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Era sábado, serían las diez de la mañana.
En
un descuido, mi hijo mayor, que es el diablo,
trazó con un alambre un garabato en la puerta
del departamento vecino. Nada alarmante ni
catastrófico: un breve firulete, acaso
imperceptible para quien no estuviera sobre
aviso.
Lo
confieso con rubor: al principio —¿quién no ha
tenido estas debilidades?— pensé en callar. Pero
después me pareció que lo correcto era
disculparme ante el vecino y ofrecerle pagar los
daños. Afianzó esta determinación de honestidad
la certeza de que los gastos serían escasos.
Llamé brevemente. De los vecinos sólo sabía que
eran nuevos en la casa, que eran tres, que eran
rubios. Cuando hablaron, supe que eran
extranjeros. Cuando hablaron un poco más, los
supuse alemanes, austríacos o suizos.
Rieron bonachonamente; no le asignaron al
garabato ninguna importancia; hasta fingieron
esforzarse, con una lupa, para poder verlo, tan
insignificante era.
Con
firmeza y alegría rechazaron mis disculpas,
dijeron que todos los niños eran traviesos, no
admitieron —en suma— que yo me hiciera cargo de
los gastos de reparación.
Nos
despedimos entre sonoras risotadas y con férreos
apretones de manos.
Ya
en casa, mi mujer —que había estado espiando por
la mirilla— me preguntó, anhelante:
—¿Saldrá cara la pintura?
—No
quieren ni un centavo —la tranquilicé.
—Menos mal —repuso, y oprimió un poco la
cartera.
No
hice más que volverme cuando vi, junto a la
puerta, un pequeñísimo sobre blanco. En su
interior había una tarjeta de visita. Impresos,
en letras cuadraditas, dos nombres:
Guillermo Hofer y Ricarda H. Kornfeld de Hofer.
Después, en menuda caligrafía azul, se agregaba:
y
Guillermito Gustavo Hofer saludan muy
atentamente al señor y a la señora Sorrentino, y
les piden mil disculpas por el mal rato que
pudieron haber pasado debido a la presunta
travesura —que no es tal— del pequeño Juan
Manuel Sorrentino al adornar nuestra vieja
puerta con un gracioso dibujito.
—¡Caramba! —dije—. Qué gente delicada. No sólo
no se enojan, sino que se disculpan.
Para retribuir de algún modo tanta amabilidad,
tomé un libro infantil sin estrenar, que
reservaba como regalo para Juan Manuel, y le
pedí que obsequiara con él al pequeño
Guillermito Gustavo Hofer.
Ése
era mi día de suerte: Juan Manuel obedeció sin
imponerme condiciones humillantes, y volvió
portador de millones de gracias de parte del
matrimonio Hofer y de su retoño.
Serían las doce. Los sábados suelo, sin éxito,
intentar leer. Me senté, abrí el libro, leí dos
palabras, sonó el timbre. En estos casos,
siempre soy el único habitante de la casa y mi
deber es levantarme. Emití un resoplido de
fastidio y fui a abrir la puerta. Me encontré
con un joven de bigotes, vestido como un
soldadito de plomo, eclipsado tras un ingente
ramo de rosas.
Firmé un papel, di una propina, recibí una
especie de saludo militar, conté veinticuatro
rosas, leí, en una tarjeta ocre,
Guillermo
Hofer y Ricarda H. Kornfeld de Hofer saludan muy
atentamente al señor y a la señora Sorrentino, y
al pequeño Juan Manuel Sorrentino, y les
agradecen el bellísimo libro de cuentos
infantiles —alimento para el espíritu— con que
han obsequiado a Guillermito Gustavo.
En
eso, con bolsas y esfuerzos, llegó del mercado
mi mujer:
—¡Qué lindas rosas! ¡Con lo que a mí me gustan
las flores! ¿Cómo se te ocurrió comprarlas, a
vos que nunca se te ocurre nada?
Tuve que confesar que eran un regalo del
matrimonio Hofer.
—Esto hay que agradecerlo —dijo, distribuyendo
las rosas en jarrones—. Los invitaremos a tomar
el té.
Mis
planes para ese sábado eran otros. Débilmente,
aventuré:
—¿Esta tarde...?
—No
dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
Serían las seis de la tarde. Esplendorosa
vajilla y albo mantel cubrían la mesa del
comedor. Un rato antes, obedeciendo órdenes de
mi mujer —que deseaba un toque vienés—, debí
presentarme en una confitería de la avenida
Cabildo, comprar sándwiches, masas, postres,
golosinas. Eso sí, todo de primera calidad y el
paquete atado con una cintita roja y blanca que
realmente abría el apetito. Al pasar frente a
una ferretería, una oscura ruindad me impulsó a
comparar el importe de mi reciente gasto con el
precio de la más gigantesca lata de la mejor de
todas las pinturas. Experimenté una ligera
congoja.
Los
Hofer no llegaron con las manos vacías. Los
entorpecía —blanca, cremosa y barroca— una torta
descomunal que hubiera alcanzado para todos los
soldados de un regimiento. Mi mujer quedó
anonadada por la excesiva generosidad del
presente. Yo también, pero ya me sentía un poco
incómodo. Los Hofer, con su charla hecha sobre
todo de disculpas y zalamerías, no lograban
interesarme. Juan Manuel y Guillermito, con sus
juegos hechos sobre todo de carreras, golpes,
gritos y destrozos, lograban alarmarme.
A
las ocho me hubiera parecido meritorio que se
retiraran. Pero mi mujer me musitó al oído, en
la cocina:
—Han sido tan amables. Semejante torta…
Tendríamos que invitarlos a cenar.
—¿A
cenar qué, si no hay comida? ¿A cenar por qué,
si no tenemos hambre?
—Si
no hay comida aquí, habrá en la rotisería. En
cuanto al hambre, ¿quién dijo que es necesario
comer? Lo importante es compartir la mesa y
pasar un rato divertido.
A
pesar de que lo importante no era la comida, a
eso de las diez de la noche, cargado como una
mula, transporté, desde la rotisería, enormes y
fragantes paquetes. Una vez más, los Hofer
demostraron que no eran gente de presentarse con
las manos vacías: en un cofre de hierro y bronce
trajeron treinta botellas de vino italiano y
cinco de coñac francés.
Serían las dos de la mañana. Extenuado por las
migraciones, ahíto por el exceso de comida,
embriagado por el vino y el coñac, aturdido por
la emoción de la amistad, me dormí al instante.
Fue una suerte: a las seis, los Hofer, vestidos
con ropas deportivas y protegidos los ojos con
lentes ahumados, tocaron el timbre. Nos
llevarían en automóvil a su quinta de la vecina
localidad de Ingeniero Maschwitz.
Mentiría quien dijese que este pueblo está
pegado a Buenos Aires. En el coche pensé con
nostalgia en mi mate, en mi diario, en mi ocio.
Si mantenía abiertos los ojos, me ardían; si los
cerraba, me quedaba dormido. Los Hofer,
misteriosamente descansados, charlaron y rieron
durante todo el trayecto.
En
la quinta, que era muy linda, nos trataron como
a reyes. Tomamos sol, nadamos en la pileta,
comimos delicioso asado criollo, hasta dormí una
siestita bajo un árbol con hormigas. Al
despertarme, caí en la cuenta de que habíamos
ido con las manos vacías.
—No
seas guarango —susurró mi mujer—. Aunque sea
comprale algo al chico.
Fui
a caminar por el pueblo con Guillermito. Ante el
escaparate de una juguetería le pregunté:
—¿Qué querés que te compre?
—Un
caballo.
Entendí que se refería a un caballito de
juguete. Me equivocaba: volví a la quinta en
ancas de un bayo brioso, sujeto de la cintura de
Guillermito y sin siquiera un cojinillo para mis
asentaderas doloridas.
Así
pasó el domingo.
El
lunes, al volver de mi empleo, encontré al señor
Hofer enseñándole a Juan Manuel a manejar una
motocicleta.
—¿Cómo le va? —me dijo—. ¿Le gusta lo que le
regalé al nene?
—Pero si es muy chico para andar en moto
—objeté.
—Entonces se la regalo a usted.
Nunca lo hubiera dicho. Al verse despojado del
reciente obsequio, Juan Manuel estalló en una
rabieta estentórea.
—Pobrecito —comprendió el señor Hofer—. Los
chicos son así. Vení, querido, tengo algo lindo
para vos.
Yo
me senté en la motocicleta y, como no sé
manejar, me puse a hacer ruido de motocicleta
con la boca.
—¡Alto ahí o lo mato!
Juan Manuel me apuntaba con una escopeta de aire
comprimido.
—Nunca dispares a los ojos —le recomendó el
señor Hofer.
Hice ruido de frenar la motocicleta, y Juan
Manuel dejó de apuntarme. Subimos a casa muy
contentos los dos.
—Recibir regalos es muy fácil —señaló mi mujer—.
Pero hay que saber retribuir. A ver si te hacés
notar.
Comprendí.
El martes adquirí un automóvil importado y una
carabina. El señor Hofer me preguntó por qué me
había molestado; Guillermito, del primer tiro,
rompió el farol del alumbrado público.
El
miércoles los regalos fueron tres. Para mí, un
desmesurado ómnibus de viajes internacionales,
provisto de aire acondicionado y servicios de
baño, sauna, restaurante y salón de baile. Para
Juan Manuel, una bazuca de fabricación
vietnamita. Para mi mujer, un lujoso vestido
blanco de fiesta.
—¿Dónde voy a lucir el vestido? —comentó,
decepcionada—. ¿En el ómnibus? La culpa es tuya,
que nunca le regalaste nada a la señora. Por eso
ahora me regalan limosnas.
Un
estampido horrendo casi me dejó sordo. Para
probar su bazuca, Juan Manuel acababa de
demoler, de un solo disparo, la casa de la
esquina, por fortuna deshabitada tiempo ha.
Pero mi mujer seguía con sus quejas:
—Claro, para el señor, un ómnibus como para ir
hasta el Brasil. Para el señorito, un arma
poderosa como para defenderse de los
antropófagos del Mato Grosso. Para la sirvienta,
un vestidito de fiesta... Estos Hofer, como
buenos europeos, son unos tacaños...
Subí a mi ómnibus y lo puse en marcha. Me detuve
cerca del río, en un paraje solitario. Allí,
perdido en el desaforado asiento, gozando de la
fresca penumbra que me brindaban los visillos
corridos, me entregué a la serena meditación.
Cuando supe exactamente qué debía hacer, me
dirigí al ministerio a ver a Pérez. Como todo
argentino, yo tengo un amigo en un ministerio, y
este amigo se llama Pérez. Por más que soy muy
emprendedor, en este caso necesitaba que Pérez
interpusiera su influencia.
Y
lo logré.
Vivo en el barrio de Las
Cañitas, al que ahora le dicen San Benito de
Palermo. Para extender una vía férrea desde la
estación Lisandro de la Torre hasta la puerta de
mi casa, fue necesario el trabajo silencioso,
fecundo e ininterrumpido de un multitudinario
ejército de ingenieros, técnicos y obreros,
quienes, utilizando la más especializada y
moderna maquinaria internacional, y tras
expropiar y demoler las cuatro manzanas de
suntuosos edificios que otrora se extendían por
la avenida del Libertador entre las calles
Olleros y Matienzo, coronaron con éxito rotundo
tan valerosa empresa. De más está puntualizar
que sus dueños recibieron justa e instantánea
indemnización. Es que con un Pérez en un
ministerio no existe la palabra
imposible.
Esta vez quise darle una sorpresa al señor Hofer.
Cuando el jueves, a las ocho de la mañana, salió
a la calle, encontró una reluciente locomotora
diésel, roja y amarilla, enganchada a seis
vagones. Sobre la puerta de la locomotora, un
cartelito rezaba:
Bienvenido a su tren, señor Hofer.
—¡Un tren! —exclamó—. ¡Un tren, todo para mí
solo! ¡El sueño de mi vida! ¡Desde chico que
quiero manejar un tren!
Y,
loco de contento y sin siquiera agradecerme,
subió a la locomotora, donde un sencillo manual
de instrucciones lo esperaba para explicarle
cómo conducirla.
—Pero espere —dije—, no sea abombado. Mire lo
que le compré a Guillermito.
Un
poderoso tanque de guerra destruía con sus
orugas las baldosas de la acera.
—¡¡¡Bieeeennn!!! —gritó Guillermito—. ¡Con las
ganas que tengo de tirar abajo el obelisco!
—Tampoco me olvidé de la señora —añadí.
Y
le entregué, recién recibido de Francia, el más
fino y delicado tapado de visón.
Como eran ansiosos y juguetones, los Hofer
quisieron estrenar en ese mismo instante sus
regalos.
Pero en cada obsequio yo había colocado una
pequeña trampa.
El
tapado de visón estaba interiormente recubierto
de una emulsión mágica evaporante que me había
cedido un hechicero del Congo, de manera que,
apenas se envolvió con él, la señora Ricarda se
achicharró primero y luego se convirtió en una
tenue nubecilla blancuzca que se perdió en el
cielo.
No
bien Guillermito efectuó su primer cañonazo
contra el obelisco, la torreta del tanque,
accionada por un dispositivo especial, salió
disparada hacia el espacio y depositó al
pequeño, sano y salvo, en una de las diez lunas
del planeta Saturno.
Cuando el señor Hofer puso en marcha el tren,
éste, incontrolable, se lanzó raudamente por un
viaducto atómico cuyo itinerario, tras cruzar el
Atlántico, el noroeste del África y el canal de
Sicilia, concluía bruscamente en el cráter del
volcán Etna, que por esos días había entrado en
erupción.
Así
fue como llegó el viernes, y no recibimos ningún
regalo de los Hofer. Al anochecer, mientras
preparaba la comida, mi mujer dijo:
—Sea uno amable con los vecinos. Póngase en
gastos. Que tren, que tanque, que visón. Y
ellos, ni una tarjetita de agradecimiento.
[De
En defensa propia,
Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982.]
[De Costumbres del alcaucil, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2008.]
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Escritor argentino Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura. Otros textos de Fernando Sorrentino en Literatura Virtual * * * * *
Fernando Sorrentino habla sobre la narrativa.
Gracias a la generosidad de los
responsables de
Comoartes ediciones,
podemos compartir con los
visitantes de Literatura
Virtual, la entrevista que
realizara Francisco Garzón
Céspedes a Fernando Sorrentino.
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