Hoy por la mañana se acercó mi vecino con su
rostro malhumorado. Robó una hora de mi sábado
contándome los detalles del desayuno, las
reparaciones efectuadas en la chatarra a la que
llama su automóvil; luego me dijo dónde compraba
la ropa y hasta reveló secretos de la mujer con
la que comparte su triste vida.
Confieso que fracasé en cada intento realizado
para retirar ese rostro maloliente de mi vista.
Lo confieso con pena y con fastidio.
Apenas advertía mis intentos de huir me miraba a
los ojos y me daba una palmada para que le
siguiera prestando atención.
No pude dejar de escuchar su parloteo y lo peor
es que no pude negarme cuando nos invitó a
cenar.
—Lo espero más tarde vecino. Traiga a su esposa,
traiga a quien quiera.
No sé cómo asentí si ya me tiene harto.
Durante el resto del día no pude tomar la fuerza
necesaria para llamarlo y posponer, por lo
menos, la reunión. Ni siquiera pude hacerlo
cuando mi esposa me recriminó:
—¿Cuántas veces has dicho que no soportas a ese
maldito vecino malhumorado? Ni pienses que voy a
acompañarte.
Me alejé de ella y esperé que llegara la noche
sabatina.
Mi sábado echado a perder.
Desesperado frente a su casa, escuché a su perro
ladrar. Ese animal siempre me trató como si yo
fuera un desconocido. Confieso haberlo saludado
y alguna vez le ofrecí un trozo de carne. Pero
el maldito perro tiene el mismo carácter de su
amo.
Toqué la puerta como si no quisiera que
respondieran a mi llamado, pero se abrió al
instante para mostrarme un rostro feroz.
Era la esposa vestida como si no fuera a recibir
visitas. El pelo pareció alborotársele más
cuando regañó con ímpetu a su marido.
—Imbécil, no oyes que tocan la puerta.
El vecino llegó de inmediato para contarme una
mañana espeluznante.
Desvanecí de mi pensamiento los gritos de la
mujer. Traté de concentrarme en la plática; más
bien, discurso de aquel hombre, porque yo en
realidad no decía palabra.
Después de treinta y nueve minutos de monólogo,
se le ocurrió hablar de mis prendas fachosas, de
los arreglos realizados en mi casa; habló mal de
mi mujer y no dejó de manifestarse enojado por
la marca de mi automóvil.
Hice algo que sólo había considerado, pero que
nunca me había atrevido a hacer.
Le recriminé los modales de su perro loco y
recalqué la fealdad de su mujer más grande que
un barril.
Señalé los ruidos emitidos por el viejo
automóvil que se empeñaba en arreglar las
mañanas dominicales en vez de traer a un buen
mecánico. Llegué a decirle que no lo había
llevado nunca a un buen taller sólo para
molestar durante los fines de semana.
El tipo levantó la voz y de tanta rabia no fue
capaz de emitir más que ruidos.
Ruidos espantosos que aumentaban de volumen
reforzados por los gritos de la mujer que
tampoco era capaz de decir nada entendible.
Decidí callarlos, de una vez, para siempre.
Y avancé un paso para trazar una cruz imaginaria
sobre su boca.
Una cruz grande en la que no confiaba, pero
confieso que resultó y el vecino malhumorado
quedó como si le hubieran clausurado la boca y
la garganta con un litro de pegamento epóxico.
Ante mi éxito repetí el dibujo sobre la boca de
su mujer y la dejé tan callada como siempre he
imaginado que deben ser las noches de los fines
de semana.
Al salir, el perro me ladró salpicando babas por
todas partes. Ladró hasta que mi cruz lo dejó en
silencio.
Sólo me faltó callar al coche ruidoso, pero no
soy mecánico.
Desde mi ventana miré a los vecinos ir y venir
en silencio.
Quisieron encender el auto que no emitió ruido
alguno. Pensé que mi signo silenciador tenía
poderes ocultos.
Los vi caminar por la calle como si fueran
personajes de una película de Charles Chaplin.
Me asomo al dormitorio. Mi mujer duerme entre
ronquidos que espantarían a los elefantes de un
rebaño enloquecido.
Trazo mi cruz de silencio.
La tacha mágica que la hace dormir en paz y sin
incomodar al vecindario.
Enciendo el televisor. Las noticias de última
hora dicen que encontraron a mis vecinos a
veinticinco calles de distancia.
Yacían muertos sobre la banqueta.
Una persona que pasaba intentó reanimarlos con
técnicas de respiración artificial y ambos
expulsaron palabras.
Millones de palabras que desaparecieron antes de
la llegada de la ambulancia, los rescatistas y
los agentes de la policía.
Al buen samaritano lo consideraron loco y fue
llevado a prisión para investigar su relación
con los muertos.
Comienza un programa de variedades y música
cursi. Una muchacha gorda quiere cantar el tema
del Titanic.
Cambio de canal y encuentro la repetición
dominical de una telenovela. Le aplico una cruz
de silencio, mientras digo: “callen malditos”.
El silencio se instala en mi sala y confirmo que
puedo silenciar a cualquiera con mi imaginación
y una tacha muy grande.
Vuelvo a la cantante y la dejo sin voz.
Sin la espantosa voz desafinada del instante
anterior.
Durante algunas semanas he caminado por mi
ciudad para devolverle la paz de otros tiempos.
Los ruidosos ya temen romper las reglas marcadas
por la buena conducta. Ya se sabe del
enmudecimiento de muchas personas y la población
es más cuidadosa.
Soy enemigo de los vehículos escandalosos, de
los perros que ladran sin pausa y de los
desconsiderados que alzan la voz
sólo para
llamar la atención.
Basta una cruz de silencio.
*Plática con el silencio, aparece en Los
danzantes del sol, libro publicado por el
Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las
Artes en el 2013.
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