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La justificación por la fe: nuestra herencia de la reforma luterana

La doctrina por la cual la iglesia se queda firme o se cae

 

Introducción

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo, estimados miembros de la Conferencia Evangélica Luterana Confesional,

 

Dos cosas hacen esta reunión una ocasión especial. En primer lugar, como representantes cristianos de todo el globo, tenemos el privilegio de reunirnos en un lugar durante la santa estación de la Pascua para celebrar la resurrección de Cristo y nuestra vida en Cristo (Rom. 6:4). Pero en segundo lugar, y sobre todo, hemos venido para escuchar la palabra de Dios acerca de la doctrina de la fe cristiana que se basa en el mensaje de la Pascua — la noticia de que nosotros los pecadores somos justificados libremente por la gracia de Dios solamente mediante la fe en Jesucristo.

 

Ya que la doctrina de la justificación está en el centro de la vida cristiana, los confesores luteranos insisten en que esta doctrina sea enseñada solamente por una razón. El mensaje de la justificación no es otra cosa que el santo evangelio mediante el cual vive la iglesia cristiana en todo el mundo. La iglesia no vive por ser moral, por conocer u observar la ley de Dios. Tampoco vive la iglesia por la religión, por elevadas experiencias de lo divino y la conciencia de los misterios de Dios. La iglesia no vive por los resultados de su predicación — por una vida piadosa o hacer lo recto según la ley de Dios, a pesar de la importancia de estas cosas para la vida de fe.

 

La iglesia vive solamente por el perdón de los pecados. Y esa fe descansa directamente sobre la persona de nuestro Señor Jesucristo, quien dijo acerca de las Escrituras: “ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). La justificación solamente por la fe en Cristo es el concepto especial que Martín Lutero por la gracia de Dios trajo a la iglesia después de años de confusión acerca del significado de la justicia de Dios. Es nuestra intención en este ensayo final hacer resaltar la importancia de esta doctrina para la vida de la iglesia y nuestra misión en el mundo.

 

A. La iglesia que se queda firme

 

Pero si el mensaje de la justificación es tan sencilla y tan clara, ¿en dónde queda el problema? ¿Por qué ha luchado la iglesia cristiana a través de los siglos para identificar la verdad central a que debe su existencia? Aun más serio, ¿qué sucede con la iglesia cuando se encubre la obra vivificante de Cristo, cuando hasta es abolida por la iglesia misma? ¿Por qué enfatiza la confesión luterana en Augsburgo que la justificación es “la cuestión principal de la doctrina cristiana, cuestión que, bien entendida, esclarece y acrecienta el honor de Cristo y lleva las conciencias piadosas el tan necesario consuelo en medida abundantísima” (CA Ap. IV, 2)?  Sencillamente: ¿qué quieren decir los confesores luteranos cuando llaman la justificación por la fe el artículo por el cual la iglesia se queda firme o se cae (articulus stantis et cadentis ecclesiae)? 

 

                        1. Edificada sobre una roca

Para entender lo que significa que la iglesia se quede firme o se caiga, la Escritura nos conduce a pensar de la iglesia como edificada sobre una roca. Dice el salmista: “Jehovah es mi roca, mi fortaleza y mi libertador. Mi Dios es mi peña; en él me refugiaré” (Sal. 18:2). En su gran confesión el apóstol Pedro identifica la roca como Cristo Jesús, el Señor. “¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!”, dijo Pedro con fe sencilla. Y Jesús encomendó a Pedro, porque por revelación había llegado a reconocer la roca (petra) sobre la cual descansa la iglesia (Mat. 16:18). Ya antes de Pedro, en tiempos del Antiguo Testamento, la iglesia descansaba sobre el Cristo, que estaba presente en la promesa. San Pablo recuerda a los judíos que sus antepasados en el desierto “todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo” (1 Cor. 10:4).

 

Una de las pinturas modernas más impresionantes de la iglesia cristiana es la imagen de la roca de la eternidad. En este cuadro el artista retrata una mujer en un mar tempestuoso, adhiriéndose con los dos brazos a una roca que está en forma de una cruz. Allí en la roca de la eternidad la mujer, que representa al creyente o la iglesia, encuentra refugio de las olas que están a punto de arrastrarla a una muerte segura. Allí en la roca de la eternidad también encuentra seguridad de la tormenta, porque aquella roca es Cristo.

 

Tristemente, la roca de la eternidad que provee salvación también puede hacer naufragar la fe. San Pablo advirtió a los judíos a no ofenderse por Jesús, citando una vieja palabra profética acerca de la iglesia: “He aquí pongo en Sión una piedra de tropiezo y una roca de escándalo; y aquel que cree en él no será avergonzado (Rom. 9:33; véase también 1 Ped. 2:8). El profeta Simeón en el templo también entendió el lugar de Jesús en la vida de la iglesia. Al llevar al bebito Jesús en sus brazos, profetizó: “He aquí, éste es puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel y para señal que será contradicha”(Luc. 2:34). ¿Por qué dijo Simeón “para caída y para levantamiento de muchos en Israel”, es decir, la caída y el levantamiento de muchos en la iglesia? ¿Y qué quería decir con la “señal que será contradicha”?

 

Simeón conocía su Biblia. No fue un sistema de principios que algún filósofo inteligente nos presenta para lisonjear nuestra inteligencia, para excitar nuestras emociones o para fortalecer nuestra voluntad. Las Sagradas Escrituras nos ponen frente a frente con Dios, bajo el velo de las palabras inspiradas de Dios, para que podamos saber que la verdad de Dios no es divorciada de la persona de Dios, de aquel bebito que Simeón tenía en sus brazos. Como judío, Simeón sabía que su pueblo eran los que buscaban señales. Habían sido entrenados por milagros, ceremonias y profecías a buscar las señales del Mesías. Pero cuando vino el Mesías, muchos seguían buscando solamente las señales de que les hablaban Moisés y los profetas. Con incredulidad pasaron por alto el hecho de que estas señales se cumplieron en la persona de Jesús, en el bebito que estaba en los brazos de Simeón.

 

Lo que Simeón previó en el bebito sucedió. Cuando Jesús comenzó su ministerio público en Galilea, identificó su obra en términos personales. Después de hacer una señal milagrosa alimentando más de 5,000 personas con unos panes de cebada y dos pescaditos, informó a la gente que él era el pan de vida descendido del cielo. Estas noticias gloriosas ganaron algunos a la fe, pero hizo que otros, aun algunos de sus seguidores íntimos, cayeron de la fe. El viejo Simeón había visto correctamente las cosas, y San Juan escribe que “desde entonces, muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Juan 6:66). Seguramente no es un texto que inspira a las misiones para edificar la iglesia. ¡O tal vez lo es!

 

2. La fe en naufragio

 

¿Qué sucedió? ¿Qué causó el naufragio de la fe después del milagro? Podemos entender que los compañeros de juego de Jesús y los de su aldea le rechazaran. Jesús mismo les explicó que el profeta no es aceptado en su propio país. Pero ser abandonado por sus propios discípulos — ¿por qué? Habían sido los seguidores de Jesús, la gente que se adhería a él, que habían estudiado con él y habían creído su palabra. ¿Qué fue lo que repentinamente les repugnó de modo que salieron de la escuela de este famoso rabino?

 

Dicho en forma sencilla, cayeron en un error fatal. Nunca sobrepasaron la idea de creer que Jesús era el nuevo Moisés. De hecho, habían seguido a Jesús precisamente porque pensaban que era otro Moisés. Como Moisés, Jesús trajo preceptos espirituales en forma legal y los explicó con referencia al Dios todopoderoso. Como Moisés hizo grandes milagros y señales para mostrarles que sus dichos eran verdaderos. Pero el punto de separación vino cuando Jesús explicó el milagro de los panes y los pescaditos. Todavía siguieron a Jesús cuando dijo que era un mensajero divino: “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre.” Pero cuando Jesús llanamente dijo: “El pan que yo daré por la vida del mundo es mi carne”, esto fue algo inaceptable para ellos. ¿Por qué?

 

Querían a un maestro que solamente les enseñara verdades divinas que ellos podían poner en práctica. Pero cuando Jesús les dijo que él era la verdad, que la verdad de Dios estaba anclada en esta persona de carne y sangre, parada ante ellos, estas palabras de Jesús les dejaban perplejos. Al oír las palabras de Jesús: “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final” (Juan 6:53), salieron. No reconocieron que la iglesia estaba edificada sobre la carne y la sangre de Jesús, es decir sobre el Hijo de Dios encarnado que se hizo plenamente humano para sufrir y morir por los pecados del mundo y resucitó para nuestra justificación (Rom. 4:25). Sin esta fe la iglesia caería.

 

3. El fundamento tiene que estar firme

 

Martín Lutero recibió la tarea de devolver a la iglesia, con un claridad que había sido perdida por cientos de años, la verdad de la justificación por la fe en Jesucristo. Seguramente la iglesia en los días de Lutero guardaba remanentes de las buenas noticias de la justificación. En su liturgia todavía proclamaba el mensaje del evangelio cuando cantaba: “Oh Rey de majestad tremenda, que envías libre salvación.” Y seguía anunciando perdón a los pecadores absolviéndolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Esta palabra es lo que mantenía viva la iglesia.

 

Pero la práctica penitencial de la iglesia oscurecía el evangelio y echaba a las personas otra vez sobre sus propios esfuerzos. El evangelio fue convertido en una ley cuando el sacerdote exigió que completemos nuestro perdón haciendo obras de penitencia. El creyente fue echado sobre sí otra vez (incurvatus in se). Ya no es el mensaje de la justificación solamente por la fe en Cristo. La libre salvación ya no es libre cuando tenemos que agregar nuestras obras justas a la obra justa de Cristo. La doctrina de la iglesia se cayó en la confusión. Y la confusión es la obra de Satanás para socavar el fundamento de la iglesia, la obra vivificante de Cristo.

 

En su sermón sobre Las dos clases de justicia (LW 31:297ss), Lutero trató de reparar esta confusión. Hizo una línea que la iglesia no había hecho con claridad cuando confesó en el Credo Apostólico: “Creo en el perdón de los pecados”. Para aclarar lo que realmente significa el perdón, Lutero indicó que hay dos clases de justicia en la vida cristiana, que se tienen que distinguir con sumo cuidado. La primera es la justicia de Cristo. Esta es una justicia que no es una parte de nosotros. Es la justicia que está fuera de nosotros (extra nos) y viene a nosotros desde fuera; no procede desde adentro para afuera. Lutero llama esta justicia una justicia ajena o extraña, porque no es nuestra por naturaleza, sino que pertenece a otro. Es la justicia que Jesús ganó por toda la humanidad por su sufrimiento y muerte en la cruz. En un pasaje inolvidable el reformador explica lo que es: “Esta justicia, entonces, es dada a las personas en el bautismo y siempre que estén verdaderamente arrepentidos. Por tanto una persona puede con confianza jactarse en Cristo y decir: ‘La vida, el hacer, el hablar, el sufrir y el morir de Cristo son míos, tanto como si yo hubiera vivido, hecho, hablado, sufrido y muerto como lo hizo él.’” Y luego, utilizando la imagen bíblica de la novia, el corazón de la doctrina de Cristo y la fe en la unión mística de Cristo y la iglesia, sigue: “Así como el novio posee todo lo que es de su novia y ella posee todo lo que es suyo, porque los dos tienen todas las cosas en común, porque son una carne [Gén. 2:24], así Cristo y la iglesia son un espíritu [Efe. 5:29-32]” (LW 31:297).

 

En los Artículos de Esmalcalda Lutero describe esta justicia como el fundamento de nuestra fe, sin la cual se caerá la iglesia. Con convicción firme e indómita afirma: Apartarse de este artículo o hacer concesiones no es posible... Sobre este artículo reposa todo lo que enseñamos y vivimos, en oposición al papa, al diablo y al mundo” (Art.Esm. II, 1,5). Lutero pone en las mismas palabras de la Escritura lo que es el testimonio sólido como una roca:

 

“Este es el artículo primero y principal: que Jesucristo, nuestro Dios y Señor ‘fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación’ (Rom. 4:25. Sólo él es ‘el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’ (Juan 1:29), y  ‘Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros’ (Is. 53:6). De la misma forma, ‘todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús’ (Rom. 3:23-25)

 

Pero hay una segunda justicia, como ha indicado el hermano Martín, de igual importancia, porque lo que Cristo hizo no lo hizo por sí mismo sino por ti y por mí. La otra es la justicia que poseemos por la fe. Lutero llama la segunda una justicia propia, es decir una justicia que propiamente se hace nuestra por fe. Esta justicia está basada en la obra de Cristo, aquella justicia primaria, y no llega a nosotros por algo que nosotros hayamos hecho o podamos hacer, sino solamente por la fe. Esta fe aviva nuestra vida cristiana. “La segunda clase de justicia es nuestra justicia propia”, explica con cuidado Lutero, “no porque la obramos solos, sino porque la obramos con aquella primera y ajena justicia. Esto es como la vida se pasa con provecho en buenas obras ... Esta justicia consiste en amor al prójimo... y en mansedumbre y temor hacia Dios” (LW 31:229).

 

Si enseñar la justificación de esta manera parecía amortiguar y desactivar la iglesia porque es la obra de otro, el doctor Lutero objetaba. Lutero tenía la firme convicción de que la fe que justifica obra. No fe y obras, como si se podían desligar las dos cosas. Tal expresión sería tan necio como decir acerca de una lámpara, luz y brilla, cosa que no tiene sentido. No, la luz brilla a menos que sea apagada, y la fe obra a menos que esté muerta (Sant. 2:26).

 

El apóstol Pablo fue el maestro también aquí. El mismo apóstol que identificó la justicia primaria, diciendo que somos justificados “por la fe, sin” nuestras actividades, también describió nuestra justicia propia, escribiendo que la fe que nos vivifica también obra en nuestra vida. Esto dijo cuando escribió a los gálatas: “Pues en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión valen nada, sino la fe que actúa por medio del amor (Gál. 5:6). Y Pablo recuerda a los creyentes el hecho de que personalmente como cristianos “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí.” ¿Qué significa esto? “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gál 3:20). De esta manera la fe en Cristo no nos hace flojos o despreocupados, sino aviva nuestra vida.

 

En el prefacio de la Epístola de San Pablo a los Romanos, Lutero indica que la iglesia vive por la predicación de la justificación. Describe la dinámica de la fe dentro de la iglesia en términos que cada clase de instrucción tiene que aprender. “La fe es una obra divina en nosotros que nos cambia y nos hace nacer de nuevo de Dios (Juan 1). Mata el viejo Adán y nos hace gente totalmente diferente en corazón y espíritu y mente y poderes; y trae consigo al Espíritu Santo. Es una cosa viva, ocupada, activa, poderosa, esta fe. Es imposible que no esté haciendo incesantemente las buenas obras. No pregunta si se deben hacer buenas obras, sino antes de hacer la pregunta, ya las ha hecho, y constantemente las está haciendo” (LW 35:370).

 

De esta manera clara y vívida, Lutero distinguió agudamente entre lo que nosotros hacemos ante Dios y lo que Cristo ha hecho por nosotros, entre la justicia de Cristo y nuestra justicia. Su propia experiencia en la iglesia enseñó a Lutero lo fundamental que es esta distinción para la vida de la iglesia. En términos sencillos y bíblicos, Lutero expresó la diferencia entre la obra de Cristo y nuestras obras, entre la fe en Cristo y nuestra vida de fe. En términos doctrinales, hizo con claridad la distinción entre la justificación y la santificación, entre el evangelio y la ley.

 

Juntos con Lutero tenemos deuda con el apóstol por aclarar el evangelio en su manual de instrucción a los romanos al concluir: “Así que consideramos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley (Rom. 3:28). Cualquier otra doctrina confunde a los que oyen y conduce a un evangelio atado por la ley. Y éste es “otro evangelio” que se tiene que condenar (Gál. 1:8). 

 

B. La iglesia que se cae

 

¿Podemos mantener hoy esta claridad en nuestro mundo indiferente? ¿Nos impulsan las tentaciones para el éxito en la iglesia a depender de otras estrategias que no sean predicar, enseñar y confesar las dos clases de justicia, como la Biblia las presenta? Todavía estamos convencidos de base de la palabra de Dios de que la predicación de Cristo y la cruz y el arrepentimiento y la fe es algo que trae resultados? ¿Es la doctrina preciosa de la justificación solamente por la fe todavía central para nuestra obra y misión como una iglesia cristiana? En breve, ¿creemos que la doctrina de la justificación es el artículo por el cual la iglesia queda firme o se cae?

 

1. Elaborando de nuevo el fundamento

 

Walter Altmann, en su libro Lutero y liberación: una perspectiva latinoamericana, sugiere que ha llegado el tiempo en nuestra historia para evaluar de nuevo la enseñanza central que Lutero sacó de la Escritura. Según el profesor Altmann, de la Escuela Superior de Teología de San Leopoldo, Brasil, las obras y las ideas de Lutero eran adecuadas para sus tiempos y sus circunstancias, pero nuestros contextos culturales en el mundo occidental de hoy exigen que modifiquemos la doctrina de la justificación. “Mucho del impacto libertador y revolucionario de Lutero se ha perdido hoy”, a causa de su ineficacia social. Según Altmann, no trae resultados. Lo que en un tiempo era una teología libertadora, en un sentido personal y eclesiástico, tiene que hacerse aplicable en escala mayor en la vida social y política. (Altmann, viii-ix).

 

El problema, como lo ve Altmann, es un asunto de énfasis. Para Lutero la justificación involucraba la culpa personal y la recepción pasiva del don de la justicia de Cristo. Liberado por la fe, Lutero vio al cristiano individual como un instrumento del amor en el mundo. Pero surge la pregunta “si el énfasis de Lutero sobre la pasividad, [es decir ser inactivo] en la justificación, también conduciría a una pasividad ética, y por tanto a la negación de la tarea de la liberación” (Ibid., 38). En palabras sencillas, ¿Estaría el pecador justificado, libertado por Cristo, indiferente e inactivo en la búsqueda de la justicia social? “Cuando enfatizamos la pasividad en la justificación podemos — tal vez sin quererlo — estar justificando una ética cómoda,” según Altmann, y luego se explica: “La pasividad de la experiencia de Lutero de la justificación se utiliza para justificar no participar en la tarea de la liberación” (Ibid.).

 

Para Altmann, la posición de Lutero durante la guerra campesina es un caso de referencia. Había razones por las que Lutero “rechazó el intento de los campesinos de usar la Biblia para legitimar sus exigencias políticas y sociales.” “Tenía miedo”, dice Altmann, “de que la victoria ganada con tanta dificultad sobre el control religioso [católico] del poder político sería revertido, y que el evangelio, distorsionado para convertirse en ley, se perdería” (Ibid. 39). Así, a pesar de las quejas sociales de los campesinos, Lutero se puso al lado de los príncipes contra los campesinos en interés de preservar el orden político. Pero ahora las cosas son diferentes. “Hoy”, indica Altmann, “es importante enfatizar que la voluntad política se ejerce desde abajo. La gente, específicamente los oprimidos, son los nuevos sujetos históricos que buscan la transformación de la situación actual y de los sistemas de justicia social” (Altmann, 10). La libertad cristiana ahora tiene un sonido diferente, un sonido decididamente social y político. “Hoy nuestro énfasis tiene que ser diferente”, afirma Altman, y da la razón por qué. “Es importante que la vida bajo la gracia, una vida de compasión, no se entienda como una vida individualista, solamente una paz interna, sino más bien una vida comunitaria colectiva que toma forma concreta en nuestras sociedades” (Ibid., 39).

 

¿Qué, entonces, se debe hacer hoy? Tenemos que cuidar, dice el profesor, “de que el reino de Dios se haga visible mediante señales que son hechas visibles por los que siguen a Jesús” (Ibid., 39; el énfasis es mío). La manera de hacerlo es modificar la doctrina de la justificación adaptando la terminología bíblica a nuestros tiempos. Sugiere que nos apartemos de palabras jurídicas usadas para predicar la justificación, y que utilicemos palabras más compatibles con la vida del siglo XX.

 

Usando como fuente a Pablo Tillich, Altmann nos pide sustituir la palabra aceptación como un término más apropiado que la justificación para los problemas de nuestro tiempo, es decir la liberación social. En el contexto del dominio y dependencia, el término aceptación significa más en la vida de los que anhelan la liberación. Y “el término ‘liberación’ es especialmente adecuado para expresar la ‘totalidad’ de la salvación, y su carácter como un proceso, tanto como sus dimensiones personales e históricas. ‘La liberación’”, enfatiza al crítico, “también comunica la dialéctica bíblica de estar libre de (una esclavitud), y libre para (un servicio), tejiendo la acción gratuita de Dios con el compromiso ético humano” (Ibid., 41). Si este lector entiende correctamente, la obra de Dios y nuestras obras se entretejen en una expresión con este proceso.

 

2. La libertad cristiana

Las palabras de crítica de Altmann nos hacen detenernos para reflexionar sobre lo que dice, a la luz de las dos clases de justicia de que hablan las Escrituras. Para orientarnos, tenemos que echar la modificación moderna de la justificación que él hace contra la roca. Lutero una vez admitió que cuando había una nuez dura para quebrar, la tiraba contra la roca, que es Cristo.

 

No hay duda de que los cristianos deben ser luces en este mundo por la manera en que viven y actúan y enfrentan los problemas en la sociedad. Jesús indica que la actividad cristiana es una señal visible al incrédulo de nuestra fe cristiana. Amonestó a sus seguidores: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, de modo que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mat. 5:16). Nuestra vida santificada de la fe se muestra en el fruto del espíritu (Gál 5:22ss.). Pero este fruto no es la fuente o el fundamento de nuestra fe. La fuente no consiste en entretejer nuestra obra y la obra de Cristo en alguna comunidad corporal externa. Tampoco son las obras visibles de los cristianos la señal externa sobre la cual descansa la iglesia.

 

La señal por la cual la iglesia es edificada y sobre la cual queda firme es Cristo, quien dijo distinta y exclusivamente de sí mismo: “Separados de mí, nada podéis hacer (Juan 15:5). Todas las señales externas visibles son vanidad sin la fe en Cristo Jesús, el Señor, no importa lo bueno que parezcan. Los fariseos probaron esta ruta. Más bien, la señal infalible visible de la iglesia es el Jesús de carne y sangre que nos justifica gratuitamente por su gracia. Cuando está enchufada en esta luz, la fe brilla. Porque la luz es Cristo, que dijo clara e inequívocamente acerca de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Juan 8:12; 9:5).

 

Ser sensible a las necesidades sociales de otros es de hecho el fruto de la fe cristiana. El amor cristiano y la preocupación por el prójimo y por toda la humanidad sigue a la fe cristiana, tan seguramente como la segunda clase de justicia nace de la primera y principal justicia. En su panfleto, La libertad cristiana (1520), que es usualmente la primera de las obras de Lutero que se traduce cuando se ponen en un nuevo idioma, Lutero aclara lo que hace funcionar al cristiano en palabras muy sencillas. “El cristiano no vive en sí mismo, sino en Cristo y en su prójimo. De otro modo no es un cristiano. Vive en Cristo mediante la fe y en su prójimo mediante el amor. Por la fe es elevado por encima de sí a Dios. Por el amor desciende debajo de sí a su prójimo. Sin embargo, siempre se queda en Dios y en su amor” (LW 31:371).

 

Esta afirmación sencilla en resumen de la vida cristiana correcta y claramente distingue la fuente celestial de la liberación cristiana de sus resultados terrenales en las vidas diarias del amor. En su origen la predicación cristiana de la justificación no es individualista, aunque Cristo murió “por ti y por mí” personalmente. La obra de Cristo de la justificación del pecador tiene una dimensión sin limitación de tiempo y global.

 

Las Sagradas Escrituras indican que la obra de Cristo es sin límite y abraza todos los pueblos en toda sociedad y cultura en la tierra, no importa cuáles sean sus circunstancias en la vida. Es el Salvador del pecado, que ha esclavizado a todos los pueblos, naciones y tribus y los ha privado de la vida con Dios. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.” La maravilla es que esta justicia vino a todos los pueblos por la obra de un hombre, Jesucristo, (Rom. 5:15-19). La verdad en el asunto es, como dijo Pablo a los corintios, que “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo”, y luego explica que todo esto significa “no tomándoles en cuenta sus transgresiones” (2 Cor. 5:19).

 

3. Más que aceptación

 

Así, el nombre apropiado para la justificación, como testifica la Escritura, es más que aceptación de parte de Dios — o de parte de nosotros. La aceptación pasa por alto al que está entre el pecador y el Dios justo, Jesucristo. Sugerir que la justificación en nuestras circunstancias históricas se modifique utilizando en su lugar el término aceptación distorsiona la imagen de lo que real y verdaderamente está sucediendo entre Dios y el mundo. Decir que “Dios acepta” significa otra cosa que decir “Dios justifica”. Esconde el hecho de que la justificación es un acto judicial de parte de Dios.

 

Aquí está la situación desde el tiempo de Adán. Los pecadores de toda nación están ante el tribunal de la justicia de Dios, culpables conforme a la acusación. Somos sentenciados a la muerte. Pero Dios anula nuestra sentencia y nos declara libres por causa del justo que tomó nuestro pecado y la sentencia de la muerte sobre sí mismo. Estas son las buenas noticias. El Dios santo y el juez justo acepta la sustitución del Hijo. Resucita al vicario de la muerte en la mañana de la Pascua. Por la fe en el sustituto nosotros los pecadores estamos libres y somos resucitados a una vida nueva con él. Es un don. Por el Espíritu de Dios en y por la gran purificación del bautismo los creyentes son librados del cautiverio al pecado y se hacen esclavos de la justicia de Cristo (Rom. 6:16-18). Los creyentes son libres para servir y ofrecer su vida como un sacrificio vivo en gratitud a Dios y en amor a los demás (Rom. 12). Los que se apartan de Cristo en la incredulidad siguen viviendo en servidumbre a la ley y bajo la sentencia de la muerte eterna.

 

A la luz de la obra de Cristo, la sugerencia de Altmann de que sustituyamos la palabra aceptación por la justificación es más que una modificación moderna, es un cambio sustancial. La aceptación sola fácilmente pasa por alto el gran costo que exigió nuestra justificación. Costó la vida al propio Hijo de Dios. La muerte sacrificial del Hijo de Dios en la cruz no puede ser oscurecida por las palabras que usamos. Seguramente, Dios nos acepta como puros y santos por causa de la justicia de Cristo. Pero la obra de Cristo tiene que permanecer como el centro en nuestra predicación y misión.

 

Wilhelm Maurer indica que el redescubrimiento de Lutero del evangelio ya contradijo un énfasis medieval en la aceptación. Escribe: “Lutero vio el perdón divino como la acción de la cual se dependía la aceptación o no aceptación del pecador. ... La cosa decisiva no es la medida de mérito humano sino una declaración de absolución que descansa sobre la justicia de Cristo. El punto en el cual Lutero se vio distinguiéndose de la teoría de aceptación de las autoridades medievales tardías, fue su convicción de que Dios perdona a los pecadores por una actitud libre y misericordiosa. Solamente cuando se entiende la aceptación en su contexto bíblico, puede el concepto ser usado como una expresión de la doctrina de la justificación” (Maurer, 337).

 

Lutero explica su concepto en sus propias palabras: “Es la justicia más dulce de Dios Padre, que no salva a pecadores imaginarios sino verdaderos, sosteniéndonos a pesar de nuestros pecados y aceptando nuestras obras y nuestras vidas, todas las cuales son dignas de rechazo. ... Por tanto cuando perdona, ni acepta ni rehusa aceptar, sino perdona” (LW 31:63-64). Esta “aceptación totalmente misericordiosa de parte de Dios”, Lutero la llama la imputación de la justicia de la fe (LW 25:36). Según el ejemplo de San Pablo, explica el perdón misericordioso de Dios con una expresión negativa, como un no imputar contra nosotros nuestros pecados, y con una expresión positiva, como una imputación de la justicia de Cristo a nosotros. Como Abraham, nos hacemos justos por la imputación de esta fe aparte de nuestra cooperación y dignidad.

 

Por esta razón fácilmente confundimos a las personas convirtiendo la justificación en una mera aceptación. Confunde la obra de Cristo con la nuestra. Lo que es más serio, puede convertir la justicia de Cristo en una nueva ley. En un evangelio orientado socialmente, Jesucristo se convierte en un nuevo Moisés. En donde esto es el caso, la iglesia ya no vive solamente por el perdón de los pecados. Vive por su obra y su impacto en la sociedad. El Jesús de carne y sangre se marchita en el fondo y ya no es el centro de la vida y obra de la iglesia.

 

Cuando la fe pierde su conexión con Cristo, la roca sólida, la iglesia se cae. Se hunde en las arenas movedizas de los compromisos humanos con la justicia terrenal. Perdemos la segura confianza en Cristo y con él perdemos la fe que obra como sal en la comunidad. Al tratar de reformar el mundo, nos apartamos del centro de la fe cristiana, el santo evangelio. Con incredulidad, nos alejamos de nuestra justificación ante Dios mediante la fe en Jesucristo, nuestro Señor. Y al hacerlo, perdemos el poder revolucionario del evangelio que es capaz de cambiar corazones y mentes (Rom. 1:16).

 

Una posdata

 

Antes de cerrar este breve paseo por la doctrina de la justificación, permitan un último comentario hecho por la persona que por la gracia de Dios nos ha enseñado la importancia central del evangelio en la vida y la misión de la iglesia. Hablando del artículo sobre la justificación por la fe en Cristo solamente, Martín Lutero escribe en oración y contemplación:

 

Esta doctrina es la cabeza y la piedra angular. Sólo ella engendra, nutre, edifica, preserva y defiende a la iglesia de Dios. Y sin ella la iglesia de Dios no puede existir una hora. ... Porque nadie que no se adhiere a este artículo — o, para usar la expresión de Pablo, esta “sana doctrina” (Tit. 2:1) — es capaz de enseñar correctamente en la iglesia ni resistir con éxito al adversario. ... Este es el talón de la Simiente que se opone a la antigua serpiente y aplasta su cabeza. A la vez, es por esto que Satanás no puede hacer otra cosa que perseguirla. (WA 33:82).

 

A esto decimos: ¡Amén! — al orar, “Sosténnos firmes, Oh Señor, en la palabra de tu amor”, porque el evangelio de la justificación por la gracia solamente mediante de fe en Jesucristo es la roca sobre la cual la iglesia en toda época se queda firme. Hay un cuadro de la Roca de la eternidad aun más impresionante que el anterior. En este cuadro el artista presenta a la mujer asida de la roca con solamente un brazo, mientras el otro se extiende para llevar a otra persona a la roca. Este es nuestro privilegio y misión que Dios nos ha concedido.

 

Arnold J. Koelpin

Martin Luther College

New Ulm, Minnesota

Pascua, 7 de abril de 1996

 

Obras citadas

Biblia: Reina Valera Actualizada. Editorial Mundo Hispano

CA  =  Confesión de Augsburgo, como se encuentra en el Libro de Concordia, St. Louis: Concordia, 1989

 

Art. Sm.  =   Artículos de Esmalcalda, como se encuentra en Libro de Concordia, St. Louis: Concordia, 1989

 

LW  =   Luther´s Works, American Edition, Philadelphhia: Fortress Press, 1972

 

WA  =  D. Martin Luther´s Werke. Kritische Gesamtausgabe. Weimar, 1883-.

 

Altmann, Wa.   Luther and Liberation: A Latin American Perspective. Minneapolis, Fortress Press, 1992.

 

Maurer, Wilh.     Historical Commentary on the Augsburg Confession. Philadelphia: Fortress Press, 1986.