Literatura, digo, como viaje a la fantasía, como disparador de la
imaginación que nos impulsa a descubrir.
Literatura como camino hacia el conocimiento.
Como indagación filosófica y psicológica -ese
viaje interior- hacia el interior de la especie
humana. Quiero decir, por lo tanto, que
literatura y viaje son, esencialmente, paralelos
casi perfectos.
Por supuesto que esto lo supo, o lo intuyó, el mismísimo Homero.
Hace sólo un mes, caminando por la Acrópolis de
Atenas, yo pensaba en el texto que estaba
escribiendo y me decía que desde aquellas
alturas majestuosas el mundo, la vida, no podía
verse sino como un viaje: el mar está ahí y
atrae, bajo el cielo infinito, pero sobre todo
uno se siente impulsado a reflexionar sobre las
miserias y grandezas de los hombres y mujeres
que siempre transitaron esas tierras y todas las
tierras del mundo. La Odisea de Ulises, vista
así, no es sino un viaje fabuloso hacia la
verdadera dimensión del ser humano, además de
que ser griego -entonces y siempre- era y es
sinónimo de la palabra “viajero”. De igual modo
algunos siglos después Virgilio hizo lo mismo,
cuando Augusto lo convocó a escribir (o sea a
inventar) la historia de Roma. Lo que en
realidad hizo Virgilio fue escribir otro viaje
fabuloso: Eneas cruza el Mediterráneo para
desembarcar en el Lazio y fundar una
civilización.
Después de ellos, prácticamente toda la literatura universal se
ocupó del viaje como materia fundamental. Y así
la literatura misma resulta un viaje, siempre
fabuloso, extraordinario, fantástico, en cada
uno de los textos que se convirtieron en
clásicos y hoy forman el acervo infinito de la
escritura del mundo. El viaje es protagónico en
los relatos de Las Mil y Una Noches. No en vano
las máximas alturas imaginativas de ese libro
maravilloso se alcanzan con el Pájaro Rujj, con
Simbad el Marino, con huidas y navegaciones
fabulosas.
Lo es también en el Medioevo y en el Renacimiento: el Cid Campeador
es un viajero, como lo es Marco Polo, y Dante
Alighieri, en el 1300 florentino, retoma a un
Virgilio imaginario que, en lugar de ir al Lazio,
ahora viaja al Infierno. Otro viaje fantástico,
una peripecia alucinante que bordea el horror y
que —mejor aún— refunda la literatura: porque la
vincula a lo social y a lo político; porque la
lleva a indagar en lo moral y lo religioso;
porque la hace cuestionar todo lo establecido;
porque revuelve las creencias más infinitas y
profundas de los seres humanos (que son Dios, el
Cielo y el Infierno); y porque ese viaje Dante
lo hace por amor a Beatriz y ya sabemos que el
amor es el otro gran motivo de la literatura
universal.
El viaje es también protagónico en Cervantes, desde luego. El
Caballero de la Triste Figura es un “caballero
andante”, esto es, un viajero irrefrenable. El
movimiento es el sentido mismo de su vida
literaria. El escenario de sus imaginarias
proezas es el permanente cruce de territorios:
familiares como La Mancha o desconocidos y
peligrosos como Argelia y el Mahgreb.
Cervantes continúa la tradición homérica y virgiliana, y las
moderniza. Don Quijote de la Mancha funda la
novela moderna basándose en el andar itinerante
de ese personaje de locas y literarias ideas,
que al desplazarse nos provoca tanto admiración
como ternura.
Y no por casualidad una de las cimas de esa novela ejemplar es
aquel pasaje impresionante donde cautivo en
Argel (alter ego del propio Cervantes, sin duda)
huye en el Galeote con la bella Zoraida y sus
compañeros y cruzan el Mediterráneo (como antes
lo hizo Eneas y antes Ulises) hasta llegar a
Sevilla de regreso.
El viaje, una vez más, es escenario y motivo de la mejor
literatura. Podríamos seguir enumerando cómo
Literatura y Viaje han sido, a lo largo de los
siglos, no una misma cosa sino ese paralelo casi
perfecto.
Me atrevería a decir, incluso, que es difícil concebir una
literatura sin viaje, como es casi imposible que
un viaje no provoque literatura. Esa es la
tradición que inauguraron los Clásicos y que se
difundió en todas las lenguas.
Viaje y Literatura son paralelos perfectos en Rabelais como en
Salgari, en Conrad como en Melville, en
Sarmiento como en Dostoievsky. Aún en
Shakespeare y en Goethe es posible encontrar
viajes. Y ahí están en los grandes del siglo que
acaba de terminar: James Joyce y Ernest
Hemingway, Louis Ferdinand, Celine y Romain
Rolland, Jack London y John dos Passos,
Giusseppe Ungaretti e Italo Calvino, Marguerite
Yourcenar y Marguerite Duras. También todo el
llamado boom que tan bien conocen y todavía
estudian aquí en los Estados Unidos: Gabriel
García Márquez y Alejo Carpentier, por supuesto.
Y también hay viaje en Jorge Luis Borges y en
Rosario Castellanos, en Pablo Neruda y en Joao
Guimarães-Rosa...
La lista es interminable.
Y es que la literatura no es sino la vida por escrito. La
literatura no es sino una versión de la vida que
ha sido puesta en palabras. La literatura no es
otra cosa que un mágico testigo del paso de los
hombres y las mujeres por la superficie de la
Tierra y es, al mismo tiempo, la indescifrable e
invisible huella de sus pasos, sus dudas, sus
miedos, sus sueños y alucinaciones. Estoy
diciendo: un viaje infinito. El viaje del ser
hacia adentro del ser en forma de palabra
escrita, palabra domiciliada en el papel y,
ahora, es cierto, en la pantalla.
Quizá por todo esto que digo, por esa convicción que tengo, para mí
viajar y escribir son la vida misma. Viajar y
escribir son, para mí, tan naturales como
respirar.
Desde hace años salgo de mi tierra, el Chaco, en el Norte de
Argentina, una o dos veces por mes, por razones
profesionales. Asisto a congresos de escritores,
ferias de libros y encuentros literarios; doy
conferencias en academias y universidades de
todas las Américas y Europa; y siempre aprovecho
los viajes para zambullirme en mundos
ficcionales. Porque yo no viajo sólo para
conocer ciudades o sitios nuevos o exóticos;
ignoro lo que es la perspectiva turística. A
cada viaje yo voy como quien camina al azar: en
apariencia distraído, lo que encuentre me hará
feliz, sobre todo si me abre más los ojos. Me
resulta imposible viajar distraídamente. Yo
viajo alerta, con todos los sentidos despiertos
y atentos. En grandes ciudades como Nueva York,
París o Buenos Aires; en carreteras de Brasil,
Canadá o Palestina; entre las piedras
mitológicas de Grecia, Roma o México; o en ese
extraño mundo despojado y misterioso que es la
inmensa Patagonia, siempre lo que me turba y
estimula del viaje es la incitación a escribir,
la irrefrenable pasión escritural que en todo
viaje se desata. Por supuesto que me acompañan
-y me guían y salvan, diría yo- todos los libros
que he leído. Ellos determinan mi marcha, porque
yo viajo haciendo literatura de cada observación
y al observar evoco textos. Así,
conjeturalmente, cada cosa que veo y cada texto
que recuerdo se asocian en mi imaginación. La
invención literaria florece por la sencilla
razón de que cuando se viaja siempre se evoca.
Uno viaja, y mientras lo hace mira y recuerda.
Contempla y compara. Observa y mensura. Y así se
avanza, sabiendo que todo, aún lo aparentemente
más nimio, puede ser motivo escritural.
El viaje interminable y fantástico que es la literatura universal
es mi impulso constante. Yo no soy más que un
escritor que viene cumpliendo con ese impulso
inexorable. Desde mi primera novela hasta la
última, el viaje ha sido mi motivo más
constante: el exilio, la transterración, el
movimiento, el zarandeo de los personajes en
cada viaje interior. Particularmente en mi
novela más conocida: Santo Oficio de la Memoria,
que es -hay quien lo ha dicho- una versión
contemporánea del viaje de Virgilio a los
Infiernos. Texto que transcurre en un barco que
navega desde Veracruz, México, hasta Buenos
Aires, es también una incursión íntima en el
mundo de la inmigración, el exilio, el desexilio
y la democracia.
Hace unos meses, en septiembre pasado, se dio la paradoja de que
gané en España el “Premio Grandes Viajeros
2000”por mi último libro: Final de novela en
Patagonia. Un libro que ya me han dicho que es
raro, inclasificable, de género impreciso y que
yo escribí durante y después de un viaje
fabuloso a la Patagonia argentina en mi pequeño
coche de ciudad y acompañado por un amigo (el
poeta español Fernando Operé, catedrático en la
Universidad de Virginia). Ignoraba yo que este
libro incurriría en la moda contemporánea de los
libros de viajes, género de notable repercusión
en los últimos tiempos, sobre todo desde que se
pusieron de moda en España. No me interesa
analizar esta moda ni ninguna otra, porque
déjenme decir que las editoriales hoy en día son
capaces de convencer a cualquiera de cualquier
cosa. Pero como la buena narrativa no pasa por
los géneros ni los temas, sino por los
contenidos y la prosa, por la poética del texto
y su profundidad conceptual, yo creo que todavía
son posibles y además tienen sentido las
escrituras alternativas, no convencionales. Lo
que antes se llamaba experimentación, cuando lo
audacia y lo políticamente incorrecto no eran
mal vistos como ahora... De hecho los libros de
los más célebres viajeros fueron, todos,
experimentos.
De vida, claro, pero enseguida textuales. Cada viaje y cada
descubrimiento desarrolló a la par y en
consecuencia una textualidad que hoy también es
clásica y está representada fundamentalmente por
los viajeros europeos de los Siglos XVIII y XIX.
Quizá la diferencia con nuestro presente está en
que esos señores viajaban por motivos
científicos, antropológicos, comerciales o
simplemente de puro aventureros. Realmente
viajaban para descubrir lo desconocido. Pienso
en Alexander von Humboldt, por supuesto, como
pienso en Bonpland y en Darwin, todos ellos
naturalistas y descubridores como quien nos
convoca en este Congreso, autor de una obra
titulada nada menos que Kosmos o descripción
física del mundo. Pienso en muchos de los que
anduvieron por la Argentina feroz de los siglos
pasados y que tan maravillosamente recuperó
Christian Kupchik en La ruta argentina, un libro
absolutamente delicioso y esclarecedor. Pienso
incluso en el irónico Richard Francis Burton que
describió lo humanamente fea que era la
Argentina de mediados del Siglo XIX y en y en
los hermanos Robertson que recorrieron las
maravillas del río Paraná. La Gran Literatura
Universal le dio acogida a casi todos ellos y
los colocó al lado de otros descubridores: los
que experimentaron narrando, esa otra forma del
viaje.
Pienso en Horacio Quiroga y en Ambrose Bierce, por supuesto, y en
Rosario Castellanos también. Pienso en Brett
Harte y en Bruno Traven y en Carpentier. Ellos
sólo hacían literatura, ellos eran literatura en
viaje, en movimiento. Pero todos, todos,
descubrían viajando, viajaban experimentando y
experimentaban escribiendo. Hoy, en cambio, los
viajeros son más bien mansos turistas, ¿no?
Quiero decir: han dejado de ser viajeros, o sea
individuos inquietos que buscan horizontes
desconocidos y que pueden descubrir mundos
nuevos o ignorados. Hoy los viajeros- turistas
van en grupos: son manadas de seres humanos que
se desplazan cámara en mano y de la mano de
(jalados por? arrastrados por?) esos
especialistas en simplificación que son los
guías turísticos. Desde luego que hay quienes
escriben libros de viajes para ellos, y muchos
lo hacen profesionalmente muy bien, pues además
esos autores suelen ser personas con un gran
sentido de la oportunidad. Precisamente por eso,
nosotros quisimos hacer un viaje no convencional
a la Patagonia, antiturístico si se quiere. Y
creo que por eso el libro salió como salió: de
difícil caracterización dentro del género. Que
es lo que a mí más me gusta porque yo no soy un
viajero que escribe libros, sino un escritor que
viaja. Y yo no escribí un viaje sino una obra
literaria que contiene un viaje. Y como lo que
hice no fue turismo, mi libro no da indicaciones
o sugerencias a futuros viajeros. Por supuesto,
y por eso mismo, no tengo la menor idea de cómo
se escribe un libro de viajes. Ni siquiera sé si
Final de novela en Patagonia lo es realmente. Y
si es un libro de viajes, pues lo es pero al
mismo tiempo no lo es. Porque contiene una
novela pero incluye las divagaciones de quien a
medida que viaja va escribiendo una novela. Es
un libro, en tal sentido, acerca de la escritura
de una novela. Por eso es raro, en cierto modo
inclasificable, porque toca muchos géneros:
nuestro viaje por la Patagonia -territorio
maravilloso, si los hay- es sólo una parte de
ese libro que contiene una novela que a la vez
describe la construcción de esa novela. Y además
contiene cuentos, crónicas periodísticas,
microrrelatos, poemas, textos apócrifos,
reflexiones sobre el arte de la novela y
múltiples intertextos, lo que hace que el viaje
sea, de hecho, un viaje a la Literatura.
Parafraseando a Juan José Arreola, se trata de
una “varia invención”.
Desde luego que el viaje a la Patagonia (tierra que Argentina
comparte con Chile) es el hecho cierto que le da
origen. Pero todo lo demás es Literatura, o sea
imaginación, fantasía, permisos y transgresiones
textuales. Si algo descubrí fue que la Patagonia
es un territorio maravilloso y fascinante, pero
no sólo en su topografía sino en sus
incitaciones a la literatura. Y es que, como
ustedes bien saben, lo que la Literatura debe
intentar siempre es explorar los límites y las
variaciones de la condición humana. Ahí está,
como prueba de que muchos lo han conseguido,
toda la Gran Literatura Universal. ¿Acaso existe
algún libro -alguna buena novela, algún cuento
magistral, algún poema fundacional- que no haya
sido una exploración, una indagación acerca de
lo que la condición humana es? Bueno, es por eso
mismo que los grandes libros de viajes no
quieren ser simples guías o instructivos para
mansos viajeros. Si releemos a Darwin y a
Humbodlt, eso es claro como el agua. Dicho sea
con toda modestia, es por eso que en mis libros
intento esas exploraciones, en algunos casos a
partir de mis viajes. Y es que todo viaje es una
cárcel abierta. Así lo escuché decir, acerca de
la Patagonia, a un paisano en la Península de
Valdez: La inmensidad es una cárcel abierta...
Es una idea que me gusta como expresión poética,
pero además porque es cierto que la inmensidad
es una cárcel sin rejas, de la que algunas
gentes no pueden, no saben o no quieren salir. Y
a la que muchas no se atreven siquiera a ir...
Cuando el infinito adquiere forma territorial,
cuando estás ante un verdadero océano de mesetas
y de nadas -en la Patagonia como en la vida- te
desespera quedarte allí, te sientes perdido. Te
mueves para salir, aunque jamás lo consigas.
Igual sucede con la Literatura, ese otro
infinito. Este escritor que soy a veces se
complace de andar viajando, por supuesto. Pero
no fueron mis decisiones las que me hicieron
viajero. Fue la vida misma la que me llevó,
cuando tuve que exiliarme. He vivido en dos o
tres países, me he enamorado de México y su
estilo peculiar, y ahora mismo sigo viajando
adonde me invitan, y por suerte me invitan
mucho. Soy millonario en amigos y me agrada
viajar por el mundo para verlos, y a la vez cada
viaje me enriquece y me estimula. Pero ningún
viaje determina ni obstaculiza mi producción.
Viajar es una circunstancia que me otorga una
mirada un poco más ancha, nada más.
Para mí la escritura es movimiento, y es así como escribo. Me falta
mucho mundo por recorrer, por supuesto, y
realmente no sé si escribiré una sola línea de
mis futuros viajes. Me falta ir a Finlandia y a
China y a Mongolia, y aún no pude recorrer el
Nilo, no he ido a Madagascar, a Greoenlandia ni
Alaska. Por lo menos. Pero como viajo sin
propósitos literarios, cada escritura será para
mí como el viaje que la literatura es: escritura
con la permanente nostalgia del allá cuando
estoy acá, y del acá cuando estoy allá. Por eso
yo tengo mi pequeño despacho en cualquier lugar
del mundo. Mi mesa de trabajo, mi verdadera casa
portátil, es el sitio en el que puedo colocar mi
ordenador y soltarme a escribir con la pasión de
siempre, la misma de ahora, la de este instante.
Y la misma pasión, diré también, con que mientras escribía estas
páginas yo sentía que me desesperaba el mundo.
Porque la idea del viaje, fabulosa e incitante,
me llenaba sin embargo de inquietudes ¿Es que
estaría yo metiendo la pata -como decimos en mi
tierra- si me desviaba de la cuestión
Viaje-Literatura? ¿Es que podía yo evadirme de
lo que observo constantemente, o sea ese mundo
en movimiento que son hoy los aeropuertos del
mundo? ¿Es justo -me preguntaba- eludir en este
texto esa circunstancia contemporánea de la
transterración por necesidad y urgencia, por
desesperación, que son hoy la marca más fuerte
de los viajes?
Porque, ladies and gentlemen, hoy nosotros viajamos y escribimos
pero somos una inmensa minoría. Y minoría muy
privilegiada, si quieren admitirlo.
Hoy las grandes mayorías del mundo viajan por circunstancias antes
dramáticas que placenteras, y eso es algo que me
parece importante no olvidar. Yo necesito
subrayarlo en este congreso. Las grandes
mayorías del mundo, ahora mismo, viajan para
emigrar. Huyen de la miseria y se enfrentan al
rechazo. Escapan de realidades tremendas, de la
pobreza y la desesperanza de sus países
sometidos por la voracidad de la Globalización.
Y acaban chocando con el chovinismo y la
xenofobia de los países ricos y de los burgueses
del mundo, que hoy están tan unidos como jamás
lo estuvieron los proletarios. Lo que determina
las ansias viajeras de las grandes masas humanas
que se mueven hoy por el mundo es mucho más el
dolor que la alegría. Es la transterración
forzada por la explotación y la inequidad
económica lo que determina la mayoría de los
viajes en este sombrío inicio de milenio.
Sombrío, digo, al menos para nosotros los que
vivimos en la periferia, en los confines, en los
bordes del pequeño mundo feliz de
norteamericanos y euroccidentales.
El Siglo XXI ha comenzado con enormes masas humanas emigrando del
hambre y el desempleo. Yo mismo vengo de un país
que debería ser un Paraíso y sin embargo los
muchachos y las chicas sólo piensan en irse
porque allá no tienen trabajo ni futuro. La
reconversión industrial que cierra fábricas y
crea desempleados por millares, y la banca
mundial que hoy dirige a los gobiernos, no sólo
corrompen a nuestros dirigentes sino que
enseguida nos acusan a nosotros, los ciudadanos,
de ser incapaces de terminar con la corrupción
en nuestras naciones.
La Globalización es así de cruel, así de perversa. Ha devenido
máquina de expulsión social. Y esas masas
expulsadas, desdichadamente, no tienen quién las
escriba. No hay literatura de esa épica viajera
porque los textos de viajes últimamente se han
dedicado sobre todo a estimular los viajes de
los ricos que visitan piadosamente las
superficies más miserables del planeta, sea en
Camboya como en Palestina, en Bolivia o en la
Costa de Marfil. Los textos turísticos y la gran
mayoría de lo que se escribe sobre viajes, que
espantarían al bueno y sabio Sr. Humboldt, ahora
promueve un conocimiento light, por arribita y
sin ensuciarse las manos. O propone celebrar a
los que pueden darse el lujo de viajar ignorando
paisajes humanos y se lanzan a ilusorias
aventuras del tipo Marlboro o Camel. La
epidermis de nuestro zarandeado planeta está
sangrando más allá de los shopping centers y de
los malls que hoy abundan en todos los países.
Lamento venir a decirlo, ladies and gentlemen, pero a dos siglos de
la muerte del gran Humboldt el mundo de los
viajes se ha frivolizado. Y eso resulta un poco
chocante cuando, por citar un único ejemplo de
nuestro mundo en movimiento, por causas
perfectamente evitables muere un niño cada ocho
segundos en algún lugar del planeta.
Ante semejante cuadro de frivolidad, yo no puedo menos que pedir
disculpas en nombre de la literatura.
Por eso mi viaje a la Patagonia no fue un mero recorrido
geográfico. Por eso mi libro no es sólo el
testimonio de un viajero por la corteza dura de
su país.
Viajar por simple afán de aventura es hoy una extravagancia, acaso
sensible y divertida pero extravagancia al fin.
Y hoy en día viajar para descubrir también lo
es, porque los descubrimientos verdaderos han
sido sustituidos por la navegación virtual. Que
es otra ilusión a la que se lanzan diariamente
millones de personas en todo el mundo. Ni
siquiera hay ahora navegaciones interespaciales,
desde que el final de la Guerra Fría nos quitó
incluso la fascinación de ser testigos de una
competencia técnica fenomenal... El mundo se ha
empobrecido. Y tengo para mí que estamos apenas
en el comienzo de un tiempo atroz en el que los
fabulosos avances de la ciencia y la tecnología
no necesariamente mejorarán la calidad de vida
de los pueblos, de todos los pueblos, sino que,
como sucede en este mismo momento, la seguirán
empeorando.
Esta Era Maldita de la Unificación Universal lo que está haciendo
es desnudar por completo las debilidades humanas
al aplastar las mejores contradicciones
creativas de los seres pensantes que alguna vez
fuimos. Bueno, frente a eso quizá el único
camino sea resistir. Yo simplemente resisto como
puedo.
Y la bandera de mi resistencia personal tiene un único nombre y
color: es la Literatura. Porque sólo la
Literatura sabrá conservar siempre los aspectos
más hermosos de los pueblos y del mundo que
hemos conocido. Sólo la Literatura será el
tesoro testimonial de la vida de los que ya no
están pero han sido, como nos sucede ahora a
nosotros con los clásicos. Es en la Literatura
donde están y siempre estarán las semillas de
los sueños, de las ideas, de las revoluciones,
de los cambios, de todos los cambios, incluso
los imposibles.
Muchísimas gracias.
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Nació en Resistencia, Chaco, Argentina, ciudad a la que regresó para radicarse en 1990, después de ocho años de exilio en México. Ha publicado La revolución en bicicleta (novela, 1980; Seix Barral, 1996), El cielo con las manos (novela, 1981; Seix Barral 1996), Vidas ejemplares (cuentos, 1982), Luna caliente (Premio Nacional de Novela en México 1983; Seix Barral, 1995), El género negro (ensayo, 1984), Qué solos se quedan los muertos (novela, 1985), Antología personal (cuentos, 1992), El castigo de Dios (cuentos, 1994), Santo oficio de la memoria (novela, VIII Premio Internacional “Rómulo Gallegos” 1993; Seix Barral, 1997) e Imposible equilibrio (Planeta, novela, 1995). Fundó y dirigió la revista “Puro Cuento” entre 1986 y 1992. Sus obras han sido traducidas a una docena de lenguas.
Participó en Letras en el Borde 2002, en Laredo, Texas, donde se contó siempre con el apoyo invaluable del maestro José Cardona López, de la Texas A & M International University.
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