José Cardona-López

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El sello

 

José Cardona-López

Los más solitarios duermen recostados en la caja que contiene el nutriente que los hace hablar. Otros, agrupados, lo hacen suspendidos en las muescas de una escudilla que es el pequeño parasol de escritorio. Parecen murciélagos agrupados a la espera de la famosa opereta de Strauss. Al comenzar la jornada se balancean dispuestos a desbaratar el tiovivo que en la noche formaron, a descender de la panoplia para decir sus perentorias palabras. Basta que una mano los tome por la cabeza del tallo, dé con ellos unos golpecitos secos en la almohadilla negra, y ya están listos a caer firmes sobre el papel para rematarlo, para acabarlo. Según sus destinos, dirán: SELLADO, FIEL COPIA, PAGADO, ORIGINAL FIRMADO, o nada más: ANULADO. Algunos, con piñones y bandas en su interior, dicen una fecha y poco a poco envejecen de tanto contar el tiempo.

El sello es la otra cara del medallón, es el mundo donde las palabras viven al revés. En nuestras culturas es un espejo negro que al ser puesto sobre el papel, estampa el conjunto de letras ordenadas de izquierda a derecha, en otras lo hace de derecha a izquierda, pero es el mismo espejo negro. El sello es un objeto que trabaja desde el tiempo de las lagunas de azogue, desde el tiempo contrario del reloj de arena: en su cara tiene las letras al revés, cae sobre el papel y en él las deja al derecho y robustas de tinta fresca. Si queremos, lo cual es ya casi un capricho de empleado neurótico, sobre el papel podemos poner un secante que absorba la tinta desde el otro tiempo, desde el nuestro.

El sello dice la última palabra. Callado, quieto en su puesto de escucha, atiende con paciencia mercurial las finales gestiones con el papel. Después intervendrá para concluir el asunto, para adjetivarlo de una vez por todas, para sustantivarlo con el perentorio adjetivo que le impone. Su acción es terminante: es la mano de Bruto, es el índice en el famoso gatillo de Sarajevo, es el dedo que accionó el botón para Hiroshima.

Manejar un sello requiere nuestra disposición a entintarnos las manos y de pronto hasta mancharnos los puños de la camisa. También, la de soportar luego un dolorcito seco en el centro de la palma, gracias a la permanente resonancia del golpe en la almohadilla y en el papel.

Cuando tras una ventanilla o en algún rincón de una oficina estamos sellando (visera en su sitio y, ¡cuidado!, no olvidar las sobremangas negras), la sencilla operación es de las más aburridoras y cansonas que el hombre se inventó. En un extremo del escritorio está la pila de papeles que disminuye a medida que avanza la tarea. Mientras el enorme cartapacio decrece, nuestra operación forma un complicado mecanismo: la mano libre toma el papel y lo coloca bajo nuestros ojos, la mano del sello golpea en la almohadilla y luego revela las letras en el papel, la mano libre toma el papel ya sellado y la mano del sello está en el aire, próxima a llegar de nuevo a la almohadilla. Después se repite todo, se reanudan las puntadas en el telar imaginario.

Los primeros minutos de esta labor se harán a mano alzada y a lo mejor silbaremos alguna canción matinal. Luego de tales momentos, que podemos llamar de calentamiento, el cruce de manos entra a una fase de rapidez asombrosa, casi prestidigitante. Cada mano es muchas manos y a lo lejos parecemos un violinista pintado por Boccioni. Si en esta fase silbamos acordes de la Sinfonía Húngara No. 5 de Brahms, y aunque algunos piensen que nos afeitamos a lo Charlot, sólo somos una maquinita sonora. A este éxtasis en la tarea sigue uno que otro bostezo y el cruce de manos es lentísimo, igual al tiempo adormecido que sigue al vértice copular de la especie, claro que sin tanta satisfacción. Ya no sellaremos a mano alzada. El escanciado de la pila de papel hacia el otro extremo del escritorio empieza a dolernos en todo el cuerpo.

Mientras los almanaques se acartonan, el sellador de papeles cada día hará lo mismo: invertir el espejo negro de caucho, revelar las palabras en el papel, rematar cada asunto.

He visto algunos selladores de papeles que, después de trabajar quince o veinte años en este oficio, por la calle caminan moviendo sus brazos al frente, protagonizando un falso mal de San Vito, estregando ropas invisibles en una alberca que no vemos. Son los más simpáticos y graciosos. En casa tienen que darles la comida para que no se la echen en el vestido.

Cada visita suya al baño es toda una dificultad para su cónyuge, la siempre tan querida y comprensiva. Si él es un ferviente religioso, a la hora de dormir y en la iglesia su mujer lo ayuda a persignarse para evitarle se descalabre o se fracture la nuca.

Hay que decirlo, en las fiestas se desempeñan bien al bailar algún ritmo tropical, pero si suena un bolero, un vals o un pasodoble, deben sentarse a interpretar envidias hacia las apretadas parejas del salón. Si se enfrentan a puños con alguien, siempre salen victoriosos, pues su eterno movimiento de brazos forma una impenetrable malla para los puños del contrincante y, además, suelen despedir poderosos directos y swings que ponen a dormir al otro: no en vano sus músculos, desde los flexores digitales hasta los deltoides, se han desarrollado en tantos años de selladera.

He visto a otros selladores de papeles que siempre llevan una mano en el bolsillo para esconder el hueco que en la palma el tallo del sello les ha perforado. Como si escondiesen una maldición cedida por Onán, su mano vive enfundada. Y sin saberlo ellos, sus manos permanecen en una puerta que, como es conocido hasta por los sicólogos, con mucha facilidad se tiene acceso a gratas maniobras solitarias. He visto a otros que, luego de casi treinta años de desempeñarse como selladores de papeles, desde el día de la jubilación se sustantivan. En sus almas dice: ORIGINAL FIRMADO, o FIEL COPIA, o PAGADO, o SELLADO, o ANULADO.

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Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

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José Cardona-López


Escritor colombiano

Profesor de literatura española e hispanoamericana en Texas A&M International University.

Cuentos y artículos suyos han aparecido en revistas y diarios de Argentina, Colombia, Estados Unidos, Francia y México.

Ha publicado la novela Sueños para una siesta (Oveja negra, 1986) y los libros de cuentos La puerta del espejo (El papagayo de cristal, 1983) y Todo es adrede (Borinmex, 1993).

José Cardona-López fue uno de los organizadores de Letras en el Borde, escenificados de 1998 a 2003, por parte de la Texas A& M International University.