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Adiós en Madrid

 

Norma Cantú

 

      Estaba trabajando el crucigrama de Los Angeles Times, escondido en las páginas de la sección de anuncios del periódico, cuando le pegó como una tonelada de piedras. Claro que nunca ninguna piedra le había pegado, mucho menos una tonelada, pero pensó que así debe ser cuando te pega una cosa tan pesada que apenas se aguanta, así debe ser, como si te sacaran del aliento y te exprimieran hasta dejarte casi totalmente seca, y hay un whoosh que te deja a punto de explotar.

      Fue cuando comenzaron las lágrimas que no lograba detener aun después de haber rellenado los espacios del crucigrama con las letras claras, nítidas, en tinta negra, con su bolígrafo favorito, su Papermate Flexigrip: ADIÓS. Despedida en Madrid, y ahora, casi veinte años después, le sorprendía su reacción, debía ser la menopausia, el cambio de vida, o la vida misma. Jamás había sido dramática o exagerada, pero aquí estaba con las lágrimas corriéndole y cayendo a la taza de descafeinado, fuerte, negro y dulce, como le gusta tomarlo. Se le viene a la mente un pensamiento ligero, que si el llanto, sus lágrimas, le cambiarán el sabor al café. La imagen regresa: es el aeropuerto de Barajas, y se están despidiendo. La palabra “Adiós” yace en la mente, mientras la otra palabra emprende batalla, “Despedida”. Adiós —un impulso aún más fuerte, como si el sólo hecho de decir la palabra adiós, le hiriera.

      Había sido difícil esa época de amor, y fácil a la vez, muy fácil, sabiendo que tendría que terminar, que ocurriría precisamente tal escena en el aeropuerto. Los dos parados al lado del Seat color verde-manzana que yacía vacío, como una mascota obediente, esperando. El mismo coche pequeñito, tan atacado de cajas y maletas apenas una hora antes. Casi sin lugar para ella. María José, su amiga, a quien había conocido en la tertulia de Luis Cano un miércoles y que daba clases de portugués en Berlitz, tuvo que tomar un taxi con las otras cajas, y ahora estaba dentro del aeropuerto esperando, dándoles un poco de tiempo a solas. Se miraban a los ojos, ella con su mochila al hombro y su pequeña maleta a su lado; él con una planta verde, un philodendro que ella le había dado, lucía raro así, con la planta en sus manos.

      Ella apretaba en sus brazos un ramo de claveles rojos color de sangre. Ya no había lágrimas. Se abrazaron, se besaron, y lo vio subirse al Seat y marcharse. Habían quedado de acuerdo que sería mejor así; que después de verificarlo todo y de registrar el equipaje, las cajas de libros, sus tesoros, todo seguro con la aerolínea, él se marcharía. Él se iría al piso donde se iría a trabajar en el proyecto que ya estaba retrasado, un empleo aparte del de la oficina de artes gráficas donde trabajaba. Alguna vez le confió que era tan bueno que lo buscaban para diseñar revistas, portadas de libros y discos. Ella lo dudó hasta que un día en la ópera, durante el entreacto, fueron a tomar una copa al bar de al lado como de costumbre, y un señor distinguido, ya mayor, se acercó y le dijo que tenía un trabajo de diseñador de una revista nueva que iban a lanzar. Le había apantallado, no pudo negarlo. Ya habían derramado las lágrimas, ya se habían dicho sus verdades con palabras sarcásticas de enojo, y mordaces; palabras que facilitarían el alejamiento, se habían lanzado palabras sin rienda, hiriendo, dañando las dulces caricias y amoríos, que ensombrecían su partida inminente. Sólo unos días antes, él enfermó con un resfrío; era su manera de lidiar con la despedida, y ella le había cuidado esporádicamente, mientras que hacía el equipaje y mientras empacaba el piso que había compartido con sus compañeras todo el año. Ella era la última en irse y le tocó la lata de entregar las llaves y ver que la señora que hacía el aseo lo hiciera bien, para que todo quedara en orden y como debe de ser. Había habido varias despedidas en Madrid en las últimas semanas, al marcharse sus colegas de regreso a los Estados Unidos; cada estudiante, cada investigador, cada profesor se iba.

      El grupo se reunía en los restaurantes favoritos y en los bares donde acostumbraban reunirse, y ella había ido a todas las despedidas, a todas las cenas, sin llorar tan sólo una lágrima. Estoy siendo fuerte, se decía a sí misma, no como en la escuela cuando lloraba por días después de despedirse de sus amigas y maestras a fin de año. La despedida más difícil es ésta, claro, eso se proponía al entrar al aeropuerto, y al pasar por seguridad internacional en la sala de TWA. No ayudó nada el que después de pasear un poco y casi despegar, el avión regresó a la puerta y tuvieron que desembarcar. Todos los pasajeros nerviosos, con miedo.

      Ella formando el recuerdo con las palabras, encontró un teléfono público y le llamó para dejar un mensaje en su contestador, queriendo que su voz, su memoria, estuvieran allí cuando él llegara a casa, aun cuando ya las estaba dejando en su pasado. Al escuchar el mensaje, esperando para dejar el de ella, tomó unas arracadas, un par de arracadas finamente labradas de migajón de pan que le había dado María José. De repente, su amiga se las había quitado y se las había dado mientras esperaban y charlaban prometiéndose que se mantendrían en contacto. Cómo le conmovió esa muestra de amistad, y cómo había llorado cuando perdió una de ellas. Aún tenía la restante en una joyera vieja con otros aretes sin pareja, los cuales a veces se ponía combinándolos como le daba la gana sólo para ver con curiosidad cómo la gente reaccionaba.

      Y ahora, aquí está, bajo un sol de mañana californiana llenando los cuadritos de un crucigrama. Suspiró en el momento que entró su hijo. Él se sirvió una taza de café y preguntó, "¿qué quieres desayunar?, ¿maricachis de papa con huevo?, ¿o pancakes?".

      “Lo que sea. No tengo mucha hambre.”

      En la tele, Katie Curic entrevista a alguien sobre las indiscreciones del president.

          “Ciudad en Texas, seis letras, la tercera es erre” dice ella.

      “Laredo” le responde él contento, sabiendo lo que le agrada a ella encontrar cualquier referencia a su pueblo natal en la frontera.

      Y siguen su ritual matutino que apenas habían emprendido ese verano antes de que él se fuera a la universidad, un ritual para comenzar el día. Ella gozaba al ver que a él le gustaban los crucigramas, que ya era mayor para saber palabras como "ética" y para llenar las lagunas de ella. Él sabía el nombre del perro del programa Frasier, ella el del perro de la película THina Man, él sabía un sinnúmero de cosas triviales sobre deportes y rockeros, ella todo sobre la literatura.

      Y también le sorprendía todo lo que sabía de la ciencia. Dentro de poco será mi pareja y podremos trabajar el crucigrama del New York Times que siempre ofrece un reto mayor.

      Al que se levantara primero le tocaba meter el periódico y claro, era el que empezaba el crucigrama; el otro preparaba el desayuno. Ese era el trato. Había sucedido que casi siempre ella cocinaba, pues prefería quedarse en la cama lo más que fuera posible, y él, siendo madrugador, solía tener el crucigrama casi terminado para cuando se levantaba ella. Esta mañana tranquila de septiembre se había despertado con un sueño que casi no recordaba. Es en esta mañana, pensó para sí misma, cuando el pasado tan violentamente ha intercedido en mi ritual, cuando me preparo para otro adiós. Y con ese pensamiento sintió que el corazón estaba hueco, como que se le había exprimido la sangre. Así como a veces se sentía en alguna asana de yoga, cuando el interior es tan amplio como el universo mismo. Pero esta sensación no prestaba nada de consuelo como lo que sentía en el yoga; ésta era diferente, doliente. Todo el verano se había sentido como que llevaba un hoyito pequeño que día con día crecía más y más. Y ahora que se llegaba el día de la separación, el hoyo era del tamaño de su corazón. Había habido pleitos, él callado, enojado, quieto como una piedra. Discusiones sobre cosas pequeñas, sin importancia: cuando ella dejó las llaves en el auto cuando fue a la tienda; cuando él dejó la manguera toda la noche y por la mañana se encontraron con el jardín inundado; cuando ella le hizo un desaire a su amigo y él se sintió. El hecho de que él quería ir a San Diego a la universidad en vez de quedarse cerca y estudiar en Los Ángeles o Santa Bárbara. Y así pasaron los meses de la primavera hasta que a principios del verano declararon un paro de guerra. Decidieron no pelear y tomar cuenta de sus sentimientos y hablar, así que él dijo “Mom, ¿qué pasa? Estás algo rara esta mañana, y parece que has estado llorando, ¿estás bien?”

      “Sí, creo que es que ya te estoy echando de menos, te estoy diciendo adiós, adiós en Los Ángeles” y le cantó dos refranes de la canción de despedida de Sound of Music como cuando era niño, y las lágrimas brotaron de nuevo.

      Él sonrió. Pero no estaba muy convencido, a los dieciocho había aprendido a respetarla cuando andaba malhumorada, sabía que sólo le diría más cuando estuviera preparada, así que siguió cortando el cilantro y los tomates, rebanando papas para las papas con huevo. Sacó el paquete de tortillas congeladas y se disponía a ponerlas en el microondas, cuando ella le dijo: “Deja preparar unas reales, no ésas de plástico, ¿recuerdas cuando le dijiste a tu abuela que te daba de comer tortillas de plástico, no de deveras como las de ella?” Y compartieron un rato de nostalgia con el cuento antiguo de familia.

 

      “Se llevará mucho tiempo, Mom, y llevo prisa.”

      N’ombre. Me tomará unos quince o veinte minutos, máximo. Ya verás, para cuando estén las papas con huevo estarán las tortillas.” Y saltó y se puso a amasar la masa para las tortillas.

      Trabajaron calladamente por unos minutos mientras que en la tele brindaban felicidades en difusión nacional a personas que cumplían 100 años o más.

      Al fin, ella destendía las tortillas con el palote, y él las cocía sobre el comal.

      Y las lágrimas brotaron una vez más.

      “¿Qué pasa, Mom?”

      “Nada, todo está bien, de veras.”

      “¿Hice algo?”

      “No, m’ijo, nada, sólo soy yo y mis memorias. Ya me parezco a tu abuela ¿no?”

      Aw, Mom, todavía no estás tan vieja.”

      Y ella se daba cuenta de que él no estaba nada a gusto. “No, no, todo está bien

      ¿Ya ves? Estoy bien. Hacer tortillas siempre ha sido terapéutico," y él miró hacia el cielo como señal de que no quería oír, una vez más, el cuento que sabía muy bien que seguía a tal declaración: cómo cuando en España el hacer tortillas le había salvado la vida, o por lo menos la había mantenido en sus cinco sentidos cuando hacía investigación bajo una beca Fulbright, y luego en Ann Arbor cuando él era un bebe y ella estudiaba, cada vez que echaba de menos a su familia y su casa en la frontera, las tortillas la salvaban.

      Aw, Mom” le dijo y sonrió, y ella le hizo una seña con la cabeza. Con su mano apuntó hacia la mesa, donde estaba el periódico y el crucigrama que esperaba completarse, “Ándale, o no vamos a terminarlo”.

      Él levantó el periódico y dijo en voz alta, “Palabra para ira” y dio la respuesta,

      “Enojo.”

      “Enfado”, dijo ella.

      “De 5 letras”.

      Okay, pero dame la información completa, ¿sí?”

      “Palabra de cinco letras, ‘creador’.”

      “Padre”. Dijo ella.

      “Sí, da muy bien”, contestó él.

 

Santa Bárbara, California, noviembre de 1998

Norma E. Cantú, Lareo, Texas © 1998

Publicado en Proyecto Sherezade y A Quien Corresponda

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Es autora de Canícula. Imágenes de una infancia en la frontera. Mediante las fotos familiares y diversos documentos va contándose la historia con remembranzas que nos llevan por los 50 y 60.

Canícula recibió el Premio Aztlán in 1996.Recibió su B.S y su M.S. en la TexasA&I University, Laredo and Kingsville, respectivamente. Obtuvo su Ph.D. in English en la University of Nebraska, Lincoln. Sus campos de estudios se enfocan en el folklore, la literatura chicana, el feminismo y el ámbito fronterizo; fue directora del Centro de Estudios Chicanos de la Universidad de California, en Santa Bárbara.

 Norma fue una incansable promotora del Encuentro Letras en el Borde, realizado durante seis años consecutivos, (mayo de 1998 - abril del 2003) en coordinación con el Ayuntamiento de Nuevo Laredo, el CONACULTA y la revista literaria A Quien Corresponda. Es maestra de tiempo completo en la Universidad de Texas, en San Antonio. Entre sus obras recientes destacan la reedición de Canícula, imágenes de una infancia en la frontera (Premio Aztlán en 1996. Houghton, Mifflin); Soldados de la Cruz, Los matachines de la Santa Cruz (Texas A & M University Press); Chicana coming of age traditions, forthcoming in changing chicana traditions (University of Illinois Press), entre otras.