El paraíso adquirió tintes melodramáticos

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El paraíso adquirió tintes melodramáticos

 

José Luis Velarde

Poema ganador del Concurso Estatal de Literatura Juan B. Tijerina en 1998

Ciudad Victoria, Tamaulipas, México

Gastamos las palabras

como si fuéramos capaces

de expresarlas

con la fuerza del trueno.

 

En alardes plagados de melancolía

atestiguamos el paso de los años

y la memoria

se llevó los instantes dolorosos.

 

Nos empeñamos

en romper los parapetos

donde la modorra

permanece escondida,

como promesa

que no se cumple

ni otorga esperanzas

a los que dejamos el sueño.

 

A los que nos extraviamos por la noche

y gastamos las palabras

transformadas en gritos,

como si pudiéramos

conmover a las putas

que atestiguaron andanzas por la calle

de las palmeras imposibles

y las farolas rojas

bajo la lluvia

pertinaz del invierno.

 

No gritamos

demasiado fuerte

en el instante

en que debimos hacerlo.

 

Junto a una cerveza helada

hablamos de política,

de inflación

y esquemas mercantiles.

   

Analizamos el paso de los años

y los años

devoraron

los buenos propósitos;

la charla inagotable,

pronunciada

en voz cada vez

más baja.

 

El país era una farsa

y nos arrastró

a todos sin sentido.

 

La lluvia

se llevó el sabor de la resaca

al sitio donde las sombras

se manifiestan salobres.

   

El amor

desapareció amargo

entre la noche.

 

Las manos extraviaron

el tacto dulce del durazno

y la mirada conspicua del pasado,

donde la realidad era tan amplia,

como el sueño inmortal

de un dios indestructible.

 

Los flamboyanes

pintaron de rojo las tardes llamaradas

y la mirada

se adentró

en las siluetas

de las muchachas

multiplicadas por el verano

y la noche serpentina,

la que fue propicia

para los giros,

las sombras

y los recovecos,

el eco infinito de los besos

y el amor que soñamos para siempre.

 

El cine al aire libre

proyectó nuestro andar

más allá de las tardes estivales

y la pantalla sucia

y la gayola donde encontramos refugio,

para gritar desenfrenados y tan fuerte

como Tarzán

el de los Monos,

al aferrar con fuerza

los sueños

que dejaron de pertenecernos

sin saberlo.

 

Había que burlar la vigilancia

y aparentar dieciocho

en plenos quince,

cuando las actrices eran las únicas

que se desnudaban para nosotros

sin importar nuestra miseria.

 

Las lluvias

se presentaban puntuales

y los partidos de futbol

eran tan interminables

como las promesas del futuro

empeñadas en alcanzar las huellas

del Valiant 68

donde comenzó la carretera.

 

Resulta difícil recordarlo

y esbozar la sonrisa plena

estrenada al inicio de junio,

cuando el luto era inexistente

y la carretera se prolongaba

entre las lluvias

que no eran escasas,

el miedo

y la luz

eterna de los astros.

 

Las aguas eran transparentes

como el arroyo convertido en río,

en cauce imprevisible,

en exploración ilimitada,

cuando los cohetes

alcanzaron la luna

y las manos eran capaces

de contener la corriente

y mantener océanos límpidos

en el cuenco levantado

con delirio

hasta los labios.

 

 Jagger era famoso

y Marshall McLuhan

desconocido,

entre las motocicletas,

las luciérnagas

y el baile frenético

de una noche sesentera

y septembrina,

como el verano

a punto de alejarse

entre los libros

arrastrados por el viento,

hasta el sitio

donde la historia

no había sido escrita por nosotros.

 

Las palabras no eran nuestras,

se manifestaban ajenas

y Dios permanecía ausente

en los meses de la canícula

y en los otros meses

en que las palabras

intentaban pronunciarse

para convocar a Dios

y la esperanza.

 

A nosotros

nos empujaba el viento

y conjurábamos huracanes

en el Golfo de México.

 

Nuestro rumbo era inexistente

Y a nadie le importaba,

de todos modos,

 el raciocinio

no nos dejaba en paz,

aunque en ese entonces

no supiéramos

que la tranquilidad no existe

y que es un mero invento

de los hombres.

 

Nosotros

la inventábamos siempre.

 

Surgía en las tardes

en que las fichas de dominó

sustentaban los sueños.

 

Las tardes

eternizaron nuestras figuras

en el barrio.

 

Nos hicieron inmutables

entre dos calles.

 

El tiempo

nos encontraba constantes

al acecho

del amor imposible,

cuando la ternura

necesaria para sobrevivir

estaba al alcance de la mano

de cualquier muchacha benévola

descubierta en la tarde encendida.

 

No fuimos devorados por la noche,

aunque abreváramos tantas veces

en lo obscuro,

en los rincones,

en las banquetas sucias

y en la noche

que se manifestaba cómplice,

para descubrir abrevaderos.

 

La sed era inagotable

y el reloj de la iglesia

avisaba con retraso

la llegada de las horas.

 

Las horas incontables

en que la sed

se manifestaba sin remedio.

 

El Valiant 68

era veloz en el 75,

o así lo creíamos,

o así lo creyeron,

o así quisieron creerlo,

los tripulantes intrépidos,

las amigas incansables,

los envidiosos,

los testigos,

la ciudad sin tráfico

y los autos veloces.

 

El Valiant 68

era poderoso.

 

Resistía las inclemencias

a las que era sometido,

aunque una tarde

pareció temblar

y se detuvo

eternamente.

 

Los días

no siempre eran festivos

y nos acostumbramos a verlos

sucederse sin explicación alguna.

 

Algunos trazaron

la estética del tropiezo

y otros se empeñaron

en volverla explicable,

mientras el sol

calcinaba los huesos,

en las tardes

propicias para desfilar

por las plazas,

al redoble incesante

del corazón

que no conocía la pena

y no quería saber

que los días

no siempre

son festivos.

 

No importaba llorar

de vez en cuando,

a veces

ni siquiera

comprendíamos la pena.

 

Era quizá tan recurrente,

como la sonrisa,

como los sueños

que no admitían desengaños

ni cansancio,

en la vigilia

donde el día y la noche

eran semejantes

y la pena

tan cotidiana

y tan pasajera

como la naturaleza

misma del tiempo.

 

Los colores

eran más intensos

y la banda interpretaba

letras nuevas,

donde las buenas vibraciones

fueron cambiadas poco a poco,

por un desencanto interminable.

 

Los jueces entregaron

la medida de las cosas

y las cosas se negaron

a manifestarse.

 

Tu voz

se adentró en la nada

y Celia Cruz

se dejó escuchar en la rockola

donde los Beatles

le dejaban poco espacio.

 

Tu voz

estremeció

mis huesos.

 

A veces

se recrudece

la nostalgia,

aparece

y parece

interminable,

pero nunca se ausenta

y uno sigue estancado

en los días que se fueron para siempre.

 

Los días que llevamos dentro.

 

Los días trazaron huellas en nosotros.

 

Marcas finas,

sonrisas perpetuas,

heridas pertinaces,

heridas

que no se fueron

y se negaron

a ausentarse del todo.

 

Las sonrisas recíprocas

eslabonaron ciudades

y construcciones permanentes

que se creyeron a salvo

de la multitud.

 

La ciudad

se descubrió invadida.

 

Había crecido demasiado pronto.

 

Quizá su adolescencia

había durado demasiado

y era el instante justo,

aunque nadie podía saberlo,

de extender las calles

por las huertas

y los lotes baldíos,

hasta donde descubrieron

alacranes y tarántulas,

en otra ciudad

subterránea.

 

La ciudad no era luminosa

y apenas figuraba en los mapas

del tráfico obligado.

 

Los músicos

deseaban sonar como

La Internacional Orquesta Tampico

del maestro Claudio Rosas

y nunca pudieron conseguirlo.

Tampoco fueron tan famosos

como Pérez Prado

y Glenn Miller

estaba aún más lejos.

 

Tan distante como la capital

que determinaba triunfos.

 

Un niño miró los carteles del cine,

se detuvo

entre el blanco y negro

de las fotografías inagotables.

 

Durante mil años

se perdió en las sombras.

 

Antes de reanudar su marcha,

sobre mosaicos grises

y la calle desierta

poco después del ocaso.

 

A sus espaldas

también se apagaron

las lámparas

y los carteles

se volvieron fugitivos.

 

Una paleta de limón,

dos de tamarindo,

y una de fresa.

 

Todas de agua

y la bicicleta

esperando en la sombra.

 

El limonero y el tamarindo

crecían en cualquier solar,

las fresas llegaban del centro

de un país remoto,

del mismo sitio

de donde Raúl

trajo un Mustang,

más allá de la distancia marciana,

donde se alzaban nuestras naves

y Led Zeppelin

inauguraba conciertos.

 

La publicidad ofreció triunfos para todos

y nos preparamos para vencer.

 

No contaron la historia completa

y desamparados

atestiguamos la caída,

de una generación entera,

mientras el futbol

arrastraba multitudes

y el olvido

era tenaz

como la lluvia

y se arraigaba en la noche.

 

El olvido

era constante,

pocos recuerdan

los rostros que ofrecieron

a  las cámaras.

 

Los rostros

consumidos

por la lluvia que no cesa.

 

Los muchachos se llenaron

de arrugas.

 

El Fiero y el Topaz

y el Pontiac y el Galaxie

sustituyeron al Barracuda

y al Falcon

y al Valiant,

pero ya nadie

quiso adentrarse

en la carretera,

ni emprender

la búsqueda del río.

 

El mar

estaba demasiado lejos.

 

Los muchachos

ya no pudieron recordarlo

y se olvidaron de sí mismos.

 

A veces,

como hoy,

arrecia el invierno

y las voces

vuelven repetidas,

para contar las mismas historias,

aunque siempre queda espacio

para volver a inventarlas.

 

Un día

supe que en la calle siguiente,

un hombre había sido asesinado,

nunca imaginé que lo habían matado mis amigos,

los mismos

del partido de futbol inacabable

en el cauce del río seco

y el polvo sempiterno;

los inculpados alquilaban bicicletas

para rondar muchachas

de vestidos claros,

y calcetas blancas.

 

El hombre irreconocible

mostraba tajos en las manos

y en los brazos

tras romper

a golpes el parabrisas

del auto

desde donde lo habían insultado.

 

La herida que lo mató

apenas sangraba.

 

Estaba oculta

entre las otras heridas

y nadie pudo notarla.

 

Mis amigos

lo llevaron al hospital

y no pudieron escapar a tiempo.

 

Al otro día,

los diarios hablaron,

del hombre victimado

por sus propios amigos.

 

Los que rentaban bicicletas

y jugaban futbol contra nosotros.

 

Mis amigos fueron liberados.

 

Pudieron comprobar su inocencia,

pero nunca más

volvimos a encontrarnos por la tarde.

 

No es bueno contar estas historias,

siempre se corre el riesgo

de inventar un poco,

de añadir colores y metáforas,

para sustituir los lugares comunes

que atestiguaron historias,

donde los muertos

fueron menos frecuentes

que los vivos.

 

Nadie puede decir

que estuvo solo,

todos lo estuvimos siempre.

Rita Coolidge

se encargó de confirmarlo

con la autocompasión

de una diva

que no tenía motivo alguno

para quejarse.

 

Quizá sólo posaba,

como La Foca

acostumbraba hacerlo

en los llanos,

al tirar a gol

 o al driblar un contrario,

porque La Foca

posaba más que nosotros

y no por eso anotaba más goles.

 

Sólo ganamos un campeonato.

 

Nada más uno,

a pesar de las estrategias imbatibles,

los integrantes,

la amistad

y nuestra autoevaluación

que siempre era favorable,

pero los rivales

no nos dieron ocasión de demostrarlo,

o quizá dejamos de pagar el arbitraje.

 

A la fecha,

no hemos encontrado

justificación alguna,

para explicar

la falta de victorias.

 

Nos consuela

pensar que un día

ganaremos el torneo

de veteranos

bajo un sol

cada vez más inclemente.

 

Siempre pensamos

que entre las huestes

que engrosaron nuestros equipos,

hubo muchos,

quizá no tantos,

de calidad inusitada,

de buen manejo de bola,

de disparos contundentes,

de liderazgo natural,

pero ninguno

se acercó

a la primera división.

 

Los candidatos alegaron

incompatibilidad con los estudios

y prefirieron las aulas,

aunque los profesionales

no siempre fueran tan buenos.

 

Alguna vez

jugamos preliminares

del futbol asalariado

 en estadios

que se llenaron

poco después

de marcharnos.

 

En los buenos tiempos,

enfrentamos dos o tres cuadros

de la primera y la segunda división,

sin parecer tan malos,

no fue muy difícil,

arrancar dos empates,

luchar sin complejos

y comprobar

la vulnerabilidad

de los rivales.

 

De vez en cuando

los huracanes

deparaban sorpresas.

 

Éramos arrastrados

por las rachas terribles del viento,

como embarcaciones inservibles

que no lograban mantener el rumbo

en la noche

que no dejaba de ser cómplice,

para enardecer los sentidos

y acrecentar las dudas,

porque el movimiento

y el raciocinio,

siempre eran contradictorios.

 

No lograban los relámpagos

mantener la luz encendida.

 

Toda respuesta parecía distante,

entreverada con las nubes

que ocultaban el puerto.

 

La arena se deslizaba entre los dedos

como una clepsidra desquiciada,

en la playa del sol interminable

donde la luz alimentaba fogatas

que ardían durante la noche entera.

 

El tiempo

era un reloj de arena

sin confines.

 

El laberinto perenne,

la simetría

circunscrita por la nada.

 

No sé cuando comenzamos a extrañarnos

y a dejar en el pasado las miradas.

 

Quizá fue necesario,

quizá lo necesitamos todos.

 

No quiero decir

que sólo vivamos de recuerdos,

pero aquellos tiempos,

parecen más reales,

más próximos

y menos injustos,

aunque no abunden

las historias felices.

 

Quizá no hacemos nada

distinto a lo que hicieron otros.

 

Los que un día se descubrieron

inmersos en la memoria,

para extraer fortaleza de los sueños.

 

Las piedras volaban

de un lado a otro del río.

 

Las resorteras y las hondas

eran las armas elegidas

para el combate interminable

que libraban dos grupos

de adolescentes.

 

Una piedra reventó

miradas

y prohibieron

todo combate

a peñascazos.

 

Los domingos

íbamos al matiné

y a la función que comenzaba

a las dos de la tarde.

 

Apenas quedaba tiempo

para el traslado oportuno,

el baño,

el cambio de ropa,

y para caminar

quince o veinte calles

bajo el sol despiadado.

 

La función de la tarde

terminaba alrededor de las seis,

cuando la brillantina comenzaba

a dejar rastros húmedos en las sienes

y en el cuello de las camisas estridentes.

 

El sol quizá era más intenso.

 

Nosotros nunca manifestamos una queja.

 

Nos esperaba

una banca de la plaza,

la de la esquina,

siempre sentados en el respaldo

mirábamos pasar

a las muchachas.

 

Un estéreo de ocho tracks

proporcionaba la música

y a veces desgastaba

la batería

del Impala de Marco

que no sentía preferencia

alguna por el rock

y nos aturdía

con Leo Dan, Palito Ortega,

Celia Cruz y José Alfredo.

 

Tu voz

se adentró en la nada.

 

Tu voz

era el eco

de mis palabras

profundamente repetidas.

 

Tu voz

era mi voz

y nunca lo supe.

 

Confundido

como estaba

en encestar más puntos,

en descubrirme goleador

y en dibujar otras líneas.

 

El hombre

se acostumbró a caminar la luna

y la muerte visitó mi casa.

 

Llovía la tarde de enero

en que falleció papá.

 

Las lluvias parecieron

prolongarse

muchos meses.

 

El invierno

se hizo más triste

y sólo ahora puedo advertirlo.

 

Ya no tengo miedo

de manifestar mi pena

y puedo hablar de la ausencia

y el desconcierto

donde me extravié tantos años,

como si mi voz

hubiera sido intimidada por la lluvia.

 

Tu voz

dejó de acompañarme.

 

Tu voz

se volvió imprecisa.

 

Tu voz

desapareció entre las aguas

de las tormentas infinitas,

el viento del norte,

las sombras,

el invierno

y la marea

empecinada

en ir

 y venir

 sin ti.

 

El sol

era una llamarada

y el río

estaba lleno de pozas

donde crecían las acamayas.

 

El sol

era una fogata,

una ensalada de locos,

la guerra interminable,

un bonzo incandescente,

la miseria repetida,

el país sobre las brasas,

la farsa enmascarada

y el sol arriba,

en lo más alto,

no daba tregua

al espíritu

que anhelaba

subir hasta

las llamas.

 

La lumbre

ardía en todas partes,

aunque algunas veces

se transformara en tedio,

asombro,

protesta,

indiferencia colectiva

y rescoldos

sin juicio.

 

La hoguera

fundió

voluntades,

confundió

propósitos

y el humo

alimentó

las nubes.

 

Las hizo subir

aún más alto.

 

La razón

se confunde,

las encrucijadas

no son bien resueltas.

 

Una guitarra

despedaza el cielo.

 

La voluntad

es flexible.

 

El Kepler

se volvió loco.

 

La última vez que lo vi

le regalé una chamarra

y una cobija.

 

Tropezamos

cuando tocó

la puerta de mi casa en 1979,

sin saber

que iba a encontrarme.

 

Ya no sonreía

como cuando jugábamos

futbol en el parque.

 

Apenas habían pasado cinco años.

 

Los símbolos

se volvieron imprecisos.

 

La autoridad fue cuestionada

y muchos quisieron ser la autoridad.

 

Otros decidieron ignorarla

y fueron apresados

por algo aún más fuerte.

 

Dicen que el Kepler

tuvo un mal viaje

y caminó en la sombra

hasta que fue sorprendido

por una golpiza.

 

Aquella noche Monterrey

festejaba el campeonato de los Tigres

y la gente corría por la calle

y el extravío del Kepler

era ya definitivo.

 

No volvió a mi calle.

 

Yo no sé si regresó

a su casa.

 

Estaba sucio

y llevaba un pomo.

 

Yo le regalé

unas monedas,

lo invité

a comer

y él me ofreció

unos tragos.

 

Cuando al fin

pudo reconocerme.

habló de los ausentes,

del parque y de su novia.

 

Prometió volver

y no regresó nunca.

 

La banca de la plaza

aún esperaba

tan descascarada

como siempre.

 

Nos sentamos en el respaldo

y nos pusimos cómodos,

para escuchar por radio

los eventos lejanos,

la Guerra de Vietnam,

los muertos del 71,

los triunfos de Olivares,

la odisea espacial,

las canciones de Janis,

la década obscura,

la muerte de Lennon,

la caída del muro

y las paradojas

eternas.

 

Los rumores

precisaban

la ubicación

de los eventos.

 

Hablaban de quinceañeras,

de bodas,

de viejas amigas en festejo,

de grupos famosos,

de bandas locales,

en los casinos y terrazas

que tomamos por asalto.

 

Las estaciones de radio

hablaban de los ídolos

alimentados por nosotros

y de las historias

que asombraban al mundo.

 

Las fiestas,

en cambio,

estaban al alcance

de la mano.

 

Nos perdimos

donde el barrio terminaba.

 

Era difícil

dejar atrás

a los amigos,

la medianoche,

el vino

y la nostalgia.

 

Las voces y las risas

de las muchachas

de antaño

desaparecieron

en lo obscuro,

en los confines

del barrio

y en la nada.

 

Un rumor

de polvo

desgasta

volúmenes inmensos.

 

Ahí se escribieron

las historias,

las pesadillas

recurrentes

y el anhelo renovado

de quien escribe

y deja testimonio

sin saberlo.

 

La historia

se confunde

en la medida

en que intentamos

explicarla;

añadir variantes

y resultar ilesos.

 

El drama

multiplica escenarios,

no es sólo uno,

aunque

aparente

lo contrario.

 

El instinto

se opone

a lo tangible.

 

La realidad

se contradice,

cambia cada minuto.

 

Las palabras

se desgastan,

lo mismo que

la historia.

 

Las fronteras

 han cambiado

varias veces

y las murallas

siguen siendo

inexpugnables.

 

El testigo

pudo ver

reinos pasajeros,

ninguno pudo ser eterno,

aunque

algunos muertos

regresaron novedosos,

para ofrecer

la misma mierda,

a los fieles

empeñados

en resucitar

los miedos.

 

El cometa

dibujaba

un sueño

arriba

de la infancia.

 

Muy cerca

de la Osa Mayor,

el tejado

y las tres

de la mañana.

 

Sin saber

que la voluntad

iba a empecinarse,

no sé porqué,

en rastrear las noches

claras del verano.

 

Los mundos

crecieron de prisa

y la palabra

transformar,

fue asociada

con la técnica,

lo desechable,

la moda,

el estilo

y las promesas

que repetían

otras ofertas

del futuro

esquizoide.

 

El futuro

que no admite

permanencia.

 

Fuimos sorprendidos

por lo cotidiano,

más que por lo insólito.

 

Si.

 

Es absurdo,

pero es más lógico,

uno espera siempre

lo terrible

y naufraga

en las aguas

quietas;

sorprendido,

indiferente.

 

La música

entreveró

sus rumbos

y las letras

se acercaron

a la gente,

para sugerir

cambios

en la ruta,

el aspecto

y las ideas.

 

Algunos

se descubrieron

solitarios

y tan tristes

como antes

de la década.

 

Tras la ventana,

la luz

y los frentes de batalla.

 

Tras la ventana,

el espejo,

la mirada repetida,

el encuentro

que no admite excusa

y el testimonio

que traza mi rostro.

 

El eco,

la asociación

y los mundos dispersos

en que la realidad

fue dividida,

para volverla

esperanza,

locura,

coartada

y espejo.

 

Al otro lado;

aguarda el poema,

es inmenso

y no repite

una línea.

 

La memoria

se vuelve transparente

y a la vez

indescifrable.

 

El polvo

levanta parapetos

en la ciudad

y reconstruye

tu rostro

y poco puedo distinguirme.

 

En la mirada

se desvanece

el día

y las palabras

buscan otros ámbitos,

son arrastradas

por el viento,

la lluvia

y la arena,

para definir ciudades

imposibles

y miradas

eternas,

donde el día

se desvanece

para siempre.

 

La noche,

la sed constante,

el rostro desfigurado,

la plenitud

experimentada

tantas veces

y el huracán

empecinado

en arrastrarnos,

más allá

de los símbolos

y el puerto invisible

y la ciudad

construida

con arena

en las tardes

ardientes

del estiaje.  

 

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José Luis Velarde

Escritor mexicano


Nació en 1956, en Ciudad Victoria, Tamaulipas.

Coordinador de talleres literarios, promotor de actividades culturales y maestro en diversas instituciones públicas y privadas. Codirector de la revista literaria A Quien Corresponda en el período comprendido entre 1985 y el 2003.

 

En años recientes fungió como director de producción y operación en el Sistema Estatal Radio Tamaulipas; y director de Radio Universidad Autónoma de Tamaulipas.

Es un amante de la radiodifusión y el futbol llanero. Ha publicado en El Búho, Tierra Adentro, Letralia, El Cuento, Fronteras, Antología de Minificción Mexicana, Químicamente Impuro, Axxón, Breves no tan Breves, La Talacha , Proyecto Sherezada, Matérika, Escrituras mecánicas y muchos otros sitios reales y virtuales.

 

Autor de Ento; Deambulaciones; La crónica ignorada del hombre; En busca del Nuevo Santander; A Contracorriente y Nos quedamos sin nosotros. Participó en la antología Estación Central bis, de Editorial Ficticia en el 2010.

En el 2014 publicó en antologías como Futbol en breve; Microrrelatos de Jogo Bonito; y en  Minificcionistas de El Cuento, recopilada por Alfonso Pedraza para Editorial Ficticia. A estos logros se sumó la novela Contradanza presentada por Editorial Terracota.