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Teresa así

(una crónica rosa)

 

Arturo Castillo Alva

Así como te recuerda: el dobladillo descosido para añadir cuatro centímetros a la falda guinda que apenas alcanzaba las huellas de raspones en tus rodillas. La blusa blanca y los primeros corpiños que contenían tus senos minúsculos; el pelo al fin largo ondeando más abajo de los hombros estrechos. Así, caminando en el atardecer de ese año remoto, con los labios rojos que hilaban suave una canción de moda y los largos pasos que pronto recorrían las dos cuadras que te separaban de la casa de Luisa; y el movimiento de tus manos abriendo la verja de hierro para cruzar luego el jardín comido ya por las primeras sombras, donde se extendía un dulce olor a flores húmedas. Luisa que se levantaba sonriente de la mecedora de mimbre mientras tú subías de dos en dos las gradas en medio de rojos maceteros.

Así como te recuerda, tomándote por los hombros como si tuviera meses de no verte y, Teresa, cada día estás más grande y bonita; ahora sí has dejado de ser una niña, Teresa. Y los ojos llenos de dulzura y tu rostro dejando fluir un rubor ligero, ay Luisa. La tarde que continuaba en descenso y de la mano de Luisa oír de la escuela en el rancho, sus alumnos simpáticos, gritones, mientras abandonaban la terraza.

Caminar luego las calles que aparecían diferentes bajo la luz de los faroles encendiéndose despacio y los profundos ramajes de las bugambilias que saltaban las tapias y se hundían en la noche. Ojalá que cuando termine la secundaria mamá me deje estudiar para maestra y a lo mejor entonces tú ya eres directora y me iré a trabajar contigo, Luisa; Luisa que siempre fuiste tan buena conmigo. La mano que apretaba tu mano larga y tibia, y esas uñas recién cortadas con los dientes; lo dorado de tus ojos que goteaban la sonrisa hasta los labios mientras impaciente, chin, pero qué coraje, si todavía me faltan dos años y a lo mejor en tanto tiempo te casas o dejas el trabajo... o te vas de aquí y entonces ya no tendrá chiste ser maestra.

Dos coches cruzaban una cuadra más abajo y rompían el silencio del anochecer; unos chiquillos pasaban corriendo entre breves gritos haciéndolas casi tropezar ¡niños! Y cómo crees, Tere, si ya tengo veintiocho años ¿te das cuenta?; además, soy feliz así, de veras. No pienso hacerlo y mucho menos irme lejos de ti o de papá. La esquina donde sentíase la fresca humedad de la laguna, ese estremecimiento, y mostrar la blancura de tus dientes, ay Luisa ¿de veras? ¿deveritas? Sabes que eres mi mejor amiga, que te quiero mucho porque siempre estuviste junto a mí; porque me ayudaste siempre en todo y me enseñaste a leer ¿te acuerdas? El silencio, el caminar reanudado y tu cabeza gacha, hundida en una tristeza súbita, hasta que de repente la cabellera hacia atrás con una sonrisa: yo tampoco me casaré, te lo juro. Pero Tere, cómo puedes decir eso ahora, te faltan tantos años por vivir.

Así como te recuerda sentada a la orilla de la laguna en aquella banca fría y las luces de las barcas pesqueras lejanas; la manera en que, con suavidad, Luisa pasaba su brazo por tu espalda y te acariciaba un hombro luego de que te quejaras del frescor de la brisa. La forma mansa en que el ondular de tu pelo castaño se acomodaba, terso en su olor a jabón palmolive, sobre el hombro de Luisa y el silencio en que sus respiraciones enredaban los extremos en un juego dulce que te volvía blanda y somnolienta. En tanto la luna comenzaba a levantarse sobre el negro fondo revelando la silueta oscura del islote, la manera espontánea en que te quiero mucho Luisa, tan buena como siempre fuiste conmigo. Y tus labios tocando la mejilla de Luisa que, luego de un momento de indecisión, te devolvía rápida la caricia antes de levantarse y de espaldas a ti, ya vámonos, o te invito un refresco antes de volver.

Así como te recuerdo la segunda vez que te vi luego del encuentro aquella noche de diciembre en ese año remoto; luego de las cartas largas escritas en los dos meses siguientes: los telegramas de la impaciencia. Así, detenida a un lado de la puerta de la iglesia bajo el inicio de un marzo entero que era ya un sol total; ese gesto luminoso con que al volverte me descubriste al otro lado de la calle, agitaste un brazo a todo lo alto y empezaste a correr. Y bajaste corriendo la escalinata con el vestido de falda amplia adherido a tus muslos gruesos, esquivando a los viejos, los niños y los globos, y lanzaste tus brazos a mi cuello. Tus catorce años y tu boca que se deslizaba apenas en la mía como con flores entre los empujones de los transeúntes. Y Luisa que continuaba arriba sin moverse, y Marta sonriendo.

Tú sonriendo a lo largo del día mientras nos desplazábamos por entre calles idénticas, dejando en cada resquicio que el sol permitía, junto a cada verja, al lado de cada portón, la caricia, el gesto que brotase de nuestras manos como palabras simples en el hilo del viento. Y tú sonriendo a las tres de la tarde en el restaurante -en la misma mesa desde la que te vi pasar la noche del encuentro-, comiendo con brevedad y dando minúsculos tragos a la única cerveza que te atrevías a beber, mientras escuchabas con miradas de azoro mis historias: pero ¿de veras todo eso es un ciclón? Ni siquiera notamos en qué momento se inició la lluvia casi vertical, plateada, silenciosa; y fue la gente que comenzó a refugiarse en el restaurante lo que nos hizo reparar en ella y Luisa que no llega, y tu mohín infantil, se va a mojar, la pobre.

La gente húmeda sitiaba ya nuestra mesa y tú intempestiva, tirando de mi mano, ven, mejor subimos a la terraza. La terraza desierta y una visión más completa de la lluvia uniéndose al balanceo lento de los árboles, de la laguna ya engrisada. Tu ligero suéter blanco, tu falda amarilla, tu sin perfume, tu sólo olor a muchacha extrañamente dulce y confiada dejándose besar el pelo, las mejillas, los labios, y no atreverse a tocar los breves senos que nunca. Y Luisa que no viene... Separarte, cruzar la terraza entre mesas y sillas vacías, tan alta y tan ágil como eras, para asomarte a la calle por donde ella llegaría: ay, y todo por mi culpa, pobrecita. Acercarse hasta ti, rodearte con los brazos y el aliento; las gotas cayendo hasta el fondo sin tocarlo, la otra lluvia. Es que si no llega pronto voy a tener que irme ¿ves? Voy a tener que irme porque Luisa iba a pedir permiso a mamá para regresar hasta las diez. La lluvia que se intensificaba, disminuía, se intensificaba; el horizonte borrado en agua más allá de la laguna. El canal de tu espalda bajo el suéter y tu voz: quiero quedarme todo el día contigo, ahora y cada vez que vengas quiero pasarme todo el día contigo.

Así como te recuerdas: ese muchacho pobre, mimado por sus padres, apenas herido por el mundo que en alguna parte olvidada dolía a veces, que escribía poemas sordos y tenía una fe ciega en su talento; que reunía su salario de obrero para llegar hasta ti en ese año lejano y verdecido, a través de largas cartas, telegramas, mil kilómetros de trenes, para plantarse ante ti con un ramo de rosas o un canario y tú no, no, sonrojada, para qué me das tantas cosas. Ese muchacho parado junto a un árbol con su traje nuevo, su pelo largo a medias, su ateísmo, su forma ingenua de sonreírle al futuro, mientras esperaba verte aparecer rodeada por tus amigas en el portón de la iglesia; y esa mano en alto ondeando en el saludo alegre las translúcidas, coloridas serpentinas de mediodía que se unían atrás a tu pelo castaño cuando corriendo eludías a la gente con habilidad para encontrarte al fin en la sofocación, en el abrazo, en.

Las amigas que bajaban tras de ti, que se levantaban de la banca de un parque, que les llamaban a través de la vidriera de un café, que salían a su encuentro por la orilla de la laguna, todas increíblemente jóvenes, casi niñas, que se acercaban con excitación, con curiosidad mal disimulada, para saludarlos, para Tere ¿él es? Sí, sí; mira, amor, te voy a presentar. Y las manos frescas, las sonrisas, los ojos brillantes que seguramente leían las cartas, los poemas, con emoción y breve malicia alrededor de una mesa en la refresquería, en la tarde ligeramente calurosa, en el mes de mayo de ese año. Dos, tres cabezas juntas que se empujaban jugueteando, que sin abandonar, ay Tere. Luisa que entraba sonriendo con vaguedad, ponía una mano en tu hombro, lo apretaba con delicadeza; una mano por tu pelo y, mirando hacia lo lejos, Tere, Tere, que feliz te ves.

Así como te recuerda la cuarta, la quinta vez; después de la comida, cuando para levantar los párpados mielados por la modorra caminaban en silencio por las calles empedradas, solitarias a las tres de la tarde; las manos largas quebrando indolentes el tallo de una flor. Llegar a la estación abandonada y una vez me contaron que hace mucho tiempo aquí hubo un tren ¿te lo imaginas? Quién sabe a dónde iría; las manos blancas sobre las piedras viejas hurgando apenas el pasado.

O por la orilla de la laguna hacia el sitio donde la playa artificial se angostaba hasta desaparecer; ahí donde él, con los zapatos en la mano tomaba impulso y tú, no, no, sonriendo, qué vas a hacer. Y los zapatos que caían en la laguna enrojecida por el sol crepuscular; ahí unidos, mirándolos hundirse mientras la flor recién cortada caía al suelo y las bocas se encontraban agitando los pequeños senos que nunca.

O ahí donde te descubría -luego de correr tras de ti trepando descalzo la escalinata-, en una banca de cemento semioculta entre arbustos, entre un denso olor a limoneros, recostada boca arriba y con los pies colgantes, la respiración agitada, los ojos cerrados y el vestido leve dibujando tu cuerpo exacto. Ahí abandonada, como si no supieras que ya no eras una niña o quizás porque lo sabías y divertida abrías los ojos castaños. Él, que sólo atinaba a zarandear el arbusto más cercano para hacer caer una lluvia de flores blancas en tu regazo mientras reías de los ojos a los labios, qué camino encendido, sacudiendo la cabellera y tú no sabes, no, tú no sabes lo feliz que soy cada vez que vienes.

Así como te recuerdo en tus cartas de letra irregular, contando nimiedades, detalles de muchachas cuyos nombres confundía, de problemas escolares irresueltos o de Luisa que no sabes cómo ha cambiado conmigo. Figúrate que el otro día ni siquiera quiso leer el último poema que me enviaste ni tampoco ver las fotos que me hiciste. Esas cartas pequeñas, hechas en el salón de clase sobre las páginas de un cuaderno cualquiera; interrumpidas por la curiosidad de tus compañeras o por la voz tediosa del maestro. Esa carta puesta en un sobre comprado en el estanquillo de la esquina a la salida de la escuela y depositada en el correo casi a las dos de la tarde, cuando el hambre te atenazaba; me levanto a las seis y desayuno de prisa pues entro a las siete. Y salir del correo casi corriendo, tropezando con el hombre que entraba ay, perdón, perdón, y rápido a casa bajo los últimos soles de verano a mitad de septiembre.

El ligero viento fresco a finales de octubre en ese año hundido y mi saco sobre tus hombros cuando la rauda embarcación cruzaba la laguna tratando de ganarle a la noche. El último de esos tres días en los que por vez primera no había aparecido Luisa ni un instante ¿Y Luisa? Tengo tres semanas sin verla; ya no viene, prefiere quedarse en el rancho donde trabaja, y le pregunto por qué pero no me dice nada. Cada vez es más seca conmigo, no sé, tú qué crees que está pasando. Siempre me quiso mucho y yo también, no sé. Y los ojos que se cerraban para, ya en silencio mientras se volvían identificables las luces de la orilla, despedir una lágrima.

Así, en ese primer enero que pisamos juntos; en el bar que daba sobre el parque ya desierto, ya abandonado por las flores, por el bullicio dominical cerca de las diez de la noche. Ese llanto largo, murmurante, que no dejaba de fluir mientras te apretaba en mi pecho como un puño de ternura, y estaba borracha, se emborrachó. Me fue a buscar a la casa de Marta pasadita la medianoche; yo, yo había ido temprano para que me acompañara pero me recibió como siempre, muy seca, y me dijo que no, que no pensaba salir, pero Luisa. Pero dijo que mejor me marchara. Cuando después llegó no quiso entrar a la casa de Marta y tuve que salir al patio... Había poca luz, y primero no me dijo nada nomás se me quedó mirando muy feo, muy feo. Entonces me di cuenta de que estaba borracha. Me dijo que le diera el abrazo de año nuevo y yo, no sé, tenía un poco de miedo pero la abracé. Ella hizo el abrazo muy largo y me apretaba y no quería soltarme, ya suéltame Luisa, qué te pasa. Luego que me soltó se puso a reír y comenzó a decirme putilla, putilla; pero por qué me dices así si yo, y entonces me dio la cachetada. Adentro continuaba la fiesta, su rumor fluía cálido por las ventanas. Sin despedirme de nadie salí corriendo hacia mi casa porque estaba espantada, muy espantada.

Una pareja cruzaba la soledad del parque; se escuchaba el grito de un chiquillo en algún sitio. Tus hombros se estremecían en mis manos, tu pelo suavizaba mis labios; tus puños junto al pecho, ligeramente encorvada, apretada en tus breves años, Teresa.

Fue el domingo pasado cuando al salir de la iglesia me habló para disculparse, no sé qué me pasó, Tere; y yo, pues le dije que sí, que te disculpo Luisa. Y nos fuimos caminando juntas a la casa hasta que de repente empezó a decir que por qué me empeñaba en seguir con esto, que era una tontería, que si a poco creía que un hombre como tú se iba a tomar en serio a una niña boba de quince años; porque eso era yo todavía, que me viera los raspones en las rodillas y las uñas comidas a mordiscos, me dijo; una bobita, así. Me dio tanta rabia, tanta rabia y le dije que se callara, que se fuera, que ya no la quería como todos esos años, como desde chiquilla cuando me enseñó a leer, cuando me llevaba a la doctrina o al matiné; que ya nunca, le dije, nunca la iba a querer. Y otra vez el estremecimiento en el aire ligero de esa noche, en ese año perdido. El espasmo que se volvía cada vez más suave hasta llegar a la quietud mientras bajo los vasos las servilletas se humedecían y en lo lejano tronaba el escape de un coche. Y las manos que lentas te limpiaban el rostro; las manos en tu pelo, tus brazos, tan cerca de los pequeños senos que nunca.

Sentir los latidos de tu cuerpo; los latidos que nos reincorporaban al ritmo del tiempo, al escurrir de ese domingo ya silencioso, cercano el momento de otra despedida, de otro hasta dentro de un mes, no te preocupes, voy a escribirte llegando, sonríe. Y como lo sabías levantaste el rostro ya sereno, los ojos dorados ligeramente enrojecidos, cargados de esperanza y tu media sonrisa soplándome el aliento para adelantarte a mi voz y, en un solo impulso decir llévame, llévame contigo, no quiero estar más aquí, llévame contigo. Los golpes de ala contra el pecho: atraerte, apretarte, besar el pelo, el rostro, bordear cada poro con la respiración cortada; rodeando con indecisión, con miedo, la palabra necesaria, la palabra que por años, después, habría de doler en la garganta.

Así como te recuerdo en la última carta, breve como todas las que siempre escribiste, con los borrones tiernos y apresurados de siempre; escrita una tarde en la terraza silenciosa mientras los demás dormían la siesta y ahora ya no estoy triste porque al fin Luisa y yo hemos vuelto a ser amigas y esto te lo digo para que no te preocupes. Y las bugambilias no tenían flores porque apenas terminaba febrero pero estaban igualmente verdes ese año. Hemos platicado mucho después de que ella me pidió otra vez que la perdonara y yo entiendo que todo lo hacía por mi bien y no sé por qué dudé si ella siempre me demostró su amistad; y un gato subía las gradas y negro, se quedaba quieto mirándote escribir. Y también entendí que ella tenía razón y que lo nuestro no tiene sentido porque pues estamos tan lejos y además tú me llevas casi diez años que son muchos y por eso te escribo para decirte que. El ruido de pasos, el gato que oscuro se escurría entre los maceteros rojos; Luisa que aparecía por el fondo del corredor lateral con una bandeja en las manos y tú que levantabas el rostro del cuaderno mientras Luisa depositaba en la mesa las dos naranjadas. A lo lejos, en ese tiempo remoto, a través de la verja de hierro, veladas por la vegetación del jardín, casi inmóviles, mirándose hasta que la mano de Luisa pasaba suave por tu pelo y tú sonreías con toda la dulzura de tu pequeña edad, Teresa. Así.


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Escritor mexicano


Arturo nació en Tampico, Tamaulipas, México el 24 de julio de 1946.

Editor de Mar Abierta, poeta, teatrero, diseñador gráfico, dramaturgo, narrador crónico y colaborador periodístico.

 

PREMIOS y RECONOCIMIENTOS

 

1.- Premio Nacional Efraín Huerta 1984 en la categoría de Cuento.

2.- Premio Estatal de Poesía 1986.

3.- Premio Estatal de Dramaturgia 1988.

4.- Premio Nacional Obra de Teatro 1992.

(Otorgado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes).

5.- Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1995.

(Concedido por la Universidad Autónoma de Zacatecas).

6.- Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández 1996.

(Otorgado por la Universidad Iberoamericana y el Gob. del Estado de Guanajuato).

 

Libros publicados:

"En todos estos años", 1985.

"Fragmentos rescatados del más grande poema tampiqueño jamás escrito –y otros fragmentos", 1987.

"Teatro: Uno de elefantes; Aquí, bailando; La fórmula secreta", 1990.

"La fuerza divina", 1994.

"Años sin viento", 1996.

"Los días perdidos (y otras pérdidas)", 1998.

Años más años menos” (Antología poética), 1999.

"Días de amor (y otros olvidos)" 2002.

"Un día de estos (Colaboraciones periodísticas)", 2004.

 

Otras publicaciones:

Muchos de sus textos han sido incluidos en más de diez antologías, tanto regionales como nacionales.

Algunos de sus cuentos y obras de teatro han sido publicadas por revistas de circulación internacional tan importantes como "TRAMOYA" y la Revista "EL CUENTO".

 

-Fue invitado como maestro de la Escuela de Escritores del Noreste y a las Mesas de Apoyo a la Lectura patrocinadas por Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

-Participó como miembro del Consejo Editorial de la “Revista de diálogo cultural entre las FRONTERAS de México”, editada por el FONCA.

-Ha ejercido la crítica política y cultural en diversos medios, tanto electrónicos como impresos.

-Fue Director-Fundador de la Revista Cultural MAR ABIERTA, de la Universidad Autónoma de Tamaulipas.

-Fue nombrado CREADOR EMÉRITO DE TAMAULIPAS en 2001 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Gobierno del Estado.

-En 2012 recibió la Medalla José de Escandón como CIUDADANO ILUSTRE, por parte del Ayuntamiento de Tampico, en reconocimiento a su trabajo literario y a su labor en la difusión del arte y la cultura.