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El diablo en el edén Arturo MedellínMayo de 2000, Nuevo Laredo, Tamaulipas |
Ediciones Castillo |
Antes que nada, quiero agradecer la presencia de todos ustedes en la presentación informal de mi novela. Así como agradecer a las instituciones convocantes, las facilidades para que esta lectura sea hoy realidad. Si seguimos la idea de Francois Mauriac, de que el novelista es el traidor de la familia, porque de ella toma los modelos secretos para sus personajes, cogiendo lapsos y rasgos: un gesto, una mentira, un amor imposible. El instante de luz, el aroma, la intensidad, para luego moldearlos con el barro de la imaginación darles otra vida, otras circunstancias, otra ciudad; entonces soy ese traidor porque extraje de esa intimidad la semilla de la historia de los personajes, como de mi intimidad tomé la voz del narrador, aunque no sea yo el que cuenta la historia, sino otro personaje que algún día se revelará para avalar sus relatos. Tomé una ciudad y del olvido, de la ausencia de ella, inventé otra con el mismo nombre y el mismo calor, pero distinta. No una distorsión, sino una transfiguración en el cual se desarrolla la tragedia de Julio Rivas Piñeiro, poeta melancólico caído del silencio, y de sus indefensos y amorosos amigos. Es ahí, con ellos, donde pretendo conjurar la saga que me corresponde, en su mundo imaginario, con su verdad y su determinación para vivirla. Ya que como novelista, estoy condenado a pasar el resto de mis días, recreando a esos personajes y a esa Paz, de la que ahora entrego el primer volumen. La novela está escrita bajo el influjo del amor que ata mis palabras a esa tierra, un amor que no esconde sus desatinos ni su delirio, pero que es devoto de sus plantas y sus algas. Surgido de la nostalgia y la soledad como una necesidad impostergable; ese amor preside estas páginas, incluso las más negras, y me atrevería a decir que gracias a las más negras. Los personajes y la elección vital que asumen, tiene como asunto a la melancolía. Ese mal que lleva a los hombres y a las mujeres al suicidio, que ataca inadvertidamente y sin remedio, es el motivo central de la novela. La Paz es el emblema del paraíso donde habitan esos seres descarnados por la desesperanza. Un paraíso que nace del primer libro puesto a escrutinio por el cura y el barbero, en el célebre capítulo VI, durante el primer regreso de Don Quijote y Sancho al hogar del caballero alucinado. — “Es, dijo el barbero, Las sergas de Esplandian, hijo legítimo de Amadís de Gaula. —Pues en verdad, dijo el cura, que no ha de valer al hijo la bondad del padre: tomad, señora ama, abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer. Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandian fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba”. Fue en ese libro despreciado por el cura, amigo y protector de Alonso Quijano, como todos saben, donde por primera vez aparece para las letras; la figura de Calafia, ahí es parte del mito ancestral: las amazonas, guerreras mutiladas, matadoras de hombres, y de un espacio imaginario, una isla allegada a la diestra del paraíso terrenal. Con ese significado que viene de la literatura más antigua de nuestra lengua, regresa a su lugar para cobijar la tragedia del melancólico, ese loco impedido para habitar este mundo; al que le cuesta cada segundo la existencia. Sin darme cuenta estaba tratando con el principal problema de la filosofía, según Albert Camus, pues cuando “...el hombre se siente extranjero. Este destierro no tiene recurso, puesto que está privado de los recuerdos de la patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida.” El ausente de sí, el que ha perdido el sentido de la existencia, tal y como lo trata en el Mito de Sisifo, pero cercado por la insularidad geográfica, así como por una insularidad más letal, la suya, ante los otros que tratan de salvarlo y son llevados por el mismo torbellino. Lo que yo quise hacer y no pude de otra manera, fue tratar de mostrar que la melancolía es una ruptura del espíritu, que nos hace buscar y seducir al victimario, en este caso, el alcohol, para conseguir sus oscuros propósitos; desarmar al hombre o a la mujer de su deseo y voluntad para vivir, de su energía para superar el vacío abierto en las sensibilidades más altas de una edad desesperanzada. No trataré de hacer filosofía, sino que me encontré con un problema filosófico cuando redactaba una historia, sin olvidar en ningún momento lo que Herman Broch nos enseña con meridiana claridad: “Descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de la novela”; ése es el impulso inicial y permanente, nunca intenté otra cosa que contar a través de una novela lo que sólo una novela puede contar: el interior humano, su condición, su naturaleza, si es que ambas categorías existen. Si conseguí con los personajes y sus situaciones, expresar lo que era mi premisa, eso vale todo esfuerzo y desvelo, si no, haber experimentado ser el enamorado demiurgo de sus anhelos de seres imaginarios, ha sido la experiencia más poderosa que haya vivido como escritor, y vale, desde luego, el tormento de Sisifo. Así que luego de haber fatigado las cuartillas que narran la existencia de Julio Rivas Piñeiro y su desaforada corte de sombras; poco puedo decir de El Diablo en el Edén, pues fatalmente, como autor, estoy imposibilitado para conocer mi obra, tal como la conocen exégetas críticos y lo afirman los hermeneutas de la ciencia literaria. Suscribo tal afirmación e incluso, me he negado a una relectura de la misma, no sólo porque la considero ajena, sino porque creo, la obra pertenece a los lectores, y las historias de esos personajes alcanzarán la plenitud de su vida, cuando la verdad espiritual que los animó a convertirse en criaturas de palabras, le sea revelada a quienes se aventuren en su lectura. Toda obra, al menos así han sido las mías, guarda homenajes secretos a personas que nos han dado atisbos significativos del sentido de la existencia, y de la condición humana. El Diablo en el Edén reconoce una deuda con Don Ignacio Medellín Espinosa de los Monteros, mi tío abuelo, poeta aristocrático que demoraba sus tardes en el restaurante de La Sociedad Potosina de La Lonja, bebiendo cogñac y escribiendo sonetos impecables a las musas, pues fue en sus acuosos ojos azules que advertí, por primera vez, el misterio destructor de la melancolía. También, tiene otra deuda con Víctor Bancalari, malogrado poeta sudcaliforniano, que descendiera de la casa patricia que lo acunó, a los arrabales paceños, para terminar, estúpidamente, desnucado en el baño de su casa, cuando intentaba asearse en estado de febril alcoholismo. La noticia de su muerte me llegó en la segunda refundición de la novela y me caló tanto, que determinó el final. No quiero decir con esto, que Julio Rivas Piñeiro contenga únicamente rasgos de estos dos entrañables personajes; pues los seres que pueblan las novelas, reúnen imágenes acumuladas en la mente del autor, para crear individuos complejos que nos muestran metáforas de una edad o una época determinada. Hay sí, otros homenajes, a queridos amigos que son mencionados por su apodo o su apellido, y que están allí porque quería que estuvieran conmigo en los años que duró la redacción de sus páginas. Dos características se resumen en la personalidad de nuestro protagonista: la creación inútil de quien es prisionero de ilusoria belleza femenina, propia de la creación de Don Ignacio, y el vértigo provocado por la inutilidad de una existencia aislada y una culpa secreta, que impulsa a los más talentosos y sensibles al abismo de la autodestrucción, tal y como ocurrió con Víctor Bancalari y tantos otros. Pero El Diablo en el Edén, es también la historia de una ciudad que aspira a la vida, como la Santa María de Onetti o la mítica Comala de nuestro admirado Rulfo, y de 60 o 70 personajes que le dan acta de naturaleza, porque esa ciudad, su gente y su paisaje, con la obsesión de mis palabras y en la lucha que libro por arrancarlos de mi mente, se vuelven inagotables y maravillosos. Muchas gracias
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Escritor mexicano Arturo Medellín nació en San Luis Potosí en la década de los cincuenta. Su trabajo artístico le ha permitido desarrollarse en el periodismo cultural, el teatro, la pintura y la escritura. Es ganador de tres premios nacionales de poesía y dos menciones; también cuenta con una mención latinoamericana de cuento y una nacional en novela corta. Es autor de ocho libros en cuento, poesía y ensayo. Como pintor cuenta con ocho exposiciones individuales y dos colectivas. El diablo en el edén se presentó en el III Encuentro Internacional de Literatura Fronteriza Letras en el Borde, celebrado en el 2000. |