Norberto Olaizola  

 Inicio | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | Links

El nombre del amor

 

 

 

Norberto Olaizola

   Que una chica, como la que en aquellos momentos leía atentamente el folleto del teatro, enfrente de mí, dejando enfriar el café, se llamase Ladislaa, a todas luces quería decir algo.

  Quería decir, en principio, que la vida le vino marcada desde el comienzo, que la puso contra muchas vicisitudes por un hecho tan nimio y que ella, al cabo, la llevaba demasiado bien, quizás por ese mismo asunto.

  Y no era original, en su caso.

  Unos minutos antes de enfrascarse en la lectura del folletito o boletín de esta sala de teatro peor que under en Almagro, me había dicho algo sobre el hermanito menor:

  –Es un gordo divino.

  –¿Por qué Ombre?

  –Cosas de mi vieja. A nosotros nos gusta, que querés que te diga.

  Cómo no habría de gustarles, me digo, repasando los nombres de los otros hermanos: Giena, Carletta, Ágatha (pero esto es casi normal, como si dijéramos Juana o Laura), Mensú y, por último, tres meses atrás, Ombre.

  Ombre Falazzo.

  Y ella: Ladislaa Falazzo. Por supuesto que no existe el femenino de Ladislao pero eso no fue un impedimento para la madre, quien también carga con lo suyo: Sabayín Falazzo. Soltera con ganas, independiente a ultranza, una especie de anarquista desaforada que tuvo un crío con cada hombre que se le cruzó en el camino y luego se quedó con los hijos y despachó a los hombres y les puso nombres inverosímiles y los largó a la vida, sí, eso sí, con una pasión, una... cómo decirlo, una vitalidad, una seguridad tan endemoniada en sí mismos que daba miedo.

  En el temprano primer grado, Ladislaa ya era desmesuradamente robusta y quien no diría que entre los atributos del nombre venía esa necesidad de huesos grandes y músculos precoces. Una especie de darwinismo voluntarioso y artesanal. El primer chico que se rió de su nombre recibió tal derechazo que ninguno de sus compañeritos se atrevió a seguirlo en la jarana.

  Ladislaa se hizo respetar enseguida y la directora de la escuela, en contra de sus intenciones al mandarla comparecer, tuvo que oír una buena filípica de Sabayín respecto de la justicia de la nena al defenderse. No, si con los Falazzo no se jugaba. Si el chico se había propasado, que se la aguante, sin chistar como un maricón.

  Las docentes de la escuela hicieron lo que mejor saben hacer, le colgaron a Ladislaa el sanbenito de violenta y la tuvieron a raya durante toda la primaria, cosa que a ella la tuvo sin cuidado. Había marcado el territorio de entrada y con eso fue suficiente.

  En la secundaria, otro tanto.

  El noqueado quedó rendido por el golpe y por un súbito amor adolescente ante esta chica tan alta, tan recia, tan estrepitosamente femenina, de ojos como taladros y pechos como melones. Se convirtió en un perrito faldero.

  Todavía anda por ahí, husmeándole el aroma a mi explosiva amiga, perdido en una melancolía inquietante e incurable. Franco, se llama y, para Ladislaa, es algo así como la encarnación de lo ridículo y amébico, como le gusta decir.

   –Es una ameba el flaco. ¿Podeés creer que me escribe poemas? ¿A mí? ¿Querés que te los muestre? Si será estúpido.

  –Está enamorado –me burlo.

  –Pero, no –se enoja, por un rato -. No te podés enamorar de cualquiera. El amor es otra cosa. Es... no sé, qué puedo saber yo del amor, eh. Quisiera, pero no hay caso.

  Y me lo decía a mí, justamente.

  Me acuerdo como si fuera hoy de la primera vez que nos vimos en el bufette de Veterinaria. Ella entró con su paso elástico y su metro ochenta y se sentó en la mesa de al lado. Debo decir que me intimidó, sobre todo porque sin decir agua va me pidió ayuda con una materia y me invitó a su casa. Así conocí a su familia, madre y hermanitos, todos muy disímiles en lo exterior –después supe lo de los padres distintos –pero, en lo íntimo, con un aire común inquietante y relumbrón, como si brillaran.

  También tuve la fortuna –de alguna manera hay que llamarlo –de conocer al último tipo que andaba con la madre, un gordo, descuajeringado, de esa clase de hombres que parecen no tener huesos, llamado Rómulo, muy modoso con la familia quienes, sin hacer ningún alarde, no le llevaban demasiado el apunte, como si fuera un hermanito más.

  Esa noche cocinó él, un asado muy sabroso, a la cacerola, regado con varias botellas de vinto tinto. Sabayín les servía a los chicos dos dedos de vino –me escandalizaba un poco, pero no demasiado, tampoco –y les cortaba la carne. Les prohibía dejar ni un gramo de comida en el plato:

  –Ustedes son afortunados en tener la panza llena. No desprecien porque se les vuelve en contra.

  No hay que decir que apresuré el último morroncito y la última papa aunque ya no daba más. Y me terminé el vino y el pan.

  –Tiene razón –me decía Ladislaa -. Ella sí que pasó hambre.

  Estudiamos hasta tarde –Ladislaa tenía una rara capacidad para aprender, para entender, digamos –sin que la cosa pasara a mayores, aunque no pude dejar de oír ciertas escabrosidades que nadie parecía apreciar como incómodas para un visitante.

  De hecho, a eso de la una de la mañana, no pude menos que hacer un gesto ante los ruidos que venían desde la habitación de la madre.

  –Está curtiendo1 –me dijo Ladislaa, divertidísima -. Quiere tener otro chico. Pero éste –por Rómulo –parece no tener chispa suficiente. Hace rato que andan así. Pobre.

  No entendí si pobre la madre o Rómulo.

  Nos hicimos muy amigos y poco a poco fui compenetrándome de los hábitos familiares. Además, me trataban como a un hijo más y tenían la particularidad de hacer sentir bien a la gente. Yo no podía dejar de comparar el grado de individualismo y respeto que campeaba entre toda esta familia con la tortilla simbiótica de mi propia casa, donde mi hermano menor, mi abuela y mis viejos vivíamos pegoteados como clavos dentro de un tacho de engrudo.

  El menor de los hermanos de Ladislaa, Mensú, era tan cariñoso conmigo que más de una vez me lo llevé a pasear y debo confesar que me sentía extrañamente bien, como un padre casi.

  Entramos en el último año de Veterinaria con la misma indolencia con la que se entra en tantas cosas. Yo no veía mucho futuro en la doctora Falazzo; no la veía compenetrada con la futura profesión. Creo que ella estaba al desgaire, como podría decirse. Pero nunca salió con ningún chico de la Facultad. Y todos creían que entre nosotros había algo. No sé, nunca me animé a avanzar más allá de mi posición de amigo y confidente. Confidente, sí.

  Ladislaa me había tomado como confesor y, en el fondo, me hacía mal. Pero no podía decírselo. Me contaba sus amoríos con lujo de detalles y las imágenes tremendas que sus palabras evocaban me recorrían el espinazo.

  Quizás el tenor de sus historias fuera el freno para mis deseos: los amantes de Ladislaa siempre terminaban mal. Y, en algunos casos, muy mal. Como Ricardo Fabre, un publicista en el peor sentido de la palabra, seso frívolo hasta la exasperación, soberbio y estúpido.

  La ruptura de Ladislaa con este engendro fue todo un halago para mí. Habíamos salido, en parejas, el idiota, Ladislaa, Cecilia, una chicuela que no valía la pena, y yo, un viernes que no se me olvidará jamás. Cenamos en un lindo boliche de San Telmo y terminamos en una confitería de Recoleta, un poco achispados. El idiota de Fabre la tenía conmigo, celoso de la evidente preferencia de su novia a la hora de festejar ocurrencias y chistes. Se puso un poco agresivo y Ladislaa trató de colocarle un freno sutil que el otro, quien sólo se miraba a sí mismo, no entendió. Pobre. Mi amiga no es de decir las cosas dos veces. A la siguiente indirecta de Fabre lo agarró de las solapas del saco, lo levantó como si fuera un muñeco y le marcó la salida2. El infeliz trató de disculparse pero Ladislaa lo mandó a la mierda con tal contundencia que hasta un tipo como él podía comprender que lo mejor era meter violín en bolsa. Cecilia estaba alelada.

  Tampoco duramos demasiado, obviamente.

  Pero aún habría más, casi sobre la fecha del último final de la carrera.

  Para esa época, Ladislaa, con sus escasos veintitrés años se había levantado, escabrosa y sigilosamente, a un vejete lleno de plata, un pianista llamado Gabriel Gordini. Yo le dije lo que opinaba de su destartalado amante cincuentón: un mafia mafia, patizambo, feo como él solo, un rapaz que, como decía Taboada3, flotaba como un corcho y siempre estaba donde había que estar talle quien talle y muerda quien muerda, con esa ubicuidad notable que tienen algunos parásitos para acomodarse, a ultranza, con el que corta el bacalao.

  –Mejor para mí –me dijo, un poco amoscada -. Hay que saber acomodarse. Además, el corcho me va a llevar a Cuba.

  –¿El corcho?

  –Sí. Me gustó ese apodo. Se lo voy a decir.

  –Te va a mandar a la mierda.

  –Ja.

  Se lo dijo nomás. Y el punto no la mandó a ninguna parte. Es que a mí se me escapaba –una forma de sofrenar mis fantasías, quizás –lo que Ladislaa podía ser en la intimidad.

  Y eso que ella, a toda hora, lo decía:

  –El corcho no se la banca4 demasiado, sabés. Porque... en fin, yo creo que la gimnasia es una parte sustancial de cualquier encamada. Sin gimnasia... es como comer sin sal. Y el gordito no está para esos trotes, si es que alguna vez lo estuvo. Yo descubrí algo, sabés –lo explicaba muy seria, consustanciada -, los hombres son vitales o avitales según cómo se rían. No lo vas a creer, pero es así. El corcho se ríe por lo bajo y eso... entendés, es toda una revelación.

  Parecía mentira que semejante elucubración me sonara tan racional y me envaneciera comprobar que mi risa era bastante estrepitosa, por no decir con sabor a carancho que lo están culeando. Otra palabrita que Ladislaa usaba hasta para hablar del tiempo.

  –Me estás jodiendo, no.

  –Pero, no. El corcho hace el amor, como le gusta decirme. Y yo prefiero culear. Cu-le-ar.

  –¿Y a mí? ¿Cómo me ves?

  –Culeador. Nooo como para decir ¡ey! ¡Qué culeador! Pero...

  –Qué piropo.

  –Alguna vez deberíamos hacerlo.

  Fue la única vez que me dijo algo así.

  Después, ya no tuvimos tiempo.

  Viajó, nomás, con el corcho a Cuba, a un Festival. El corcho estaba invitado para tocar algunas cosas y entraba y salía de la Cancillería como Pancho por su casa. Pasajes, estadía y otro montón de privilegios. Y Ladislaa, claro.

  Pasó la semanita y ni noticias de mi amiga.

  Me fui, entonces, a ver a la madre.

  –Se queda en Cuba -me dijo, con esa naturalidad escalofriante con que se aceptaban todas las cosas en aquella familia.

  –¿Y el cor...? Digo, el novio.

  –Pero no -me dijo Sabayín, con el mismo tono que usaba la hija -. El viejo se volvió, como un pollito mojado. Qué podía saber.

  –¿Qué podía saber de qué?

  –¿Ladislaa no te dijo?

  –¿Decirme qué?

  Sabayín soltó la risa. Ladislaa había conocido a un estudiante cubano, odontólogo, que había venido a perfeccionarse a Buenos Aires. Parece que fue fulminante. El cubano era más pobre que una rata y los Falazzo eran hábiles como para que no faltara el osobuco5 en la olla pero no les sobraba absolutamente nada. La cosa es que, cuando el corcho, antes de que su relación con Ladislaa se concretara –Sabayín usó ese término, lo juro -, habló de su próximo viaje a Cuba, mi amiga decidió utilizarlo para encontrarse con su odontólogo.

  –¿Y el cubano lo sabe? –pregunté, entristecido.

  –Claro, hombre. ¿No conocés a mi hija? Ella, a los que quiere, nunca les miente.

  –Ah –dije.

  Sabayín fue hasta la cocina y cortó una porción de torta de ricota. Estaba como emocionada, o eso me pareció. Me miró y me dijo:

  –Mirá. Mi hija, ya la conocés, es muy impulsiva. pero yo no creo que con Cardoso –así se llamaba el cubano –la cosa dure. Así que, si esperás.

  Sentí un agarrón en el pecho.

  –Entre nosotros, Sabayín –me reí, nervioso -. nunca pasó nada.

  –Sí –dijo -. Sos tan tímido. Ladislaa siempre respetó tu manera de ser.

  –Pero...

  –Oíme. Yo sé lo que te digo. Confiá en Sabayín. Es cuestión de tiempo. No demasiado.

  De esto hace dos años. Ladislaa me escribe como si nada. Sabayín me dice, cariñosamente, que mi tiempo se acerca. Hay señales, dice.

  Acompañado de mi timidez, la sigo esperando.

1 Haciendo el amor

2 Expresión que significa: lo echó.

3 Escritor costumbrista.

4 Expresión general; en este caso: No es lo suficientemente vital.

5 Carne de precio módico que se hierve con verduras.

 

Más textos de Norberto Olaizola en la red:

Minerva; Al costado de la casa:  

 http://www.letrasperdidas.galeon.com

Relato sin sorpresas: 

http://www.valvanera.com/rinconliterario

Pulpos; Ella: 

http://www.elcuento.com

Minicuentos: 

http://www.elcuento.com

La multitud: 

http://www.lacasadeasterionb.homestead.com

Minerva; La mirada: 

http://www.revistaoxigen.com

La cita;  

http://www.imperios.com/monse/escritor/olaizola/olaizola.htm

Vida de Perros; El astillero:  

http://www.cuentos8m.net

Inicio | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | Links

Soy argentino, vivo en Abasto y escribo con regularidad y pretensiones desde hace cuatro años. Me han publicado varios trabajos en revistas de la Red, que detallo al final. Tengo dos novelas terminadas (Alma, Saco Roto) y algunos trabajos más en elaboración.

Participo en la Sociedad de Escritores de la Matanza y he sido jurado en los concursos de cuento que organiza dicha institución. También soy jurado en el 2do., concurso de cuentos de Ituzaingó (www.ituzaingo-web.com.ar)

Mi dirección de mail es nor_olaizola@yahoo.com.ar y me gustaría recibir críticas (elogios también, claro) o posibilidades de contacto.

Norberto Olaizola

nota: ver otros textos al final de página


Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

 Contador de visitas para blog

*