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La vela ardiente

 

Mike Gelprin

 

 

 

 

 

 

 

 

LINA ZELDOVICH TRADUJO DEL RUSO AL INGLÉS

JOSÉ LUIS VELARDE TRADUJO DEL INGLÉS AL ESPAÑOL CON EL PERMISO DEL AUTOR

 

Andrey Petrovich no albergaba esperanza alguna cuando el teléfono sonó.

“Hola, Vi su aviso. ¿Usted da clases privadas de literatura?”

Andrey Petrovich enfocó la mirada en el hombre ataviado con traje y corbata que aparecía en la pantalla. Un tipo sonriente y mirada afable que rondaba los treinta años.

El corazón de Andrey Petrovich se sobresaltó. Anunciarse en la Red había llegado a ser un hábito inútil. En los últimos diez años sólo había recibido seis llamadas. Tres de ellas buscaban a otra persona. Dos más correspondían a dos agentes de seguros que aún realizaban llamadas telefónicas y la última pertenecía a un sujeto que había confundido literatura con legislatura.

“S-sí, y-yo doy clases,” tartamudeó Andrey Petrovich con ansiedad. “En mi departamento. ¿Usted se interesa en la literatura?”

“Así es”, el hombre asintió desde la pantalla. “Mi nombre es Maksim. ¿Cuál es el costo de sus clases?”

Andrey Petrovich estuvo a punto de decir: “son gratis,” pero se contuvo. “Las tarifas son por hora. Y negociables”. Tomó una bocanada de aire. “¿Cuándo le gustaría iniciar?”

“Bien, yo, usted verá,” respondió Maksim con titubeos.

“La primera lección es gratis,” propuso Andrey Petrovich con premura. “Si a usted no le gusta no hay obligación alguna.”

“Entonces comencemos mañana,” dijo Maksim con determinación. “¿Está usted disponible a las diez de la mañana? Yo dejo a los niños en la escuela a las nueve y quedo libre hasta las dos.”

“Yo puedo, estoy libre,” respondió Andrey Petrovich con alegría. “Voy a darle mi dirección. ¿Tiene con qué anotar?”

“Lo recordaré,” Aseguró Maksin. “Adelante.”

Aquella noche Andrey Petrovich no pudo dormir. Caminó de un lado a otro de su pequeña habitación tan grande como un armario. Trataba de refrenar el temblor de las manos y aclarar los pensamientos revueltos. Durante los últimos doce años había vivido una magra existencia. Desde el mismo día en que lo despidieron había depositado todas sus esperanzas en enseñar.

“Su especialidad es demasiado estrecha,” fue la frase pronunciada por el director de la Academia de Artes y Humanidades para los Talentosos durante la última conversación. “Usted es un pedagogo excelente, pero su materia no ha sobrevivido a sí misma. Los niños no la estudian más. ¿Por qué no se actualiza y estudia alguna especialidad moderna como ética virtual o legislación para agravios robóticos, quizá como último recurso, la historia de la cinematografía? También es un camino para conseguir la jubilación. La Academia le reembolsará parte de los costos. ¿Qué dice?"

Andrey Petrovich declinó la oferta. Más tarde se arrepentiría al no encontrar trabajos relacionados con la literatura o la filología y atestiguar que los especialistas se mudaban a otras disciplinas aferrándose a cualquier esperanza concebible. Durante los dos primeros años deambuló por los conservatorios y colegios de artes liberales sin conseguir empleo. En ese lapso las bibliotecas y los departamentos de humanidades desaparecieron uno tras otro. Cuando la búsqueda probó ser infructuosa intentó capacitarse en las disciplinas modernas, pero cuando su esposa lo abandonó ya no pudo seguir.

Andrey Petrovich descendió en espiral hacia la pobreza cuando los ahorros se agotaron. Tuvo que vender el aircar viejo, pero aún en buenas condiciones. Después puso en venta el servicio de té, un recuerdo materno invaluable. Siguieron los muebles y la ropa.

Cuando el departamento de soltero quedó vacío fue el turno de los libros. Los libros auténticos empastados con piel. Los tomos antiguos con ilustraciones originales, aún olorosos a tinta, papel y pegamento.

Los coleccionistas pagaron precios muy altos por los volúmenes recibidos. León Tolstoi puso alimento en la mesa durante casi un mes. Fedor Dostoyevsky alcanzó para dos semanas. Iván Bunin garantizó el abasto de diez días. Cada vez que Andrey Petrovich pensaba en los tesoros perdidos sentía náuseas.

Al final decidió quedarse con unas docenas de sus libros predilectos. Aquellos que no vendería aunque tuviera que encarar a la muerte arrastrado por la desnutrición. Hemingway, Balzac, Zola, Pasternak y unos cuantos autores más se mantuvieron juntos en los cuatro libreros remanentes. Andrey Petrovich los desempolvaba a diario con cariño.

“Si consigo mantener las clases, podré traer de vuelta a Tolstoi,” mascullaba para sí mismo, mientras deslizaba los pies de pared a pared. Ansioso esperaba la mañana preguntándose: “¿Quizá Murakami, o debería ser Amado el primero?”

De pronto descubrió que quizá no era necesario reclamar los libros. Lo importante era sentirse capaz de transmitir el conocimiento del arte tanto tiempo olvidado; la belleza del lenguaje, el fluir de la historia, los puntos de vista de los autores. Él podía impartir, transferir y transformar con sus conocimientos.

Maksim llamó a su puerta a las diez de la mañana en punto.

“Por favor, siéntese,” dijo Andrey Petrovich al invitarlo a entrar. “¿Con qué tema desearía usted comenzar?”

Maksim se acomodó con torpeza en una silla.

“¿Con que debería empezar?”, preguntó sonrojado. “Debo confesar que soy un ignorante. Nadie me enseñó nada. ¿Entiende lo que quiero decir?”

“¡Oh, por supuesto, lo entiendo!”, respondió comprensivo Andrey Petrovich. “Nadie enseña a nadie desde hace generaciones. La literatura ha sido un hijastro académico por más de cien años. Ha sido abandonada hasta por las escuelas humanistas. Nadie la imparte en ningún sitio.”

“¿En ningún sitio?”, repitió Maksim como si fuera un eco.

“Estoy seguro de ello,” replicó Andrey Petrovich con un suspiro. “Verá, la crisis comenzó al finalizar el Siglo XX. Las personas argumentaban que no tenían tiempo de leer y sus hijos en verdad no tuvieron tiempo para destinar a la lectura. Esto empeoró generación tras generación. El entretenimiento interactivo nos distanció de la lectura. La tecnología expulsó a la filología. La literatura, la historia y la geografía no pudieron competir con la cibernética, la mecánica cuántica y la física del plasma. Pero a la literatura le fue peor. Fue desechada en el camino de la ciencia. ¿Lo entiende?”

Maksin asintió. “Sí. ¡Por favor siga con su charla!”

“En el Siglo XXI las plataformas electrónicas se fortalecieron y las editoriales dejaron de imprimir libros, porque la población ya no leía. El número de escritores disminuyó y con el tiempo se extinguieron. Aún así, la literatura conserva una reserva de veinte siglos de antigüedad. Más que suficiente para enseñar literatura, pero a nadie le interesa. Perdemos nuestra historia.”

Andrey Petrovich hizo una pausa y secó el sudor de la frente humedecida de pronto.

“Es difícil hablar de ello,” exclamó. “Entiendo que fue un proceso inevitable. La literatura murió al ser incapaz de adaptarse al proceso evolutivo. Pero solía transportar la sabiduría de la humanidad a la siguiente generación. Alimentaba almas y construía espíritus. Formaba la mente de los niños. Hoy nuestra infancia se encuentra vacía en lo emocional y en lo espiritual. Crecen sin alma como máquinas. Es horrible y aterrador.

“Siento lo mismo.” Ratificó Maksim. “Es por ello que vine a buscarlo.”

“¿Usted tiene hijos?” interrogó Andrey Petrovich.

“Sí…” tartamudeó Maksim. “Dos. Pavlik y Anechka distanciados por un solo año. Necesito conocer la historia. Buscaré y leeré los textos en la Red. Sólo preciso saber qué leer y cómo interpreter lo que lea. ¿Me enseñará?”

Andrey Petrovich se incorporó y estiró los hombros. Más alto y más fuerte conforme llenaba sus pulmones. “Boris Pasternak, poeta,” anunció al revivir palabras ocultas en la memoria.

“Cuando las ventiscas se desataron en la tierra

y la nieve se agitaba en todos los confines.

Una vela ardía sobre la mesa.

Una vela ardía.”

Al concluir la lección, Andrey Petrovich preguntó con voz temblorosa, “¿regresará usted mañana?”

“Se lo aseguro,” respondió Maksim con firmeza. “Lo único que me incomoda es hablar del pago. Trabajo como secretario para una pareja bien acomodada. Llevo la contabilidad, hago las compras, transmito recados. Mi salario es bajo, pero yo puedo traer comida, ropas, mercancía y hasta algunos aparatos electrónicos como pago. ¿Será suficiente para usted?”.

Andrey Petrovich se sonrojó. Estaba tan inspirado tras la primera lección que trabajaría aún sin cobrar.

“Estoy de acuerdo. Funcionará para mí. Gracias. Lo veré mañana.

“La literatura no sólo se relaciona con la historia. Tiene que ver con la forma en que la historia se cuenta.” Andrey Petrovich caminaba alrededor de la pieza mientras le explicaba a Maksim el arte de narrar.

“El lenguaje es una herramienta maravillosa. Nuestros talentosos ancestros lo manejaban con brillantez. Sólo escuche las palabras. ¡Sólo escuche!”

Maksim escuchaba atento, con intensidad. Aparentaba absorber y conservar en la memoria cada oración expresada por Andrey Petrovich. Tenía una prodigiosa concentración.

“Pushkin, Eugene Onegin.” Andrey Petrovich anunciaba el siguiente poema y lo recitaba. Al concluir citaba otro autor y volvía a empezar. “Lermontov, Demon.” Vysosky, Capricious Horses.” “¿Está cansado Maksim?”

Maksim nunca manifestaba cansancio ni desinterés.

Andrey Petrovich rejuvenecía al paso de las semanas y los meses. Su vida tomaba sentido al renovarse las fuerzas. De la poesía fueron a la prosa y a la ficción que era más compleja y consumía más tiempo, pero Maksim era un alumno destacado e intuitivo. Y si al principio le había costado trabajo distinguir las sutilezas del lenguaje, pronto pudo disfrutar de la rima y el ritmo; la cadencia y la armonía de las palabras. Progresaba día tras día conforme Andrey Petrovich le presentaba textos de Balzac, Hugo, Hemingway y Nabokov. Juntos fueron de los clásicos a la ciencia ficción; al misterio y a la fantasía. Viajaron a través de siglos, países e imperios. Fueron de Shakespeare a Remarque; de Maupassant a Fitzgerald y de Mark Twain a Rabalais.

Maksim no se presentó una mañana de miércoles. Andrey Petrovich esperó con ansiedad. Al final del día no lograba tranquilizar el nerviosismo creciente. Intentó convencerse a sí mismo de que su estudiante estaba enfermo, pero su sexto sentido le indicaba algo distinto. Maksim era tan puntual como un reloj suizo y no se perdería una lección sin avisar. En un año y medio jamás había llegado con retraso. Él habría llamado. Era un hecho que habría llamado la noche anterior.

Cuando Maksim no apareció el día siguiente, Andrey Petrovich supo que algo malo había ocurrido. Encontró el número telefónico en la historia de su videófono. Pulsó el botón y se quedó sin aliento cuando escuchó la respuesta metálica y fría.

“Este número fue desconectado.”

Los siguientes días fueron imprecisos como un borrón. Ni siquiera sus libros favoritos pudieron salvar a Andrey Petrovich de la revivida sensación de inutilidad que lo recorría inmisericorde. Pensó en llamar a hospitales y morgues, pero no sabía cómo describir a la persona desaparecida. Busco a un hombre llamado Maksim, de treinta y tantos años, perdone, pero no conozco el apellido.

Se sentía tan agobiado que ya no podía respirar dentro de las paredes baratas del departamento. Andrey Petrovich se tambaleó hasta salir.

“¿Qué hay Petrovich?” Saludó Nefedov, su vecino del piso de abajo. “Es bueno verte otra vez. ¿Qúe estabas escondiendo? No fue tu culpa.”

Andrey Petrovich interrogó perplejo. ¿Por qué no fue mi culpa?

“Bueno, aquel amigo tuyo, tú sabes.” Nefedov hizo un movimiento de corte a la altura de la garganta. “Ese tipo que estuvo viniendo a verte todo este tiempo. Me preguntaba por qué eran amigos, pero mejor mantuve la boca cerrada.”

“¿Qué tipo?” Andrey Petrovich interrogó todavía estupefacto. “¿De quién hablas?”

“Quién te crees? El tipo listillo. Nefedov resopló con disgusto. “Puedo oler a los de su clase a una milla de distancia. Pasé treinta años como entrenador de esa clase de sujetos.”

Andrey Petrovich sintió congelarse. “¿Puedes decirme de qué hablas?”, suplicó con desesperación. “No entiendo nada.”

“¿De verdad no sabes nada?” Era el turno de Nefedov de sorprenderse. “¡Revisa las noticias de la Red, se encuentra en todas partes!”

Andrey Petrovich se tambaleó dentro del elevador y casi cae al llegar a su departamento. Encendió la computadora para conectarse a Net News, las noticias de la red y experimentó un dolor que casi era físico.

“Sorprendido al robar alimentos, diversas mercancías y equipamiento electrónico,” las palabras se emborronaban ante sus ojos como la fotografía de Maksim ahí expuesta, pero se obligó a sí mismo a continuar la lectura. “El robot secretario para el hogar, un modelo equipado con un sistema de autoaprendizaje y número de serie MKS-4355 rindió su declaración. Ahí expuso que de manera unilateral resolvió que los niños crecían sin alma y que esto le condujo a educarlos en asuntos literarios no establecidos por el programa escolar sin comunicarlo a los padres y propietarios. El fabricante identificó un error en un componente del control del conocimiento y solicitó retirar la serie MKS, a la vez que interrumpió la producción del modelo #4355. El incidente causó indignación pública y generó numerosas preguntas sobre la lealtad y honestidad de nuestras máquinas.”

Tambaleándose sobre piernas desobedientes, Andrey Petrovich fue a la cocina. Tomó una botella de coñac traída por Maksim unas semanas atrás como parte de un pago. Con frenesí buscó un vaso para servirse, al no encontrarlo bebió a morro. El alcohol era demasiado fuerte para su vieja garganta. Le vino una tos sibilante. Sus rodillas dejaron de soportarlo y se desplomó en el piso.

"MKS-4345,” musitó, peleando contra un dolor intenso surgido en el pecho. “¡Una máquina, oh mi dios, otra máquina sin rostro!”

Se sintió traicionado. Engaño, humillación. Había dado a una pieza de equipo electrónico todo lo que poseía. El conocimiento, el corazón, el alma. Todo el tiempo había creído enseñarle a un ser humano para entregarle el espíritu sagrado que devolviera el arte de contar historias al mundo.

En vez de ello había perdido el tiempo con un manojo de cables preprogramados. La literatura estaba condenada y él junto con ella. Con súbita determinación, Andrey Petrovich se impulsó a sí mismo para cerrar la ventana. Luego trastabilló hacia la estufa mientras pensaba abrir la llave del gas. Quizá tomaría una hora alcanzar el final.

Andrey Petrovich gruñó al escuchar el timbre, pero fue hasta el vestíbulo. Al abrir la puerta le sorprendió toparse con dos niños: un chico de diez y una niña quizá un año menor.

“¿Usted da lecciones de literatura?”, dijo la pequeña con ojos brillantes debajo del largo flequillo.

Andrey Petrovich estaba sin habla. “¿Q-quién eres?”, exclamó por fin.

“Yo soy Pavlik,” respondió el niño. “Y ella es Anechka, mi hermana. Maks nos envió con usted.”

Andrey Petrovich carraspeó. “¿Quién?”

“Maks,” reiteró el chico con determinación. “Él nos dijo que te dijéramos, antes de su, antes de su…”

Anechka se adelantó un paso. “Cuando las ventiscas se desataron en la tierra y la nieve se agitaba…”

“Una vela ardía sobre la mesa. Una vela ardía,” completó Pablik.

Andrey Petrovich dijo. “No lo puedo creer. No lo puedo creer.” Mientras intentaba contener el corazón que amenazaba estallar.

“Andrey Petrovich, ¿nos enseñarás?”, interrogó Pablik. “Maks dijo que tú lo harías.”

El hombre se apoyó en el perchero para mantenerse en pie, luego comenzó a adentrarse en el pasillo.

Andrey Petrovich musitó. “Bienvenidos. Pasen por favor queridos niños. Entren por favor.”

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Mike Gelprin nació en San Petersburgo, Rusia. En la actualidad vive en Nueva York.

Es autor de más de cien historias de ciencia ficción y detectives publicadas en periódicos rusos. Su libro The Reluctant Nomadas, se presentará en Moscú en el verano del 2013.

The Candle Burned fue su primera historia publicada en Inglés y La vela ardiente es la primera versión  aparecida en Castellano con el consentimiento del autor.

Si usted desea contactar con Mike Gelprin use el siguiente correo electrónico: mgelprin@yahoo.com

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