen que coja la bici y vaya con ellos al centro del pueblo.
Me voy con ellos y me presentan al que debe ser el alcalde del pueblo. Me acomodan en otro lugar, algo así como una consulta médica, con cama y mantas incluidas, y sólo para mí. Sólo le falta el servicio, pero el alcalde me cuenta que si necesito ir al servicio vaya a la mezquita que tengo al lado, ya que se encuentra siempre abierta. Alucinado por la amabilidad, el hombre me dice que si tengo hambre y me lleva a un local que, aunque cerrado, lo abren para mí. Me como una hamburguesa en pan de pita que me la como de inmediato. Cuando le voy a pagar, el de la tienda no me deja, insisto y se niega. Me llevo las manos al corazón en señal de gracias y el alcalde me invita a un té en la terraza del bar junto a sus amigos, aunque no hay mucha conversación ya que inglés no saben.
Es tarde y me despido de ellos. Hoy ha sido un gran día ya que he pedaleado durante 12 horas, la cama me espera.
Kavala. A partir de aquí, los minaretes comenzarán a surgir en los perfiles de los pueblos
Día 22. Inecik – Tekirdag – Estambul.
A las 6 de la mañana me despierta el canto del muecín, y es que tengo la mezquita aquí al lado. Horas suficientes para haberme repuesto y continuar pedaleando, aunque un día más con el viento en contra y dejo la bicicleta.
A las 7:30 tengo todo preparado, y el pueblo parece que despierta. Me doy cuenta como es el pueblo realmente, ya que de noche era imposible. La calle principal, donde he dormido, está compuesto por un par de tiendas sencillas, un bar y un local de comidas. Son casas pequeñas y la carretera es de tierra. Se parece más a un pueblo del Oeste. El pueblo tiene dos mezquitas, una moderna, la que está en la calle principal, y otra más antigua, del siglo XV o así y parece en desuso. Me fotografío con ella, como una rosquilla que venden en un carromato y me meto de nuevo en la carretera.
No sé que es lo que pasa pero me cuesta mover los desarrollos. Y es que llevo unos días sobrepasando los cien kilómetros y no he descansado ningún día desde que comencé en la Meteora griega. Para colmo, el viento en contra sigue. De nuevo a meterle fuerza al pedal pero el viento me da bandazos de un lado a otro. Tras 25 kilómetros de recorrido, diviso una ciudad desde un alto que me recuerda a Kuwait. Se trata de Tekirdag. El mar a un lado, con un gran puerto industrial, y edificios altos al otro, con grandes minaretes mezclados en la ciudad. Aquí también hay bastante presencia militar, sobre todo camiones y autobuses.
Me encuentro a escasos 100 kilómetros de Estambul. Y es aquí donde decido que debo coger un bus hasta mi final de viaje, y es que a partir de Tekirdag, la autopista bordea el mar en un paisaje ruidoso, lleno de urbanizaciones cerradas a cal y canto que impiden la vista al mar. Además el viento procedente del Mar Negro castiga y mucho, y con éste son 4 días con el problema del viento.
Tekirdag es una gran ciudad alargada sobre la costa. Existe un gran bullicio, y se le va más urbanita y abierta. Aún así he tenido dificultados para comprar un billete hacia Estambul. Al final, me he enterado que para comprar un billete, te tienes que ir a una de las múltiples agencias que se encuentran en la agencia principal. En una de ellas me compro el billete y me dicen con gestos que espere, que ya me avisarán. Son muy simpáticos porque no ponen ninguna traba con la bicicleta. Y no me extraña, porque para evitarme problemas con la bici, he pagado dos billetes. En cualquier caso, el precio es muy barato.
Un taxista que anda por allí habla conmigo y me dice que tendría que utilizar otro tipo de neumáticos más finos. Sabio consejo que utilizaré en los próximos viajes, y es que al final no pude encontrar neumáticos lisos en Barcelona y he venido con los de tierra, lógicamente, las prisas son malas, en este tipo de viajes tan complejos.
Me dan un aviso de que es tiempo de partir. Se trata de un microbús en el que sólo cabe mi bici en los asientos traseros. Voy algo incómodo, pero pienso que el viaje no será muy largo. Y tanto que no es largo, diez minutos después de subir, nos hacen bajar del microbús en una gran estación y nos meten en un autobús moderno. El conductor refunfuña, pero tengo todas conmigo ya que tengo dos billetes.
Observo desde la ventanilla el paisaje hacia Estambul. Menos mal que no se me ha ocurrido seguir en bicicleta. Sólo con ver las banderas como ondean, ya me canso. Y el paisaje es horroroso.
Por fin llego a la mega estación de autobuses en medio del caos circulatorio de Estambul. Es una auténtica barbaridad de estación y por momentos me encuentro perdido. Pregunto a un vendedor que por donde se va a Santa Sofía (de Constantinopla) y me indica que vaya a un stand concreto. Me acerco y veo que se trata del stand de venta de billetes a Sofía en Bulgaria. Veo que esto será más complicado. Nadie habla inglés y no tengo mapa de esta zona de la ciudad. Para colmo todos los carteles están en turco y no entiendo nada.
Monto las alforjas en la bici y decido salir por mi cuenta, a ver si por la intuición consigo llegar al centro, donde sé que hay un albergue juvenil que ni siquiera sé si habrá plazas. Este es el sino del cicloturista, siempre improvisando.
La carretera es una locura, coches por todos los lugares pitando y pitando sin motivo aparente. Los bocinazos son cortos pero constantes, y son cortos porque sino quemarían la bocina. Las carreteras son de 4 vías, pero ni con esas el tráfico mejora. El calor es asfixiante. Intento seguir las señales que me suenan de algo, y así, si en un letrero aparece Topkapi , Sultanhamet ó Agia Sofia, pues tomo esa dirección. En una larga avenida me paro en un hotel de lujo a preguntar por el centro. Parece que voy bien, todo recto y me toparé con la gran mezquita. Voy dejando atrás edificios impresionantes, mezquitas de medio milenio, y el bullicio empieza a asomar por todas partes. En una calle comercial, sigo andando por la acera flipando bastante por todo el panorama que veo a mi alrededor y es que todo es tan exótico. Comienzo a atisbar turistas y entonces es cuando me doy cuenta que estoy en pleno centro. Y de fondo, y enfrentándose entre sí, encuentro Santa Sofía y la Mezquita Azul. Un par de chavales rubios se acercan a mí. Cambio impresiones con estos checos y es que ellos se acaban de recorrer en bici toda la Anatolia en pleno verano y han concluido aquí en Estambul. Vaya salvajes, con las montañas que hay por allí. Dicen que la experiencia les ha impresionado.
Me hago una fotografía con Santa Sofía, y hago otra foto a la bici con la Mezquita Azul, y es que mi eterna compañera no me ha fallado en ningún momento. Y es cuando pienso que todavía nos quedarán muchas cosas por ver.
El albergue juvenil está situado en una callejuela que se accede por la izquierda de Santa Sofía.
He llegado a Estambul y ahora escribo desde un punto donde puedo observar las dos mezquitas. Es de noche y ambas están iluminadas. Una música tradicional suena de fondo. Inmejorable. Y que puedo decir de Estambul. Este viaje me ha convencido de varias cosas, primero, que uno puede realizar sus sueños, segundo, que las gentes del mundo te ayudan y son buenas y tercero, que he encontrado una de las formas de experimentar el sentimiento de la libertad.
Algunos datos del viaje: Días en bicicleta: 22 días (+ 4 días en Roma + 4 días en Estambul). Distancia recorrida: 1536 kilómetros. Velocidad máxima: 54 km/h (montes Macedonios) Tiempo de pedaleo: aprox. 80 horas
La primera señal que me indica a Turquía, cerca de Komotini
Seguir hacia Estambul
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