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Entramos al bar casi a medianoche, las mesas estaban llenas. Tuvimos que sentarnos en la barra. Jorge me miró y me preguntó qué quería tomar. Jorge es de las personas que no tienen edad. Bien podía parecer de veinte o de cincuenta, dependiendo de su estado de ánimo. Parece que esa noche, que nunca olvidaré, tenía los cincuenta encima.
Le
dije que cerveza nomás, y él pidió un cuba
libre. Pensaba en que siempre que nos vemos,
acabamos en el mismo sitio, sólo nosotros dos.
El resto de amigos, o se casó y sentó cabeza o
huyeron despavoridos del país en la década
anterior, a buscar un mejor futuro en los
Estados Unidos. Pero Jorge y yo, ni nos habíamos
casado, ni habíamos emprendido la retirada.
Siempre los sábados en el mismo bar, algunas
veces en mesa y como hoy, en la barra. El bar
tenía tiempo, siglos de existencia, y estaba
decorado con mesas y anaqueles blancos,
mostrando botellas casi centenarias que nunca
habían sido abiertas, inclusive algunas de ellas
eran marcas que jamás yo había escuchado,
deduciendo que habían salido del mercado mucho
tiempo atrás. Jorge encendió un cigarrillo, le
dije que botara el humo para el otro lado,
siempre me hacía lo mismo.
Y
claro, hablábamos de las mismas cosas, cuando él
no tenía trabajo, me contaba sus penas y
supremos esfuerzos por conseguir algo, mientras
pedía el quinto cuba libre de la noche. En otras
ocasiones, me contaba de sus peleas con Elisa,
una antigua enamorada con la cual la verdad lo
único que escuchaba era conflictos y sólo una
vez me contó que les estaba yendo bien.
Pensándolo bien, soy un excelente oidor. Lo
escucho con pasión, con entendimiento y con
interés, siempre muevo la cabeza, hago
comentarios aprobatorios o desaprobatorios y
alguna vez suelto un comentario pequeño que
confirma la razón que Jorge esgrime. Y no es que
no tenga nada que contar, también tengo mis
cosas. Pero parece que Jorge siempre tiene algo
que contar, algo que celebrar, algo de qué
quejarse o de qué aburrirse, y eso es lo más
importante todos los sábados. Alguna vez me ha
asaltado el pensamiento de qué sería de Jorge
sin mí los sábados. Pero del mismo modo, también
tengo el temor de imaginar qué sería de mí sin
Jorge, no tendría a quién escuchar y tendría que
buscar a otro amigo, pero ya no nos quedan
muchos.
Jorge
comentaba acerca del partido de la tarde, qué
bien que su equipo había ganado, ya ves,
maricón, tu equipo no sirve para nada, siempre
les andamos ganando, salud. Yo lo miraba
sonriente, sonriendo con mis dientes, con mis
ojos con mi nariz y mis orejas. Le dije que sí,
que ellos eran mejores. Jorge asintió, y pidió
otra cuba libre. Luego dijo que todos eran una
sarta de maricones, que se habían ido del país,
qué poco patriotas que son, pero seguramente en
un tiempo iban a regresar llenos de plata para
que los envidiemos. Pero yo les diré que
nosotros sí nos quedamos aquí, si enfrentamos
los problemas, no es que nos vaya excelente,
pero tenemos una serie de cosas que ellos no
tienen, como los amigos, el cariño y la comida.
Nuevamente yo le daba la razón, y pensaba que
más bien los que deberíamos irnos somos
nosotros, o yo, por lo menos, pero, qué sería de
Jorge sin mí.
A las
dos de la mañana, Jorge estaba borracho. Ahora
hablaba de Elsa, que donde andará, qué será de
su vida, si la veo con otro, le pego no a ella,
sino a él, se supone que Elsa iba a ser para
toda la vida, hasta que se enteró que yo tenía
un hijo que nunca reconocí. No me perdonó, no me
contestaba las llamadas, hasta que me cansé y un
día no la quise ver más. Sé que no se ha casado,
que anda trabajando en un banco, pero la verdad
es que hace un buen tiempo que no la veo. En ese
momento, yo vuelvo a mover la cabeza, tienes
razón Jorge, y pienso en Elsa, a quien tampoco
veo hace tiempo. Ellos me invitaban a todas
partes, y yo cumplía el mismo rol con todo rigor
de escucharlos a los dos, tanto cuando
conversaban, como cuando discutían. Les daba la
razón a ambos, asentía los comentarios con
interés y fruición y nunca querían que me vaya.
Ahora me doy cuenta, que parezco un espejo, soy
el espejo de Jorge donde van a parar todas sus
imágenes mentales hechas palabra, todas sus
vivencias diarias hechas emoción y todas sus
frustraciones presentes y futuras.
Cuando
lo vi, estaba llorando. Se fue al servicio,
regresó, y pidió otra cuba libre. Yo nunca le
decía para irnos, eso lo dejaba por cuenta de
él. Yo no estaba ni cansado ni aburrido, bueno,
si no estoy con Jorge, ¿qué haría? Estaría o
viendo televisión o durmiendo, y la verdad que
prefiero estar aquí. Nunca aceptamos gente que
se nos acerque a buscar conversación, el otro
día Jorge casi se lía a golpes con uno que
quería sentarse con nosotros a contarnos sus
desventuras. Amablemente, Jorge le metió un
puñete y lo sacaron a rastras.
Jorge
me dijo que le estaba yendo bien en su trabajo,
todavía estaba en esquema comisional, pero muy
pronto pasaría a ganar un buen básico y
comisiones, y que en tres meses, estaría en
disposición de comprarse un carro. Yo no tengo
carro, no porque no tenga plata, sino porque no
sé manejar ni me interesa, siempre preferí tomar
taxis, que otros manejen por mí, así como Jorge
maneja las palabras que todos los sábados
escucho. Soy el oidor, una suerte de especie en
extinción en un bar, donde más bien todo el
mundo habla de cosas importantes y a su vez
nadie las escucha, o las entiende o les presta
la suficiente atención. Jorge me dijo si quería
otra cerveza y moví la cabeza afirmativamente.
Era la número once para mí. Le comenté que me
siento muy contento con lo de su trabajo y me
miró como si me estuviera mintiendo. Tenía los
ojos rojos y estaba despeinado, hecho un
desastre.
Eran
las cuatro de la mañana cuando el bar cerró sus
puertas, pero los que nos quedábamos adentro,
nos podíamos quedar. Jorge ahora divagaba acerca
del futuro del país, que todo se está yendo a la
mierda, pero ya nos ves aquí a los dos fieles al
castigo y sin querer irnos. Además, no es que no
me quiera ir, ya he juntado suficiente plata, lo
que pasa es que pienso en Jorge y en su futuro,
y no me atrevo a comentarle nada. Estoy seguro
que no me volvería a hablar, y sería complicado
a su edad y como él es, de conseguir otro oidor
tan atento y amigo como yo.
A las
cinco, me dijo que ya quería irse a su casa, y
que por favor lo acompañara. No podía ni
deletrearle con claridad la dirección al
taxista, cosa que tuve que hacer por él. A esa
hora, la ciudad parece sacaba de la bruma de una
pesadilla, de algo irreal que ha pasado pero que
recién se configura en la mente. Llegamos a su
casa, y se despidió de mí. Me abrazó y me dijo
que me quería mucho, que podía siempre contar
con él para lo que yo quisiera.
Al día
siguiente, tomé mi vuelo en la noche hacia
Miami. Me casé, tengo dos hijos, un excelente
trabajo y una casa que nunca pensé lograr. Mi
familia es un modelo norteamericano de felicidad
y bueno, con eso es difícil quejarse. Sin
embargo, todos los sábados en la noche, me
invade la misma nostalgia antes de dormir. Lo
imagino a Jorge, conversando en el bar
seguramente con otro oidor como yo, pero luego
creo que no es así. Jorge está y estará,
completamente sólo.
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| Escritor peruano Nicolás Rovegno. Ingeniero Industrial de 48 años en el 2009, siempre vinculado al arte y a la literatura. Escribe narrativa y piensa publicar su primer volumen de cuentos en fecha próxima. Promotor cultural, participa de una serie de actividades culturales y artísticas en Lima, Perú.
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