a mi tío Clemente
José, mientras se secaba el
sudor de la frente con el antebrazo huesudo,
observaba cómo Manuel incrustaba la lampa con
fuerza y levantaba montículos de tierra pálida,
sin vida, en el corralón de la casa. Cada
lampazo venía acompañado de una enorme boca de
polvo que cubría a ambos y se los tragaba por
algunos instantes.
Corrió la vista hacia el
cielo. La luz intensa le obligó a cerrar los
párpados. Bajó y alargó la mirada ensombrecida.
Miró el montículo de tierra fresca traído por él
y por Manuel de la chacra de don Fidencio; a las
gallinas coloradas picoteando granos de maíz
amarillento por entre las piedrecillas; a los
patos amontonados alrededor de un recipiente de
agua; y al fondo, los chanchos de manchas negras
echados sobre la tierra apisonada, con el
vientre agitado, exhaustos.
Con el rostro humedecido fijó
las pupilas en Manuel y evocó: voces, cuerpos
polvorientos, sudor, pies desnudos y cuarteados,
picos, barretas, carretillas y lampas. Divisó a
Manuel cargando en sus robustos hombros latas
llenas de cemento mezclado con piedras y
subiendo por una escalera de madera junto a
otros hombres.
El poblado parecía un pequeño
horno de barro, recalentado paulatinamente por
las brasas solares.
Manuel ya se había hundido en
la tierra. La tierra ya se había hundido en
Manuel. ”Barro somos y al barro volveremos”,
pensó José.
Luego de un rato, cuando una
bandada de palomas silvestres cruzaba el
firmamento, salió Manuel y entró José. Manuel
dejó la lampa, cogió una calabaza hueca y la
metió en un balde de agua fresca. Bebió hasta
chorrearle el líquido por entre la barba blanca
y mojarle el pecho.
Del hueco salía la lampa
cargada con tierra y piedras. Manuel le dijo
algo a José, y mientras lo hacía vio, con esos
ojos cansados y acuosos que sólo la vida puede
generar, a José en los brazos maternos,
balbuceando, sonriendo. Manuel se sentía
orgulloso, era un niño. La gente de los
alrededores lo había celebrado con chicha de
jora, música y baile.
José gateaba y luego corría,
parecía que el viento del pueblo se lo llevaba
hacia los arrozales, hacia los maizales, hacia
donde nacían las aguas del río.
También recordó viéndolo
sentado sobre el lomo ancho de un burro, con las
alforjas rotosas cargadas de alfalfa, camote y
tamarindo. José daba zancadas por entre las
chacras amigas, gritaba alborozado y pateaba una
bola hecha de medias raídas, junto a los otros
muchachos del pueblo.
La antorcha celestial estaba
colgada justo en el centro cuando José salió del
hueco ayudado por Manuel. El montículo de tierra
pálida era enorme. José estaba mojado. Sintió la
garganta seca. Se llevó varias veces a la boca
la calabaza hueca. El chorro de agua, como la
lluvia de junio, le bañó los labios, bajó por el
cuello, por el pecho y se mezcló con la humedad
de su polo terroso. Viendo la espalda doblada de
Manuel y la cabeza blanca brillándole como
plumas de garza, pensó en las casas que Manuel
había construido en innumerables pueblos. Casas
pequeñas y enormes. Casas de adobe y caña. Casas
de ladrillo. Casas con una o con varias puertas.
Casas de uno, dos y tres pisos.
Observó las manos rajadas de
Manuel, llenas de barro, cal, yeso, arena y
piedras. Manuel sujetando una enorme comba,
levantándola cortando el viento y golpeando unos
muros vetustos, poco a poco, incesantemente. El
estruendo sacudía, lo remecía todo.
Después, midiendo, sopesando
y pegando rectángulos de barro o de arcilla
cocida.
Las gallinas se habían
ocultado, los patos se acicalaban las plumas y
los chanchos enterraban sus hocicos en el
comedero, cuando Manuel salió del hueco ayudado
por José. Dos brazos bronceados, empolvados, se
juntaban nuevamente. Un brazo primaveral,
delgado, tierno, y un brazo otoñal atravesado
por venas infladas y músculos leñosos, con pecas
marrones, se unían por algunos instantes.
Hablaron. Casi susurraron.
Bebieron más agua. Descansaron un rato, sentados
en una banca de madera.
Tomaron sus lampas y las
incrustaron en el montículo de tierra oscura,
que olía a árboles y a yerbas, y la empezaron a
echar al hueco, despacio, como desgranando el
tiempo.
Cuando el hueco había
desaparecido, José y Manuel enterraron semillas
de zapallo, ají, tomate, maíz, frejol y sandía.
Plantaron tallos de jazmín, rosa y cucarda.
”Esta tierra sí producirá”, dijeron al unísono.
Contemplaron el color vivo que irradiaba de ella
e inhalaron profundamente. Metiéndose la
fragancia de ésta en sus cuerpos,
estremeciéndolos; y como muchas veces en sus
vidas, los llenó de vitalidad, de fuerza, de
esperanza.
Juntaron las lampas en un
rincón del corral, sacaron más agua del pozo y
se lavaron.
Ya con los rostros y los
brazos limpios se dirigieron hacia el interior
de la casa a través de un corredor de adobe,
largo, angosto. De las paredes colgaban macetas
con geranios. Los hombres tenían las espaldas
mojadas. Sus siluetas eran ensombrecidas por los
rayos luminosos de verano. Mientras caminaban
lentamente, con el contraste de la luz, las
siluetas y sus sombras se iban reduciendo,
parecían dos velas apagándose en el atardecer de
la vida. Al mismo tiempo, José abrazó a Manuel.
Manuel abrazó a José. Llegaron al fondo del
corredor. Había una puerta de madera añeja.
Estaba abierta.
Dieron un paso hacia adentro.
Daba la impresión de que sus siluetas se
volatizaban. En un parpadear de ojos, se vio que
sólo una silueta atravesó el umbral de la
puerta. Ya dentro, José Manuel Chicoma Lluen fue
recibido con los brazos abiertos por una mujer
de su misma edad, quien con una sonrisa en los
labios le dijo algo en voz baja. Instantes
después, ambos se esfumaron en el comedor de la
casa.
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