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La leona

 

Renato Tinajero

Para L.B

...el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará.

Isaías, 11, 6

 

    Elvira Fuentes yacía desparramada y adolorida en un minúsculo sofá, a media mañana, un día de sol. La mujer tironeaba distraídamente con sus dedos los cabellos teñidos de color castaño que ya se dejaban ver, cerca del cráneo, blancos y grisáceos. Meneaba, somnolienta, la cabeza despeinada, y pasaba los ojos entre las noticias locales del periódico sin prestar mucha atención. Era una viuda que se percataba, a veces, de su aburrimiento, y en seguida pensaba, como ahora, en el hijo ingrato que la mantenía pero que la veía poco y vivía con esa vieja zorra que le había tocado por mujer. A continuación maldecía, y apretando los párpados respiraba profundamente antes de pronunciar, apretando también los dientes, la frase habitual: “Sí, esa vieja zorra y miserable”, tras de la cual sonreía con satisfacción auténtica, que sin embargo se diría fingida en esa cara suya rugosa y enjuta. La boca de Elvira mostraba, aun en la sonrisa, cierta rigidez que revelaba un carácter severo.

    Habitaba un departamento propio, pequeño, en el piso superior de un edificio de dos plantas, desde que decidió vender la casa en la que había vivido los años de matrimonio y los primeros de viudez. El hijo, quien se mudó con ella a la nueva residencia, se casó poco después. Al principio no se sintió sola, sino más bien aliviada porque el hijo no había llevado a la nuera, esa mujer odiosa, a vivir en el departamento. Pasados algunos años, sin embargo, le comenzó la angustia por la ausencia del hijo, quien venía de visita con disminuida frecuencia y cada vez con menos entusiasmo. Pero lo peor fue que le comenzaron aquellos dolores en la espalda –de los que, por orgullo, no había informado al hijo- que la hacían subir con grandes penas las escaleras que la llevaban al departamento, y la obligaban a abrir la puerta de golpe para, sin detenerse a cerrarla, derrumbarse en el pequeño sofá de la sala y no levantarse en mucho tiempo.

     Elvira Fuentes se incorporó con dificultad. Sentía hambre. No había desayunado, sino que temprano por la mañana había salido a comprar el periódico; al volver, ya no pudo despegarse del pequeño sofá. Tras soportar de pie el calambre de las piernas, soltó el periódico, se calzó unas pantuflas suaves que no hacían ruido al andar, y se dirigió a la cocina. Extrajo de la despensa una lata de atún. Colocó la lata en una mesita, junto a la estufa. Buscó ruidosamente el abrelatas entre los innumerables e inútiles cubiertos de plata, que antaño fueran el más fino regalo de bodas, y que guardaba junto a los demás utensilios de cocina por darse el gusto de contrariar al hijo, quien prefería verlos guardados junto a la vajilla de porcelana tras los cristales del armario en el comedor. Encontró el abrelatas. No sin habilidad, abrió la lata y vació el contenido en uno de los lujosos platos de porcelana. A continuación salió de la cocina rumbo a la recámara, para encender la radio. Se tardó en sintonizar algún programa que le gustara. Cuando se topó con las voces de una acalorada discusión en un programa de entrevistas y opiniones se sintió menos sola. Subió el volumen, mas recordó que la puerta del departamento no estaba cerrada, y que el viejo cascarrabias que vivía en el piso de abajo podría venir molesto a exigirle que apagara el aparato. Como ella no se sentía con ánimos para discutir, ni quería apagar la radio, se dirigió a cerrar la puerta.

     Salió de la recámara. Cuando pasó junto a la cocina, le pareció ver una figura que se movía ahí dentro. Elvira Fuentes se asomó. El corazón se le enfrió en un santiamén, y los ojos se le abrieron tanto como se lo permitió el repentino terror. En la cocina, junto a la estufa, una enorme leona relamía sin prisa el plato de porcelana. La leona respiraba con cierta agitación y meneaba el rabo. No se había percatado de la presencia de Elvira. Ésta, inmóvil, pegada al suelo como por una corriente eléctrica, abrió desmesuradamente la boca y cogió una gran bocanada de aire. Pudo entonces soltar un grito que hizo a la leona brincar hacia atrás de pronto y arrinconarse entre la pared y el fregadero. Los ojos amarillos de la fiera clavándose con desconcierto en la figura de una mujer asustada y calzada con pantuflas fueron lo último que Elvira vio antes de emprender la carrera y precipitarse sobre las escaleras.

    -¡Un león! ¡Un león en mi casa! –gritaba la mujer. Bajó a grandes brincos las escaleras, que en línea recta la llevaban al primer piso, y de ahí, luego de un pasillo, un pequeño patio y un enrejado metálico, a la calle. Don Eduardo Femat, el viejo del piso inferior, asomó desde la puerta de su departamento la cabeza al oír el escándalo en el pasillo. Iba a lanzar a voz en cuello una grosería, pero cuando escuchó con claridad lo que Elvira gritaba, salió corriendo tras ella, impulsado por el miedo que repentinamente se apoderó de él.

     Llegaron ambos a la calle. Elvira se dejó caer sobre la acera. Don Eduardo se sentía azorado y ridículo. Del otro lado de la calle se asomaban a las puertas y tras las ventanas algunos vecinos. La gente había escuchado los gritos. Por la acera venía a toda prisa un hombre de edad madura y bigotes negros, quien se acercó a Elvira y la ayudó a levantarse. “¿Qué es lo que pasa?”, preguntó a la mujer. Ésta, sofocada y pálida, no pudo responder. El hombre, dirigió la voz a don Eduardo:

     -¿Qué sucedió?

     Al viejo le temblaban los labios. No tenía idea alguna de lo que había ocurrido. Sólo podía estar seguro de que, al oír los gritos, había salido tras una mujer asustada que vociferaba algo acerca de un león metido en su casa. Se había espantado él también, y ahora estaban los dos sin aliento y en medio de las fastidiosas miradas de los vecinos. Con todo, la voz y la actitud del recién llegado eran imperiosas, así que don Eduardo se animó a responderle, aunque la respuesta fuera lo primero que se le había venido a la cabeza.

     -Un león –dijo tontamente el viejo. En seguida, se le enrojeció la cara de vergüenza. Sacó de su bolsillo un pañuelo y comenzó a limpiarse el sudor.

     -¡Un león, dónde! –reclamó, confundido, el hombre de los bigotes.

     Don Eduardo sacudió la cabeza y se tapó la enrojecida cara con las manos. Elvira, recargada en el enrejado metálico frente al edificio, hizo ademán de querer hablar. El hombre volvió hacia ella la cara.

     -Una leona... –dijo con dificultad-. No la escuché entrar... Se escapó del zoológico... Mi puerta estaba abierta...

     Don Eduardo se alarmó al escuchar tales palabras. Casi sin él mismo notarlo, comenzó a retroceder hacia la acera opuesta y sin perder de vista las ventanas del piso de arriba. A dos cuadras del sitio, en efecto, se encontraba el zoológico. Era lunes, día en que el zoológico no abría las puertas al público. Los guardianes, con toda probabilidad, habían decidido descansar. Ya más de prisa, el viejo acabó de cruzar la calle.

     -¿Dónde está la leona? -preguntó a Elvira el hombre de los bigotes. La mujer levantó la cabeza y señaló con la mirada el piso superior del edificio. “Ahí está”, dijo a media voz, y se dejó caer sobre la acera.

     A la entrada de todas las casas aledañas habían salido las gentes: amas de casa, niños, algunos hombres. Don Eduardo les gritó para advertirles que una leona del zoológico estaba en el departamento de Elvira. Algunas señoras, espantadas, llamaron a sus hijos pequeños, que habían salido a curiosear, y los metieron de vuelta en las casas. Los señores se acercaron intrigados a donde se encontraba el hombre de los bigotes. Éste, con la ayuda de un joven transeúnte que había aparecido por casualidad, levantaba a Elvira para depositarla en la acera de enfrente. Los peatones y los vecinos comenzaron a agolparse en la calle. De un automóvil detenido ante el cada vez más nutrido grupo salió un profesor universitario de matemáticas. Se acercó a Elvira. El joven transeúnte lo puso al tanto de lo ocurrido. Llegaron también cuatro muchachos norteamericanos, dos hombres y dos mujeres, rubios, en shorts y con playeras que ostentaban el logotipo de la Universidad de California. Uno de ellos, en un español de peculiar entonación, se entendió con lo curiosos; luego, informó a los otros de lo ocurrido, y se dispuso a tomar fotografías del animal.

     Súbitamente, se dejó oír desde el piso de arriba un potente rugido. Las ventanas del edificio se estremecieron. De la multitud brotaron murmullos, y diversos comentarios de admiración. Algunos curiosos retrocedieron hasta la acera opuesta, entre espantados y sorprendidos. El muchacho norteamericano de la cámara fotográfica se plantó al acecho a media calle, para captar la mejor imagen cuando la leona se decidiera a asomarse tras alguna ventana. Todos en la calle fijaban la vista en el piso superior.

     -Debe ser un animal enorme –dijo el joven transeúnte al profesor, quien ahora se hallaba con él y con el hombre de los bigotes en la acera del edificio.

     -Es un animal grandísimo –asintió el profesor a media voz y sin desviar la atención de la descubierta entrada del edificio. Más allá de la entrada, después del patio, se veían las escaleras que conducían a la planta alta, precedidas por la puerta entornada del departamento de don Eduardo Femat. –Me pregunto cómo pueden dejar escapar a un animal así –continuó el profesor-. De todas formas, ya pedí que dieran aviso a las autoridades.

     Avanzó unos pasos con cautela, hacia la puerta del enrejado metálico. Era una reja bastante alta. El profesor había averiguado, por explicaciones de Eduardo Femat y algún comentario de Elvira, que nadie más se hallaba ahí dentro. Cerró la puerta. Obstruyó así el paso hacia el edificio. Observó que el pasador de la puerta se insertaba con flojedad en su sitio.

     -Quizá alguien, al entrar, no ajustó bien el pasador –dijo el profesor-. De algún modo se zafó, y la leona entró por casualidad.

     Los curiosos que habían retrocedido comenzaron a acercarse otra vez. La gente, entre vecinos y transeúntes, llenaba la anchura de la calle. El joven pidió a los presentes que no se acercaran a la reja. Cerca de la entrada del edificio se había situado una muchacha linda de cabello oscuro y jeans, quien participaba en una colecta para una organización de beneficencia. Miraba hacia donde todos miraban, hacia el segundo piso, perpleja y sin atinar a pedir explicaciones. El joven, que estaba cerca de ella, la previno acerca del peligro y le explicó en pocas palabras que una leona había escapado del zoológico y se hallaba en el departamento superior. La muchacha oyó boquiabierta la historia. Detrás de ella, el muchacho rubio de la cámara se quejó con sus compañeros por no haber traído mejor un equipo de video. Los otros bromearon. El joven, que sabía un poco de inglés, tradujo para la muchacha lo que los muchachos norteamericanos decían. La muchacha agradeció con una sonrisa fugaz, y dirigió la mirada hacia arriba, en espera de la leona.

    A un lado de la multitud sonó el claxon de un automóvil, y en seguida, el de otro. El profesor se aproximó a ambos conductores para explicarles la causa de tal congregación, y suplicarles que para no irritar a la leona se abstuvieran de producir sonidos estridentes. Los conductores y sus acompañantes asintieron ante la súplica. Decidieron, incluso, hacerse cargo de la idea del joven, quien estaba sugiriendo a viva voz que alguien se colocara a la entrada de la calle para impedir el paso de los automóviles y aguardar la llegada de la policía. Los conductores retrocedieron sus coches hacia la bocacalle, los estacionaron a ambos lados del camino y tendieron de la ventana de un auto a la del otro, como señal de advertencia, un grueso listón rojo que una mano oportuna les facilitó. También el profesor decidió mover su automóvil hacia un sitio más adecuado. Logró atravesar la multitud, y estacionó el auto poco antes de llegar a la siguiente bocacalle, junto a una acera. El joven sonrió al ver las maniobras. Miró de reojo a la muchacha. Ésta le devolvió la sonrisa.

*  *  *

      Elvira Fuentes y su esposo se balanceaban en los columpios, se impulsaban al mismo tiempo, cogidos de la mano, y les importaba poco que las otras parejas, menos afortunadas por tener que cuidar niños pequeños, miraran con ternura, envidia, indiferencia o lo que fuera, la escena. Los días eran soleados. Del suelo se levantaba una arena fina que ensuciaba los zapatos. Casi al finalizar la tarde, el cielo se nublaba y caían los primeros goterones de lluvia sobre el lago del parque. Elvira Fuentes y su esposo se detenían frente a las jaulas de los leones. Una de las leonas jugueteaba con dos cachorros. Elvira Fuentes y su joven esposo se quedaban solos, abrazados bajo el repentino aguacero, frente a la jaula de la leona. La leona tenía los ojos amarillos. Elvira Fuentes sonreía con dulzura.

     Los leones eran, entonces, más interesantes. Los parques zoológicos eran sitios limpios y concurridos. Daba gusto ver a las multitudes que se apretujaban para ver a los animales. Llovía con más frecuencia que ahora y todos eran más felices. Nada más. Elvira Fuentes abrió los ojos tras soportar, junto con los calambres del cuerpo, una jaqueca que no se le habría quitado ni con un puñado de aspirinas. Ante la sugerencia que le había hecho el profesor de que llamaran a una ambulancia, Elvira se opuso enérgicamente. No quería que el hijo se enterara de nada.

     A su lado, en lugar del amado esposo, se encontraba don Eduardo Femat, más que feliz, quien no se cansaba de repetir a los presentes que la policía llegaría pronto, pues él mismo se había encargado de llamarla por teléfono. Elvira se levantó de la dura silla de madera en que la habían depositado. Se dio cuenta de que la gente miraba hacia el piso superior del edificio, y de que se había acrecentado el número de curiosos, muchos de los cuales eran niños. Pidió que le trajeran un vaso con agua.

  Una oleada de entusiasmo surgió de la multitud. “¡Ahí está!”, gritó una voz. Elvira miró hacia las ventanas de su casa. La leona asomaba ahora la cara tras la ventana más grande, la de la habitación que servía de comedor y de sala de estar. Los niños y los muchachos norteamericanos aplaudían emocionados, mientras el muchacho de la cámara batallaba por mantenerse en pie en medio de la gente y poder tomar buenas fotografías. La leona miraba hacia la calle; al hacerlo, dejaba ver en el rostro un gesto de curiosidad y fastidio. A Elvira tal rostro le pareció muy semejante al suyo.

     -¡Ahí está! –gritó también el joven-. ¿La ves? –preguntó luego a la muchacha, la cual movió arriba abajo la cabeza y estiró bien el cuello para observar bien el rostro de la leona. “Tenías razón. Está enorme”, dijo el profesor al joven. El hombre de los bigotes, que había permanecido callado todo el tiempo, estuvo de acuerdo con el profesor. “Es un animal grande y precioso”, dijo, y sonrió emocionado. Unos niños, vestidos con uniformes escolares, cuchicheaban entre sí animadamente. La leona recorrió con la mirada el panorama y, como la ufana estrella de un espectáculo de circo, lanzó ante el cristal un rugido repentino. Los niños emprendieron la carrera, impresionados de súbito. De la muchedumbre brotaron exclamaciones de entusiasmo. La leona, en cambio, no manifestó ningún interés por los curiosos de allá abajo. Dio media vuelta y se marchó hacia el interior de la casa.

     Elvira Fuentes creyó ver en el rostro de la fiera un dejo de tristeza. Continuó, silenciosa, con la vista puesta en la ventana tras de la cual había aparecido la leona. El cristal se veía empañado por el aliento de la bestia. Elvira bajó al fin la vista, y respiró profundamente antes de dar el primer trago al vaso de agua que sujetaba desde hacía varios minutos.

     Hacía calor. El profesor se despojó del saco y la corbata que traía puestos. Varios niños fueron a comprar refrescos. Una de las muchachas norteamericanas, que había desaparecido, volvió con un termo lleno de agua. Convidó a sus compañeros. El sol, próximo el mediodía, calaba fuerte en las cabezas de los que estaban a media calle, alejados de la sombra exigua que proyectaban las casas cercanas. Pero, a pesar del sol, casi nadie se atrevía a moverse de su lugar.

     Pronto llegarían por la leona. Así lo anunciaba don Eduardo Femat.

     Entonces, desde una esquina y cada vez más fuerte, se escucharon gritos de niños. Dos niños. Se aproximaban gritando y corriendo.

     -¡Aquí están los cachorros! -repetían los gritos a varios metros de la multitud-. ¡Ya encontramos a los cachorros!

     Cargaban sendos bultos. La multitud se animó. El muchacho de la cámara colocó de prisa otro rollo en su aparato. El joven y el profesor se miraron el uno al otro, sin que se les ocurriera nada que decir. Los leoncitos, dos, fueron de inmediato rodeados por la gente. Uno de los niños que los habían traído explicaba jadeante que habían encontrado a los cachorros a la vuelta de la esquina, en un callejón. Los cachorros eran tan grandes como gatos. Tenían los ojos amarillos, rabos gruesos y un pelaje corto y parduzco. “¡Está ronroneando!”, exclamó uno de los niños que traían cargados a los leoncitos. A Elvira, sin querer, le acudieron las lágrimas a los ojos.

     El hombre de los bigotes se acercó a donde estaban los cachorros. “Tienen hambre”, dijo al verlos. “Pobrecitos, deben tener hambre”. Su voz sonaba compasiva y tierna. “Démosles sánduiches”, sugirió una niña rubia y de atuendo deportivo que había llegado poco antes montada en una bicicleta. El hombre de los bigotes le sonrió, y movió la cabeza para expresar una negación. En seguida, miró hacia la multitud y habló con firmeza: “Leche. Necesitamos leche. ¡Rápido, alguien consiga leche para los pequeños!”. La muchacha de la colecta, quien observaba la escena mordiéndose los labios, volvió prestamente la cabeza y clamó al joven y al profesor: “¡Leche, consigan leche!”. “¡Alguien consiga leche para los cachorros!”, corría la voz entre la muchedumbre. El joven y el profesor enviaron niños a buscar leche en las casas cercanas. “Y biberones”, añadió, precavido, el profesor.

     Tan sólo unos segundos después, ya pasaban de mano en mano varios recipientes con leche. El profesor insistía ante la gente: “Necesitamos biberones. Alguien consiga biberones”.

     -¡Yo tengo biberones! –se oyó una voz de mujer. Una joven madre conducía una carreola en la que llevaba un bebé dormido. Se acercaba de prisa, conducida por un grupo de niños que la habían visto pasar cerca de ahí. –¡La señora trae biberones! –gritaban los niños. -¿Trae usted biberones? –se abalanzó la voz del profesor. La dama sonrió. –Sí. Y leche tibia para los cachorros.

     La joven madre extrajo de un bolso de mano dos biberones. Con los cachorros en brazos se acercaron a ella el hombre de los bigotes y la niña rubia de la bicicleta. Los cachorros, voraces, prendieron los hocicos de las tetas de plásticos y comenzaron a chupar ruidosamente, entre el regocijo general, la leche.

     Elvira enjugó las dos lágrimas que le corrían por la cara, y en seguida los labios se le aflojaron para dibujar una sonrisa inevitablemente dulce. De alguna manera los cachorros la hacían recordar que, en días más benévolos, ella tuvo una familia, un esposo, un hijo. Una de las muchachas del grupo de norteamericanos se acercó a ella. Tenía, como Elvira, los ojos llorosos y una sonrisa imborrable en la cara. Sin abrir los labios, sin pronunciar una sola palabra, se recargó en el pecho de Elvira. Lloraron juntas, sosteniéndose en un abrazo largo y estrecho. Con cada lágrima se les escapaban sollozos y los cuerpos se les estremecían. Al verlas, algunas personas que estaban cerca sintieron también ganas de llorar.

      Los curiosos se amontonaban en torno a los cachorritos. Éstos, satisfechos, se dejaban  pasar de unos brazos a otros, se dejaban rascar la barriga y tratar con ternura. El muchacho de la cámara tomaba fotografías a los cachorros y a las personas, casi todas niños, que los cargaban por turnos. El profesor comentaba con el joven acerca de la calidad de la leche en polvo preparada para bebés, y de cómo los leoncitos se nutrirían muy bien si en el zoológico los alimentaran varias veces a la semana con ese tipo de leche y diversos complementos alimenticios. La muchacha de la colecta se dirigió hacia los cachorritos para que la dejaran cargar a uno de ellos. Desde la bocacalle se acercaron también los ocupantes de los coches.

     Don Eduardo Femat fruncía los labios en un gesto de desaprobación. No le cayó en gracia, tampoco, que el muchacho de la cámara se hubiera vuelto sonriente hacia él y le tomara una foto.

*  *  *

     El revuelo de una sirena precedió a la aparición de una camioneta policial en la que se transportaba una comitiva de hombres uniformados de negro. Los conductores cuyos automóviles se encontraban estacionados en la entrada de la calle retiraron el listón rojo muy a tiempo para dejar pasar al ululante vehículo. Éste se detuvo abruptamente al toparse con la multitud de curiosos. Los de la calle retrocedieron, de tal modo que formaron un semicírculo alrededor del carro. De la camioneta bajó de prisa el comandante de la operación, seguido de cinco hombres armados con rifles. Dentro del carro quedaron sólo dos policías, atentos a las señales del aparato de radio.

     -¡Atrás! –gritaba el comandante a la muchedumbre-. ¡Déjennos espacio! ¡Esto es peligroso! ¡Retrocedan!

     Los policías se lanzaron a empujones sobre la multitud. Uno de ellos descubrió a los cachorros en los brazos de un par de niños.

     -¡Comandante, venga a ver esto! –exclamó-. ¡Aquí hay dos animales!

     El comandante daba un paso para acercarse a los leones cuando vio que, desde la acera del edificio, el muchacho de la cámara fotografiaba las maniobras de los policías. El comandante se detuvo de improviso. Giró el cuerpo hasta ponerse de frente al muchacho de la cámara, y comenzó a avanzar hacia él a grandes zancadas.

      -¡Dame esa cámara! –le gritaba, al caminar-. ¡Dame ese aparato! ¡No te metas en esto!

      El muchacho, aunque no entendió palabra por palabra los gritos, intuyó algún peligro y alejó la cámara de las manos ávidas del comandante. Comenzó a retroceder hasta toparse con la puerta del enrejado. Se recargó. El pasador de la puerta no resistió el peso del muchacho. La puerta se abrió de golpe y el muchacho cayó al interior. Hábilmente, no soltó la cámara.

      El comandante intentó arrojarse sobre él. Un cuerpo se interpuso. “¡Stop! ¡Stop, please!”, exclamó el otro muchacho norteamericano, con las manos en alto, de pie entre el comandante y el de la cámara.

      -¡Quítate! –exigió el comandante. El muchacho, desconcertado, no atinó a moverse. Un manotazo lo apartó con brusquedad del camino. El comandante se inclinó y arrebató la cámara de las manos del primer muchacho. Se irguió y arrojó el aparato hacia la calle. La cámara saltó en pedazos sobre el pavimento.

      Los policías habían permanecido sin moverse, atentos a los movimientos de su jefe. El comandante retrocedió y se volvió de prisa. Iba a gritar alguna orden cuando, desde arriba, se escuchó con potencia el rugido de la leona. La multitud volvió el rostro hacia el piso superior. El comandante giró el cuello para ver también hacia arriba. Desde la ventana grande la leona, inquieta, recorría la calle con la vista. Abrió luego las fauces para emitir otro rugido, y otro más. Los cristales se sacudieron.

      -Está nerviosa. La pusieron nerviosa con tanto ruido –murmuró preocupado, para sí, el profesor.

     Los de los rifles no esperaron la orden del jefe para levantar las armas y apuntar hacia la leona. No cabía duda: los hombres no estaban dispuestos a capturarla viva. Una ahogada exclamación se desprendió de la multitud. Al joven se le escapó un grito de súplica:

      -¡No! ¡Deténganse! ¡No la maten!

      El comandante clavó la iracunda mirada en el joven. Una sola mirada, de golpe. El joven no dijo más.

     Elvira se encontraba aún acompañada por la muchacha rubia en la acera opuesta del edificio. El rostro de Elvira, aunque enrojecidos aún los ojos por el llanto, no mostraba ya ninguna sonrisa ni lo mojaban más las lágrimas. Pensaba en la leona. Le parecía injusto que quisieran matarla. Hiló en la mente los acontecimientos de esa mañana. Se recordó sentada en el sofá, bajando entre gritos las escaleras, derrumbada en la acera ante la extrañeza y alarma de los vecinos. Se percató de que calzaba aún las pantuflas. Pensó en sí misma con inusitada bondad y condescendencia. Nadie, ni siquiera ella misma, le había impedido experimentar sucesivamente el miedo, el dolor y la ternura. En verdad era muy injusto que quisieran matar a la leona. Elvira Fuentes endureció el rostro.

      La leona, entretanto, tan súbitamente como había aparecido tras la ventana, se había ocultado. La multitud, expectante, aguardaba. Muy pocos se habían replegado a la acera opuesta. Dos niños cargaban aún a los leoncitos. El bebé de los biberones, ya despierto, lloraba en brazos de su madre. El comandante se sintió, por un momento, desconcertado. Esperaba en vano de las gentes una reacción de alarma o pánico ante el peligro de tener una leona suelta en el vecindario. Se exasperó. Caminó hacia los niños que cargaban a los cachorros y pidió, autoritario, que le entregaran los animales. Uno de los niños, serio y con ojos temerosos, miró de frente al rostro del comandante y, sin soltar al leoncito, dijo en un alarde de templanza y valor:

     -No.

     -Yo tampoco –se apresuró a decir el otro niño.

     El comandante bufó sonoras maldiciones y manoteó en el aire con desesperación. Antes de que se le ocurriera arrebatar los cachorros a los niños, escuchó desde la acera la voz amenazante del hombre de los bigotes:

     -¡A los niños no, canalla! ¡Suéltalos! ¡Enfréntate conmigo, si eres tan valiente!

     El comandante se encendió de furia. Hasta sus hombres lo miraron con ojos muy abiertos. El comandante, preciso y raudo en los movimientos, cogió del cinturón una macana y se arrojó contra el hombre de los bigotes. Una exclamación de protesta escapó de muchas bocas a la vez. Algunos señores del vecindario alcanzaron a cubrir al hombre de los bigotes, y se cubrieron ellos mismo la cabeza con los brazos para soportar el ataque. El comandante se detuvo antes de asestar el primer golpe. Bajó la macana y, a la vez, la cabeza, para dirigir hacia el pavimento un insulto que se le cuajaba en la boca.

     Y en el preciso momento en que brotaba el insulto, furioso y sonoro, éste fue ahogado por el estrépito de un cristal rompiéndose y por un rugido fortísimo, sorpresivo, lanzado cuan potente era al aire de la calle, sin barrera de vidrio que lo contuviera. En la multitud cundieron la sorpresa y el espanto. La leona había roto de un poderoso zarpazo la ventana grande. Y estaba ahora intentando sacar la cabeza por la abertura. Respiraba con agitación. Con una garra desprendió un gran trozo colgante de cristal, que se hizo pedazos al caer sobre el patio. La leona asomó medio cuerpo. Era un animal enorme, majestuoso. Y rugía con fuerza, abría las fauces y dejaba escapar un rugido con cada exhalación del cuerpo. Al verla, el comandante se sintió impulsado por renovado furor. Ahí estaba ella, al alcance de las balas, tan cercana. Sin detenerse a mostrar desconcierto o debilidad, el comandante apuntó hacia la leona y gritó. Quería vengarse de la muchedumbre, de la leona, de todos. El grito, infundido de odio por el ánimo de venganza que al comandante se le apretujaba en el pecho, fue una condena de muerte.

    -¡Contra ella! ¡Fuego!

     A la primera ráfaga de disparos  la leona retrocedió. La multitud retrocedió también, para protegerse de los fragmentos de cristal que saltaron en todas direcciones. Los restos de la ventana destrozada se salpicaron de sangre. Adentro, la leona rugía con inusitada potencia. Vivía aún. La voz del comandante se dejó escuchar tronante y henchida de valor.

     -¡Adentro! –ordenó a la vez que señalaba hacia el edificio y miraba a los hombres armados-. ¡Vamos, adentro!

     Los de los rifles no dieron más de tres pasos antes de detenerse. El comandante volvió la vista hacia el edificio.

     De pie, en el espacio abierto del enrejado, donde habían caído los muchachos norteamericanos, se encontraba ahora Elvira Fuentes, con el rostro enrojecido de cólera. Había caminado por detrás de la multitud y se había colocado, furtivamente, en la acera del edificio. El comandante no se atrevió a arrojarse sobre ella. Junto a la mujer se hallaban, además del profesor y el joven, los enfurecidos hombres del vecindario.

     -¡No le harán daño! –gritó Elvira, casi sin pensarlo, y se vio a sí misma en el centro de la expectación y el asombro de los presentes. A su grito siguió un silencio prolongado. El corazón de Elvira golpeaba con insistencia el interior del pecho. El comandante apretó los dientes, logró contener la ira que lo impulsaba, y pronunciando con mesura y severidad cada una de las sílabas, respondió:

     -Quítese de allí.

     -¡No le harán daño! –replicó Elvira, con mayor determinación que antes. Dirigió al rostro del comandante una mirada de odio, del mismo odio acumulado inútilmente durante años de murmurar maldiciones. Y se sentía ahora tan capaz, tan libre de ejercer su voluntad.

     -¡Déjenos pasar! –bramó el comandante, despojándose de toda mesura y cautela.

     -¡Sobre mi cadáver! –se escuchó el grito de Elvira, firme, decidida, con los puños en alto. Y quedó así dicha su voluntad: primero la muerte, jamás la derrota, nunca más la derrota.

     -¡Basta! –se escuchó el grito del comandante, y en ese grito pronunciado al lanzarse contra Elvira, en ese acto de intentar derribarla, su voluntad, como la de la mujer, quedó expuesta a los ojos y oídos de la muchedumbre.

     Pero no les fue dado enfrentarse. Algo sucedió. Una sombra en la escalera. El grito simultáneo de decenas de bocas. Un rugido imprevisto desde el patio del edificio. La enorme fiera, sangrante, abiertas las fauces e inyectados de furia los ojos, se disponía a arrojarse contra la ofuscada Elvira. El profesor, quien fue capaz de reaccionar antes que los demás, derribó a la mujer para apartarla del inminente salto de la leona. La leona quedó frente al comandante, quien por un momento sintió cómo todo el orgullo de su puesto de mando y todo resabio de valentía se estrellaban contra los sanguinolentos colmillos del animal. Con todo, hinchado como estaba de cólera, repitió la orden de muerte y se abalanzó, empuñando la pistola, hacia la puerta del edificio. Pasó de un salto sobre los cuerpos de Elvira y el profesor. Disparó. La bala rebotó en el suelo, frente a la leona. Ésta rugió, retadora, pero al ver que tras el primer intruso se aproximaba de prisa el séquito de hombres armados, retrocedió. Intentó guarecerse en el departamento de don Eduardo Femat. Otra bala zumbó frente al animal y se estrelló en la puerta del departamento. La leona se agazapó. Con rapidez, a pesar de encontrarse herida, dio la vuelta y subió las escaleras. El comandante, envalentonado, penetró al edificio. Lo siguieron sus hombres.

     La muchacha norteamericana que había llorado con Elvira corrió hacia la mujer, quien se incorporaba penosamente ayudada por el profesor. Desde el piso superior se escuchó, precedida por un alarido y un rugido, una larga sucesión de disparos. Los restos del cristal de la ventana crujieron y se desplomaron sobre el patio, finalmente destrozados por una bala.

     “Miserables”, murmuró la muchacha de la colecta. Rompió en llanto. Elvira Fuentes lloraba también, convulsivamente, recargada en el enrejado y cubierto el rostro por los brazos consoladores de la muchacha rubia y del profesor. Los otros muchachos norteamericanos, que se encontraban junto a la niña rubia de la bicicleta, se acercaron con ésta a los niños que cargaban a los cachorros. El muchacho que hablaba español se dirigió a continuación hacia donde estaba el profesor. Dijo algo al oído de éste y al de la muchacha rubia. El profesor sacó a hurtadillas del bolsillo las llaves del automóvil y se las entregó al muchacho. En tanto, la niña rubia de la bicicleta depositaba su vehículo sobre la acera opuesta, y cargaba en brazos a los leoncitos.

     “¡Está herido!”, gritó un hombre desde el piso superior. La muchacha rubia se separó de Elvira y se dirigió a donde estaban sus compañeros. Juntos, se aproximaron al automóvil del profesor. Mientras tanto, los dos policías que se encontraban a bordo de la camioneta y uno más llegado a toda prisa desde el interior del edificio trataban de comunicarse con un hospital cercano a través del aparato de radio.

     Se escucharon pasos rápidos en las escaleras del edificio. Mientras, los muchachos encendían el automóvil del profesor. Cuando ya se asomaban a la puerta del edificio los primeros y alarmados rostros de hombres que volvían del piso superior, la niña rubia trepó de prisa al automóvil, con los cachorros en los brazos. El automóvil arrancó a toda velocidad.

     En el patio se escuchaban las voces sobresaltadas de los policías. “¡Vámonos! ¡Ya dejen eso! ¡Vámonos!”, dijo alguno de ellos a los que trataban de comunicarse por radio. Traían al comandante, pálido y al borde del desmayo, cargado por tres hombres. El brazo izquierdo, que alguien le sujetaba en alto, lo tenía destrozado desde el hombro hasta el codo. Sangraba profusamente. Sin más, subieron todos al vehículo y partieron entre el ulular de la sirena.

     La multitud comenzaba a dispersarse. El hombre de los bigotes, ocultado por los vecinos durante la confusión, salió de su escondite, una casa junto al edificio. Se acercó a Elvira. La abrazó, al tiempo que se apartaba de ella el profesor. Don Eduardo Femat cruzó con lentitud la calle. Al pasar junto a Elvira y el hombre de los bigotes sintió la congoja anudándole la garganta. Apresuró el paso y entró a su departamento. La puerta de madera ostentaba un agujero de regular tamaño, quemado en los bordes.

     “Me esperarán en su hotel”, dijo el profesor al joven. Éste quiso sonreír, sin conseguirlo. El profesor cruzó la calle para recoger la bicicleta de la niña. Al regresar se sentó en el borde de la acera, junto al joven y la abatida muchacha de la colecta. “Pero se salvaron los cachorros”, dijo el joven al oído de la muchacha, para consolarla.

     A Elvira la ofuscación se le deshacía en lágrimas. Su pensamiento rondaba en torno a la misma palabra, un interminable “no” repetido sin cesar. En su pecho anidaba ya una nueva sensación, una que no había experimentado ese día. Era una sensación de desamparo, o de tristeza. Era como si debiera vivir para siempre a la intemperie. Como si, echadas las suertes, no le quedara más que habituarse a una soledad sin remedio.

     Desde arriba, el olor a pólvora se esparcía hasta la acera. Con el olor, cubriendo la soledad de la calle, bajaban de un aparato de radio las notas de una melodía. El profesor, atento al sonido, distinguió la voz de un tenor. Eran las doce en punto. Desde lo alto, de una puerta abierta, bajaba en notas místicas y sonoras el Ave María.

 

 

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Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

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Escritor Mexicano

Renato Tinajero (Ciudad Victoria, 1976).

Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Autor de cuentos, poemas y ensayos aparecidos en publicaciones seriadas y en diversas antologías, como los volúmenes de la serie Literatura joven universitaria (UANL, 1997 y 1998), Novísimos cuentos de la República Mexicana (CONACULTA, 2004) y Región sin dónde/2. Antología de la Poesía Actual de Nuevo León, México (Revista de poesía Aullido, 2005). Es autor de tres libros: Una habitación oscura (Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Tamaulipas, 1997), La leona (UANL, 2000) y Yorick (Diáfora/UANL, 2008). En el 2012 fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en la especialidad de Poesía.

 


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