La primera vez que supe de
Carlos Monsiváis fue en la historieta Chanoc. Aquel cómic mexicano que
presentaba
aventuras de mar y selva,
en un mundo caribeño menos alejado de la civilización de lo que
aparentaba el subtítulo.
Ixtac
se llamaba la población ahora fantasmagórica y antaño tan real.
En Ixtac
convivían seres de apariencia común con personajes de extravagancia
infinita, pero todos, aún los que parecían cuerdos, compartían aventuras alucinantes de acuerdo
a los designios de guionistas y dibujantes como Carlos Z. Vigil, Ángel
Mora y Pedro Zapián Fernández; a quienes correspondió desarrollar, de
manera magistral, una idea concebida por el doctor
Ángel Martín de Lucenay.
La caza y la pesca eran las
actividades vitales de una población donde se presentaban caníbales,
pigmeos y adelantos tecnológicos sin inhibición alguna. Chanoc era el
prototipo del héroe acostumbrado a matar rayas y tiburones con un puñal
portado entre los dientes, mientras buceaba entre
los arrecifes. Muchas veces luchó contra pescadores clandestinos o
contrabandistas y en tierra firme no titubeaba al enfrentar jaguares o
tratantes de blancas. Las mujeres se enamoraban de Chanoc y él regresaba
a los brazos de la hermosa Maley, una dama acostumbrada a esperar el
matrimonio siempre distante.
El futbol era el pasatiempo
regional y la selección portuaria se enfrentó en diversas ocasiones con
equipos de primer nivel; incluso tuvo duelos memorables contra
selecciones resto del mundo. Los ixtaqueños siempre se vanagloriaron de
su amor por el deporte y de un 4 – 2 – 4, omnipresente en 1966, cuando
el futbol era más espectacular que los duelos “estratégicos” de la
actualidad vendidos a precio de oro como si no fueran mezquindad
absoluta.
El médico del cuadro era el
doctor Nimbus muy parecido a Darth Maul, de la posterior Star Wars.
La valla era resguardada por un sujeto flaco y doble visión apodado
Birolo; en la defensa alineaban como laterales los caníbales Puk y Zuk;
la central quedaba a cargo del ex presidiario Trucson y del Capitán
Anclitas; en la media cancha jugaban el pescador Sobuca y el sargento
Macotela; en la delantera aparecían el pigmeo Sauka, Tzekub Baloyán,
Chanoc y el Médico Brujo siempre en conflicto con Nimbus.
El equipo contaba con una
porra voluminosa donde destacaban Hipopotamia Guillot, Mangonia y
Rogaciana la Chilera, mujeres de cuerpos desbordados quizá por el
excesivo amor inspirado por el malandrín Tzekub; un anciano que corría
más o lo mismo que los rivales.
Y los contrarios no eran poca cosa.
El
cuadro de Ixtac lo mismo enfrentó al Rey Peló2
que a Isidoro Díaz, quienes encabezaron al Santos de Brasil y al
Guadalajara mexicano, respectivamente. A Ixtac llegaron Gordon Banks,
Franz Bekenbahuer, Bobby Charlton y el mismo Lev Yashin bien respaldados
por otras estrellas de la época.
El Ixtac acostumbraba empatar o vencer
en los últimos minutos, quizá porque contaba con cambios de lujo.
Durante algunas jornadas apareció como portero el Nasico, un simio que
parecía humano, o un humano que parecía simio. Cambios obligados eran
los brujos Macrodelio, Cornudelio y Brujildo; cierta ocasión alineó
Venancio, el abarrotero, y de vez en cuando se presentaba como refuerzo
un robot llamado Sócrates que además de jugar muy bien era asistente del
Sabio Monsi.
Era 1967 y a mis diez años me pregunté quién era
aquel científico mexicano capaz de crear un robot funcional y de
ilimitadas cualidades.
¿Quién era el Sabio Monsi?
¿Cómo era posible que existiera
un personaje así en el panorama nacional y no fuera tan reconocido como
Alma Grande, Blue Demon o el Llanero Solitario?
Por esas fechas yo iba cada mes a “la peluquería de
los flacos”, un local que no tenía otro nombre que “PELUQUERÍA,” escrito
con letras negras sobre una pared amarillenta adornada en los extremos
con franjas rojas, azules y blancas. De hecho no era más que un zaguán y
el letrero estaba sobre el portón que abría hacia una banqueta estrecha
y una calle muy transitada. En el interior se apretujaban una mesa de
comedor, un baño en el fondo y los tres sillones de peluquero usados por
los delgados propietarios del establecimiento. Sobre las sillas de
espera alineadas en una pared se amontonaban diarios y revistas, lo
mismo que sobre el piso, diversos estantes y una mesa donde estaban,
pensaba yo, todas las publicaciones de la época.
Eran los días del casquete
corto, las navajas afiladas en tiras de cuero, el alcohol como
desinfectante generoso, los dólares de doce cincuenta, la Time
infaltable, Selecciones, Contenido y la revista
Siempre que ojeaba (valga la insistencia) siempre y cuando no
tuviera disponibles las historietas de
Editorial Novaro; o las publicaciones nacionales: El Santo,
Viruta y Capulina, Memín Pinguín, El Payo, El
Diamante Negro y otras más donde sería impensable no volver a decir
Chanoc. La peluquería no disponía de vigilancia y la clientela
infantil, lo mismo que la adulta, separaba sus lecturas preferidas
sentándose sobre ellas.
Y si los niños acaparaban
las historietas no faltaban los mayores que también se las apropiaban.
Esto llevaba a los más pequeños a tomar revistas seudo periodísticas
como
Alerta y Alarma, donde era costumbre mostrar
fotografías más de carácter forense que de índole informativa. A mí no
me gustaba mirar destripados y mejor me empeñaba en descifrar la
caricatura política de Siempre o los editoriales de José Pagés
Llergo, aunque debo reconocer que apenas entendía los planteamientos y
los análisis políticos expuestos por los columnistas de la época.
Mis lecturas compulsivas me
llevaron descubrir el nombre de Carlos Monsiváis como autor de la
sección Por mi madre bohemios. Mi descubrimiento ocurrió cuando
el flaco menos flaco intentaba emparejar mi cabello con rítmicos
chasquidos de tijera. Yo dije algo así como "el Sabio Monsi es Carlos
Monsiváis" y el peluquero enterró sus huesudos dedos en mi parietal
derecho para frenar cualquier movimiento que entorpeciera el corte de
pelo realizado con evidente fastidio.
Durante muchos días, quizá
años, me pregunté cómo era posible que un sabio inventor de robots
escribiera críticas que adivinaba definitivas en mi ingenuidad infantil
menguante. No me quedaba claro que un poema recién memorizado en la
escuela, con reglazos de por medio, pudiera volverse pretexto para
exponer la incapacidad dialéctica de cualquier personaje incapaz de
expresarse con pulcritud. No atinaba a ver que El brindis del
bohemio, aquel texto sacrosanto, a fin de cuentas hablaba del
símbolo materno, inspiraba asuntos más terribles que la frase con la que
mortificábamos a un compañero de la escuela primaria llamado Arturo,
…el bohemio puro, de noble corazón y gran cabeza.
La sección Por mi madre bohemios
destazaba declaraciones de personajes públicos tanto en la sintaxis como
en la parte ideológica. Ahí aparecían los desatinos de políticos y
deportistas lo mismo que las parrafadas incongruentes de empresarios,
conductores de televisión o vedettes. Y, como si se tratara de estas
últimas, Monsiváis desnudaba los yerros por igual.
Lo que si es cierto es que
supe de los afanes críticos de Carlos Monsiváis y comencé a distanciarme
del mundo plasmado con maestría por Mora y Zapián, conforme las
sucesivas lecturas y el inicio de la adolescencia me brindaban otros
conocimientos.
Gracias a Monsiváis supe
que mi país no era tan perfecto como proclamaban los discursos referidos
a los Juegos Olímpicos de 1968 y al Campeonato Mundial de Futbol de
1970, postulados como muestra de que el progreso era lo único inevitable
para los mexicanos.
En junio de 1971 viajé con
mi padre a la Ciudad de México. Allá entramos en una librería del centro
y mientras yo me empeñaba en encontrar un disco de Simon & Garfunkel,
papá compró un ejemplar, perteneciente a la primera edición, de Días
de guardar. Entusiasmado por El cóndor pasa y Cecilia,
ni siquiera pregunté el nombre del libro escondido en una bolsa
amarillenta. Una vez en el hotel, a falta de tocadiscos, comencé a abrir
y cerrar cajones. En uno de ellos descubrí el libro recién adquirido. Lo
tomé sin mayor entusiasmo, pues en ese momento yo prefería escuchar
Puente sobre aguas turbulentas, pero cuando supe que el mismísimo
Sabio Monsi, era el autor de la obra quise quedármela como regalo
adelantado de cumpleaños.
Tras una leve discusión decidimos compartir
lecturas.
Para mí fue una sorpresa
leer que Monsiváis hablaba de eventos muy cercanos. Ahí estaban las
marchas universitarias, los sucesos trágicos del 68 y la juventud
masacrada. El libro terminado de imprimir el 31 de diciembre de 1970,
también presentaba las actuaciones de Raphael, la golondrina petacona;
The Doors; las voces de los ferrocarrileros disidentes; un
poema de Monsiváis inspirado en The Howl, de Allen Ginsberg y
hasta el cercanísimo mundial donde
México se encontró a sí mismo, remarcado con frases lapidarias
como “…y quizá simplemente te regale una fosa”, bien acompañadas por la
orquesta que respaldaba las actuaciones de Leonardo Favio.
Leí y releí aquel libro sin pausas. La crónica de
lo inmediato y la crítica tenaz y contundente marcaron mi vida.
Sin darme cuenta dejé de asistir
mensualmente a la peluquería de los flacos tras descubrir
jubiloso que no era necesario presentarse con el cabello corto en la
escuela preparatoria. No extrañé los cortes causados por la navaja bien
afilada y los movimientos infantiles; tampoco fue malo olvidar los dedos
punzantes inmovilizando la cabeza empeñada en moverse de acuerdo a la
lectura de turno; quizá poca cosa comparada con el alcohol esparcido con
generosidad y salvajismo sobre la nuca recién afeitada.
Años después, de acuerdo o
no, disfruté la lectura de otras publicaciones de Monsiváis. Mi libro se
desgastó de tanto uso y terminó extraviándose en algún sitio de la
adolescencia. Volví a comprarlo en 1977 y desde entonces va y viene sin
distanciarse nunca del todo. Debo confesar que el propio Carlos
Monsiváis me lo autografió en el 2006, tras sonreír cuando le mostré el
maltratado ejemplar diciéndole que iba a mostrarle un auténtico
incunable.
En 1979 falleció Pedro Zapián y fue sustituido por Conrado de la Torre. Ixtac ya no celebraba
encuentros deportivos como los que yo había atestiguado, o quizá seguían
ahí, pero para entonces había dejado de leer la historieta. Ya no supe
si Patalarga sustituyó su pata de palo con una prótesis del primer
mundo, o si Maley, la novia eterna, se casó con Chanoc; en una reseña
digna de presentarse en la entrañable sección Por mi madre bohemios.
En la vida real Carlos Monsiváis aparecía con mayor o menor frecuencia en los medios de
comunicación según las simpatías despertadas en el régimen de turno,
pero no dejaba de ofrecer conferencias y charlas entre polémicas
infinitas.
Yo disfrutaba encontrarlo bien
plantado sobre sus argumentos fueran bien recibidos o no, fueran
demostrables o no. Poseía una voz tan crítica que a veces ahuyentaba
hasta a sus propios fieles, pero es indudable que de tanto opinar con
acierto, incluso al abordar asuntos que parecían intrascendentes,
contribuyó a esbozar la consciencia necesitada por nuestra sociedad
entera, no se diga por nuestros sistemas políticos tan necesitados de
replantearse en lo fundamental.
Se volvió norma común pedir
la opinión del sabio Monsi cada vez que los medios de comunicación
deseaban refrescar las notas gastadas de los encabezados de ocho
columnas y su voz habló por muchos en un país acostumbrado al silencio.
Ahora que es imposible oírlo externar un juicio más
es necesario decir que se le extrañará siempre.
¿A quién acudiremos ahora
si Carlos Monsiváis no puede respondernos?
Estos son días tristes.
Estos son días de guardar.
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