Federico Schaffler

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Museo de recuerdos

 

 

Federico Schaffler

Velarde

Entre las ruinas del hogar de su infancia vio un sobre, ligeramente quemado pero aún en aceptables condiciones. Llegó hasta ahí acompañado por un grupo de especialistas, para hurgar entre los escombros de la ciudad donde vivió su niñez, aquella que desapareció en un instante, tras una explosión atómica de baja magnitud. Dadas las circunstancias y después de tanto tiempo, lo que menos esperaba era encontrarse una carta dirigida a él, la cual años antes había visto como era depositada en un buzón europeo. Siempre supuso que jamás había llegado a su destino. En ese instante se recriminó su falta de fe y reconoció en silencio la eficiencia del ya desaparecido servicio postal.

Al entrar a la adolescencia viajó con su familia por Europa. En Roma celebró su cumpleaños doce, el mismo día en que su padre cumplía 30 más que él. Tuvieron la fortuna de encontrarse aún de viaje, semanas después, cuando estalló el artefacto terrorista. Todas sus pertenencias desaparecieron y jamás, hasta el momento, se había autorizado el reingreso de alguno de los habitantes originales a la llamada “Zona Cero”, de la “Ciudad Cero”. Ariel Villaverde tuvo suerte de lograr tal autorización, por su trabajo en la integración del acervo del que sería llamado Museo del Recuerdo, aún en construcción.

Estudió arqueología, motivado por el paralelismo de la destrucción de Pompeya con la de su ciudad natal. Cuando sus padres se atrevieron a decirle que su vida cambiaría por completo, que no podrían regresar a su hogar porque ya no existía y que con toda seguridad la mayor parte de sus amiguitos habían muerto en la explosión, se encontraban precisamente en esa ciudad italiana, famosa por la devastación del volcán que acabó en unas cuantas horas con todo su esplendor.

El envío de la misiva se dio unos pocos días antes, cuando visitaban la milenaria Roma, donde festejaron el cumpleaños compartido. Fue un divertimento familiar que buscaba trascender el tiempo, lo que llevó a su padre a escribirle una carta que debería abrir el día que tuviera la misma edad que tenía él en ese momento, 42 años. No antes, no después. Ese día. Treinta años en el futuro. Era una lección de paciencia para un jovencito impetuoso, envuelta en un mensaje paternal salpicado con la travesura amorosa.

Con el atentado la vida cambió para Ariel, para su familia y para el resto del mundo. Fue tan solo el primero de varios letales incidentes de tal naturaleza. Obsesionado, Ariel terminó convirtiéndose en especialista en ciudades destruidas por ataques terroristas, a fin de abastecer modernos museos conmemorativos.

Al regresar de su viaje por Europa, el gobierno de su país los reubicó en otra zona metropolitana y contrató a su padre como supervisor de sistemas informáticos de una biblioteca, mientras Ariel pasaba la mayor parte de su tiempo sumergido entre libros y documentos que fueron normando su carácter y su mente. Con los años, aprendió a ser paciente, lo que le hubiera agradado a su padre, de vivir aún. Algo que lo distinguía entre sus pocos amigos era respetar el orden de los libros que ya había decidido disfrutar. Tenía varios años por delante de textos por leer y rara vez alteraba el orden que se había autoimpuesto. Era una manía que no dañaba a nadie.

La encomienda oficial era encontrar artefactos cotidianos que sirvieran para el museo que recordaría el lamentable incidente, el cual pronto sería inaugurado en la capital del país, como un homenaje a las miles de personas que perecieron en ese primer atentado. Mientras cumplía con su trabajo, jamás esperó encontrar su antigua casa y mucho menos la carta que una vez sintió perdida para siempre.

Habían entrado con extremo cuidado a las ruinas, recorriendo con su vista los desechos y fue al remover algunos de ellos fue cuando encontró el sobre, muy cerca de la entrada principal. Percibió el amarrillo ocre que sobresalía entre el cenizo color del polvo que cubría todo. Tras levantarlo y sacudirlo con cuidado, para no dañarlo, se dio cuenta que estaba dirigido a él. En su mente circularon improbables posibilidades matemáticas que pretendían justificar tan increíble y coincidental hecho. Su regalo de cumpleaños había llegado y sentía como si ese último mensaje de su padre le quemara las manos. Se tomó el tiempo necesario para verificar la protección de su traje y cerciorarse que no fuera en efecto una quemadura radioactiva. Suspiró aliviado al darse cuenta que era una sensación íntima, producto de su nerviosismo.

En su deambular por las ruinas de la ciudad, encontraron los vestigios suficientes que permitieron que la expedición diera con lo que quedaba de su casa. Se podía decir que estaba en buenas condiciones, a la sombra de lo que fue un enorme edificio que se encontraba cerca de la misma, el cual sin llegar a caer absorbió la mayor parte del destructor impacto. Era sorprendente el estado físico de lo que fue su hogar. Una vez identificado el sitio, permaneció varios minutos en silencio, frente a la entrada, un poco alejado de sus compañeros de expedición, quienes prudentemente le permitieron ese reencuentro con su pasado

Seguía sin creer posible este hecho increíble. Entre millones de toneladas de destrucción, tenía correspondencia. Sin soltar el sobre vanamente buscó algo más que pudiera rescatar para llevarle a su anciana madre, algo que le recordara el hogar que con tanto amor construyera junto con su padre. No había nada en tan buenas condiciones como para producirle alegría.

Recargó su alta figura en lo que aparentemente alguna vez fue la chimenea de la sala. Alzó el sobre y dirigió su mirada hacia la esquina superior izquierda, a fin de verificar quién le envió la carta. Era en efecto de su padre. Sintió como si su corazón se brincara un latido, apenas uno, como queriendo tomar velocidad por la emoción

Sus instrucciones eran precisas. Rescatar objetos cotidianos, colocarlos en las cápsulas que evitarían la contaminación radioactiva al equipo exploratorio y regresarlas al museo. Ahí serían descontaminadas, clasificadas y preparadas para la exposición.

No estaba seguro si debía o no incluir la carta entre los objetos para el museo. La carta era para él, no para el mundo. Era su regalo de cumpleaños, aunque faltaran todavíaocho años para que pudiera abrirla, según instrucciones de su padre, claramente señaladas en el reverso del sobre, aunque si Ariel decidiera lo contrario, él ya no podría reprimirle su desobediencia.

Automáticamente, como era ya un hábito en él, se llevó la mano a la cabeza, como para mesarse los cabellos que empezaban a desaparecer. Se detuvo unos instantes antes de tocar el casco. Exhaló un fuerte suspiro que empañó un momento la visera, pero no lo suficiente como para que dejara de ver el sobre. Escuchó en el radio de su traje las voces de sus compañeros, conminándolo con delicadeza a que continuaran la búsqueda, procediendo al punto siguiente. Ya le habían dado tiempo más que suficiente para él y para su pasado.

Lo que estaba pasando no era posible, se reafirmaba una y otra vez. Sintió como si viviera en un episodio de La Dimensión Desconocida y pronto escucharía la voz de Rod Sterling explicando el desenlace de la historia. Solo que no era un episodio de televisión. Era la vida real y él, Ariel Villaverde, 34 años de edad, arqueólogo de profesión, recientemente casado, con reconocimiento internacional por su interpretación y descubrimientos de restos de ataques terroristas, desde una perspectiva diferente, tenía en sus manos algo que jamás pensó tener.

Una carta que sí llegó a su destino.

Un hallazgo improbable, en un lugar imposible.

Se preguntó, una vez más, ¿qué podría contener en su interior? ¿Qué podría haberle escrito su padre para que lo leyera cuando fuera ya un hombre?

La curiosidad era mucha, pero no era ni el momento ni el lugar ni la circunstancia apropiada para leer su correspondencia.

Colocó con cuidado el sobre dentro de un receptáculo hermético. Mas tarde decidiría si lo abría o no. Si lo entregaba al museo o si lo guardaba hasta la fecha que le indicaba cuando debía abrir la carta. La verdad, no acertaba qué hacer, a pesar de tantas instrucciones precisas de tantas fuentes distintas.

Colocó el recipiente, debidamente clasificado, en uno más grande que poco a poco iba llenándose de aquellos detalles y recuerdos que permitirían reconstruir, para la humanidad, los últimos días de un pueblo que desapareció en un instante. Una ciudad que pereció víctima de un ataque terrorista, con un arma letal creada originalmente por el mismo gobierno de su país.

Miró a su alrededor, visualizando a sus padres junto a la chimenea, enseguida del árbol de Navidad. Creyó escuchar sus palabras y sintió de nuevo la ansiedad infantil de ver los regalos que sabía eran para él. Revivió la emoción de no saber qué contenían y la sorpresa que seguramente sentiría al rasgar el papel y apreciar su contenido.

Giró finalmente sobre si mismo y se encaminó hacia el exterior. Sin proponérselo siguió el mismo recorrido de más de veinte años atrás, hasta traspasar el umbral. Volvió a vivir, en ese instante, el momento en que salieron de su casa para irse de viaje, en esas vacaciones que salvaron sus vidas.

Recordó, no supo porqué, la emoción que sintió en ese momento, cuando estaba a punto de trasladarse a otro continente, donde conocería cosas nuevas, donde percibiría como vivía la gente de otros tiempos y lugares.

Ahora, al reintegrarse a los demás expedicionarios en su búsqueda de nuevos recuerdos para el museo, sintió que había recorrido un círculo, casi en su totalidad, pero le faltaba el último tramo.

Ese sobre, de remitente y procedencia temporal inesperados, tenía un mensaje para él. Un mensaje que en ese momento, decidió leería hasta que llegara la fecha que indicaba la instrucción, su cumpleaños 42, tal y como le había dicho su padre. Por lo pronto, conservaría el sobre, era suyo. No lo entregaría al museo.

You’ve got mail, recordó el título de una antigua película.

Pero no tenía prisa por leer la carta. Sabía esperar y la emoción constante de no saber su contenido, de anticipar las palabras de su padre ya desaparecido, le daría fuerzas y motivo para vivir los próximos 8 años.  Entonces recibiría su regalo, disiparía la duda y cerraría el círculo.

Además, todavía tenía varios cientos de libros que leer en su lista personal.

Una carta, del pasado para el futuro, podía esperar.

 

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Escritor mexicano


Federico ha sido presidente de la AMCYF; promotor cultural; apasionado de la ciencia ficción; fundador de la revista Umbrales; director del taller literario Terra Ignota; maestro universitario; editor de antologías en tres tomos Más allá de lo imaginado (I, II y III), (Conaculta-Tierra Adentro); licenciado en Ciencias de la Comunicación y ganador de varios premios de literatura entre otras cosas; además de ser un buen amigo.


 Este texto obtuvo el 3º lugar en el XXVI Concurso de Creación Literaria del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey






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Entrevista a Federico Schaffler