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Cinco mitos: Edipo, Atena, Afrodita, Heracles y Héctor Jesús Ademir Morales Rojas |
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Edipo
Gran parte de los contratiempos que les acontecen a las personas, tiene que ver con que, prematuramente, anticipaban un escenario así de negativo. Pero tal actitud no siempre es la más adecuada; el conocido refrán que expresa: “piensa mal y acertarás” no es infalible: hay que pensar, eso sí, más allá de todo bien o mal, puesto que la vida reflexiva es la vía más significativa, la más orientada a lo trascendente, de aspirar a la felicidad, aun cuando solo sea como una motivación inagotable. Esa es la perspectiva que manejaremos para comentar el mito de Edipo, abordado de innumerables maneras, aunque la más célebre es la de Sigmund Freud, el gran pensador y neurólogo austriaco, creador del psicoanálisis, en especial derivándolo a la tipificación del conocido complejo. La manera en que nos adentraremos en la esencia de este mito, será la que misma que utilizaremos para todos los demás: aproximándonos directamente a lo relatado, para comprender a través de un contacto de inmediatez, sin un cuerpo específico de citas o referencias eruditas, lo que esta anécdota milenaria puede esclarecernos, acerca de la existencia personal.
Obsérvese que no juzgaremos de ninguna manera a Edipo, sino que le escucharemos como a un amigo; trataremos de entender sus motivos y la dimensión de su dolor, de sus anhelos rotos, y su voluntad ilimitada de seguir adelante a pesar de todas las consecuencias. Porque Edipo es el mejor ejemplo que podríamos tener de que no siempre se encuentra lo que se quiere, pero siempre podemos aprender a querer lo que encontramos, lo que nos brinda el destino, lo que nos destina el enigmático trasfondo del existir.
Según las fuentes antiguas, Edipo fue vástago de Layo y Yocasta. Con el tiempo llego a ser monarca de la famosa ciudad de Tebas. Su padre, Layo, durante mucho incapaz de procrear, a pesar de haber contraído nupcias con Yocasta, solicitó entonces consejo al oráculo de Delfos, acerca de que era lo que se podía hacer para cambiar esa desafortunada circunstancia. Un oráculo era un sitio sagrado en donde una especie de sacerdotisa conocida como sibila, era la que tras inhalar densos gases, y a través de la ingestión de brebajes estimulantes, se decía capaz de interpretar los designios de la deidad, en este caso, del olímpico Apolo.
La respuesta del oráculo para Layo, fue la siguiente: lo mejor era cesar en su intención, puesto que de tener descendencia, era preferible que se deshiciera de ella al momento, puesto que de no hacerlo, Tebas sufriría consecuencias devastadoras. Alarmado, Layo decidió cortar por lo sano y no tener más intimidad con Yocasta. La reina, despechada por esta actitud, cuya motivación no conocía, decidió embriagar disimuladamente a Layo, para poder compartir el lecho del monarca tebano, de nueva cuenta.
Al cabo de nueve meses, la Reina dio a luz a un varón. Al enterarse de esto, Layo enfureció dispuso que se abandonara al infante en el áspero monte Citerón, tras perforarle los pies con un hierro incandescente (de allí el nombre que recibió posteriormente: Edipo, que quiere decir “pies perforados”). Sin embargo, la suerte dispuso que el niño fuera encontrado por un pastor que recorría aquellos agrestes parajes. Este hombre humilde, conociendo al anhelo que tenía Pólibo, rey de la vecina ciudad de Corinto, por tener un hijo, decidió llevárselo, acaso con la intención de recibir alguna recompensa por tal acción. Otra versión de este acontecimiento relata cómo Layo colocó al bebe en una caja y lo lanzó al mar. No mucho después, la caja fue recuperada por Peribea, reina de Corinto, cuando acompañaba a un grupo de lavanderas en una playa. Peribea decidió quedarse con el niño, y fingió tener un parto para que Pólibo aceptara a Edipo. Como quiera que fuese, Edipo transcurrió su niñez y su juventud en Corinto. Cuando llegaron a él ciertos rumores acerca del nulo parentesco con sus supuestos padres, decidió acudir al oráculo para salir de dudas. La respuesta de la sibila fue contundente y terrible: el joven debía alejarse lo más posible del santuario por estar condenado a la desgracia. Según el mensaje del dios, Edipo quitaría la vida a su padre y desposaría a su propia madre. Esa revelación conmovió hasta el alma al joven príncipe corinto, y motivado por el profundo amor que sentía por Peribea y Polibo, resolvió abandonar esa tierra hospitalaria, para evitar los designios de la divinidad, y así lanzarse a buscar la tortuosa ruta de su salvación. Los derroteros de su escape apresurado llevaron a Edipo a las cercanías de Daulis, un paso estrecho en el que se topó con un importante señor. Obcecado por las circunstancias de su triste presente, no se retiró del camino, para dejar que avanzara el caballero, noble, y de avanzada edad. Enfurecido por la osadía del joven, el potentado manda que sus sirvientes lo quiten de allí, a golpes. Pero Edipo es audaz y gran batallador, por lo que acaba con todos ellos, e incluso con la vida del presumido anciano, que no era otro sino el monarca de Tebas, Layo, su verdadero padre, ahora difunto rey se dirigía al oráculo de Delfos, para solicitar consejo a los dioses acerca cómo quitar a la ciudad de Tebas el yugo de la atroz Esfinge, un monstruo insaciable que asolaba a la comunidad, apareciéndose en los parajes apartados y sembrando el terror sin tregua alguna. La Esfinge tenía la costumbre de hacer un enigma a los desafortunados caminantes que se encontraba a su paso. Si esas personas eran incapaces de dar con la respuesta correcta al acertijo funesto, entonces la bestia semihumana los devoraba sin remedio. Envalentonado por su reciente victoria, Edipo decide eliminar a Tebas de tan horrible tormento. Busca a la Esfinge, y cuando da con ella, se prepara para la peligrosa confrontación: el monstruo lanza de nuevo su capciosa pregunta: “¿Qué es aquello que se desplaza sobre cuatro patas durante la mañana, sobre dos al mediodía, y utilizando tres al anochecer?” Edipo responde sin dudar: “el hombre”. Y en efecto, el recién nacido gatea, en la juventud anda bien erguido, y en la senectud, apoyando las piernas vacilantes sobre un bastón. La Esfinge, al ser derrotada en su juego, enloquecida de rabia, se arroja a un precipicio, y muere. Al correrse la voz de esta hazaña, Edipo es reconocido como un héroe salvador por la ciudad de Tebas, y en recompensa le es otorgada la mano de la hermosa reina viuda Yocasta, quien recientemente había perdido a su consorte a manos de un asesino desconocido. Edipo acepta complacido todos los honores que se le otorgan, convencido además, de haber alejado de él toda maldición posible. Lleno de júbilo se une en intimidad con Yocasta. No mucho después una plaga desastrosa azota a la ciudad de Tebas. Edipo manda consultar al oráculo para saber cuál es la causa posible de esta nueva calamidad. La respuesta, de nueva cuenta, es desconcertante: el anterior rey, Layo, ha sido asesinado, y es preciso expulsar al culpable de su muerte de los límites de Tebas. El héroe acepta resolver este misterio en el que se juega la estabilidad misma de su reino. Procede a una ardua investigación en el que interroga sin descanso a todos los posibles involucrados en el caso. Uno de ellos, es un sabio ciego, un adivino severo y grave, de nombre Tiresias. Con su amarga y sentenciosa voz, Tiresias le explica la verdad a Edipo: cuando el joven rey se percata de que ha quitado la vida a su padre, y que se ha desposado con su madre, como lo había anunciado el oráculo, cae en la desesperación. Lleno de remordimientos, se ciega por mano propia, utilizando un punzón. Luego decide enclaustrarse para siempre. Al final lo encontramos, ya en la vejez y aun sufriendo el calvario de su penar, en la ciudad de Colono, acompañado de una de sus hijas. Hasta el final de sus días, la tragedia no lo abandonará más. ¿Qué nos dice este mito aciago y profundo? De entrada podemos identificarnos con el siniestro destino de Edipo. En los momentos más amargos de nuestra vida todo parecería confabularse para fraguar la peor de las circunstancias. Y cuando después de mucho batallar, parece que al fin salimos avantes de tan terrible cadena de infortunios, como si alguna presencia maligna gustara de divertirse con el sufrimiento y la desesperanza del alma propia, un desenlace totalmente contraproducente, viene a ultimar la tenue ilusión de la felicidad al fin obtenida. Edipo nos parece ser la víctima de un grotesco complot, en el que hasta sus seres más queridos parecen haberse puesto de acuerdo para arrojarlo a la perdición absoluta, y es que en cierta manera, Edipo somos todos, en la búsqueda por la redención de una culpa que nunca podemos comprender. El mensaje de fondo en este poderoso mito, podría identificarse en el rol múltiple que desempeña Edipo, en donde, cual si fuese el protagonista de una bizarra trama policial el héroe fuese a la vez el detective, el criminal, el juez- y desde una irónica perspectiva- la propia víctima. Edipo es el fruto de los estragos de la casualidad en la cadena de las causas que estructuran la existencia de los hombres. Desde su particular nacimiento, todo parecerá exponer una enorme imposibilidad: cada etapa de su vida exhibe azares equívocos, milagros, una contraposición a todo lo establecido. Ante su especular contraparte, la Esfinge, Edipo es el verdadero monstruo, anormalidad extrema. El acertijo que resuelve el héroe es otra genial y cruel broma de la cara oscura de la realidad. El humano, en efecto, es una criatura insólita, críptica, y hasta inconcebible. Vista desde fuera, contemplada allende los convencionalismos, la humanidad es un accidente atroz, que contraviene al ser de lo material en su interminable mutismo. Edipo y la Esfinge son uno y el mismo. Y cada cual, al verse descubiertos en su propia esencia- Edipo como el ser monstruoso que existe de una manera que viola todas las leyes de la naturaleza; y la Esfinge como una criatura que puede ser comprendida, asimilada a lo racional, a pesar de su oscuro discurso- deciden ofrecer un sacrificio para expiar esa culpa que en todas las culturas parece definir nuestro estado vital: todo existir implica una culpa, en un universo que en sus simas, no es más que inocencia olvidada. Pero a pesar de todo, para nuestra cotidianidad actual, el mensaje triste de Edipo puede llegar a ser edificante, más allá de lo instructiva y lúcida que puede manifestarse su lamentable historia.
El mito de Edipo es la verdad de nuestro valor más relevante, lo que nos distingue de las demás criaturas del planeta, e incluso de los demás objetos de la realidad. Tal característica de Edipo que compartimos todos, es la de que podemos buscar el origen de nuestra propia experiencia. Edipo no es un héroe porque se enfrenta a todos los peligros que se le presentan, sino más bien, que no se detiene en su cuestionamiento, en su indagación, en su desmontar la suma de los eventos, hasta la fuente misma de lo acontecido. Cualquier guerrero, o soldado puede luchar hasta morir contra otros de su clase o con bestias feroces. Pero solo Edipo se enfrenta a sus propios demonios, utilizando la inteligencia y el razonamiento, sin importar las consecuencias. Así como actuó Edipo, el de los “pies marcados”, el que deja la huella de sus travesías para esclarecerlo todo, así igual es como deberíamos afrontar los problemas que se nos presentan día con día. Esas dificultades son parte de nuestro propio ser, son nuestra Esfinge particular, somos nosotros, vistos desde fuera, difuminados los alcances de toda corporeidad. Quizá gran parte de nuestras tribulaciones provengan del hecho de que no podemos mensurar como es debido los verdaderos límites de nuestra vinculación con la realidad. La Esfinge somos nosotros y el mundo integrado en un solo ser, ese mismo siempre apto para ser cuestionado e investigado a fondo, con todas fuerzas del alma. Pero Edipo es la posibilidad de distanciarnos de ese ser amorfo, que todo lo contiene, para ganarnos la singularidad del existir personal, aun cuando, como una serpiente mordiéndose la cola, esta indagatoria no nos devuelva sino al sitio de donde partimos: una conciencia amnésica del recuerdo de su sempiterno olvido. Edipo nos expresa ser contradicción, sí, pero eso es por lo menos “dicción” que manifiesta “contras”, es decir, valor para estar en desacuerdo, valentía individual, valor de sí: el sí que otorga valía al mundo tal y como es, con todas sus anormalidades, su dolor y su tenue pero inextinguible esperanza, para y por nosotros, por cada uno, por todos.
Atena: la sabiduría de ser Hoy en día, parecería que enviamos a nuestros hijos al colegio por mero reflejo, por un condicionamiento social poco sensato, sin que implique de nuestra parte un franco involucrarse acerca de la formación integral de nuestros pequeños. En cierto sentido es al sistema, y su perpetuación, lo que estamos fomentando con esa actitud. Pero la educación más profunda, la significativa, no es solo la escolar. Por supuesto que es importante, puesto que disciplina al intelecto y lo habitúa a un medio de permanente intercambio de ideas. Y no obstante, los grados académicos y los títulos, no garantizan la realización espiritual de las nuevas generaciones. Aprender en el sentido convencional, tiene más de aprehender, de violentar, que de captar armónicamente la esencia de lo estudiado: escuchar la esencia de la naturaleza y sus misterios. La diosa Atena es la que nos brindará una pauta para comprender la pedagogía más valiosa que podamos manejar para la vida humana. Su figura destaca del ominoso fondo de las divinidades griegas, como la luz de la luna en los tenebrosos abismos de la nada sideral. Sin embargo, la luna es Selene, intensa propiciadora del instinto sexual, y por lo tanto, se encuentra más cercana a Afrodita, el amor. Por su parte, Atena se vivencia más en la mirada, infinita de tinieblas, del firmamento, cual si fuese el ojo de una lechuza sempiterna, horadando la conciencia del ser, para dejarle espacio a su sueño más caro, la finita existencia. A excepción de Hera, la tierra, no existía diosa de tanta importancia para los griegos como lo fue Atena. Los orígenes de su culto se pierden en la niebla de los tiempos antiguos. Se le consideraba la patrona de las ciudades y los pueblos, la conciencia racional de los dirigentes. Su apariencia es un tanto ambigua, con cierto talante varonil que no disminuye su femenino encanto, que no demerita su augusta imagen, sino muy al contrario, le gana nobleza y soberanía. Porque Atena, amén de amparar a los artistas y a los artesanos, era una deidad combativa y guerrera. Suya era la protección de los hogares, el cuidado de las aguas, el don de hacer justicia. Casta, pura y transparente, Atena era un numen respetado y venerado de acuerdo a su relación con los valores de la civilidad y la defensa de las sociedades. Desde esta perspectiva, es interesante como se contrapone al temible Ares, el dios de la guerra. Ambas deidades representan las dos caras de una misma moneda: Ares es la violencia combativa, el espíritu marcial de toda contienda; Atena por su parte, es la estrategia militar, la táctica inteligente que toma ciudades. De acuerdo a la tradición mitológica, Atena nació de la siguiente manera: el gran Zeus, el dios del rayo, el más poderoso, se prendo de la titánida Metis a tal grado que la siguió por doquier, con el afán de su pasión. Sin embargo, con el fin de escapar de los ardores de Zeus, mientras emprendía su huida, Metis se transformaba, en las más variadas criaturas. Finalmente, Zeus pudo capturarla y unirse a ella. Con el paso del tiempo Metis dio a luz a una niña. El oráculo había advertido previamente a Zeus, que la criatura nacida justo después de esta niña, sería un varón, capaz de arrebatarle el trono del Olimpo. Por lo consiguiente, para evitar este riesgo, Zeus procedió con rotundidad, y aprovechando que Metis dormía, tomo a la niña y la devoró por completo. Sin embargo, no mucho después intensos dolores de cabeza atormentaron al temperamental dios. Desesperado por este mal, se acercó al lago Tritonio y sumergió allí la cabeza. Entonces, para curarle de una vez, Hefesto, el dios del fuego y la fragua, tomo medidas drásticas, y le partió en dos el cráneo a Zeus con su hacha. En ese instante surgió de su herida la luminosa Atena. Diversas invenciones son las que se le deben a Atena, deidad industriosa y fomentadora de belleza, espiritualidad, trabajo y educación. Por ejemplo, son suyos, el yugo, la flauta, la navegación por barco, el arado, el clarín de guerra, las matemáticas, el telar, y varios utensilios más. Numerosos seres divinos, y osados semidioses, intentaron desposar a la hermosa Atena, sin embargo, despechó a todos ellos para preservar su inmaculada esencia. Siempre resguardó ese valor, aun en contra de cualquier presión. Como cuando evadió dignamente las ansias de Hefesto. Así también, la diosa destaca por su talante magnánimo: es famosa la anécdota con respecto a Tiresias el adivino, que al descubrir en una ocasión a Atena tomando un baño en una fuente, ella le colocó las manos en el rostro. Como consecuencia de ello, Tiresias perdió la vista, pero obtuvo el valioso don de la profecía. Pero como todos los seres primordiales, a veces mostraba un temperamento fuerte y vengativo. De allí que en otro célebre relato mitológico, al ser retada por la princesa lidia Aracne, considerada inigualable en el arte del tejido, Atena molesta le transformó en una araña, condenándole así, a hilar telarañas para toda la eternidad. Desde un punto de vista ético, lo que destaca de la imagen de Atena es su voluntad de pureza. No es fácil en nuestros días conceptualizar hasta qué punto es relevante perdurar en el ser propio, defendiéndolo de cualquier tipo de influencia por parte de otras personas o instituciones. Es sencillo de percibir que la castidad de Atena apunta a algo más que una simple característica física, e incluso moral. Pensar en la inmaculada condición de esta diosa es permitirnos la oportunidad de presentir que hay ciertos elementos de la realidad que se ubican fuera de ella, y que la fundamentan. Por supuesto, toda metafísica resulta contradictoria: una negación a la forma habitual en que percibimos el mundo y a nosotros en él. Pero precisamente ese es el valor máximo de Atena, esa trasgresión ilimitada al devenir causal de la mundanidad. Y subrayamos “valor”, porque resulta que es a la ética donde desemboca el mensaje de la noble diosa, protectora de la inteligencia y de las artes. Actuar racionalmente en la vida, sin importar lo apremiante o angustioso de las circunstancias, es parte de lo que esta deidad puede enseñarnos. Es una decisión eminentemente moral, una elección valorativa. No hay fundamento alguno para ello: supera toda lógica o cualquier otra justificación similar. La pureza de Atena alude a un espacio precioso, hermético y perenne, que no es de este mundo, pero que inspira a todas las formas de lo existente. Nada puede decirse de tal ámbito, al igual que no se puede, no se debe, mirar a la diosa en su intimidad: solo cabe aludir ese lugar irreductible, percibirlo con los sentidos del alma, y comunicar su experiencia con discursos propios del augurio, como Tiresias; o también del arte, de la ciencia, o de la dominación material de la naturaleza, en aras de un bienestar común. Si Atena pudo darle nombre a la ciudad de la filosofía, es decir, Atenas, la cuna de la cultura occidental, y por lo tanto de todos sus ideales; con mayor razón, bien puede constituirse como un motivo de inspiración para nuestro ser personal, a fin de orientarlo de acuerdo a aquellos valores que cimentan todas las demás facetas de nuestra individualidad, de cara a lo social.
Un ejemplo patente de la influencia de Atena en la cultura, la tenemos en su simbolización posterior, que acaso inconscientemente realizó el citado Miguel de Cervantes en su más famosa obra. En ella, es famosa la veneración que Don Quijote guardaba hacia su dama de pensamientos, la princesa Dulcinea del Toboso, aun cuando las demás personas le negaran todos los atributos que el caballero de la triste figura veía en ella- incluso sin haberla nunca contemplado- con la sola fuerza de su corazón. De igual manera, las composiciones pictóricas del holandés Piet Mondrian, desarrollan un acercamiento a la pureza de las formas geométricas, a la belleza de su simplicidad, y a la transparente perfección de su simple estar. Así, de esa misma manera es la esencia de Atena: el triunfo de la racionalidad, producto de una toma de conciencia de las sombras acerca de su propia luz. Así entonces, no cabe el escepticismo en la búsqueda de una conducta ética sólida y armada de templanza. Hay razones irreductibles por las que vale la pena actuar razonablemente, con nobleza y piedad, tolerancia y comprensión. No porque algo nos encause a ello, o nos predetermine a proceder de cierta manera; sino porque existen formas de realidad, intuibles principalmente, que nos movilizan a tratar de alcanzarlas, aun cuando eso supere toda lógica o viabilidad fáctica de lograrlo. Uno de los símbolos más famosos de Atena es la lechuza, animal insomne, grave y meditabundo. Estas características aluden a las cualidades de lucidez, profundidad, y perspicacia que ostenta esa diosa admirable y que debemos emular en todo momento. Pero además, vale la pena quedarnos con lo siguiente: la lechuza de Atena es un ave capaz de volar, y desplazarse libremente, explorando las tinieblas, gestando al mundo con la pura fuerza de su luz interior.
Afrodita: el amor como religación
Se ha desvirtuado grandemente la noción del amor. De entrada, porque mentalizar un sentimiento así parecería una manera poco provechosa para comprender su alcance, su relevancia cabal para la existencia humana. A continuación, por el motivo contrario, por circunscribir su gestación a un mero proceso biológico, a una mecánica de lo orgánico referida de otra manera, una más sutil, pero no más que eso. En nuestro tiempo el amor está asociado principalmente al enamoramiento núbil, el sortilegio del flirteo en la primavera del vivir, la atracción física que la coquetería y la galanura potencializan, pero ¿en realidad podremos constreñir al amor a ese sólo aspecto? ¿Dónde queda entonces todo el conjunto de sentimientos y apegos que se desarrollan en la madurez? ¿Cómo pensar la amistad o el cariño filial? ¿Habrá varios tipos de amor? Si acaso es así, sería interesante averiguar a cuántos de ellos tenemos acceso a lo largo de la vida, y cuanta de esta, se nos escapa en experiencias que nunca podemos llegar a mentalizar. Es preciso entonces, hacer un intento por recuperar el sentido profundo del amor, porque si acaso logramos acercarnos un poco más a su misterio, nuestras relaciones tendrán una oportunidad más grande para desarrollarse y disfrutarse en todo su posible alcance, lo que se traduciría, a final de cuentas, en plenitud de vida. El tedio es una sensación corrosiva y lamentable, que esteriliza el encanto que la vida cotidiana atesora en sí, puesto que la torna en rutina, una forma sutil de encarcelamiento, un morir en paulatinos matices. El amor no está salvo de ahogarse de tedio, pero sí que puede salvarnos del mismo. No obstante, requiere de nuestra participación, de nuestro esfuerzo, ya que como veremos a continuación, comentando sobre la figura admirable de Afrodita, la diosa del amor para los griegos antiguos, toda unión expresa una reunión, y todo amor, reconocimiento. Afrodita, la personificación más bella que se ha efectuado sobre el amor, fue una de las deidades más antiguas y célebres de la tradición griega. Se le relaciona con la fertilidad y la belleza, en forma general. Debido a su gran veneración, Afrodita contó con varios centros de culto, esparcidos en toda el área de la cultura griega, por ejemplo, en Cítera, Chipre y Corinto. Afrodita alude en primera instancia- y esto no se discute, tal y como a la naturaleza no se racionaliza: se le asume- a la atracción sexual, que no es sino un fenómeno hermanado a la fertilidad de la naturaleza exterior y a la pureza de la unión matrimonial. Se le relacionaba de continúo con Adonis, otro personaje mitológico, y juntos exhibían dos facetas identificadas en el verdor de la naturaleza; en su crecimiento; en su permanente renovación, lo cual hacía patente el trasfondo numinoso de la realidad. Afrodita, también era cercana a la adoración de los mares y los símbolos marinos, debido a su notable nacimiento, que tradicionalmente se refiere de esta manera: en un furioso combate por el dominio del Olimpo, Zeus mutiló las partes nobles de Cronos y las arrojó al mar. Precisamente de los residuos de espuma que esta acción provocó, fue de donde brotó Afrodita, esplendorosa y divina, entre vuelos de palomas y gorriones, brisa marina y brillos de sol. Tras haber nacido la diosa, una gran concha la conduce grácilmente a las costas de la isla de Cítera. Allí, en Afrodita pasaba, el suelo se cubría de hierbas fragantes y flores multicolores. Muchas son las anécdotas de Afrodita, ya instalada en el Olimpo y desposada con Hefesto. Numerosos los episodios de su unión con varios dioses y mortales, como Ares, Hermes, Poseidón o Anquises. Sin embargo, deseamos mencionar sucintamente solo uno de estos amores y retomar posteriormente, la evocación de su glorioso nacimiento. El mito de Afrodita que comentaremos se refiere a Adonis, un simple mortal, pero tan hermoso, que cautivó la pasión de la diosa del amor irremediablemente. Sin embargo, siendo Adonis el fruto de una oscura relación motivada por una venganza de Afrodita, esta última dejó al infante al cuidado de Perséfone, la reina de ultratumba. Al cabo del tiempo, Adonis creció tan gallardo que ambas diosas se prendaron de él. Así entonces, decidieron que Adonis viviera la mitad del año bajo el radiante sol, al lago de Afrodita, y la otra parte del año con Perséfone, en el mundo tenebroso de los muertos. Esta referencia es capital para nuestro acercamiento a una visión práctico-reflexiva de la mitología antigua. Adonis requiere, nos lo muestra Afrodita- el amor mismo- no sólo de la consabida pasión, sino además un gran esfuerzo y lo más importante, la capacidad de hacer compatibles los opuestos, religarlos a final de cuentas, para dar cauce al mundo. El amor debe ser eso mismo para nosotros: no el apego irracional hacia una persona en especial, sino más bien, devenir la vía más propicia para la reunión de la realidad, de la naturaleza, en un tiempo más allá del tiempo. El amor, como Afrodita, es capaz de conciliar y reconciliar una y otra vez la vida y la muerte. Acaso solo vivimos verdaderamente cuando estamos vinculados a otra persona, y los intervalos de separación, no son más que lapsos dispersos de una misma muerte. Lo importante es resaltar como el amor no es sólo el movimiento de un ser hacia otro por apego, sino que esto es sólo la apariencia, el fenómeno de un desplazamiento de gran parte de la realidad hacia otra, pero sin movimiento físico alguno, sino solo en la vía del reconocimiento. Y esto nos retorna al episodio del nacimiento de Afrodita, desarrollado con tanta gracia exquisita y talento por el pintor renacentista Sandro Botticelli. En su obra “El nacimiento de Venus” nos da la pauta para la siguiente perspectiva de Afrodita, es decir, del amor, que proponemos a continuación. Botticelli nos presenta en su composición, el instante antes relatado de la llegada de la diosa al mundo. Recordemos que se dio como consecuencia de un acto de violencia, una separación, un distanciamiento. Venus es la vía para suturar lo humano consigo mismo, reconociéndose, religándonos, con la realidad. Cada pareja que se vincula ésta propiciando esta rememoración del mundo, acerca de su inherente armonía. Afrodita sólo puede ser contemplada un instante, en su total esplendor, antes de ser cubierta por el manto de las horas. Así igual, el amor verdadero, que no es sólo atracción física, es tan preciado, tan precioso, que acaso solo se presenta en un instante del vivir, y hay, que saberlo captar, capturar, y valorarlo con todas las fuerzas del tema. Se ha destacado el gesto melancólico de Venus, en la pintura referida; sin duda, una genialidad de Botticelli. Sin embargo, podemos interpretarlo no como una señal de tristeza, sino de conmovedora ternura.
La Venus de Botticelli, la griega Afrodita, teniendo todo el amor en sí, no puede sino mirar con cierta añoranza la oportunidad que tenemos los mortales para recuperarlo, para recuperarla, amándonos hasta la muerte. Para que así, viva por siempre.
Heracles: la hazaña del ser propio La vida nos ofrece la oportunidad de realizar la más grande hazaña. Pero esta no se refiere a ningún logro bélico o deportivo exclusivamente. Hay objetivos tan relevantes para las personas, que pueden determinar el sentido completo de sus actividades. Sin embargo, no siempre resulta sencillo visualizar esas metas, e incluso es posible que sea más complicado identificarlas, que cumplir lo que demandan de cada uno de nosotros. Pero esa dificultad nos puede dar una pista de su naturaleza: las metas verdaderamente importantes de la vida son trascendentes hasta el grado de identificarse en los ideales más caros a la conciencia moral. Paradójicamente, parece que los habitantes de la realidad tangible y sólida, solo pueden comprenderse por entidades y relaciones que no tienen esa misma naturaleza, y se desenvuelven más bien por entre lo interiorizable y la comunicación continua. Los valores son esos objetos que nos incentivan a lograrlo todo, partiendo desde lo mínimo: nuestra singularidad. Y sin embargo, tal vez la subjetividad propia no sea más que un constructo, un artefacto pragmático, y no una estructura inamovible del mundo; de la misma manera, puede ser que los valores morales no sean los objetos más altos que podamos conceptualizar, y por lo tanto no estamos obligados a seguirlos sin razones accesorias. Heracles, su vida y sus trabajos, que a continuación comentaremos, pueden esclarecernos el trasfondo de estos cuestionamientos que, en su posible respuesta, podrían suministrarnos una guía para conocer medir los alcances de nuestra eticidad. Baste por el momento plantear lo siguiente: la hazaña más importante, el ser por el que hay que batallar en todo momento, es el de nuestra propia persona; y los valores más nobles que existen no son los que nos imponen desde fuera, sino los que gesta nuestra propia voluntad en su particular entorno, virtualmente infinito. Esta son algunas referencias mitológicas de la vida de Heracles: El rey Perseo salió a combatir, dejando el gobierno de Micenas en manos de su nieto Anfitrión, con la condición de que si gobernaba de buena manera, al volver le daría en matrimonio a la bella Alcmena. Cuando Perseo regresó, se celebraron las anunciadas nupcias, pero descontento de la actividad regidora de Anfitrión, Perseo decidió expulsarlo con todo y su reciente consorte. La joven pareja fue entonces a pedir asilo al rey Creón, en la ciudad de Tebas. Sin embargo, Alcmena, dolida por la muerte de sus ocho hermanos, en Micenas, no consintió en tener más relaciones con su marido, hasta que Anfitrión no vengara tales pérdidas oprobiosas. Creón le dio un ejército entero a Anfitrión para que atacara Micenas. En tanto Anfitrión estuvo ausente combatiendo, el gran dios Zeus quedo prendado de Alcmena, y deseo tenerla para sí. De tal suerte que asumió la imagen de Anfitrión para satisfacer sus anhelos. Cuando volvió Anfitrión por fin, buscó a su esposa, ansioso de estar con ella en la intimidad. Al cabo de nueve meses, Alcmena dio a luz a dos varones: Heracles, hijo de Zeus, e Ificles, hijo de Anfitrión. Alcmena, enterada de su falta involuntaria, dejo abandonado al niño Heracles en un terreno cercano a las murallas de Tebas. Zeus conmovido por la suerte de su vástago, solicitó a la diosa Atena que lo rescatara y lo llevara al Olimpo. Allí la sabia Atena persuadió a Hera, diosa consorte de Zeus, de que amamantará al recién nacido Heracles. Hera consintió, enternecida por la belleza e impresionante constitución física del niño. Pero al beber del seno de Hera, Heracles le mordió.
Esto provocó que la leche derramada, de esencia divina, se disgregara por el firmamento, para formar la Vía Láctea. Molesta Hera por el incidente, ordenó a Atena que alejara de ella a ese niño descomunal. Atena devolvió al niño a Alcmena, pidiéndole que le cuidase bien. Sin embargo, para entonces, habiendo bebido del seno de Hera, Heracles era ya inmortal. Heracles creció transformándose en un héroe admirado por su fortaleza y su arrojo, pero también temido por su carácter irascible. Entre sus hazañas de juventud destaca el haber ultimado al León de Citerón, bestia terrible que acosaba los rebaños de unos pobres pastores. En recompensa por este acto, Creonte, rey de Tebas, de dio la mano de la preciosa Megara. Con ella el héroe tuvo varios hijos, que sin embargo, perdieron la vida, junto con Megara, a manos del propio Heracles, en uno de sus célebres accesos de furia. En penitencia por este crimen, se le encomendó desarrollar una serie de trabajos o pruebas, que incluían diversas labores sobrehumanas, o la lucha en contra de feroces monstruos. Heracles logró superar todos estos trances, y aún muchos más: derrotó a los Gigantes, combatió con los Argonautas, y abatió al astuto centauro Neso. Precisamente este último, poco antes de fenecer, engañó a la consorte en turno del héroe, Deyanira, a fin de que recogiera su sangre, con el pretexto de que si la usaba en momentos de incertidumbre, aseguraría su amor para siempre. Poco después, en un ataque de celos por la cercanía del héroe con otras jóvenes, Deyanira untó la sangre de Neso a la ropa de Heracles. Esta acción, una postrera venganza del centauro, le provocó a Heracles dolores insoportables. En su agonía provocó destrozos y atacó a sirvientes suyos. Finalmente, solicitó que se le preparara una pira en la que se arrojó para terminar con su suplicio. Zeus y los demás dioses le recibieron con gusto en el Olimpo, en donde se le otorgó la mano de la delicada Hebe, diosa de la juventud.</span><span lang="ES-TRAD" "Verdana"> De entre todos los admirables episodios mitológicos de Heracles, vamos a centrarnos en uno específicamente: la batalla en contra de la Hidra de Lerna, para entender de qué manera podemos abordar su figura heroica como una pauta para orientar el rumbo de nuestra vida. Por ser uno de sus “trabajos” más famosos, Heracles en su combate con la Hidra ha sido representado por un gran número de aristas a lo largo de la historia de la cultura. Quizás la desarrollada por el pintor simbolista Gustave Moreau, en 1876, es una de las más sugestivas. Tratando de captar el mensaje secreto de los detalles, la cifra metafísica de los objetos, Moreau fijo un tiempo en el tiempo; un espacio en donde las cosas dejaron de referirse entre ellas por medio de la lógica, para invitarnos a referirnos en ellas, a través de la comprensión. Y así, Moreau capturó un instante previo a las bélicas acciones entre el héroe y el monstruo, una criatura parecida a un dragón con innumerables cabezas de serpiente. Justo ese momento abstraído de la corriente normal, pragmática de los eventos, deja de explicarse, gracias a Moreau, con respecto a los demás sucesos, para expresarnos cosas diferentes, a través de una conciencia de su arbitrariedad develada. Es decir, el encuentro entre Heracles y la Hidra, su enfrentarse, deja de ser un instante del tiempo mensurable, para tornarse un acontecimiento sujeto al azar, totalmente vivenciable para nuestra conciencia- por su libertad de ser, que es la nuestra misma, nuestra esencia- y capaz, de darnos un conocimiento diferente del mundo y sus misterios. Y así, desde esta perspectiva no necesaria y desvinculada de los demás acontecimientos relacionados con el relato mitológico, nos percatamos de que la figura de Heracles armado, y la de la Hidra erguida y lista para atacar, semejan contemplarse como ante un espejo, descubriendo aspectos inéditos de si mismos. El héroe y el monstruo se reconocen mutuamente uno en el otro, con el alba, al fondo, simbolizando el fenómeno de la vida, y los restos humanos devorados por la Hidra, debajo, como aludiendo a la muerte de todo ser. De este modo Moreau acaso nos diga que la existencia humana se reduce a eso, una confrontación heroica con nuestras propias tinieblas. Con relación a esto, pensemos en lo siguiente: Heracles cometió muchos errores, tomó actitudes reprobables, fue violento, e irascible, causó mucho dolor. ¿Cómo puede ser considerado un héroe alguien así? La respuesta que proponemos es la siguiente: una persona puede llegar a ser un héroe si es capaz de autoerigirse como tal, valorando por su propia cuenta, y no apegándose simplemente a lo establecido por la moralidad. Nada nos garantiza que podamos actuar correctamente, ni que estemos cumpliendo con lo que la sociedad espera de nosotros; sino que simplemente tenemos el valor de actuar razonablemente, cuando es necesario, o pasionalmente, si se precisa, pero siempre por elección propia, por responsabilidad personal. Todos tenemos una Hidra y un Heracles en el alma: son algunas de las muchas opciones en que podemos interpretarnos, en que podemos asumir el poder de inventarnos. Lo significativo es tomar conciencia de que nada nos forza para asumir uno u otro rol, si no es la pura decisión individual. Heracles decidió combatir, instaurarse como héroe, y logró derrotar una parte sombría de sí mismo. La hazaña de Heracles es la más grande, la más significativa para la existencia humana: el ser uno mismo, asumiendo todos los ínferos propios, y actuando razonablemente para evitar el sufrimiento de los demás como si lo experimentáramos en carne propia. No hay combate más significativo, ni trabajo más admirable. Ser un héroe más, es así: ser así, tú como yo, sin más.
Héctor: los límites de lo humano
Muchas veces las personas, ante circunstancias adversas, han deseado poder alterar la realidad para poder modificar tal situación, y concretar por fin sus propósitos. Sin embargo, es delicado aferrarse a un pensamiento así; puesto que hay que tener en mente que no todo lo que se puede, está vinculado a lo que se debe hacer. Tal vez porque la realidad humana se decanta hacia una visión cuantitativa del mundo, siendo que le es más propia, por la hondura de su naturaleza, una visión cualificativa del mismo. Podría entonces aducirse que el referente de sentido más importante que manejan las personas es el de un dios omnipotente e ilimitado. Y sin embargo, habiendo tantas versiones de esta noción fundamental, fue la de Jesús, la más comprensible en si finitud sublimada, la que más impacto ha tenido en los derroteros de la civilización occidental. Así entonces, no siempre los más fuertes son los que escriben la historia, porque aunque así fuese, son los “débiles” los únicos que le brindan sentido. Pugnar por el control de la realidad entera para satisfacer nuestros deseos, no solo es imposible; sino además, poco juicioso. Vale la pena evocar la figura del antiguo y famoso rey Midas, el cual, según ciertos mitos, obtuvo el don de transformar lo que tocaba en oro. Sin embargo, al cabo de poco, tuvo que suplicar que le fuera retirado tal poder, porque no podía comer ni beber nada, al transformar los víveres en metal con el solo contacto de sus dedos. Por lo tanto, no debe ser un pretexto para la desdicha la constatación de las limitaciones propias; ya que, como veremos a continuación, evocando a Héctor, el héroe troyano, tal conciencia de los alcances de cada uno, puede ser el cimiento para construir la más alta y sólida escala hacia la felicidad. A medio camino entre la existencia mítico-literaria y la histórica, diversas fuentes, principalmente la Ilíada de Homero, nos refieren que Héctor fue el primer hijo de Príamo, monarca de Troya y consorte de Hécabe. Al llegar a la adultez, el héroe se caso con Andrómaca, y juntos concibieron al niño Astianax. Al momento de desatarse la contienda por Helena, en contra de los griegos, Héctor comanda las fuerzas troyanas para proteger a la ciudad sitiada. La guerra de Troya abunda en secuencias admirables en las que Héctor sobresale por su destreza bélica y arrojo. En un célebre pasaje, Héctor reprende a su hermano menor Paris- el mismo que raptó a Helena- por no aceptar batirse con el fiero Menelao, esposo de aquella. Aunque al final Héctor logra gestionar un leal combate entre ambos guerreros. En otro famoso episodio de la Ilíada, Héctor se retira momentáneamente del espacio de las batallas, para introducirse en la ciudad y solicitarles a los que allí se resguardan, que realicen sacrificios a los dioses, para propiciar la victoria troyana. Luego, en una estampa inolvidable, se despide tiernamente de Andrómaca y del pequeño Astianax para luego volver a la lucha. Héctor se desenvuelve ágil y decidido contra los griegos: desafía al poderoso Ajax y a varios más, en un despliegue de valentía y de habilidad marcial; sin embargo, cuando estuvo a punto de ser abatido por Ajax, el dios Apolo decide salvarlo, y lo coloca fuera del alcance del caudillo griego. Al cabo de poco, Héctor derrota a Patroclo y le quita la vida. Pero antes que volver a la ciudad para tomar un respiro, decide quedarse en el campo de guerra y aguardar la reacción de los griegos. Cuando el enfurecido Aquiles se reincorpora al ataque griego, por la muerte de Patroclo; en primera instancia le hace frente, pero ante el empuje de su rival semi- divino no puede sino utilizar una estrategia defensiva, hasta finalmente caer derrotado y morir. Se sabe que Héctor fue venerado en las antiguas ciudades de Tebas y por supuesto en Troya. Ha sido considerado como el más admirable de los adalides griegos. Sin embargo, si observamos con atención, tomaremos conciencia de algo en extremo relevante con respecto a Héctor y, en un vínculo que pronto será revelador, con referencia a nosotros mismos. Así como Aquiles poseía facultades sobrehumanas; Paris el apoyo de Afrodita; y Odiseo el de Atena; Héctor por su parte, no tenía más que el apoyo de su propia humanidad. Incluso, cuando estuvo a punto de ser vencido por Ajax, y fue salvado por Apolo, cabe mencionar que Héctor no lo solicitó. Héctor es el héroe más noble de todos, porque extrae su fuerza, su valentía, y su ímpetu por salir airoso de todo trance, a partir de una toma de conciencia de su propia debilidad. El filósofo italiano Gianni Vattimo ha desarrollado una forma de pensar muy interesante, que se conoce como la teoría del pensamiento “débil”. Vattimo nos invita a reflexionar acerca de las grandes razones y justificaciones que tenemos para vivir, no como si fueran dogmas a obedecer, es decir, condiciones inflexibles y reglamentarias; sino más bien, como nociones orientativas de consistencia dúctil, y adaptable a las circunstancias de la existencia. Conceptos “débiles” y cordiales, más convenientes a nuestra naturaleza inconstante, tan humana. Pues bien, un ejemplo adecuado de las ideas de Vattimo con referencia a su pensamiento “débil”, lo tenemos precisamente en la figura de Héctor, que debe servirnos como fuente de inspiración, y motivo para ser emulado, en la lucha por la felicidad personal. La clave está en el hecho siguiente: aún a pesar de haberse distinguido como líder y combatiente avezado, capaz de realizar múltiples hazañas guerreras; paradójicamente, Héctor será recordado de manera perenne, por ese gesto de humanidad pura, cuando se le contempla despidiéndose de su hijo y de su joven esposa, permitiéndose unos instantes de dicha filial, antes de salir y enfrentarse a su destino fatal. Héctor por lo tanto puede ser considerado como el héroe más importante, más que por su valor, por haber sido capaz de valorar y demostrar sus sentimientos a sus seres más queridos. Incluso cuando escapo corriendo alrededor de las murallas troyanas, ante el furor homicida de Aquiles, es posible que Héctor, a fin de cuentas, como todo ser humano, haya sentido miedo y el deseo de preservar su vida. Pero este afán por sobrevivir, seguramente estaba motivado en primera instancia, por el amor a su familia y a su patria querida. La parte “débil” de Héctor, sus sentimientos, su fragilidad emotiva, en suma, los límites de su humanidad, son el principio de una vivenciable trascendencia, inagotable y plena. Cuando padezcamos algún problema y tengamos temor a causa de este infortunio, vale la pena seguir el ejemplo de Héctor, y no lamentamos de sentir ese miedo, porque sentir es de humanos, y es una vivencia inmediata de nuestros propios alcances: la misma intensidad de ese sentimiento, es el alcance que tenemos para poder salir avantes, valorando a aquellos seres que no resultan indispensables, y forjando una hazaña personal, la más gloriosa de todas: la de simplemente existir, con todos los aspectos que esto conlleva, en nosotros, de lo que, indecible, se encuentra más allá de este solo ser.
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Escritor mexicano Jesús Ademir Morales Rojas nació en la Ciudad de México en 1973. Cursó estudios de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Además, es diplomado en Historia del Arte por la Universidad del Claustro de Sor Juana y en Museología (mención honorífica) por parte del Museo del Carmen, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Ha colaborado en diversas publicaciones literarias virtuales como Crítica, Destiempos, AXXÓN y Literatura Virtual. Ha participado en varias redes de blogs orientadas a la cultura y la educación. Actualmente forma parte del equipo de redactores de la red Hoyreka!" y del proyecto de creación de contenidos Coguan, cuyo fundador y Director General es el Dr. Carlos Bravo. Jesús Ademir es administrador de redes sociales y gestiona cuentas de los blogs Hoyreka y es el responsable del área de social media en la firma TratoHecho.com Comuníquese con el autor: Otras colaboraciones suyas incluyen la redacción de artículos para la productora argentina especializada en contenidos online Bee!
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Ademir convoca imágenes reflejadas en espejos infinitos en la serie de narraciones reunidas bajo el título Hipnerotomaqia. Surgen ahí personajes, fantasmas y monstruos cotidianos para protagonizar sueños interminables donde cambian de aspecto, tanto como las palabras del narrador que las retuerce hasta sacar nuevos significados de los signos convencionales. Todos los que han soñado saben que la percepción se altera para mostrar realidades imposibles. Los tiempos se confunden y el futuro deja de ser consecuencia del pasado. Hay un orden propuesto por el autor, para adentrarse en estas ocho lecturas, aunque bien sepa que es imposible establecer normas que precisen una estrategia de lectura. Así que invito al amable lector a conocer cualquiera de las partes que integran esta obra. José Luis Velarde |