Marcos Bertorello

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Monstruos

Marcos Bertorello

     El inconveniente con los monstruos no es que existan sino que perduren. ¿Cuál puede ser la diferencia? No creo estar seguro. Suena a divague filosófico, lo sé. O metafísico, que es lo mismo. Lo repito para entenderlo: el inconveniente con los monstruos no es que existan sino que perduren. Aunque mi problema no es ni que existan ni que perduren. Mi problema es bien mundano: soportarlos. Lo hago estoicamente todos los domingos. O casi, algunos falto. Le digo a Silvia, excusándome, que voy a una reunión del hospital. O que mi hermano sacó entradas para la cancha y viste, no le puedo decir que no. Silvia, que me conoce, sonríe. Yo me convenzo que ese gesto es un gesto de absolución. Le doy un beso en la mejilla y me voy.  El resto (de los domingos, digo) cumplo: voy a lo de mi suegra, espero, tomo alguna copa de vino (que es pasable), soporto con abnegación a los monstruos; y sobre el final una alegría esperada: la Cimitarra.

     No dije que, en general, Silvia consigue cuatro piezas: dos hienas y dos rinocerontes. Tampoco dije que lo más chocante es cuando llegan: siempre tarde, gritando, aullando como si el mundo no tuviera suficiente con que existan. Entran. Mi suegra finge respeto (no creo que ella sepa lo mucho de farsa que tienen sus movimientos). Silvia, en cambio, hace un esfuerzo convincente, casi religioso: los recibe y pregunta ¿qué tal el viaje? Hay domingos que va más allá de mi asombro: los abraza y les da un beso. Yo soy el único que no actúa. Espero sentado en el living. Fumo y simulo indiferencia.

     Es común que el primero en aparecer sea un Rinoceronte-padre. Entra con sus pezuñas delanteras en alto con la vana ilusión de saludarme. Yo, como dije, ni me mosqueo, sigo en mi cigarrillo. Pero el Rinoceronte-padre suele ser más testarudo que su cuerno. Y el muy porfiado, en un gesto que quiere ser cordial, apoya su pezuña en mi hombro. No tengo escapatoria: levanto la cabeza. Veo dos bolitas negras insignificantes que son sus ojos y en medio de su frente un cuerno deforme, inoportuno. El Rinoceronte-hijo aparece de golpe. Es más joven y por eso, supongo, menos repudiable. Su cuerno no tiene verdín, ni sus pezuñas, mugre. En ese instante se olvidan de mí. Los monstruos machos hablan con un sonido escalofriante como si diez perros aullaran al mismo tiempo y en diferente tono. Francamente no lo soporto. Apago el cigarrillo y escapo. 

     En la cocina veo a la Hiena-madre y a la Hiena-hija. Sentadas, siamesas, una al lado de la otra. Con sus dientes groseros, afilados, que salen de su boca y terminan casi pegados al mentón, dibujando en sus labios una risa idiota, insípida. Hablan todo el tiempo. Y lo hacen con un chillido agudo. Mientras tanto, mueven las manos como si tejieran.

     Lo de Silvia, lo sé, roza los límites de la devoción: les prepara un café, pregunta por el resto de la familia, discute acerca de los pormenores de la comida. No lo aguanto. Agarro el diario. Y me escondo en el baño.

     En el inodoro, leo. Silvia, que sabe de mi coartada, no tarda en llamar a la puerta.

      ¿Estás bien? Pregunta. Ya voy, digo. Tiro la cadena. Salgo. Silvia me mira y mueve la cabeza, mientras se muerde el labio. Sos incorregible, me reta. De pronto comprendo que Silvia tiene algo de madre. Y me digo que ya estoy grande como para hacerme el sonso con mis obligaciones. Regreso al living. El Rinoceronte-padre sigue de pie. Yo me siento. Digo algo. El Rinoceronte-padre contesta. Al poco tiempo, entusiasmado, pregunta por una enfermedad que tiene. O por una enfermedad que cree tener. Yo lo miro. Y no digo nada. El Rinoceronte-padre, mientras habla, amaga sacarse la camisa para mostrar un eczema que le salió en la piel, justo debajo de la pata delantera. Por un segundo imagino su desnudez y siento una mezcla de terror y asco. De inmediato saco una tarjeta. Se la entrego queriendo poner un poco de cordura. Atiendo lunes, miércoles y viernes,  explico. El Rinoceronte-padre agarra la tarjeta, arrepentido, creo, de su exabrupto. La guarda. Silvia anuncia la comida. Y nos sentamos a la mesa.

     Los Monstruos, siguiendo las órdenes de Silvia, terminan arrinconados en una punta: de un lado las Hienas, del otro, los Rinocerontes. Mi suegra, Silvia y yo nos sentamos en la otra. A una distancia preventiva. Silvia, siguiendo su papel de santa, acude a la cocina y trae la fuente de ravioles. Se mete, como puede, haciendo fuerza, entre la Hiena-madre y la Hiena-hija. Y deja la fuente sobre la mesa. Escapa justo a tiempo; los Monstruos son ciegos cuando comen.

     El espectáculo es tan repugnante que ni mi suegra, ni Silvia, ni yo podemos dejar de verlo: El Rinoceronte-padre mete sus pezuñas dentro de la fuente. Quiere agarrar los ravioles pero irremediablemente se le caen. Su torpeza lo enfurece. El Rinoceronte-hijo, a su lado, gruñe. El Rinoceronte-padre, ofendido, olvida la fuente y tira una cornada. El hijo, ágil, la esquiva. La Hiena-madre aprovecha: mete sus dientes y pincha dos o tres ravioles. La Hiena-hija, riendo, sigue jugando con sus manos como si tejiera algo invisible. La pelea entre el Rinoceronte-padre y el Rinoceronte-hijo es más cruel de lo que supongo. Sus cuernos se trenzan. Oigo un crujido como si una madera estuviera a punto de partirse. Pienso en escapar. Pero algo me lo impide: las Hienas. Las veo, siempre riendo, comerse los ravioles con esos dientes como sables, mientras tejen en el aire. El ruido de una silla cayendo me obliga a volver a los Rinocerontes. Dejan la mesa y me preparo para ver lo que sigue como si se tratara de una película del Oeste. El Rinoceronte-padre espera contra una pared. Levanta las patas delanteras, hace equilibrio, muestra su pecho. Quiere demostrar furia. Y de hecho, lo hace. El Rinoceronte-hijo, del otro lado del living, a nuestra izquierda, no se queda atrás: vuelve a gruñir, baja la cabeza, mueve el cuerno, patea el parqué. Por un segundo, tengo la convicción de que no va a pasar nada. Nadie muere en la víspera, recuerdo. Pero la cita no me convence. Pienso en cerrar los ojos. Sin embargo, todo sucede demasiado rápido como para decidir qué hacer. Oigo una estampida como si diez mil caballos galoparan, el chillido de las hienas, el alarido de Silvia (arrepentida, intuyo) el ruido seco, contundente, del choque de los cuernos. Gruñidos. Otro choque. Y otro. Fin del primer acto, dice mi suegra. Y comprendo, por el silencio, que sí, es cierto, cerré los ojos. Los abro. Veo a las Hienas de pie, sin reír, sin tejer. Me levanto. Los Rinocerontes tirados en el piso. Las Hienas, inmóviles, parecen no poder decidirse entre llorar o seguir riendo. Ahora, ordeno. Segundo acto, anuncia mi suegra. Y los tres (mi suegra, Silvia, y yo) nos movemos con la soltura que da saberse el libreto a la perfección. Silvia, siempre en los detalles, aparece con un pañuelo. Mi suegra convence a las Hienas de ir a su cuarto. Desaparecen.

     Me acerco con cautela a los Rinocerontes. El Rinoceronte-padre, tirado boca arriba, con el cuerno partido, la cabeza sangrando, larga un silbido entrecortado, moribundo. El Rinoceronte-hijo, de costado, tiene los ojos cerrados. Muerto, confirmo. Después sonrío. Aparece mi suegra. Ya está, dice. Se seca las manos. Voy a su cuarto. Veo a las hienas acostadas, dormidas, boca arriba. Sus cabezas, una al lado de la otra, apenas saliendo del borde de la cama. Silvia contra la ventana parece aturdida. O contenta. Abro el cajón de la cómoda. Saco la Cimitarra. No lo puedo evitar: el brillo del acero me conmueve. Trago saliva. Y agarro el mango. Me acerco al borde de la cama. Levanto la cimitarra. Calculo. Pego un alarido que es como una blasfemia (o un rezo). Doy el golpe. Oigo, entonces, el ruido apagado de las cabezas de las Hienas sobre las frazadas, las mismas de siempre, las rojas y azules, las que mi suegra pone en el piso para que no se manche la alfombra.

     Miro a Silvia. Tomo aire. Vuelvo al living. Corto la cabeza del Rinoceronte-padre. Después, la del Rinoceronte-hijo. Soy cirujano, y sé cómo hacer el resto del trabajo.

     Listo, le digo a mi suegra cuando termino. Y veo mis brazos, mis manos, mi cara, mi pecho, empapados de sangre. Es curioso; en ese momento siento como un alivio, como si me hubiese sacada un peso de encima. Voy al baño. Prendo la ducha. Lavo la Cimitarra. La guardo. Mientras me baño, adivino los movimientos de mi suegra y de Silvia. Las imagino metiendo los trozos en el congelador. Eligiendo otros para la cacerola (o para el horno). Vuelvo al living. Me siento a la mesa. Silvia trae una copa de vino. Me la alcanza.

     A comer, dice. Y sonríe.

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Tengo 33 años, soy porteño (es decir; argentino nacido en Buenos Aires) y trabajo como psicoanalista. Desde hace cinco años más o menos me dedico, además, de manera más o menos estable a la literatura. Esto es: escribir, concurrir a algunos talleres literarios y otras yerbas. En el año 2001 me publicaron el cuento El gordo en un fanzine de ciencia ficción llamado El Melocotón Mecánico, fascine que se edita en España. Unos años antes, en 1995, saqué una mención de honor del concurso de la revista Neuromante Inc, por el cuento Historia clínica del vacío. Además tengo algunos artículos y trabajos sobre literatura y psicoanálisis que fueron publicados en la página web www.reuinionesdelabiblioteca.com y coordino el foro de discusión Oficio de escribir, oficio de analizar, acerca del mismo tema, en la página web www.elsigma.com

Además terminé de escribir una novela que se llama Sanguijuelas y que espera ser editada en algún momento y en algún lugar.