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Fernando Sorrentino |
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Este episodio ocurrió cuando la juventud y el optimismo eran atributos que me acompañaban. En el barrio de Las Cañitas, y por la calle Matienzo, corrían las tibiezas de octubre. Serían las once de la mañana y era jueves, el único día de la semana que el horario escolar me dejaba en plenitud para mí: yo era profesor de Lengua y Literatura en más de un colegio secundario, tenía veintisiete años y un ilimitado entusiasmo hacia la imaginación y hacia los libros. Me hallaba sentado en el balcón, tomando mate y releyendo, después de unos tres lustros, las encantadoras aventuras de Las minas del rey Salomón: noté con alguna tristeza que ya no me gustaban tanto como entonces. De pronto supe que alguien me estaba mirando. Alcé la vista. En uno de los balcones del edificio de enfrente, y a la misma altura del mío, sorprendí la presencia de una muchacha. Levanté la mano y le mandé un saludo. Ella me dijo chau con el brazo y abandonó el balcón. Interesado en las posibles derivaciones, traté de entrever el interior de su departamento, sin ningún resultado. «Ésta no sale más», me dije, y volví a la lectura. No habría leído diez líneas, cuando reapareció, ahora con anteojos ahumados, y se sentó en una reposera. Empecé a prodigarme en gestos y ademanes infructuosos. La muchacha leía —o fingía leer— una revista. «Es un ardid», pensé; «no puede ser que no me vea, y ahora se ha puesto en exposición, para que yo la contemple.» No podía distinguirle bien las facciones, pero sí el cuerpo: alto y delgado; el pelo, lacio y oscuro, le caía a plomo sobre los hombros. En conjunto, me pareció una hermosa muchacha, de unos veinticuatro o veinticinco años. Abandoné el balcón, fui al dormitorio, la espié a través de la persiana: ella miraba hacia mi casa. Entonces salí corriendo y la sorprendí en esa postura culpable. La saludé con un ampuloso ademán, que exigía la recíproca. En efecto, me retribuyó el saludo. Después de los saludos, lo normal es iniciar una conversación. Pero, desde luego, no íbamos a gritarnos de vereda a vereda. Entonces efectué con el índice derecho cerca de mi oreja ese movimiento giratorio que, como todo el mundo sabe, significa pedir permiso para llamar por teléfono. Metiendo la cabeza entre los hombros y abriendo manos y brazos, la muchacha me contestó, una y otra vez, que no entendía. ¡Canalla! ¿Cómo no iba a entender? Entré, desenchufé el teléfono y regresé con él al balcón. Lo exhibí, como un trofeo deportivo, alzándolo con ambas manos sobre la cabeza. «Y, taradita, ¿entendés o no entendés?» Sí, entendía: el rostro le relampagueó en una sonrisa blanca y me respondió con un gesto afirmativo. Muy bien: ya tenía autorización para telefonearle. Sólo que ignoraba su número. Era menester preguntárselo mediante mímica. Recurrí a gestos y ademanes muy complejos. Formular la pregunta resultaba difícil, pero ella sabía perfectamente qué necesitaba conocer yo. Por supuesto, y tal como suelen proceder las mujeres, quería divertirse un poco conmigo. Jugó hasta donde le fue posible. Y, por último, fingió comprender lo que ya, desde el principio, había entendido sin dudar. Dibujó con el índice unos jeroglíficos en el aire. Me di cuenta de que ella escribía para su propia lectura y de que me era necesario «decodificar» los rasgos que yo veía como ubicado tras un cristal. Con este método de leer en espejo obtuve las siete cifras que me pondrían en comunicación con la bella vecina de la casa de enfrente. Yo estaba contentísimo. Enchufé el teléfono y disqué. Al primer ring, levantaron el tubo: —¡Sííí...! —atronó en mi oído una gruesa voz de hombre. Sorprendido por esta bifurcación, vacilé un instante. —¿Quién habla? —agregó el vozarrón, ya con un matiz de cólera y de impaciencia. —Éste... —musité, amedrentado—. ¿Hablo con el 771...? —¡Más fuerte, señor! —me interrumpió, de modo insoportable. —¡No se escucha nada, señor! ¿Con quién quiere hablar, señor? Dijo más fuerte en lugar de más alto, dijo no se escucha en lugar de no se oye, dijo señor con el tono que suele emplearse para decir imbécil. Asustadísimo, balbuceé: —Éste... Con la chica... —¿Qué chica, señor? ¿De qué chica me está hablando, señor? —en el vozarrón acechaba una amenaza. ¿Cómo explicarle algo a alguien que no quiere entender? —Éste... Con la chica del balcón —mi voz era un hilito de cristal. Pero no se apiadó. Al contrario, se enfureció más: —¡No moleste, señor, por favor! ¡Somos gente que trabaja, señor! Un iracundo clic cortó la comunicación. Azorado, quedé un instante sin fuerzas. Miré el teléfono y lo maldije entre dientes. Luego califiqué con duros adjetivos a aquella muchacha tonta que no había tenido la precaución de atender ella misma. En seguida pensé que la culpa era mía, por haber llamado tan pronto. De la rapidez con que atendió el hombre del vozarrón, deduje que el aparato estaría al alcance de su mano, acaso sobre su escritorio: por eso había dicho «Somos gente que trabaja.» ¿Y a mí qué? Todo el mundo trabajaba: no había mérito especial en ello. Traté de imaginar a ese individuo, atribuyéndole rasgos odiosos: lo pensé gordo, rojizo, sudoroso, panzón. Ese hombre estentóreo me había infligido una terminante derrota telefónica. Me sentí un poco deprimido y con deseos de venganza. Después volví al balcón, resuelto a preguntarle a la muchacha su nombre. No estaba. «Claro», inferí, optimista, «estará junto al teléfono, esperando con ansiedad mi llamada». Con renovados bríos, pero también con temor, marqué los siete números. Oí un ring; oí: —¡¡¡Sííí...!!! Aterrorizado, corté la comunicación. Pensé: «Ese troglodita se permite tiranizarme sólo porque a mí me falta un elemento: el nombre de la persona con quien quiero hablar. Es necesario conseguirlo.» Después razoné: «En la Guía Verde hay una sección donde es posible encontrar los apellidos de los clientes a partir de sus números de teléfono. Yo no tengo Guía Verde. Las grandes empresas tienen Guía Verde. Los bancos son grandes empresas. Los bancos tienen Guía Verde. Mi amigo Balbón trabaja en un banco. Los bancos abren a las doce.» Esperé hasta las doce y cinco, y llamé a Balbón: —Oh, querido amigo Fernando —contestó—, me hallo en extremo regocijado y confortado de oír tu voz... —Gracias, Balbón. Pero escuchame... —... tu voz de joven despreocupado y libre de obligaciones, deberes y responsabilidades. Feliz de ti, querido amigo Fernando, que tomas la vida como un devenir afortunado y no permites que ningún hecho exterior enturbie la paz de tu existencia. Feliz de ti... No tengo cómo probarlo pero ruego ser creído: juro que Balbón existe y que, en efecto, habla así y dice ese tipo de cosas. Después de adornarme con aquellas imaginarias venturas, se pintó a sí mismo —sin permitirme hablar— como una especie de víctima: —En cambio, yo, el humilde e ínfimo Balbón, continúo hoy, como lo hice ayer y lo haré mañana, y por todos los siglos de los siglos, arrastrando un gravoso carro de miserias y de tristezas, a través de este pérfido planeta… Yo había oído miles de veces esa historia. Me distraje un poco esperando que concluyese con sus quejas. De pronto, oí: —He tenido mucho gusto en hablar contigo. Será hasta cualquier momento. Y cortó la comunicación. Indignado, al instante volví a llamarlo: —¡Che, Balbón! —le reproché—. ¿Por qué cortaste? —Ah —dijo—. ¿Tú querías decirme algo? —Necesitaría que te fijaras en la Guía Verde a qué apellido corresponde el siguiente número de teléfono... —Aguarda un instante. Voy a buscar mi estilográfica, pues aborrezco escribir con lápices o biromes. Me devoraba la impaciencia. —Ese número —dijo, al cabo de algunos minutos— corresponde a una tal CASTELLUCCI, IRMA G. DE. Castellucci con doble ele y doble ce. Pero, ¿para qué lo quieres? —Muchas gracias, Balbón. Otro día te explico. Chau. Ahora sí: yo me hallaba en posesión de un arma poderosa. Marqué el número de la muchacha. —¡¡¡Sííí...!!! —tronó el cavernícola. Sin vacilar, con voz sonora y bien modulada, y con cierto tinte perentorio, articulé: —Por favor, me comunica con la señorita Castellucci. —¿De parte de quién, señor? Que pregunten de parte de quién es una costumbre que me irrita. Para desconcertarlo, le dije: —De parte de Tiberíades Heliogábalo Asoarfasayafi. —¡Pero, señor! —estalló—. ¡La familia Castellucci hace como cuatro años que no vive más aquí, señor! ¡Siempre están molestando con ese maldito Castellucci, señor! —Y si no vive más ahí, ¿para qué me preguntó de par...? En la mitad de la palabra me interrumpió su furioso clic: ni siquiera me había permitido expresar esa mínima protesta ante su despotismo. ¡Ah, pero eso no iba a quedar así! A toda velocidad, volví a discar: —¡¡¡Sííí...!!! Con pronunciación de retardado mental, pregunté: —¿Habdo co da famidia Castedusi? —¡Pero no, señor! ¡La familia Castellucci hace más de cinco años que no vive más aquí, señor! —Ah... Qué suedte: estoy habdando con ed señod Castedusi... ¿Cómo de va, señod Castedusi? —¡Pero no, señor! ¡Entiéndame, señor! —estaba hecho una dinamita—. ¡La familia Castellucci hace como siete años que no vive más aquí, señor! —¿Cómo está usté, señod Castedusi? —insistí, cordialmente—. ¿Y su señoda? ¿Y dos pibes? ¿No se acuedda de mí, señod Castedusi? —¿Pero quién habla, señor? —el monstruo, además de terrible, era curioso. —Habda Madio, señod Castedusi. —¿Mario? —repitió, con asco—. ¿Qué Mario? —Madio, señod Castedusi: Madio, ed que se escuendió en ed admadio. —¿¡Cómo...!? —no me había entendido bien: yo tenía la boca llena de risa. —Madio, señod Castedusi, Madio Adbedto. —¿Mario Alberto? ¿Qué Mario Alberto? —Madio Adbedto, ed que tiene un ojo bizco y ed otdo tuedto, señod Castedusi. Aquello fue una especie de bomba atómica: —¡¡¡Pero no molestés, idiota, haceme el favor!!! ¿¡Por qué no te pegás un tiro, infeliz!? —Podque no puedo, señod Castedusi. Tengo una puntedía de miedda, señod Castedusi. Da údtima vez que quise pegadme un tido en da cabeza, maté sin queded a un pingüino que estaba en da Antádtida, señod Castedusi. Hubo un instante de silencio, como si aquel individuo enloquecido de rabia, para no ser fulminado por un infarto, aspirase, en una sola bocanada, todo el oxígeno de la atmósfera terrestre. Yo, muy atento, esperaba. Entonces, con el máximo furor y ahogándose en su propia cólera, el vestiglo lanzó sobre mí, a los gritos, esta descarga de artillería pesada, donde cada palabra, impaciente por ser proferida, se tropezaba con las demás: —¡¡¡¡Pero morite, pedazo de idiota, tarado cerebral, grandísimo repelotudo, parásito, infradotado de mierda, cornudo, inútil, inservible, pajero, reverendo imbécil, sifilítico, blenorrágico, boludo alegre!!!! —Me siento muy hondado pod sus padabdas, señod Castedusi. Muchas gdacias, señod Castedusi. Cortó de un golpe violentísimo. Fue una lástima: me habría encantado que siguiera insultándome. Era delicioso imaginar a mi enemigo: rojo, transpirado, mesándose los cabellos y mordiéndose los nudillos, quizá con el aparato telefónico averiado a causa del golpe... Experimenté algo parecido a la felicidad y ya no me importó no haber podido hablar con la muchacha del balcón.
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Escritor argentino Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura. Otros textos de Fernando Sorrentino en Literatura Virtual * * * * *
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