Vivo una de esas tardes al morir el día,
un poco cálidas un poco frías en que
todo se desliza ante tus ojos con mortal
indiferencia.
La gente, los autos y tu mente mudada a
otros confines.
Sentada en un Café al aire libre con las
luces parpadeando entre los
árboles vestidos de atardecer. Al fondo,
la Catedral se yergue desafiando al
firmamento. Sus dos torres gemelas se
levantan orgullosas.
Mis árboles, hermosos, viejísimos, se
mecen suavemente en el viento y me
sonríen.
Desde mi silla en el Café veo a las
gentes en su ir y venir apresurado,
mientras la vida desfila ante los ojos de
los viejos, encadenados a un banco
del Parque, como yo, a mi ayer de siempre.
En lontananza, perdida de recuerdos, vago
mi silueta entristecida.
Una borrosa imagen de mi niñez, que no sé
si viví o me la contaron, o la
inventé en algún sueño que creí
realidad, me ronda la mente estas últimas
24
horas. Trato de aclararla, de revivirla,
pero es inútil, solo fragmentos,
retazos que se pierden en la bruma del
pasado.
Es tu figura la que gana terreno en mi
memoria...
Tus ojos, tu boca jugueteando en los
recuerdos.
Lentamente en el lúgubre ballet en
sombras que colgaste a mi espalda, oigo
tu
risa de lejanos acordes quebrarse en la
nota alta sin armonía.
Llevo el cuerpo pesado de tus recuerdos,
hilvanando sueños de ayer en tus
silencios que dicen tantas cosas.
Arrastro mis gemidos en tu callecita
triste , oscura y truncada como mi
esperanza.
Mis ojos cegados al presente no pueden
mirar a un niño sonreírle al viento,
ni adivinar las caricias de los árboles
al rocío.
Está tu voz pausada, perdida en la
distancia con ecos desgarrados poblados
de
esperanza.
Cuando la distancia se hizo y escuche el
silencio, yo me quedé allí...
vertical como el tiempo, con el viento
envejeciendo en mis oídos.
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