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Fernando
Sorrentino |
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En 1965 yo tenía veintidós años y cursaba el
profesorado en letras. Corría la naciente
primavera de septiembre; cierta mañana, muy
temprano —acababa de amanecer—, me hallaba
estudiando en mi cuarto. Vivíamos en un quinto
piso, en el único edificio de departamentos que
había en esa cuadra de la calle Costa Rica.
Sentía algo de pereza: cada tanto, dejaba vagar
mi vista a través de la ventana. Desde allí veía
la calle y, en la vereda de enfrente, el
trabajado jardín del viejo don Cesáreo, cuya
casa ocupaba el lote esquinero, el de la ochava,
que, por lo tanto, constituía un pentágono
irregular.
Junto a la de don Cesáreo estaba la antigua y
enorme casa de los Bernasconi, bella gente que
hacía cosas lindas y buenas. Tenían tres hijas,
y yo estaba enamorado de la mayor, Adriana. Por
eso, echaba cada tanto alguna mirada hacia la
acera de enfrente, más por hábito del corazón
que porque esperase verla, a tan temprana hora.
Como de costumbre, el viejo don Cesáreo se
hallaba cuidando y regando su adorado jardín, al
que separaban de la vereda una verja baja y tres
escalones de piedra.
La calle estaba desierta, de manera que
forzosamente me llamó la atención un hombre que
surgió en la cuadra anterior y que avanzaba en
dirección a la nuestra por la misma acera donde
tenían sus casas don Cesáreo y los Bernasconi.
¿Cómo no iba a llamarme la atención ese hombre,
si era un mendigo o vagabundo, un abanico de
andrajos oscuros?
Barbado y flaco, un deforme sombrero de paja
amarillenta le cubría la cabeza. Pese al calor,
se envolvía con un rotoso sobretodo grisáceo.
Llevaba además una bolsa enorme y sucia, donde
guardaría las limosnas o los restos de comidas
que obtuviese.
Continué observando.
El vagabundo se detuvo frente a la casa de don
Cesáreo y, a través de las rejas, le pidió algo.
El viejo era hombre de mal carácter: sin
contestar nada, hizo con la mano un ademán como
de echarlo. Pero el mendigo pareció insistir, en
voz muy baja, y entonces sí oí claramente que el
viejo gritó:
—¡Váyase de una vez, che, y no me moleste!
Sin embargo, volvió a porfiar el vagabundo y
ahora hasta subió los tres peldaños de piedra y
forcejeó un poco con la puerta de hierro.
Entonces don Cesáreo, perdiendo del todo su poca
paciencia, lo apartó de un empellón. El mendigo
resbaló en la piedra mojada, intentó sin éxito
asirse de una reja y cayó violentamente al piso.
En el mismo relámpago instantáneo, vi sus
piernas extendidas hacia arriba y oí el nítido
ruido del cráneo al golpear en el primer
escalón.
El viejo don Cesáreo salió a la calle, se
inclinó sobre él y le palpó el pecho. En seguida
lo tomó de los pies y lo arrastró hasta el
cordón de la vereda. Luego entró en su casa y
cerró la puerta, en la seguridad de que no había
testigos de su involuntario crimen.
El único testigo era yo.
Al rato largo pasó un hombre y se detuvo junto
al mendigo muerto. Después se juntaron otras
personas, y llegó la policía. Metieron al
pordiosero en una ambulancia y se lo llevaron.
Eso fue todo, y nunca más se habló del asunto.
Yo, por mi parte, me guardé muy bien de abrir la
boca. Probablemente procedí mal, pero ¿por qué
iba yo a acusar a aquel viejo que nunca me había
hecho ningún daño? Por otro lado, ya que no
había sido su intención dar muerte al
pordiosero, no me pareció justo que un proceso
judicial le amargara los últimos años de su
vida. Pensé que lo mejor sería dejarlo a solas
con su conciencia.
Poco a poco fui olvidando el episodio; sin
embargo, cada vez que veía a don Cesáreo,
experimentaba una extraña sensación. Pensaba:
“El viejo ignora que yo soy, en todo el mundo,
el único conocedor de su secreto”. Desde
entonces, no sé por qué, eludía su presencia y
jamás me atreví a volver a hablarle.
• • •
En 1969 yo tenía veintiséis años y el título de
profesor de castellano y literatura. Adriana
Bernasconi no se había casado conmigo sino con
cierto individuo que quién sabe si la quería y
la merecía tanto como yo.
Por esos días, Adriana, cada vez más hermosa, se
hallaba embarazada y muy próxima al parto.
Seguía viviendo en la misma enorme casa antigua
de siempre, ya que su marido —quise creer— fue
incapaz de comprar vivienda propia. Esa
agobiante mañana de diciembre, antes de las
ocho, yo me encontraba dando clases particulares
de gramática a unos muchachitos del secundario
que debían rendir examen; como solía hacerlo,
echaba cada tanto alguna melancólica mirada
hacia enfrente.
De pronto, mi corazón dio —literalmente— un
vuelco, y creí ser víctima de una alucinación.
Por el mismo exacto camino de antes, se acercaba
el mendigo a quien don Cesáreo había matado
cuatro años atrás: las mismas ropas harapientas,
el sobretodo grisáceo, el deforme sombrero de
paja, la bolsa infame.
Olvidando a mis alumnos, me precipité a la
ventana. El pordiosero iba disminuyendo su paso,
como si ya se encontrase cerca de su destino.
“Ha resucitado”, pensé, “y viene a vengarse de
don Cesáreo”.
Sin embargo, el mendigo pisó la vereda del
viejo, pasó frente a la verja y continuó su
camino. Luego se detuvo ante la puerta de
Adriana Bernasconi, oprimió el picaporte y
entró.
—En seguida vuelvo —les dije a los alumnos.
Enloquecido de ansiedad, no quise esperar el
ascensor, bajé por la escalera, salí a la calle,
crucé corriendo y, como una tromba, entré en la
casa de Adriana (en aquella época y en aquel
barrio no se estilaba echar llave durante el
día).
—¡Hola! —me dijo su madre, que estaba tras la
puerta del zaguán, como a punto de salir—. Qué
milagro, vos por acá.
Nunca me había mirado con malos ojos. Me abrazó
y me besó, y yo no entendía bien qué pasaba.
Luego comprendí que Adriana acababa de ser
madre, y que todos estaban muy contentos y
emocionados. No pude menos que estrechar la mano
de mi victorioso rival, que sonreía con su cara
de estúpido.
No sabía
cómo preguntarlo y consideraba si sería mejor
callar o no. Después llegué a una solución
intermedia. Con fingida indiferencia, dije:
—En realidad, me permití entrar sin tocar el
timbre porque me pareció ver meterse a un
pordiosero, con una bolsa sucia, grande, y tuve
miedo de que entrara a robar.
Me miraron con sorpresa: ¿pordiosero?, ¿bolsa?,
¿robar? Bueno, ellos habían permanecido todo el
tiempo en la sala y no sabían a qué me refería.
—Seguramente me habré equivocado —dije.
Luego me invitaron a pasar a la habitación donde
estaban Adriana y su bebé. En casos así, nunca
sé qué decir. La felicité, la besé, miré al
bebito y pregunté qué nombre iban a ponerle. Me
dijeron que Gustavo, como el padre; a mí me
hubiera gustado más el nombre Fernando, pero no
dije nada.
Ya en casa, pensé: “Ése era el pordiosero a
quien mató el viejo don Cesáreo, no tengo duda.
Pero no ha regresado a tomar venganza, sino a
reencarnarse en el hijo de Adriana”.
Pero, dos o tres días después, me pareció que la
hipótesis era ridícula, y fui olvidándola.
• • •
Y la habría olvidado del todo, si no fuera que,
en 1979, cierto episodio la trajo de nuevo a mi
memoria.
Con más años encima y sintiéndome cada día capaz
de menos cosas, tenía que redactar, para cierto
suplemento literario, la reseña de una novela
muy aburridora. Por eso, aquella mañana mi
atención se posaba sólo por momentos en el libro
que estaba leyendo junto a la ventana; luego,
distraído y perezoso, dejaba vagar la mirada por
aquí y por allá.
Gustavo, el hijo de Adriana, jugaba en la azotea
de su casa. Por cierto, era aquél un juego
bastante elemental para su edad; pensé que el
chico había heredado la escasa inteligencia de
su padre y que, si hubiera sido hijo mío, sin
duda habría hallado una manera menos burda de
divertirse.
Sobre la pared medianera había colocado una
hilera de latas vacías e intentaba ahora
derribarlas mediante piedras que arrojaba desde
tres o cuatro metros. Como no podía ser de otro
modo, casi todos los cascotes caían en el jardín
de don Cesáreo. Pensé que el viejo, a la sazón
ausente, iba a sufrir una rabieta cuando
encontrase destrozadas muchas de sus flores.
Y, justamente en ese momento, don Cesáreo salió
de la casa al jardín. Era, en verdad, muy viejo
y caminaba con extrema vacilación, apoyando con
cautela uno y otro pie. Se dirigió con temerosa
lentitud hasta la puerta del jardín y se dispuso
a bajar los tres peldaños que daban a la vereda.
Al mismo tiempo, Gustavo —que no veía al viejo—
le acertó por fin a una de las latas, que, al
rebotar en dos o tres saledizos de las paredes,
cayó con gran estrépito en el sendero de
baldosas que atravesaba el jardín de don
Cesáreo. Éste, que estaba en mitad de la breve
escalera, se sobresaltó al oír el ruido, hizo un
movimiento brusco, resbaló con violencia y, las
piernas hacia arriba, dio sonoramente con el
cráneo contra el primer escalón.
Todo esto lo veía yo, y ni el niño había visto
al viejo, ni el viejo al niño. Por alguna razón,
Gustavo abandonó entonces la azotea. En pocos
segundos, ya mucha gente había rodeado el
cadáver de don Cesáreo, y era obvio que una
caída accidental había sido la causa de su
muerte.
Al otro día, con la decisión de concluir la
lectura de la novela que debía reseñar, me
levanté muy temprano y de inmediato me instalé
con el libro junto a la ventana. En la casa
pentagonal se cumplía el velorio de don Cesáreo:
en la vereda había algunas personas que fumaban
y conversaban.
Esas personas se apartaron con asco y aprensión
cuando, poco después, de la casa de Adriana
Bernasconi salió el pordiosero, con sus
andrajos, su sobretodo, su sombrero de paja y su
bolsa de siempre. Atravesó el grupo de hombres y
mujeres, y fue perdiéndose lentamente a lo
lejos, hacia el mismo rumbo desde el cual había
venido dos veces.
Al mediodía supe, con pena pero sin sorpresa,
que Gustavo no había amanecido en su cama. Sus
padres iniciaron una desolada búsqueda, que, con
obstinada esperanza, continúa hasta hoy. Yo
nunca tuve fuerzas para decirles que desistieran
de ella.
Información bibliográfica
Existe un
hombre que tiene la costumbre de pegarme con un
paraguas en la cabeza, Barcelona, Ediciones
Carena, 2005.
El
regreso. Y otros cuentos inquietantes, Buenos
Aires, Editorial Estrada, 2005.
El centro
de la telaraña, y otros cuentos de crimen y
misterio, Buenos Aires, Editorial Longseller,
2008.
[De El remedio para el
rey ciego, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra,
1984.]
Este registro se añadió el 28 de octubre 2009
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Escritor argentino Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura. Otros textos de Fernando Sorrentino en Literatura Virtual * * * * * *
Fernando Sorrentino habla sobre la narrativa.
Gracias a la generosidad de los
responsables de
Comoartes ediciones,
podemos compartir con los
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Virtual, la entrevista que
realizara Francisco Garzón
Céspedes a Fernando Sorrentino.
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