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Bad Hair Day
Enedina Cásarez Vasquez Traducción de José Luis Velarde |
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Acostumbraba sentarme sobre las piernas de abuelita en los días cálidos del verano y llorar una lágrima por cada tirón que ella daba a mi cabello a las niñas siempre se les hacen trenzas, así apretaditas para que no parezcan pajuelas greñudas solía decir con voz ronca y peinaba mi cabello en largas trenzas tan apretadas y dolorosas como los pecados que yo confesaba en la Iglesia de los Apóstoles Pedro y Pablo. Y yo juraba que cuando creciera me cortaría todo el cabello y no sufriría más.
Y cuando apá en el estupor alcohólico sacaba el cinturón de cuero negro para castigarme por cualquier ofensa –como la vez que rompí una docena de huevos, o cuando tiré la hamburguesa que yo estaba comiendo durante una de sus peleas con ama, o sólo porque estaba borracho– aquellas veces me hacía pararme en la puerta de la cocina y me ordenaba caminar a través del cuarto mientras azotaba el cinturón contra mis muslos solía doler un rato y entonces yo caminaba al cuarto de baño y cortaba mi cabello.
Como ocurrió durante los días de mea culpa al crecer católica y pensar que las monjas eran perfectas y calvas. Yo quería ser perfecta y si aquello significaba ser calva, iba a sentirme orgullosa de llevar mi cabello más corto que el de mi hermano. Hasta el día, en que escuchando a la Hermana Cabrini recitar las formas en que los católicos verdaderos conocen todas las respuestas correctas en el Manual de Catecismo de Baltimore, noté un mechón de cabello que escapaba sudoroso del pulcro velo blanco, para depositarse sobre las cejas supe entonces que algo no estaba bien. Y regresé a casa para cortarme el pelo otra vez.
En el colegio durante una de aquellas calurosas protestas contra la guerra, o cuando los estudiantes fueron victimados en los disturbios de la Ciudad de México y cuando apá dijo que ellos tenían lo que habían perseguido o cuando asesinaron a Kennedy el jueves en que comenzó mi período y yo odié la sangre, fui hasta mi cuarto y corté mi cabello otra vez.
Y cuando yo quise tocar la campana durante el domingo de misa, como solía hacerlo Tony, en su rojo atuendo de monaguillo pensé que el traje luciría mejor sobre mí. Me dijeron que a las muchachas no se les permite tocar las campanas ni ayudar con la comunión o ir cerca del altar.
Corté mi cabello, las trenzas lastimaban mis parietales y provocaban dolores de cabeza. Quise ayudar al Padre Fitzgerald a dar el cuerpo de Cristo y sostener al Niño Jesús para que todos lo besaran. No me lo permitieron, porque yo era una niña y algo menos valioso y yo lo creí.
Me tomó mucho tiempo aprender que no tenía por qué cortar mi cabello que nadie iba a entretejerlo otra vez que nadie volvería a golpearme que si no podía pertenecer a alguien del todo tendría que marcharme porque no era para mí.
Nunca cortaré mi cabello otra vez lo dejaré crecer largo, largo, hasta acumular toda mi historia, para regresar en el tiempo a las costas de Veracruz y sofocar al mismo Hernán Cortés.
Voy a tomar mi tiempo para rizar mi cabello con los trazos lentos de un peine de plata. Primero un lado después el otro, adelante, atrás largas cepilladas lentas.
Quizá no lo rice es mi pelo después de todo me pertenece La mujer que no necesita peinarse porque no quiere y no deseo hacerlo a menos que lo quiera.
Nunca cortaré mi cabello otra vez lo dejaré crecer y crecer y crecer y entonces, lo dejaré extenderse sobre el Río Grande para que mi gente, todos juntos sobre todos los años puedan caminar hasta la Aztlán extraviada sin humedad alguna con sus rostros brillantes y alzados sus ojos abiertos.
Dejaré a los niños saltar la comba con mis trenzas, las dejaré culebrear tras de mí cuando camine libremente sin fronteras o vallas viejitas me seguirán y tejerán rebozos en las fronteras dejadas sobre mi peine.
Mi cabello largo llegará a ser la toalla que seque mi cuerpo. La almohada donde descanse mi cabeza y el látigo que azote contra las injusticias.
Volveré la cabeza sin cuidado mi pelo brillará en las estrellas del cielo lo adornaré con plumas porque es mío y ha crecido con lo que yo soy La mujer que no necesita peinarse, porque no quiere.
(los versos en cursivas estaban escritos en español en el texto original)
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Native of San Antonio, Texas (1945), Enedina Cásarez Vásquez is a poet, playwright, and visual artist. She is a teacher at St. Peter Prince of the Apostles Catholic School where she has been teaching art since 1996. Vásquez also served as Poet-In-Residence for the San Antonio Independent School District (SAISD) from 1990-96. She is the author of Recuerdos de Una Niña (Oblate Fathers
Publishers), a collection of her memories of growing up in San Antonio along with accompanying artwork. Her poetry is included in the performance piece Woman’s Work, which has received critical acclaim in San Antonio and New York. She is also the author of La Virgen de San Juan do los Lagos, a play recounting the events surrounding the apparition of the Virgin Mary. This play was performed at the Virgen de San Juan de los Lagos Church in San Antonio. Her play titled The History of the Catholic Church in Texas was performed at San Antonio’s Municipal Auditorium during the Catholic Church’s celebration of its sesquicentennial year in the State of Texas. Conocimos a la autora en Nuevo Laredo, en los primeros días de mayo de 1998 cuando se efectuó el primer encuentro de Letras en el Borde. Enedina Vázquez radica en San Antonio y con frecuencia viajaba por toda la Unión Americana en compañía de su esposo Arturo, para exponer artesanías inspiradas en las tradiciones culturales mexicanas y para leer poemas. Arturo falleció en el 2004.
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