Luis Arturo Ramos

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Literatura y globalización

o de como los lectores se convirtieron en mercado

2000, Laredo, Texas

Luis Arturo Ramos

Un fantasma de papel recorre el mundo de las letras: el fantasma de la Globalización. Muchos afirman que el término “Globalifóbico” fue acuñado por el ex-presidente mexicano Ernesto Zedillo, apóstol latinoamericano del neoliberalismo a ultranza, para referirse a aquellos que se oponen a la globalización económica. Yo sólo me declaro culpable de utilizar el vocablo en relación con la literatura, mal aconsejado por las circunstancias políticas y comerciales que sacuden la República de las Letras... En mis años de juventud, otro de los tantos fantasmas que nos aquejaron se cobijaba bajo la premisa de que el arte era cuestión de unos cuantos y que la revolución que nos volvería no sólo libres, sino también internacionales, convertiría a la literatura en un producto de primera necesidad: al alcance de todos los bolsillos y de todas las inteligencias.

 Las fronteras, como las murallas de Jericó, se derrumbarían ante los rubendarianos “claros clarines” de las letras universales. Convertidos en ciudadanos del mundo, leeríamos a patagones, esquimales, bosquimanos y mongoles, como si fueran vecinos del barrio. La literatura, como los mosqueteros, sería Una, y para Todos, no obstante que en aquellos prometedores años 60, la palabra Globalización quedara relegada a los foros de los economistas más visionarios.

¿Quién, en sus cabales, se atrevería a adjetivar el sustantivo literatura con semejante palabreja?

A mediados de los 60, el movimiento literario detonado, entre otros acontecimientos, por la Revolución

Cubana, anunció la pretendida globalización con ese ruidoso Boom que ahora resulta convocado por las obligadas comparaciones. Es a partir del Boom que los mexicanos, por ejemplo, pudimos leer a escritores hasta entonces contenidos dentro de sus propias fronteras o solo reconocidos por una minoría.

Además de este hecho fundamental, el fenómeno literario-comercial llamado Boom materializó, para espanto de algunos y asombro de muchos, la posibilidad y conveniencia de comunicarnos con lectores de todas nacionalidades. El Boom reunió bajo el gentilicio de “latinoamericano”, lo mejor de nuestra literatura.

Y lo hizo sin diluir ni menoscabar las diferencias históricas, geográficas o dialectales que la caracterizaban. Ni mucho menos los intereses temáticos, estilísticos o ideológicos particulares. Globalmente latinoamericanos, porque escribimos en español; más nacionalmente individuales por cuanto no disimulábamos el sello que nos identificaba como ciudadanos de nuestros respectivos países y comprometidos con nuestras propias preocupaciones literarias.

Si Dostoievski hablaba al mundo de Rusia entera y Proust de París y Thomas Mann de la burguesía alemana, Kafka del absurdo praguense y Joyce describía las andanzas de un oscuro ciudadano irlandés por las calles de Dublín, los latinoamericanos podíamos y debíamos hacer lo mismo.

Nos asumíamos diferentemente iguales. La madre patria, madre al fin, nos había enseñado a escribir con la misma gramática, pero no a sentir ni a pensar ni a vivir bajo los mismos esquemas. Emparejados al paso de las letras vernáculas, crecieron nuestros países y se conformaron las identidades que, sin dejar de caracterizarnos, se recomponen con el tiempo y los acontecimientos, tal y como lo demuestra mucho de nuestra más reciente literatura.

Mi generación (hablo de los escritores y lectores que nacimos hacia finales de los 40 y principios de los 50), aprendió del Boom que se podía vivir en lo que uno leía, así como de lo que uno escribía. Que era posible alcanzar ese dichoso anhelo ciudadano, sin traicionar la exigencia artística de la calidad. E ingenuamente, algunos de nosotros estábamos dispuesto a permanecer inéditos, sólo para demostrar que la aspiración a la calidad, no debía someterse a la tentación de las utilidades. Entendimos que la Literatura era más que la suma de las letras nacionales, porque se reconocía paisana y continental al mismo tiempo, y en ello estribaba su fortaleza y permanencia. Lo demostraban autores señeros como Juan Rulfo y Carlos Fuentes; Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, Onetti, Cortázar y Sábato, Lezama Lima, Donoso y tantos otros, quienes levantaban con los ladrillos de la literatura nacional, el ingente edificio de la literatura latinoamericana. Fue gracias al Boom que yo, por ejemplo, supe de la existencia de ese extraño, propositivo, fecundo, brasileñísimo escritor llamado Guimaraes Rosa.

Mi generación aprendió a leer con los libros de los ya mencionados. Nos entrenamos en el arduo pero placentero ejercicio de aliarnos con sus autores para acceder, en lo posible, a los jugos más íntimos de su propuesta. Cada novela resultaba un proyecto distinto, cuyo abordaje dependía en buena parte de convertirse uno mismo en escritor. Yo, en lo particular, supe que leer es otra forma de escribir. Que todo libro representa una nueva gramática, sin cancelar aquella que aprendimos en la escuela. Entendí que hay geografías que no caben en los mapas y que las que levantan los escritores mediante el mito y hasta la literalidad, resultan tan válidas como las que aparecen en las cartografías. Descubrí a Macondo, el Serton, Santa María, Comala, el De Efe, La Habana, Buenos Aires, Santiago.

Aprendí historia con Roa Bastos y Guimaraes; encontré la legendaria Aztlán en Texas y California y conocí los ghettos de exiliados proto sudacas de París, Londres y Madrid.

Globalización: el vocablo, curioso ya de por sí, resulta además sintomático y revelador porque procede de las ciencias económicas, tan generosas últimamente en préstamos lingüísticos. Con todo, el concepto esconde, a mi juicio, una añeja y legítima aspiración: Vivir de lo que uno escribe.

Ahora que el Mercado nos alcanzó, la pretendida Globalización literaria representa para muchos la oportunidad de acceder a un público mayoritario, tal y como afirmaba el eslogan publicitario de un reconocido certamen de novela: “un premio constituido por 400 millones de lectores”.

Cuando la Política alcanza los ámbitos del arte, ya nada vuelve a ser lo mismo.

El lamentable ejemplo de la literatura comprometida que nos heredó el realismo socialista, lo deja muy en claro. Mas cuando el Mercado mete la mano en los territorios de la pluma, las cosas tampoco mejoran. Los legítimos afanes internacionalistas del Boom, reaparecen ahora bajo el nombre de la Globalización; mas temo que para conseguirla, las editoriales habrán de entender al libro como una mercancía, y a la literatura como una empresa cuya salud depende de las utilidades que produzca.

Si el denominador común que supone toda globalización, no lo establece la calidad, la literatura habrá perdido su rasgo más característico. Al parecer, la literatura no es ya una de las Bellas Artes, sino el nombre de un consorcio donde los involucrados: editores, libreros y escritores, aportan en la medida de sus capacidades, al bienestar de la empresa común. Pero toda empresa es un riesgo y sus miembros arriesgan de manera distinta. Y a mí lo que me interesa y preocupa, es lo que arriesga el escritor y por ende, la literatura.

La globalización no implica per se, ni traición al arte ni sometimiento absoluto a las reglas del Mercado. Supone sin embargo riesgos y aventuras que periclitan la salud y el sentido mismo de la creación literaria. Considero una aspiración legítima todo intento de trascender fronteras y difundir el libro en todas latitudes; mas los acontecimientos adelantan un riesgo del cual el pasado

Boom literario salió indemne. Los afanes globalifílicos resultan ahora tan válidos, como viejos son la pretensión a la fama y a las ventas millonarias. Sin embargo, hace 40 años, las exigencias del Mercado no afectaron ni determinaron los trabajos del Boom, tal vez, y lo planteo como una hipótesis, porque sus productos más conspicuos ya estaban escritos en el momento de la detonación del fenómeno literario. El Boom nunca fue un proyecto, y como tal planificado de antemano, sino un ejercicio de difusión y mercadeo propiciado por una coyuntura política, que tanto escritores como editoriales supieron aprovechar. Mas lo que en mi concepto califica y particulariza al Boom, es el hecho de que tanto bienestar económico como internacionalización, no sacrificaban la calidad, ni las motivaciones más íntimas de los autores. Las obras más significativas del Boom, son atrevimientos al margen de toda supeditación al Mercado, a la moda literaria o a la política de corrección comercial impuesta por los monopolios editoriales.

Sus autores esquivaron los omnubilantes efectos del éxito mercantil, porque escucharon el canto de las sirenas del Mercado con la serenidad que proporciona la madurez tanto literaria como cronológica. Pocos estuvieron dispuestos a abdicar de sus convicciones literarias en favor de las ventas, como parece ser ahora la exigencia, sobre todo en lo que respecta al trabajo de quienes apenas ingresan al Mercado del libro. La presión ejercida contra las nuevas generaciones de escritores, de someterse a parámetros que inhiben el acto mismo de la escritura, es una espada de Damocles que atenta contra la creatividad, y corre el peligro de convertirse en una guillotina que cercenaría la cabeza misma de la literatura.

La Globalización, entendida como la total cobertura del mundo de habla hispana, implica una costosa estrategia que incrementa los montos de inversión y, por consiguiente, concita el imperativo de recuperarlos en plazos relativamente cortos.

Una geografía habitada por 400 millones de presuntos lectores, potencia los costos de publicidad; pero sobre todo, obliga al inversionista a ofrecer productos en serie, excesivamente parecidos el uno del otro como si brotaran de una máquina de producción a destajo, o de una línea de ensamble, y no de la creatividad particular y única de sus respectivos creadores. Esta suposición, de no resultar un mero fantasma de la imaginación globalifóbica, implica el peligro de homogeneizar los contenidos literarios en beneficio de su difusión masiva, premisa exigida por los mecanismos publicitarios para tener eficacia en el Mercado potencial.

Tras el fantasma de la Globalización, los suspicaces que nunca faltan advertimos el galope de un nuevo jinete apocalíptico: la pasteurización del discurso literario.

Con todo lo aberrante que pueda resultar una literatura clonada, copia de sí misma, a fin de satisfacer un gusto a su vez pasteurizado, traería como consecuencia directa algo peor: la homogenización del lector. Vuelto una entelequia entrenada, receptiva y acrítica, con un gusto convenientemente uniformado para consumir dócilmente las imposiciones de la moda y la publicidad, la literatura perdería ese miembro independiente y complementario que da sentido a todo acto artístico, para convertirse en un parásito que exige más de lo mismo, una novela por año o por mes, a la manera como ocurre en el millonario negocio de la subliteratura.

Las obras del Boom se particularizaron por su diferencia formal y temática. Sus atrevimientos estéticos las condujeron inclusive a su propia reconsideración. El denominador común lo constituía la libertad absoluta de sus creadores y, muy en especial, la calidad e individualidad propositiva que derivó de ella. En este sentido, el Boom no sólo exigió lectores entusiasmadamente cómplices, sino que entrenó a toda una generación en la aventura literaria. Un texto que no forma lectores, que no convoca ni provoca nuevas formas de leer, resuena ominosamente hueco. La literatura del Boom presuponía lectores distintos, uniformados sólo por su reclamo de calidad y de una propuesta literaria honesta, por cuanto derivaba de la autenticidad de los motivos que la hicieron posible, y no por las demandas de la caja registradora. No obstante, el fenómeno globalizador al que aludimos, parece insistir en un público entrenado y domado mediante la estrategia conductista de repetir idénticos esquemas tanto publicitarios como formales.

Una vez establecido el conveniente círculo virtuoso, donde en apariencia el lector “demanda” lo que el consorcio literario oferta, será conveniente también homogeneizar el discurso literario para diluir las incómodas especificidades que dificultan el mercadeo. Mercado global implica un producto homogéneo dirigido a satisfacer el gusto ya homogeneizado de un consumidor complaciente. En términos publicitarios, resulta más sencillo y económico vender un producto mediante un solo mecanismo promocional, tal y como queda ampliamente demostrado con la venta de cualquier pasta de dientes, siempre y cuando se contemple un público con similar gusto y capacidad de compra y convencido de antemano de las bondades del producto. Tal es el objetivo de la actual proliferación de certámenes internacionales con jugosísimos premios. Mantener a libros y autores bajo la perenne luz de los reflectores publicitarios, y alentar al consumidor con el falaz argumento de que cuanto más cuantioso sea la bolsa concedida, mayor la calidad del texto premiado.

El entorno resulta revelador: En Portugal, una importante empresa editorial anuncia que para reducir costos de producción sólo publicará libros que no rebasen las 150 páginas. En México, la convocatoria para un concurso de novela establece que el propósito del certamen es “Impulsar la creación de novelas de calidad y éxito”. El subrayado es mío, pero es el sentido común quien formula la pregunta: ¿Cómo medir el éxito de ventas antes de las ventas? Sencillo: mediante una fórmula que haya probado su efectividad. Ergo: la literatura que se busca publicar deja de ser una propuesta de aventura intelectual, para convertirse en prototipo. Y en mi humilde concepto, una de las características de la buena literatura es que va contra todo tipo de cliché, ya sea formal, temático, racial, ético, ideológico u ontológico.

En un sistema de Mercado, sólo lo que se vende es bueno. Yen un sistema de Mercado, lo que se publicita bien, se vende mejor. Y cuando el sistema de Mercado asume que el lector es meramente un cliente y el escritor un proveedor de la mercancía especificada, todo el concepto editorial se reduce a una relación de marchantazgo donde el sentido mismo de la literatura pierde su razón de ser De ahí que no resulte extraño que tenga más efecto un anuncio publicitario que una reseña redactada por un crítico competente. De ahí que el editor prefiera invertir en anuncios que en el envío de ejemplares a los reseñistas calificados, como se hacía anteriormente. De ahí que el antiguo y dignísimo ejercicio de la crítica literaria se haya convertido, salvadas las heroicas excepciones, en un oficio de gacetilleros a sueldo que reseñan editoriales y no libros. El círculo vicioso se perfecciona cuando las ventas constatan que las referencias dadas por el anuncio publicitario impactan más que las referencias del crítico profesional. La transcripción del siguiente anuncio lo deja muy en claro: “Más de 300 mil ejemplares vendidos en España en dos meses”.

“El poder de consagración artística” (frase de R. Chartian) queda ya en manos de las ventas y no de los expertos. El Mercado erigido como el juez de la calidad. El lector convertido en un consumidor que solo responde al comercial publicitario. La lectura dejando de ser un ejercicio de la inteligencia y del libre albedrío, para convertirse en un producto de la publicidad.

No creo en la creación o en el genio sin ataduras. Por el contrario, la consideración del lector y por ende del Mercado, es una constante en la obra de muchos grandes de la literatura. Pero también queda claro que el escritor vocacional necesita un lector profesional capaz y por ello deseoso de aventurarse y hasta exigir la aventura del estilo y la originalidad. Creo en el libro que crea sus propios lectores, a pesar de que el Mercado exija lo contrario.

Por ello la globalización implica y apuesta por la proliferación de un lector obediente al anuncio publicitario e indiferente o desconfiado del crítico serio. Sin el punto referencial antes provisto por el juicio de la crítica periodística y académica, la confusión campea por la República de las Letras. Mas todavía, aun en las universidades, las figuras señeras o emergentes de la literatura latinoamericana, coexisten en los programas con escritores de escasa monta, pero canonizados por la fama y el dudoso prestigio que las ventas acarrean.

Resulta pertinente dedicar unas líneas a reflexionar acerca de la situación de la poesía en el Mercado globalizado. Es evidente que en términos mercantiles, literatura significa prosa. El mercadeo global de la producción poética resulta poco vendible, poco rentable y, por lo mismo, innecesario. Por ello los poetas están lejos de las tentaciones del mercado, como no lo estuvieron en su momento de las tentaciones del compromiso político; hecho que se aprecia en la poesía de protesta que permeó mucho de la producción versicular de los años 60 y 70. No obstante, este premeditado olvido enfatiza el interés exclusivamente mercantilista que mueve a los consorcios editoriales.

La homogeneización del discurso, la imposición de temas y estilos que garanticen las ventas, la defensa de criterios comerciales que inhiban la voluntad de los jóvenes escritores, la uniformidad del gusto del público lector, la aspiración al Mercado y no al Parnaso, me parecen algunos de los riesgos implícitos en el afán globalizador que determina estos primeros años del siglo XXI.

Imaginemos el complejísimo universo hispanoamericano sometido al calibre de la mercadotecnia. No más especificidades, sólo generalizaciones, estereotipos susceptibles de ser embotelladas en recipientes de tamaño premeditado y predeterminado, para facilitar la promoción, empaquetado y envío hacia todas latitudes del Imperio del Habla Castellana, donde una vez más, no parece volver a ponerse el sol.

Nótese que hablo de Imperios y no de Repúblicas, porque a nadie resulta desconocida la compra de reputadas y prestigiosas editoriales nacionales por capitales extranjeros. La monopolización de las editoriales, supone la implantación de criterios generales que sustituyan las particulares con el fin de someter o estereotipar, cuando convenga al caso, las especificidades nacionales. Todo monopolio implica de alguna manera la desaparición de las diferencias en favor de criterios escasamente representativos, precisamente por la generalidad que el monopolio demanda. La literatura, al menos la de valor, es, en esencia, individualidad; como el agua potable, sólo parecida a sí misma. Imaginemos otra vez a las editoriales cerrando sus prensas para autores que no cumplen con la primera norma del Mercado: un autor lo suficientemente conocido para garantizar la venta, o lo suficientemente dócil para aceptar parámetros de escritura ajenos a su santísima y libérrima voluntad creadora.

La desatada globalización, tal y como ha quedado demostrado en la economía de los países de América Latina, fortalecerá aún más a los poderosos, a costa del empobrecimiento de los más débiles. En el caso de la literatura, las cosas no serán diferentes. Cuando el deber social impuesto por regímenes totalitarios alcanzó a los escritores, las consecuencias resultaron funestas; ojalá no ocurra lo mismo ahora que el Mercado tiene la pluma en la mano.

Es aquí donde las editoriales no mercantilizadas, sean públicas o privadas, deberán dar su mayor batalla. El compromiso de llenar los vacíos que los grandes consorcios editoriales abren en su victorioso galope, es un deber; pero sobre todo un acto de supervivencia. Es también aquí donde el interesado, desde la academia o el periodismo, queda obligado a ejercer su capacidad crítica y su juicio valorativo. Me preocupa que hasta a las aulas y cubículos universitarios, haya llegado el canto de las sirenas del Mercado, que disfrazan de calidad, lo que sólo es una factura de ventas. Nadie mejor que el estudioso del fenómeno literario para colocar en el sitio correspondiente a la literatura de consumo, y a aquella que ganará la permanencia en beneficio de las letras universales.

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Escritor mexicano


Narrador y ensayista. Nació en Minatitlán, Veracruz, el 9 de noviembre de 1947. Estudió letras españolas en la Universidad Veracruzana. Ha sido maestro en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); director de la colección Cuadernos del Caballo Verde y jefe de publicaciones de la Universidad Veracruzana.

 Colaboró en La Palabra y el Hombre (como director), Texto Crítico, Diálogos, La Gaceta del FCE, El Cuento, Cosmos, El Caracol Marino, Manatí, Tierra Adentro, Kaleidoscopio, Revista Mexicana de Cultura, Recent Books in Mexico.

Fue becario del Centro Mexicano de Escritores, de 1972 a 1973, y del Instituto Nacional de Bellas Arte (INBA), en narrativa, de 1976 a 1977.

Ha obtenido el Premio Nacional de Narrativa; el Premio Latinoamericano de Narrativa; Premio Nacional de Ensayo y fue finalista del Premio Mortiz-Planeta. Ha publicado cinco novelas: Violeta-Perú, 1979; Intramuros, 1983; Éste era un gato, 1988; La casa del ahorcado, 1993 y La mujer que quiso ser Dios, 2000; cuatro libros de cuentos: Del tiempo y otros lugares, 1979; Los viejos asesinos, 1981; Domingo junto al paisaje, 1987 y La señora de la fuente, 1996; cinco libros para niños: Zili el unicornio, 1980; La voz de Coatl, 1983; La noche que desapareció la luna, 1985; Cuentiario, 1986; Blanca- Pluma, 1993, y un libro de crónicas: Crónicas desde el país vecino.