Devociones para Cuaresma
Del libro Manna, de Carl Manthey Zorn
La semana de Invocabit (Primer domingo de la Cuaresma)
La semana de Reminiscere (Segundo domingo de la Cuaresma)
La semana de Oculi (Tercer domingo de la Cuaresma)
La semana de Laetare (El cuarto domingo de la Cuaresma)
La semana de Judica (El quinto domingo de la Cuaresma)
Semana Santa (Domingo de Ramos, el sexto domingo de Cuaresma)
He aquí, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte. Le entregarán a los gentiles para que se burlen de él, le azoten y le crucifiquen; pero al tercer día resucitará.
(Mateo 20:18-19)
Por tres años el Señor Jesús había
atravesado la tierra judía junto con sus discípulos, predicando y enseñando a sus habitantes,
haciendo señales y milagros ante sus ojos para demostrar que era el Mesías prometido y el Salvador
del mundo. Ahora él y sus discípulos estaban en camino a Jerusalén para celebrar aquella Pascua
en la cual él, el eterno Sumo Sacerdote, se ofrecería en pago por los pecados de este mundo. Caminaba
delante de los discípulos y ellos siguieron asombrados y llenos de miedo, porque conocían la amarga
enemistad de los fariseos, los maestros de la ley y el Sinedrio contra Jesús. Además, les acababa
de recordar una vez más su profecía enigmática anterior acerca del destino que le esperaba
en Jerusalén.
Al viajar a Jerusalén,
junto con un sinnúmero de otros peregrinos que iban a la fiesta, Jesús tomó aparte a los doce
y les dijo: “He aquí subimos a Jerusalén, y se cumplirán todas las cosas que fueron escritas
por los profetas acerca del Hijo del Hombre. Porque será entregado a los gentiles, y será escarnecido,
injuriado y escupido. Después que le hayan azotado, le matarán; pero al tercer día resucitará.”
(Lucas18). Aunque Jesús hablaba de profecías bien conocidas del Antiguo Testamento acerca del Mesías,
Lucas informa que sus discípulos “no entendían nada de esto.” La razón fue que los judíos
del tiempo de Jesús tenían ideas totalmente diferentes acerca de cuál sería el papel
del Mesías, porque pensaban que haría a los judíos gobernantes del mundo entero. Esto explica
la confusión y el temor de los discípulos, que con esta idea no entendían las palabras de
Jesús. Pocos días después, lo que ahora era profecía se convertiría en una horrible
realidad para ellos.
Querido cristiano, hoy entramos
en lo que la iglesia ha llegado a llamar la Cuaresma, el tiempo de la pasión. Ha sido una costumbre de larga
duración repasar y contemplar los sufrimientos y la muerte de nuestro Señor durante esta estación.
Nuestra intención es seguir la narrativa bíblica de lo que Jesús hizo, sufrió y dijo
durante la Semana Santa. ¡Qué nuestro Salvador en su misericordia bendiga estas devociones, de modo
que entendamos correctamente sus sufrimientos y muerte y estemos agradecidos porque él, el Cordero de Dios,
pagó la pena de nuestros pecados y los del mundo entero en la cruz! ¡Qué nos conceda que nosotros
lo abracemos como nuestro Salvador y Redentor con verdadero arrepentimiento y fe para que quedemos unidos con él
en la vida y en la muerte! ¡Qué nos conceda este favor por causa de su propio sufrimiento y muerte
en nuestro beneficio! Amén.
Ella ha hecho lo que podía, porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura. (Marcos 14:8)
Seis días antes del domingo de la Pascua Jesús llegó a Betania, el pueblo de Lázaro, a quién Jesús había resucitado de los muertos no mucho antes de este tiempo. Allí se le preparó a él y a sus discípulos una cena en la casa de Simón el leproso. Marta, la hermana de Lázaro, servía la cena, y Lázaro también estaba presente. En esa cena María, la hermana de Lázaro y Marta, tomó una vasija de alabastro de perfume muy caro, del que normalmente se usaban solamente pocas gotas, y quebró su angosto cuello. Derramó el ungüento sobre la cabeza y los pies de Jesús y secó sus pies con su cabello, llenando toda la casa con la fragancia de ese ungüento.
Uno de los discípulos
de Jesús, Judas Iscariote, hijo de Simón, el que traicionó a Jesús, dijo: “¿Por
qué no fue vendido este perfume por trescientos denarios y dado a los pobres?” No lo dijo porque le importaran
los pobres sino porque era ladrón; como tesorero sustraía de la bolsa de dinero y lo usaba para sus
propios fines. Sin embargo, su objeción influenció a algunos de los demás discípulos
y ellos también murmuraron contra María diciendo: “Podría haberse vendido este perfume por
más de trescientos denarios y haberse dado a los pobres.”
¿Cómo debemos
considerar la acción de María? Con notable amor, que nació de una fe firme en Jesús
su Salvador, ella preparó su cuerpo para la sepultura que iba a suceder una semana después. Ésta
es la interpretación que el Señor dio a esa acción. No podemos decir si fue sólo un
acto impulsivo de su gran amor o si ella tuvo un presentimiento de su muerte. En todo caso, sabemos que fue un
oyente tranquilo, receptivo cuando Jesús hablaba, y tales almas tranquilas, cuando son bendecidas por la
gracia de Dios, con frecuencia perciben su verdad con más rapidez que otros, los cuales actuando sobre la
base de opiniones preconcebidas, objetan fuertemente cuando una palabra de Jesús es difícil de entender,
— por ejemplo, algunos de los discípulos en esta ocasión, o Pedro en otras ocasiones. No obstante,
su reacción se debía a la debilidad de su fe y no a la malicia, como fue el caso con Judas. En todo
caso, Jesús alaba mucho a María y a la acción inusual que brotó de su fe y amor; pero
no hay alabanza, sino más bien una reprensión contra el juicio pragmático de los discípulos
que pusieron objeciones influenciados por las palabras hipócritas de Judas. No queremos condenar los juicios
fríos, racionales, ni apoyar el sentimentalismo irracional, pero recuerda: la fe y el amor hacen buenas
las acciones que pudieran parecer excesivas y extravagantes, y en donde faltan la fe y el amor, Dios no se agrada
ni de nuestras acciones más sabias y pragmáticas.
¡Hosanna
al Hijo de David! (Mateo 21:9)
En el último viaje de nuestro Señor a Jerusalén para asistir allí a la fiesta de la Pascua, se quedó con unos queridos amigos en la aldea de Betania, no muy lejos de Jerusalén. Sin duda, los peregrinos de Galilea que habían viajado con él hablaban de esto en Jerusalén. El resultado fue que gran número de peregrinos que se adherían a él cortaron hojas de palma y comenzaron a viajar a Betania para llevarlo en triunfo a Jerusalén. Al llegar a la aldea de Betfagé dijo a dos de sus discípulos: “Id a la aldea que está frente a vosotros, y en seguida hallaréis una asna atada, y un borriquillo con ella. Desatadla y traédmelos. Si alguien os dice algo, decidle: El Señor los necesita, y luego los enviará.” Esto sucedió, como dice Mateo, para que se cumpliera lo que se había hablado por medio del profeta: “Decid a la hija de Sion: He aquí tu Rey viene a ti, manso y sentado sobre una asna y sobre un borriquillo, hijo de bestia de carga.”
Los enviados llegaron allí
y encontraron todo como Jesús había dicho. Llevaron al asno y su pollino, pusieron ropas sobre éste,
y Jesús subió a él. Otros pusieron algunas de sus vestiduras externas en el camino, mientras
otros comenzaban a cortar ramas de los árboles y pusieron éstas en su camino. Al bajar del monte
de los Olivos, los discípulos de Jesús y muchos de sus partidarios alababan a Dios a viva voz a causa
de todos los milagros de Jesús que habían visto. Había entre ellos algunos que habían
visto la resurrección de Lázaro. Poco sorprende, que pronto se oía el saludo mesiánico,
tomado como refrán por todos en esa multitud festiva: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene
en el nombre del Señor!
¡Hosanna en las alturas!”
Lucas nos dice en su historia
que algunos fariseos en la multitud dijeron a Jesús: “Maestro, reprende a tus discípulos.” Pero la
respuesta de Jesús a ellos fue: “Os digo que si éstos callan, las piedras gritarán.” Y Juan
nos dice que los fariseos luego dijeron entre sí, “Ved que nada ganáis. ¡He aquí, el
mundo se va tras él!”
En el Evangelio de Lucas leemos:
“¡Oh, si conocieses tú también, por lo menos en éste tu día, lo que conduce a
tu paz! Pero ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán
sobre ti días en que tus enemigos te rodearán con baluarte y te pondrán sitio, y por todos
lados te apretarán. Te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti. No dejarán en ti piedra
sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.”
Hubo excitación febril
en toda la ciudad cuando Jesús entró en Jerusalén, y preguntaron: “¿Quién es
éste?”
La multitud respondió: “Éste
es Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea.” Jesús entró en el templo y llegaron a él
los ciegos y cojos y él los sanó. Pero cuando los sumos sacerdotes y maestros de la ley vieron las
cosas maravillosas que él hizo y a los niños que clamaban en el recinto del templo: “¡Hosanna
al Hijo de David!” se indignaron. “¿Oyes lo que dicen éstos?” le preguntaron. “Sí,” respondió
Jesús, “¿Nunca leísteis: De la boca de los niños y de los que maman preparaste la alabanza?” Y los dejó parados allí.
Ésa fue la entrada de
Jesús en Jerusalén para sufrir y morir allí. Grande fue el tumulto del pueblo que lo aclamaba
como el Mesías. Esto fue un testimonio elocuente en favor de Jesús y contra la ciudad y la nación
de los judíos, que Dios mismo hizo suceder. Y, querido oyente, tú conoces el grito que la ciudad
hizo pocos días después: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” Ese grito lo motivó
el infierno.
Querido cristiano, conoces y
estás consciente de lo que tu Salvador hizo por ti. Movido por el Espíritu Santo, regocíjate
y clama: “¡Hosana al Hijo de David! ¡Te saludo, querido Salvador, que vas a tu muerte en mi beneficio!”
¡Nunca
jamás coma nadie de tu fruto!
(Marcos 11:14
El domingo en la tarde Jesús
y sus discípulos volvieron a Betania de Jerusalén para pasar allí la noche. El lunes en la
mañana cuando otra vez volvió a la ciudad con ellos tenía hambre. Al ver una higuera con hojas
a la distancia, fue para ver si tenía algún fruto. En Palestina las higueras dan fruto dos veces
al año; se produce un higo temprano o verde a fines del invierno de botones que se forman tarde en el otoño.
Este árbol que mostraba hojas fuera de estación parecía prometer higos tempranos, a pesar
de no ser la estación. Acercándose, el Señor no encontró fruto entre las hojas. Entonces
dijo “¡Nunca jamás coma nadie de tu fruto!” Cuando llegó a Jerusalén, Jesús entró
en el templo y expulsó de allí a los que compraban y vendían. Volcó las mesas de los
cambistas y bancas de los que vendían palomas, y no permitía que nadie cruzara los patios del templo
con mercancía. Les dio instrucción y dijo: “¿No está escrito que mi casa será llamada
casa de oración para todas las naciones? Pero vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.” Los principales sacerdotes y los maestros
de la ley oyeron esto y comenzaban a buscar una manera de matarlo porque le temían, ya que toda la multitud
estaba asombrada por su enseñanza. Cuando llegó la tarde, él y sus discípulos otra
vez salieron de la ciudad.
Sin embargo, volvamos a la maldición
de la higuera. Por dos mil años Dios había estado cuidando el pueblo judío. Lo había
escogido de entre todas las naciones para ser suyo, y lo bendijo con su presencia y misericordia. Había
dado a este pueblo su palabra con su ley y evangelio; les dio las profecías acerca de Cristo, el Mesías,
el Salvador del mundo. Con el fin de guiar y animarlos a quedarse con su palabra, había establecido una
clase sacerdotal, los miembros de la cual recordaban a la gente en los cultos establecidos sus transgresiones contra
la ley de Dios y el perdón que podían tener por virtud del Mesías, que vendría para
llevar sus pecados. Además del sacerdocio, Dios en varias ocasiones les había enviado profetas cuando
consideraba necesaria otra advertencia.
En la estimación de Dios,
Israel fue su pueblo, el pueblo del Mesías. Cuando se apartaba de sus caminos, los castigaba con sus juicios,
algunos de los cuales eran mucho más severos que otros. Y todo esto lo hizo con un propósito: tenía
la intención de hacerse hombre entre este pueblo y quería ser recibido con gozo como el Mesías,
el Cristo, para que su nombre y palabra se extendieran al mundo entero para iluminarlo y bendecirlo, comenzando
en Israel. Esperaba encontrar en Israel el fruto de toda su misericordiosa atención y cuidado.
Y ahora estaba allí entre
su pueblo. Por tres años había viajado a lo largo y lo ancho de la tierra predicando, enseñando
y haciendo milagros como evidencia de que fue en verdad el Mesías prometido. Y esta enseñanza y actividad
había sido predicha en la profecía. Y ahora buscaba fruto. ¿Qué es lo que encontró?
Sobre las ramas muertas de sus vidas incrédulas una exhibición de las hojas de un culto formalista.
Solamente follaje, follaje prometedor, pero que escondía una vana justicia propia, esperanzas de un reino
mesiánico materialista que revelaban una mente terrenal. Había venido a lo suyo y su propio pueblo
lo había rechazado. Lo crucificaron como un blasfemo porque dijo que era el Cristo prometido. No fue un
Mesías de su agrado. Eso es lo que encontró y que lo motivó a llorar por Jerusalén.
Esto también vino a su mente cuando buscó fruto de la higuera y no encontró nada. Pensaba
en el pueblo judío cuando dijo al árbol: "¡Nunca jamás coma nadie de tu fruto!"
Por eso al día siguiente dijo: "Por esta razón os digo que el reino de Dios será quitado
de vosotros y será dado a un pueblo que producirá los frutos del reino." (Mateo 21:43).
Israel como nación ya
no era el pueblo de Dios, ya no era el heredero de sus promesas. Para el judío individual las promesas todavía
tienen su validez. Si se convierte al verdadero Mesías cuyo reino no es de este mundo, entonces forma parte
de aquel gran pueblo de Dios del nuevo pacto, el Israel espiritual, la comunión de los santos, que son santificados
por su fe en la sangre de Cristo. No obstante, en cuanto al Israel terrenal, sea como nación o sólo
como un pueblo, milagrosamente estará presente hasta el fin del mundo como una señal y advertencia,
pero no llevará fruto saludable para vida eterna.
Querido lector, ¿Qué
diremos del pueblo cristiano de nuestro tiempo y en nuestra tierra? ¿Encuentra el Señor el fruto
que busca entre ellos? ¿Y cuál es la situación contigo?
La semana de Invocabit (Primer domingo de la Cuaresma)
Domingo
Por
esta razón os digo que todo por lo cual oráis y pedís, creed que lo habéis recibido,
y os será hecho. (Marcos
11:24)
Hoy queremos considerar lo que dijo e hizo nuestro Señor el martes antes de su sufrimiento y muerte. Sin embargo, sucedieron muchas cosas, y esto ocupará nuestra atención durante varias devociones. Cuando Jesús y sus discípulos otra vez fueron a Jerusalén la mañana del martes, pasaron por el lugar en donde Jesús había maldecido la higuera el día anterior. Allí los discípulos notaron que el árbol estaba seco hasta las mismas raíces. Se sorprendieron, y Pedro se lo mencionó a Jesús. Los discípulos no habían pensado en el significado simbólico que había en la acción de Jesús al maldecir la higuera. Solamente se preguntaban del milagro que había sucedido cuando Jesús habló.
Por esto Jesús les dijo:
“Tened fe en Dios. De cierto os digo que cualquiera que diga a este monte:
Quítate y arrójate al mar, y que no dude en su corazón, sino que crea que será hecho
lo que dice, le será hecho. Por esta razón os digo que todo por lo cual oráis y pedís,
creed que lo habéis recibido, y os será hecho. Y cuando os pongáis de pie para orar, si tenéis
algo contra alguien, perdonadle, para que vuestro Padre que está en los cielos también os perdone
a vosotros vuestras ofensas.”
¿Notaste, querido lector,
que el Salvador dijo a sus discípulos que ellos podrían hacer esos milagros? Dijo que podrían
trasladar las montañas, que podrían hacer cualquier cosa mediante la oración con fe. Sus palabras
indican que necesitarían dos condiciones: primero, tendrían que ser cristianos creyentes, porque
sólo las oraciones de esas personas son aceptables a Dios. En segundo lugar, cuando oraban por algo deberían
creer firmemente que en verdad recibirían lo que pedían, y luego con seguridad lo recibirían.
Lee otra vez las palabras del Salvador y verás que las estoy interpretando correctamente.
No obstante, cuando un discípulo
pide algo, ¿cómo puede creer firmemente que en realidad sucederá? ¿De dónde
se obtiene esa fe y confianza? Hay sólo una respuesta; de la palabra y las promesas de Jesús. Jesús
les dijo que ellos también harían milagros que confirmaran su predicación del evangelio. Después
de su resurrección les mandó predicar el evangelio a toda criatura y luego agregó las palabras:
“Estas señales seguirán a los que creen…” — Puedes leer tú mismo qué clase de señales
y milagros serían éstos en Marcos 16:17,18. De estas palabras de Jesús deberían y podrían
cobrar firme confianza de que sus oraciones recibirían respuesta. Y en efecto eso sucedió, como vemos
en las Sagradas Escrituras, especialmente en los Hechos de los Apóstoles.
¿Pero qué tal
nosotros? ¿Es lo mismo con nosotros? Seguramente. Por supuesto, nosotros no tenemos ningún mandato
específico para hacer milagros, pero si indicamos con confianza una promesa específica de la Biblia,
y no dudamos que Dios cumplirá esa promesa, con seguridad recibiremos lo que pedimos, porque Dios es fiel.
Sin embargo, es necesario que seamos cristianos sinceros, creyentes, y discípulos obedientes de Jesús.
Si no es así, no tenemos siquiera el perdón de los pecados, y es seguro que no serán oídas
nuestras oraciones. Eso es evidente en las palabras de Jesús que dicen que cuando oramos es necesario que
perdonemos a nuestros enemigos. Pero al decir esto, sólo nos está definiendo qué cosa es un
cristiano. Ahora sabes cómo debes orar para que con seguridad seas oído.
De cierto os digo que los publicanos y las prostitutas entran delante de vosotros en el reino de
Dios. (Mateo 21:31)
¿No es una afirmación
espeluznante? Sin embargo, son las palabras de Jesús. ¿A quiénes habla? Te diré a quienes.
Cuando Jesús
enseñaba y predicaba en el templo el martes por la mañana, los sumos sacerdotes y los ancianos del
pueblo se le acercaron y querían saber con qué autoridad hacía estas cosas. Sin duda pensaban
en su entrada solemne en Jerusalén el domingo y en la limpieza del templo al día siguiente.
Jesús
respondió: “Yo también os haré una pregunta; y si me respondéis, yo también
os diré con qué autoridad hago estas cosas. ¿De dónde era el bautismo de Juan? ¿Del cielo o de los hombres? Entonces ellos
razonaban entre sí, diciendo: “Si decimos del cielo, nos dirá: ¿Por qué, pues, no le
creísteis? (Después de todo, Juan había testificado que Jesús era el Cristo). Y si decimos de los hombres . . . , tememos
al pueblo, porque todos tienen a Juan por profeta.”
Así es
que respondieron a Jesús: “No sabemos”. Esto fue un claro indicio de que no querían creer en Jesús,
que habían endurecido sus corazones a la verdad, no importa con cuánta claridad se les presentara.
¿Por qué debería Jesús haberles contestado? Por eso Jesús dijo: “Tampoco yo
os digo con qué autoridad hago estas cosas.” Pero sí les relató esta parábola para
reprender su hipocresía.
“Un hombre tenía
dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. Él contestó y dijo: No quiero.
Pero después, cambió de parecer y fue. Al acercarse al otro, le dijo lo mismo; y él respondió diciendo: ¡Sí,
señor, yo voy! Y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre?” Ellos dijeron: “El primero.” Y Jesús
les dijo: “De cierto os digo que los publicanos y las prostitutas entran delante de vosotros en el reino de Dios.
Porque Juan vino a vosotros en el camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las prostitutas
le creyeron. Y aunque vosotros lo visteis, después no cambiasteis de parecer para creerle.”
¿Comprendes,
querido lector? Los publicanos y las prostitutas eran pecadores manifiestos que habían dicho “no” cuando
fueron invitados al reino de Dios. Sin embargo, después muchos de ellos aceptaron la invitación y
se arrepintieron. Los que han crecido en la iglesia cristiana, que tienen la apariencia de ser verdaderos cristianos,
y que, en su propia opinión, son personas privilegiadas en el reino de Dios, pero que en verdad nunca han
venido a Jesús como pecadores penitentes y jamás quisieran venir a él de esa manera son semejantes
a los sumos sacerdotes y ancianos. Son gente con corazones endurecidos. Y no hay duda de que los cobradores de
impuestos y las prostitutas entrarán en el reino de Dios delante de esas personas.
Querido cristiano,
cuando el Espíritu de Dios te llama a venir a Jesús mediante el evangelio, no digas: “no” como hicieron
los publicanos y las prostitutas al principio. Di que “sí”. Pero haz más que decir que “sí”;
realmente vayas.
Por esta razón os digo que el reino de Dios será quitado de vosotros y será
dado a un pueblo que producirá los frutos del reino. (Mateo 21:43)
“Oíd otra
parábola” dijo nuestro Señor a los sumos sacerdotes y los ancianos en el templo que cuestionaron
su autoridad, pero a quienes él había callado. Estoy seguro que ya se arrepentían de haberle
hablado en primer lugar. “Había un hombre, dueño de un campo, quien plantó una viña.
La rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, edificó una torre, la arrendó a unos
labradores y se fue lejos. Pero cuando se acercó el tiempo de la cosecha, envió sus siervos a los
labradores para recibir sus frutos. Y los labradores, tomando a sus siervos, a uno hirieron, a otro mataron y a
otro apedrearon. Él envió de nuevo a otros siervos, en mayor número que los primeros, y les
hicieron lo mismo. Por último, les envió a su hijo, diciendo: Tendrán respeto a mi hijo. Pero
al ver al hijo, los labradores dijeron entre sí: Éste es el heredero. Venid, matémosle y tomemos
posesión de su herencia. Le prendieron, le echaron fuera de la viña y le mataron.”
Luego Jesús
habló a sus oyentes hostiles: “Ahora bien, cuando venga el señor de la viña, ¿qué
hará con aquellos labradores?” — Tal vez arrastrados por la narración vívida de Jesús,
respondieron sin darse cuenta de que estaban condenando a sí mismos: “A los malvados los destruirá
sin misericordia, y arrendará su viña a otros labradores, quienes le pagarán el fruto a su
tiempo.”
Ahora han de
haber reconocido que Jesús hablaba de ellos y sus antepasados que habían maltratado y hasta matado
a los profetas a quienes el Señor había mandado para buscar frutos entre el pueblo judío.
¿No es cierto que ellos, en ese mismo momento, tenían intenciones de asesinar a Jesús? Por
esta razón exclamaron: “¡Nunca suceda tal cosa!” Jesús les miró y les dijo: “¿Nunca
habéis leído en las Escrituras? La piedra que desecharon los edificadores, ésta fue hecha cabeza del ángulo. De parte del Señor sucedió esto, y es maravilloso en nuestros ojos. Por esta razón os digo que el reino de Dios será quitado de vosotros y será
dado a un pueblo que producirá los frutos del reino.”
Y ahora el Señor
les habló directamente, sin usar parábola alguna, porque ellos, los líderes, los edificadores
en Israel, en ese momento estaban rechazando a Cristo, la preciosa piedra del ángulo en el Templo de Dios.
Les dio una advertencia diciendo: “El que caiga sobre esta piedra”, — es decir, es ofendido por Cristo y su mensaje
y no cree en él — “será quebrantado, y desmenuzará a cualquiera sobre quien ella caiga.” Eso
quiere decir cuando tal persona enfrente a Cristo, el Juez justo.
Ésta fue una
advertencia que Jesús hizo con buena intención a sus críticos hostiles. Pero ellos no quisieron
aceptar la advertencia, porque ahora buscaban cómo ponerlo bajo arresto, pero temían a la multitud
que consideraba a Jesús un profeta. — Desde hace mucho tiempo el reino de Dios fue quitado del pueblo judío
y fue dado a los que no eran judíos. Nosotros, la mayoría de los cuales descendemos de pueblos paganos,
por la gracia de Dios somos miembros del reino de Dios y nuestros predicadores cuidan esta viña. ¿Qué
clase de fruto encuentra el Señor en nuestro caso?
¡Oh sol
de gracia, divina luz,
Guíanos
hacia el Señor Jesús!
Haz que en él
quedemos en todo día
Hasta entrar
en el Edén de alegría.
Ten piedad, Señor.
(CC 95:2)
Amigo,
¿cómo entraste aquí, sin llevar ropa de bodas? (Mateo 22:12)
Jesús confrontó a sus enemigos con una parábola más. Sin embargo, no pienses que esta parábola no tiene nada que ver con nosotros.
“El reino de los cielos”, dijo Jesús, “es semejante a un rey que celebró
el banquete de bodas para su hijo. Envió a sus siervos para llamar a los que habían sido invitados
a las bodas, pero no querían venir. Volvió a enviar otros siervos, diciendo: Decid a los invitados:
He aquí, he preparado mi comida; mis toros y animales engordados han sido matados, y todo está preparado.
Venid a las bodas. Pero ellos no le hicieron caso y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio; y los otros tomaron
a sus siervos, los afrentaron y los mataron. El rey se enojó, y enviando sus tropas mató a aquellos
asesinos y prendió fuego a su ciudad.”
Aquí tienes
la primera parte de la parábola, y no debe haber dificultad en entenderla. Obviamente, Jesús pensaba
en los judíos que a través de los siglos habían sido invitados a participar en el reino del
Mesías. Sin embargo, cuando apareció Cristo, lo rechazaron e inclusive lo mataron. Trataron de igual
manera a los apóstoles. Luego Dios envió sus ejércitos, en este caso, los romanos, que destruyeron
a Jerusalén junto con el templo y dispersaron al pueblo judío.
Nuestro Señor
continúa con su parábola: “Entonces dijo a sus siervos: El banquete, a la verdad, está preparado,
pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a las encrucijadas de los caminos y llamad al banquete de bodas a
cuantos halléis. Aquellos siervos salieron por los caminos y reunieron a todos los que hallaron, tanto buenos
como malos; y el banquete de bodas estuvo lleno de convidados.”
Aquí Jesús
está pensando en los paganos, los que no eran judíos. Fueron invitados después que los judíos
habían rechazado el reino de Dios y se les quitó el reino. Ahora se extiende la invitación
a todos, sin discriminación. Y de hecho llegaron grandes multitudes. Sin embargo, antes de oír la
última parte de la parábola, tal vez sea necesario un poco de explicación. En algunos países
del oriente, la costumbre en ese tiempo era que los invitados, fueran ricos o pobres, recibían una vestimenta
que se deberían poner para la boda. Si alguien no aceptaba y no llevaba esa vestidura, era una gran ofensa,
como se hace evidente en la última parte de la parábola.
“Pero cuando
entró el rey para ver a los convidados y vio allí a un hombre que no llevaba ropa de bodas, le dijo:
Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin llevar ropa de bodas? Pero él quedó mudo. Entonces el rey dijo a los que servían: Atadle los pies y las manos y echadle
en las tinieblas de afuera. Allí habrá llanto y crujir de dientes”
La vestidura de bodas
que todo el mundo que quiere estar en el reino de Dios tiene que llevar es la justicia de Jesucristo que puede
ser nuestra mediante la fe. Dios nos ofrece esta justicia sin ninguna condición en el evangelio. El que
la rechaza y tiene la intención de aparecer ante Dios con su propia justicia personal, él lo rechazará
y lo castigará. El que seas miembro de una congregación cristiana en sí te salvará:
sobre todo debes creer que tus pecados fueron expiados por la muerte de Cristo en la cruz; luego su justicia será
tuya. Desafortunadamente, muchos no están dispuestos a hacer esto, y por que el Salvador dice: “Porque muchos
son los llamados, pero pocos los escogidos.”
Tu sangre, oh
Cristo, y tu justicia
Mi gloria y hermosura
son;
Feliz me acerco
al Padre eterno,
Vestido así
de salvación. (CC 218:1)
Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. (Mateo 22:21)
En el martes antes de su crucifixión,
los enemigos de nuestro Salvador, los líderes del pueblo judío, le dieron muchos problemas. En la
mañana ya lo habían atacado en el templo, pero sus respuestas les callaron por un tiempo. Ahora los
fariseos hicieron el intento de hacer tropezar a Jesús en el transcurso de una conversación. No se
le acercaron ellos mismos esta vez, sino enviaron a algunos de sus discípulos junto con los siervos del
tetrarca de Galilea, Herodes. Estos hombres deberían fingir ser gente piadosa que buscaba de él instrucción.
En realidad, deberían tentarle a decir algo tan comprometedor que lo podrían arrestar y entregarlo
a las autoridades romanas. Su engaño es evidente por la manera en que se dirigen a él: “Maestro, sabemos que eres hombre de verdad,
que enseñas el camino de Dios con verdad y que no te cuidas de nadie; porque no miras la apariencia de los
hombres. Dinos,
pues, ¿qué te parece? ¿Es lícito dar tributo al César, o no?”
La pregunta era
una trampa. El emperador romano era el gobernante de la tierra, y como resultado imponía tributos. Sus gobernadores
y tetrarcas tenían que recoger estos impuestos para él. No obstante, los judíos resentían
el gobierno romano y creían que cuando llegara su Mesías no sólo los libraría de todo
dominio extranjero, sino que ellos serían el pueblo más poderoso de la tierra. Los fariseos pensaban
que si Jesús decía que era el Mesías, jamás podría aprobar pagar impuestos a
Roma sin perder el apoyo de la gente común. Por eso se aseguraron de la presencia de los siervos de Herodes,
que luego lo arrestarían y lo entregarían al gobernador, Poncio Pilato. Erraron en sus cálculos
astutos, porque estaba equivocada su idea de que el Mesías sería un gobernador secular.
Jesús
se dio cuenta de su artimaña y les dijo: “¿Por qué me probáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo.” Ellos
le presentaron un denario. Entonces él les dijo: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?”
Le dijeron: “Del César.” Entonces
él les dijo: “Por tanto, dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.” —
En efecto estaba diciendo: “Ustedes usan el dinero de César y gozan de su protección. Luego deben
darle lo que le corresponde. Y en cuanto a Dios, deben darle a él lo que él desea y a lo que él
tiene derecho: un corazón que en verdad cree su palabra y la obediencia que él exige en su ley” —
Al oír esto, se maravillaron; y dejándole, se fueron.
El reino secular y
el reino de Dios, querido cristiano, deben mantenerse estrictamente separados. El primero se ocupa con cosas de
este mundo y nuestras vidas como ciudadanos del estado. El reino de Dios y sus ordenanzas se ocupan de la fe y
el amor y la vida eterna. Confundir los dos y no reconocer la diferencia entre ambos es peligroso. No es necesario
que estén en conflicto uno con el otro. De hecho, el cristiano verdadero siempre es el mejor de los ciudadanos.
Trata de ser un buen cristiano y serás un buen ciudadano.
Dios
no es Dios de muertos, sino de vivos.
(Mateo 22:32)
Ahora los saduceos entraron en controversia con Jesús. Esta secta negaba que existieran los ángeles y los espíritus, como también la resurrección de los muertos. Querían enfrentarse con Jesús y avergonzarlo en público con sus preguntas. No obstante, encontraron en él un adversario que no podían vencer.
“Maestro, Moisés dijo:
Si alguno muere sin tener hijos, su hermano se casará con su mujer y levantará descendencia a su
hermano. Había, pues, siete hermanos entre nosotros. El primero
tomó mujer y murió, y como no tenía descendencia, dejó su mujer a su hermano. De la misma manera sucedió también con el segundo y el tercero, hasta los siete. Después de todos, murió también la mujer. En la resurrección,
puesto que todos la tuvieron, ¿de cuál de los siete será mujer?”
Entonces respondió Jesús y les dijo: “Erráis
porque no conocéis las Escrituras, ni tampoco el poder de Dios; porque en
la resurrección no se casan ni se dan en casamiento, sino que son como los ángeles que están
en el cielo. Y acerca de la resurrección de los muertos, ¿no
habéis leído lo que os fue dicho por Dios? Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.” Al oír
esto, las multitudes estaban atónitas de su doctrina.
Los saduceos rechazaban la Biblia,
pero daban alguna importancia a los escritos de Moisés, los primeros cinco libros de la Biblia. Por esta
razón Jesús citó esa parte de la Escritura para demostrar la resurrección de los muertos.
Cuando Dios dijo a Moisés: “Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”, los patriarcas habían muerto desde hacía mucho tiempo. De esto Jesús sacó
la conclusión de que tiene que haber una resurrección de los muertos, porque Dios no es el Dios de
los muertos, sino de los vivos. Dios muestra su misericordia y es el Padre celestial de los vivos, no de los muertos,
y en consecuencia, los patriarcas que se nombraron estaban vivos.
La muerte se debe a la ira de
Dios por el pecado y, como dice la Biblia, es el castigo del pecado. Sin embargo, Cristo nos ha redimido del pecado
y de la ira y castigo de Dios. Si creemos en Cristo, él es nuestro querido Padre celestial. Y si es así,
¿supones que nos abandonará en la muerte que nos sobreviene a causa del pecado? ¡Jamás!
Es cierto que moriremos, pero nuestra muerte ya no será una maldición. Cuando muramos, Dios recibirá
nuestra alma, y nuestro cuerpo no yacerá abandonado en el sepulcro, porque Dios es todopoderoso, y con él
no hay nada imposible. Resucitará nuestro cuerpo, porque él es nuestro Padre celestial que nos ha
reconciliado. El que nuestro cuerpo se convierte en polvo y cenizas es la paga del pecado y el resultado de la
ira de Dios por el pecado. Pero nuestros pecados son perdonados y Dios es nuestro Padre celestial misericordioso,
y la situación es así como Cristo explica la Escritura — de esto puedes estar seguro. Resucitaremos
de la muerte, aun con nuestro cuerpo. No lo dudes, sino confía en la palabra de tu Salvador. Tu alma no
se pierde en la muerte, ni tampoco tu cuerpo, porque resucitará del polvo, un cuerpo nuevo y glorioso. Esto
te promete tu Salvador.
¿Cuál
es el primer mandamiento de todos?
(Mar. 12:28)
Cuando los fariseos, los líderes
rígidos y formales de la iglesia, oyeron que Jesús había callado a sus adversarios, los saduceos
liberales, se hicieron la ilusión de que ellos sí podrían maniobrar para poner a Jesús
en una situación comprometedora. Por eso uno de ellos, un maestro de la ley que había escuchado el
debate con los saduceos acerca de la resurrección, trataba de probar a Jesús con la pregunta: “¿Cuál
es el primer mandamiento de todos?”
Tienes que saber que entre los fariseos mismos había diversas opiniones acerca de esta pregunta. Además, tenían la idea de que si se obedecía escrupulosamente este mandamiento más grande, Dios podría ser más indulgente en cuanto a los demás mandamientos. Por supuesto, ésta era una opinión totalmente errada. Si los hijos dijeran a sus padres: “Nos dicen hacer esto y lo otro, pero ¿cuál es realmente el mandato más importante?” — ¿qué supones que dirían los padres? ¿O podrían los ciudadanos satisfacer a las autoridades civiles diciendo algo así? Como hijos de Dios, debemos obedecer sin peros todas sus palabras. Por esto la pregunta del maestro de la ley era totalmente ilegítima. Sin duda suponía que al decidir en favor de alguno de los mandamientos, Jesús tal vez apoyaría su opinión, y si no, tal vez podría vencerle en un argumento.
¿Cuál fue la posición
de Jesús sobre el asunto? Respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el grande y el primer
mandamiento. Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.”
¿Ves? Todo el que ama
a Dios con un amor sencillo, que lo ama sobre todo lo demás, se esforzará a cumplir todos los mandamientos de Dios. Y todo el que ama con sinceridad
a su prójimo, esa persona tratará de amarlo como Dios quiere que se le ame, tanto como ama a sí
mismo. El amor, por tanto, es el poder motivador que debe determinar todos los pensamientos, palabras y acciones
de la persona. Y en donde es perfecto este amor, allí se guardan completamente los mandamientos y no hay
allí pecado. Todos los mandamientos de la ley y todo lo que enseñaron y proclamaron los profetas
cuando Dios los inspiró para explicar la ley se fundan en el amor para con Dios y el prójimo.
Es obvio que el maestro de la
ley no había esperado esta clase de respuesta. Sean los que fueran sus motivos iniciales al hacer la pregunta,
ahora se conmovió profundamente por las palabras de Jesús. “Bien, Maestro. Has dicho la verdad: Dios es uno, y no hay otro
aparte de él; y amarle con todo el corazón,
con todo el entendimiento, y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios.”
Y viendo Jesús que había
respondido con sabiduría, le dijo: “No estás lejos del reino de Dios.” — Tal vez preguntes: ¿De
qué manera o hasta qué punto no estaba lejos este hombre del reino de Dios? Bueno, el que entiende
correctamente la ley de Dios, como sucedió ahora con este hombre, pronto reconocerá que no hay manera
en que pueda en realidad cumplir la ley, reconocerá que es un miserable pecador. Y cuando oye la voz dulce
y potente del evangelio de Cristo, será atraído a Jesús, confiará en él y entrará
en el reino de Dios. Por esta razón Jesús de inmediato comenzó a hablar de ese reino, como
oiremos mañana.
La semana de Reminiscere (Segundo domingo de la Cuaresma)
El domingo de Reminiscere
¿Qué
pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo? (Mateo 22:42)
Ayer vimos que los fariseos
se reunieron alrededor de Jesús y que después de que Jesús había respondido a la pregunta
desconcertante que le habían hecho de tal forma que el que preguntaba tuvo que estar de acuerdo con él,
nadie se atrevía a tratar de sacar ventaja de él o atraparlo. Ahora Jesús les hace una pregunta
a ellos. “¿Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo?” Los fariseos respondieron a esa pregunta en conformidad a la tradición de sus padres, que
estaba basada en la profecía del Antiguo Testamento: “De David.”
Ésta fue la respuesta
correcta, porque Cristo es el Hijo de David, es decir, su descendiente, conforme al modo de hablar antiguo judío.
No obstante, la respuesta no era completa, porque Cristo, a la vez que es el Hijo de David, es mucho más
que eso. Con el fin de que pensaran en su respuesta y lo que realmente implicaban las profecías del Antiguo
Testamento que caracterizan a Cristo como el Hijo de David, Jesús les hizo otra pregunta: “Entonces, ¿cómo
es que David, mediante el Espíritu, le llama Señor? Pues dice: Dijo el Señor a mi Señor: ’Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos
debajo de tus pies.’ Pues, si
David le llama Señor, ¿cómo es su hijo?”
Nadie pudo responderle, porque Jesús había demostrado de la Escritura que el Cristo no fue únicamente el Hijo de David, sino también el Dios y Señor, no sólo de David, sino de toda la humanidad. Después de esto los fariseos ya no tenían ganas de disputar con Jesús porque al fin reconocieron que nadie podía igualar la sabiduría de Jesús.
Querido lector, ¿qué opinión tienes de Jesús? ¿Crees lo que dicen las Escrituras acerca de él? ¿Crees que Cristo, el Mesías, había de venir para redimirte a ti y al mundo entero? ¿Crees que no sólo es el descendiente de David, sino también el Dios y Señor de todo? — ¿Que es Dios y hombre en una persona? — ¿Que Jesús, como lo presenta el Nuevo Testamento, es el Cristo, el Mesías, verdadero Dios, nacido de la Virgen María? — ¿Que él es tu Señor que te ha redimido, una criatura perdida y condenada, rescatado y librado de todos los pecados, de la muerte y del poder del diablo; mas no con oro ni plata, sino con su santa y preciosa sangre y con su inocente pasión y muerte? ¿Crees que ahora eres suyo, y tienes ahora la intención de vivir como es debido para los que están en su reino, sirviéndolo aquí en el tiempo y después en la eternidad con eterna justicia, inocencia y bienaventuranza, así como él resucitó de entre los muertos y vive y reina eternamente?
Hazte estas preguntas y si puedes decir: “Amén, esto es ciertamente la verdad”, luego con humildad da gracias a Dios, porque entonces eres verdaderamente un hijo de Dios nacido de nuevo y un heredero de la vida eterna. Y lee a diario tu Biblia, porque testifica de Cristo, como acabas de escuchar, y por el poder del Espíritu Santo que la inspiró y causó que se escribiera, te aumentará la fe y el gozo en el Dios poderoso que se revela en sus páginas. Cualquier otra doctrina que niegue la divinidad y humanidad de Jesucristo es veneno para las almas de los hombres.
¡Ay
de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! (Mateo 23:13)
Después que los maestros de la ley y los fariseos habían tentado al Señor, tratando de hacer que Jesús dijera algo comprometedor en el templo el martes antes de su crucifixión, con ira justa se dirigió a ellos.
Sin embargo, primero habló
a la multitud y a sus discípulos acerca de ellos diciendo: “Los escribas y los fariseos están sentados
en la cátedra de Moisés. Así que, todo lo que os digan hacedlo y guardadlo” (naturalmente
con la condición de que lo que digan esté conforme con la Escritura); “pero no hagáis según
sus obras, porque ellos dicen y no hacen… Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres… Aman los primeros
asientos en los banquetes y las primeras sillas en las sinagogas, las salutaciones
en las plazas y el ser llamados por los hombres: Rabí, Rabí. Pero vosotros, no seáis llamados
Rabí; porque uno solo es vuestro Maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis a nadie vuestro
Padre en la tierra, porque vuestro Padre que está en los cielos es uno solo. Ni os llaméis
Guía, porque vuestro Guía es uno solo, el Cristo. Pero el que es mayor entre vosotros será
vuestro siervo; porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.”
Luego se dirigió a los maestros de la ley y a los mismos fariseos que todavía estaban parados allí, y desenmascaró públicamente su hipocresía. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres” (con su falsa enseñanza y su rechazo de él, el Mesías). “Pues vosotros no entráis, ni dejáis entrar a los que están entrando.”
“Estos, que devoran las casas
de las viudas” (es decir, convenciéndolos que estarán haciendo una obra que agrada a Dios al donarlas
a los fariseos)
“y como pretexto hacen largas oraciones,
recibirán mayor condenación.”
“¡Ay de vosotros, escribas
y fariseos, hipócritas! Porque recorréis mar y tierra para hacer un solo prosélito; y cuando
lo lográis, le hacéis un hijo del infierno dos veces más que vosotros.”
“¡Ay de vosotros, escribas
y fariseos, hipócritas! Porque entregáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino; pero habéis
omitido lo más importante de la ley, a saber, el juicio, la misericordia y la fe. Era necesario hacer estas
cosas sin omitir aquéllas.
¡Guías ciegos, que
coláis el mosquito pero tragáis el camello!”
“¡Ay de vosotros, escribas
y fariseos, hipócritas! Porque sois semejantes a sepulcros blanqueados que, a la verdad, se muestran hermosos
por fuera; pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda impureza. Así también
vosotros, a la verdad, por fuera os mostráis justos a los hombres; pero por dentro estáis llenos
de hipocresía e iniquidad.”
Así el Señor reprendió públicamente la hipocresía de los maestros de la ley y los fariseos entre su pueblo. Puedes leer todos los ayes que invocó sobre sus cabezas en Mateo 23:1-29. Tal vez hayas notado que no todas sus condenaciones se han citado aquí. Mañana oiremos la más severa acusación que les hizo. Pero hoy queremos tomar a pecho lo que dijo nuestro Señor y orar a Dios para que proteja a sus cristianos de tales maestros y líderes hipócritas en la iglesia, y que les dé maestros y predicadores sinceros y piadosos que les conduzcan a Cristo y a la salvación. Y sobre todo, oramos por su Espíritu Santo para que tengamos un corazón sencillo, libre de hipocresía de modo que podamos servir fielmente a nuestro Salvador aquí en el tiempo y por toda la eternidad.
¡Ay
de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! (Mateo 23:29)
El Señor aún no
había terminado de reprender a los maestros de la ley y los fariseos hipócritas. Vamos a escucharlo:
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque edificáis los sepulcros de los profetas
y adornáis los monumentos de los justos, y decís:
Si hubiéramos vivido en los días de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices
en la sangre de los profetas. Así
dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!”
Querido lector, ¿ves lo que esto implica? Los descendientes de aquellos judíos que habían matado a los profetas edificaban y adornaban las tumbas de esos mismos profetas, jactándose de que ellos no hubieran cometido los crímenes de sus antepasados. El Señor les dice que tenían razón en designar a sus antepasados como asesinos y que esto era lo único que era verdad en su habla hipócrita. Ellos demostrarían que eran verdaderos hijos de sus antepasados y hasta les sobrepasarían. “¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!” Su hostilidad y enemistad hacia la verdad de Dios que ellos sólo con dificultad escondían al llamar a Jesús “Maestro” al mismo tiempo que buscaban atraparlo en su conversación e instrucción, abandonaría aun esa máscara pocos días después cuando lo matarían a él, su Mesías. Poco sorprende que exclamara: “¡Serpientes! ¡Generación de víboras! ¿Cómo os escaparéis de la condenación del infierno?”
Pero ésta no es la última
palabra para ellos. Continúa: “Por tanto, mirad; yo os envío profetas, sabios y escribas” (se refería
a sus apóstoles y otros testigos); “y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros
azotaréis en vuestras sinagogas y perseguiréis de ciudad en ciudad, de manera
que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel
hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el santuario y el altar. De cierto os digo, que todo esto recaerá sobre esta generación.” Estas palabras iban
dirigidas a la generación que lo rechazó a él y a los mensajeros de quienes habían
testificado los profetas de Israel.
Oye, finalmente, el lamento
del Señor sobre su pueblo: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas
a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, así como la gallina junta
sus pollitos debajo de sus alas, y no quisiste! He aquí, vuestra casa os es dejada desierta.” — La ciudad
y el templo serían destruidos porque Israel había rechazado a su Mesías. — “Porque os digo
que desde ahora no me veréis más” — es decir, no tendrán mi presencia misericordiosa — “hasta
que digáis” —ustedes que ahora me están rechazando — “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” — Así es que hay todavía esperanza para los judíos, pero solamente sobre la misma
base como la hay para todos los hombres: aceptar a Jesús con fe como el Mesías y Salvador que Dios
envió.
Es terrible la condenación de los que tienen la palabra de Dios y fingen aceptarla, pero son hipócritas que rechazan a Cristo y buscan agradar a Dios según sus propios criterios. Querido lector, que ni tú ni yo jamás nos encontremos entre su número. Oramos:
De
nuevo yo a tu seno
Me
acojo, Padre bueno,
¡Protégeme
a mí!
Las
diarias inquietudes,
Por
tus solicitudes
Se
desvanecen junto a ti. (CC. 473)
Estando
Jesús sentado frente al arca del tesoro, observaba cómo el pueblo echaba dinero en el arca. (Marcos 12:41)
Esto también sucedió
el martes de la Semana Santa. — ¿Hace Jesús todavía lo que se describe en el texto para la
devoción de hoy? ¿Todavía nota el dinero que los cristianos dan para apoyar su reino? — Por
supuesto que sí; está consciente no sólo de nuestras acciones, sino también de nuestros
pensamientos. Este incidente está escrito en la Biblia para recordarnos este hecho. Jesús está
sentado a la diestra del Padre, quien, según Matero 6:4, “ve en secreto”. Y si consultaras ese pasaje, verías
que tiene una referencia específica a ofrendar, y que la Biblia nos dice que lo que hace el Padre, el Hijo
también lo hace. La voluntad de Dios es que utilicemos nuestra riqueza terrenal, entre otras cosas, para
sostener su reino, y él se fija en si lo hacemos o no.
¿Pero qué observó
Jesús el martes de la Semana Santa al sentarse en el patio de las mujeres en donde se ponían las
ofrendas en la tesorería del templo? Vio a muchos ricos que daban grandes cantidades. Sin embargo, también
pudo mirar dentro del corazón de ellos para ver cuáles eran sus motivos al dar, si estaban haciendo
una exhibición de sus donativos o si se imaginaban que estaban comprando su entrada en el cielo. Y ahora
entró una viuda pobre y echó dos moneditas de cobre, que valían sólo una fracción
de un céntimo. Entonces Jesús reunió a sus discípulos y les dijo: “De cierto os digo
que esta viuda pobre echó más que todos los que echaron en el arca. Porque todos han
echado de su abundancia; pero ésta, de su pobreza, echó todo lo que tenía, todo su sustento.”
Con facilidad podemos entender
que, considerando sus circunstancias, la viuda pobre dio infinitamente más en proporción a sus recursos
que cualquiera de los ricos que hacían donativos. El Salvador nos asegura que dio todo lo que tenía
para vivir ese día y tal vez por más tiempo, mientras los ricos daban sólo una fracción
de su riqueza. También sabemos que aquella viuda, a quien el Salvador alabó, dio su ofrenda motivada
por una fe sencilla y el amor hacia Dios. El Salvador sabía esto, porque él conoce los pensamientos
de los seres humanos. Pero aparte de todo esto, ¿realmente dio la viuda más que todos los demás?
¿Cómo debemos comprender esto? Sus dos moneditas de cobre podían tener mayor efecto en el
reino de Dios que las monedas de oro de los ricos. Sí, amigo, cosas extrañas suceden en el reino
de Dios. En su reino de gracia aquí en la tierra, el Señor del cielo y la tierra desprecia los donativos
que se dan para impresionar o para obtener mérito. Por otro lado, recibe, bendice y utiliza hasta los donativos
más pequeños que sus queridos hijos dan en fe y amor. Y logra más en su reino con tales donativos
que con los donativos grandes e impresionantes que se dan con motivos equivocados. ¡Las cosas son diferentes
en el reino de Dios!
Querido cristiano, da en conformidad con las circunstancias de tu vida, pero hazlo con fe y amor. Si tienes mucho, da mucho; si tienes poco, de todos modos da. ¡Si tu donativo es hecho con fe y amor, siempre es mucho y logrará mucho! Porque el Señor lo bendecirá.
Ha
llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. (Juan 12:23)
Entre las multitudes que habían llegado a Jerusalén para celebrar la Pascua también había algunos gentiles, es decir, personas que no eran judíos. Estos hombres se acercaron a Felipe, uno de los discípulos de Jesús, con una petición. “Señor, quisiéramos ver a Jesús”, dijeron. Felipe luego fue y se lo dijo a Andrés, y juntos fueron a Jesús para comunicarle la petición. Como se nos dice que una multitud estaba presente en esta ocasión, podemos suponer que aunque Jesús no les recibió personalmente, oyeron lo que proclamó en público.
Jesús dijo: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado. De cierto, de cierto os digo que a menos que el grano de trigo caiga en la tierra y muera, queda solo.” — Sería glorificado, es decir, sería proclamado en el mundo entero como lo que realmente es, el Hijo de Dios, que se hizo hombre para redimir al hombre pagando la deuda del pecado del hombre. Y utiliza una parábola para indicar cómo llevaría esto a cabo. El grano de trigo representa a Jesús mismo que es también el Hijo del Hombre, que nació de una madre humana, la Virgen María. Tuvo que morir para que el mundo entero pudiera ver que él es el Buen Pastor que pone su vida por sus ovejas. Ésta fue su gloria y fama, como también lo era el fruto que resultaba de la muerte de ese “grano”, los muchos pecadores redimidos por él y justificados por su fe en él.
Es cierto, sus creyentes no reciben honra de parte del mundo, sino más bien son despreciados y escarnecidos, al igual como el mundo lo despreciaba a él. Sin embargo, poseen el consuelo que tiene su raíz en su fe en sus promesas infalibles de misericordia, y al final del camino, tienen la vida eterna. Estas palabras lo confirman: “pero si muere, lleva mucho fruto”. En cuanto a la relación que existe entre el cristiano y el mundo incrédulo: “El que ama su vida”, es decir, el que ama al mundo y pone su corazón en la comida, la bebida y en divertirse porque piensa que toda existencia termina con esta vida presente, y por tanto ama más esta vida que a Cristo, perderá su vida, la vida eterna con Dios en el cielo. Al mismo tiempo, el que odia su vida en este mundo, es decir, que lamenta el pecado en el que su vida en este mundo lo involucra, guardará su vida, la salvará por toda la eternidad. Sí, como dice Jesús: “Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estoy, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará.”
Entonces, al pensar en el amargo
sufrimiento por el que pronto pasaría, un sufrimiento muy real, porque era un verdadero hombre, dijo: “Ahora
está turbada mi alma. ¿Qué diré: Padre, sálvame de esta hora? ¡Al contrario,
para esto he llegado a esta hora!” — Llegó a esta hora para llevar a cabo el propósito amante, misericordioso
de Dios de redimir el mundo con su amargo sufrimiento y muerte. Así sería glorificado en los corazones
de los hombres el nombre del Padre, como de un Padre misericordioso, reconciliado. Al pensar en eso, él,
en presencia de todos, totalmente sujeto a la voluntad de su Padre, clamó: “Padre, glorifica tu nombre.”
Luego vino una voz desde el cielo: “¡Ya lo he glorificado y lo glorificaré otra vez!” Dios glorificó el nombre de Jesús cada vez que confirmaba que él era el Salvador del mundo. Sin embargo, pronto lo haría otra vez, y de un modo muy inusual e impresionante, al dejar que su Hijo sufriera y muriera, y luego resucitara de los muertos y ofreciera al mundo el perdón de los pecados, la vida y la salvación en su nombre.
La multitud que estaba presente y escuchaba decía que había sido un trueno. Otros decían: “¡Un ángel le ha hablado!” Jesús respondió y dijo: “No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa vuestra. Ahora es el juicio de este mundo. Ahora será echado fuera el príncipe de este mundo.” — Jesús con su sufrimiento y muerte daría heriría la cabeza de Satanás lo cual resultaría en su derrota y desde ese momento limitaría su poder. Jesús siguió: “Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo,” al mirar el amor y la misericordia de aquel Salvador.
La expresión “levantado” es un indicio de su muerte por la crucifixión. Aunque la multitud entendía esto como una referencia a su muerte, sin embargo estaba confundida acerca de qué significaban la naturaleza y la misión de Jesús. Eso motivó su pregunta: “Nosotros hemos oído que, según la ley, el Cristo permanece para siempre. ¿Y cómo es que tú dices: Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado? ¿Quién es este Hijo del Hombre?”
El Salvador luego dio una advertencia
a los que habían hecho esa pregunta y dijo: “Aún por un poco de tiempo está la luz entre vosotros.”
— Con “la luz” el Señor Jesús hacía referencia a sí mismo, su palabra y el tiempo de
gracia. “Andad” dijo Jesús, es decir condúzcanse como hijos de aquella luz, “mientras tenéis
la luz, para que no os sorprendan las tinieblas.” Las tinieblas es el estado de desesperanza del hombre que no
tiene la palabra de Jesús y la fe. “Porque el que anda en tinieblas no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz.”
Querido lector, ¿eres
hijo de esa luz? Crees en Jesús, la luz de Dios? ¿Es glorificado en tu vida el nombre del Padre,
como de un Padre misericordioso y reconciliado, a causa de tu fe en Jesucristo, tu Salvador? Anda en esa Luz. Sigue
a Jesús en la fe, para que no te sorprendan las tinieblas.
Señor,
¿quién ha creído a nuestro mensaje? ¿A quién se ha revelado el brazo del Señor? (Juan 12:38)
¡Con que potentes e inspiradoras
palabras el Señor Jesús habló a su pueblo durante el tiempo de su permanencia visible en esta
tierra! ¡Si tan sólo recordamos su actividad ese martes de la Semana Santa en el templo de Jerusalén
junto con las señales y milagros que atestiguaban que él era el Mesías! Y a pesar de todo
eso, su pueblo no lo aceptó, como era evidente pocos días después cuando se oyó de
la multitud exaltada la palabra: "crucifícale". Eso en verdad fue el cumplimiento del lamento
profético de Isaías: “Señor, ¿quién ha creído a nuestro mensaje? ¿A quién se
ha revelado el brazo del Señor?” — aquel brazo del Señor que se extendió
para auxiliar en la persona de Cristo. No podían creer porque obstinadamente rehusaban abandonar sus ideas
materialistas, terrenales. La fe no echa raíz en el corazón de esas personas y como un juicio sobre
ellos Dios permite que su corazón se endurezca. Y esto sucedió en el caso de la mayoría de
los judíos en el tiempo de Jesús. En el sexto capítulo de Isaías puedes ver que Dios
envía al profeta a su pueblo con el siguiente mensaje: “Vé y di a este pueblo: Oíd bien, pero
no entendáis; y mirad bien, pero no comprendáis. Haz insensible
el corazón de este pueblo; ensordece sus oídos y ciega sus ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga
con sus oídos, y entienda con su corazón, y se vuelva a mí, y yo lo sane.” — Y el evangelista
Juan nos dice que Isaías dijo esto porque vio la gloria de Jesús y hablaba acerca de él. Esto
quiere decir que el Señor todopoderoso a quien Isaías vio fue el Hijo de Dios que más tarde
se hizo hombre, nuestro Señor Jesús — Se nos dice que muchos de los líderes creyeron en él,
pero a causa de los fariseos no confesaban su fe por temor a que los expulsaran de la sinagoga. Preferían
el honor entre los hombres al honor que Dios les ofrecía mediante la fe en su Hijo. ¡Qué triste!
Pronto sería sofocada esa chispa divina de fe que estaba en sus corazones y el destino de esos corazones
sería el juicio del endurecimiento.
Oigan las últimas palabras
que Jesús habló a su pueblo en el templo de Jerusalén: “El que cree en mí, no cree
en mí, sino en el que me envió; y el que
me ve a mí, ve al que me envió.” — Aquí se nos dice que solamente podemos conocer y creer
en Dios en la persona de Cristo. Todo el que acepta a Cristo como el Mesías de Dios y el Salvador tiene
a un Dios misericordioso, pero todo el que lo rechace está rechazando a Dios mismo porque el Padre celestial
lo dio para ser el Salvador de la humanidad.
Jesús además proclamó:
“Yo he venido al mundo como luz, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en las tinieblas.” — Todo
el que cree en Cristo no permanece en las tinieblas del pecado y la muerte, sino tiene la luz de la gracia de Dios
y la vida eterna.
Luego Jesús dijo: “Si
alguien oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo; porque yo no vine para juzgar al mundo, sino para salvar
al mundo. El que me desecha y no recibe mis palabras tiene quien
le juzgue: La palabra que he hablado le juzgará en el día final.” — ¡Cuánto depende
de nuestra actitud hacia la palabra de Dios y su testimonio acerca de Cristo! La palabra y las promesas de Cristo
que pueden salvar a una persona durante su tiempo de gracia, en el día del juicio condenarán al hombre
que haya rechazado ese testimonio.
Jesús dio fin a estas
últimas palabras que habló a su pueblo en el templo diciendo: “Porque yo no hablé por mí
mismo; sino que el Padre que me envió, él me ha dado mandamiento de qué he de decir y de qué
he de hablar. Y sé que su mandamiento es vida eterna. Así que, lo que yo hablo, lo hablo tal y como
el Padre me ha hablado.” — Cristo y el Padre son uno, y están unidos en su oferta de la vida eterna. Jesús
ofrece esto a los que confían en él. Creer en él significa confiar en él y aceptar
con la fe esa oferta ¡No dejes que el lamento del profeta, “Señor, ¿Quién ha creído
nuestro mensaje?” se aplique a ti!
Velad,
pues, en todo tiempo, orando que tengáis fuerzas para escapar de todas estas cosas que han de suceder, y
de estar en pie delante del Hijo del Hombre.
(Lucas 21:36)
Al llegar la tarde del martes,
Jesús salió del templo. Entonces sus discípulos le comentaron el maravilloso edificio que
era el templo. Uno de sus discípulos dijo: “Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios!”
— “¿Veis todo esto?” respondió Jesus. “De
cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada.” — Los discípulos quedaban perplejos por esa revelación y suponían que Jesús
hablaba del fin del mundo. “Dinos, ¿cuándo sucederán estas cosas? ¿Y qué señal
habrá cuando todas estas cosas estén por cumplirse?”, le dijeron.
Luego Jesús dijo: “Oiréis
de guerras y de rumores de guerras. Mirad que no os turbéis, porque es necesario que esto acontezca; pero
todavía no es el fin. Porque se levantará nación contra nación y reino contra reino.
Habrá hambre y terremotos por todas partes. Pues todas estas
cosas son principio de dolores. Pero vosotros, mirad por vosotros mismos. Porque os entregarán en los concilios,
y seréis azotados en las sinagogas. Por mi causa seréis llevados delante de gobernadores y de reyes,
para testimonio a ellos. Es necesario que primero el evangelio sea predicado a todas las naciones. Entonces os
entregarán a tribulación y os matarán, y seréis aborrecidos por todas las naciones
por causa de mi nombre. Entonces
muchos tropezarán; y se traicionarán unos a otros, y se aborrecerán unos a otros. El hermano
entregará a muerte a su hermano, y el padre a su hijo. Se levantarán los hijos contra sus padres
y los harán morir. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre. Pero el que persevere hasta
el fin, éste será salvo.
Muchos falsos profetas se levantarán
y engañarán a muchos; y por haberse multiplicado la maldad, se enfriará el amor de muchos.
Y este evangelio del reino será predicado en todo el mundo para testimonio a todas las razas, y luego vendrá
el fin.
“Cuando veáis a Jerusalén sitiada por ejércitos, sabed entonces que ha llegado su destrucción. Entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes; los que estén en medio de la ciudad, salgan; y los que estén en los campos, no entren en ella. Porque éstos son días de venganza, para que se cumplan todas las cosas que están escritas. ¡Ay de las que estén encintas y de las que críen en aquellos días! Porque habrá grande calamidad sobre la tierra e ira sobre este pueblo. Caerán a filo de espada y serán llevados cautivos a todas las naciones. Jerusalén será pisoteada por los gentiles hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles.
“Entonces habrá señales
en el sol, en la luna y en las estrellas. Y en la tierra habrá angustia de las naciones por la confusión
ante el rugido del mar y del oleaje. Entonces se manifestará la señal del Hijo del Hombre en el cielo,
y en ese tiempo harán duelo todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria. El enviará
a sus ángeles con un gran sonar de trompeta, y ellos reunirán a los escogidos de él de los
cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro.
“Cuando estas cosas comiencen a suceder, mirad y levantad vuestras cabezas; porque vuestra redención está cerca. Pero acerca de aquel día y hora, nadie sabe; ni siquiera los ángeles de los cielos, ni aun el Hijo, sino sólo el Padre.
“Porque como en los días
de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. Pues como
en aquellos días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dándose en casamiento
hasta el día en que Noé entró en el arca, y no se dieron
cuenta hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida
del Hijo del Hombre. En aquel entonces estarán dos en el campo; el uno
será tomado, y el otro será dejado. Dos mujeres
estarán moliendo en un molino; la una será tomada, y la otra dejada. Mirad por vosotros, que vuestros
corazones no estén cargados de glotonería, de embriaguez y de las preocupaciones de esta vida, y
que aquel día venga sobre vosotros de repente como una trampa; porque vendrá sobre todos los que
habitan sobre la superficie de toda la tierra. Velad, pues,
en todo tiempo, orando que tengáis fuerzas para escapar de todas estas cosas que han de suceder, y de estar
en pie delante del Hijo del Hombre.”
La semana de Oculi (Tercer domingo de la Cuaresma)
El domingo de Oculi
Velad,
pues, porque no sabéis ni el día ni la hora. (Mateo 25:13)
Nuestro Señor sacrificó su vida para redimirnos. Sin embargo, en el tercer día resucitó de los muertos y cuarenta días más tarde ascendió al cielo en donde ahora está sentado a la diestra del poder. Y desde esa posición de exaltación reúne a su santa iglesia cristiana mediante su palabra y su Espíritu Santo que acompaña esa palabra. No obstante, ha prometido volver y llevar a la iglesia, su novia, al cielo para estar con él para siempre. Pero no ha revelado el día ni la hora de su regreso. Quiere que su novia, la iglesia, se vigile, que siempre espere con fidelidad su regreso. Nuestro texto tiene referencia a este estado de vigilancia.
Notamos en la devoción
de ayer que en la tarde del martes en el monte de los Olivos sus discípulos preguntaron a Jesús acerca
de su regreso. De hecho, les dijo bastante acerca de las señales que ocurrirían antes de su regreso,
pero a la vez dijo una parábola para amonestar a ellos y a nosotros a estar vigilantes.
"Entonces, el reino de
los cielos será semejante a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al
novio." — Es necesario saber en conexión con esto que en esos días se celebraba la boda en esa
región en el hogar del novio. Vemos al novio con diez compañeros salir para recoger a su novia el
día que se había determinado con anticipación. Sin embargo, no ha revelado la hora de su venida,
y llega la medianoche. Pero la novia está preparada y sus amigas están con ella a esta hora. Su función
es dar la bienvenida al novio. Como la novia, ellas están adornadas de gala y debido a un posible retraso
tienen con ellas sus lámparas. Cuando la hora está bien avanzada salen para encontrarse con el novio
y han enviado adelante vigilantes para informarles tan pronto que lo vean. Ahora puedes entender lo demás
de la parábola.
“Cinco de ellas eran insensatas,
y cinco prudentes. Cuando las insensatas tomaron sus lámparas, no tomaron consigo aceite; pero las prudentes
tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas. Y como tardaba el novio, todas cabecearon y
se quedaron dormidas. A la media noche se oyó gritar: ¡He aquí el novio! ¡Salid a recibirle! Entonces, todas aquellas vírgenes se levantaron y alistaron sus lámparas. Y las insensatas
dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan. Pero las prudentes respondieron diciendo: No, no sea que nos falte a nosotras y a vosotras; id, más
bien, a los vendedores y comprad para vosotras mismas. Mientras
ellas iban para comprar, llegó el novio; y las preparadas entraron con él a la boda, y se cerró
la puerta. Después vinieron también las otras vírgenes
diciendo: ¡Señor, señor, ábrenos! Pero él
respondiendo dijo: De cierto os digo que no os conozco.”
Jesús terminó
esta parábola diciendo: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora.”
¡Dios conceda que siempre
tengamos presente esa advertencia! No sólo
debemos tener las lámparas, es decir, profesar ser cristianos, sino el óleo de una fe genuina debe
estar en nuestro corazón. Ahora, en el tiempo de gracia, todavía hay oportunidades para obtener y
aumentar ese óleo de la palabra de Dios y los sacramentos. Sin embargo, es cierto que a causa de la aparente
tardanza del novio, podemos bien llegar a estar somnolientos. Sin embargo, lo importante es que poseamos ese aceite
de la fe.
— Luego cuando se oiga el grito: “Jesús vuelve, para llevar a casa a su novia", nuestra fe revivirá y se
encenderá con brillo, y estaremos preparados para encontrarnos con él. Sus ojos verán esa
fe, la fe en el poder redentor de su sangre y nuestro vestido de bodas que es su justicia. Todo el que no
tiene fe cuando él venga ya no tendrá la oportunidad de llegar a la fe. Encontrará la puerta
cerrada y lo oirán decir: “No os conozco”. ¡Dios conceda que ninguno de nosotros oiga esas palabras!
Ocupémonos siempre en
las cosas que pertenecen a nuestra fe y luchemos contra el sueño que la amenaza y que podría resultar
en la muerte espiritual. ¡Jesús, siempre está con nosotros en ese esfuerzo y lucha!
Velad,
pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir. (Mateo 25:13)
Para subrayar la amonestación
que hemos considerado ayer, nuestro Señor dice una parábola: “Porque el reino de los cielos es como
un hombre que yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes. A uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad; y luego
se fue lejos. Y el que había recibido cinco talentos fue y negoció
con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo el que
había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había
recibido uno fue y cavó en la tierra, y escondió el dinero de su señor.
“ Después
de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: Señor,
cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos. Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré;
entra en el gozo de tu señor.
Llegando también el que
había recibido dos talentos, dijo: Señor, dos talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado
otros dos talentos sobre ellos.
Su señor le dijo: Bien,
buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.
“Pero
llegando también el que había recibido un talento, dijo: Señor, te conocía que eres
hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por lo cual tuve
miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo. Respondiendo su señor, le dijo: Siervo malo y negligente, sabías que siego donde no
sembré, y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías
haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los intereses. Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que
tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y
el crujir de dientes.”
Sólo unas palabras más acerca de esta parábola. El Señor Jesús dio a cada cristiano ciertos dones o talentos que debe usar para el beneficio temporal y espiritual de los demás al igual como de él mismo. Estos dones varían tanto en su número y su naturaleza. Y en cuanto a ti, querido lector, tu fe será evidente en la manera y la medida en que empleas estos dones. Después que todo, Jesús es tu amo y esto quiere decir que tú eres su siervo. Cuando él venga, pedirá cuentas por esos dones, y la manera en que los has usado mostrará si has sido un siervo fiel de él. Seguramente no se te habrá escapado el significado de la parábola, aunque no hubiéramos agregado esta explicación.
E
irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna. (Mateo 25:46)
Sentado con sus discípulos en el monte de los Olivos el martes en el tarde, nuestro Señor tuvo mucho que decir acerca de su segunda venida y el juicio que se pronunciará sobre los hombres en esa ocasión. ¡Le importa mucho que estemos preparados para ese gran evento! No se cansa de amonestar y dar advertencias sobre el asunto antes de volver a su Padre celestial. ¡Con mayor razón debemos tomar a pecho sus palabras!
¡Escúchalo! “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces
se sentará en su trono de gloria,
y serán reunidas delante
de él todas las naciones” — todos los que entonces vivan, y de hecho, todos los que han vivido en la tierra,
porque los muertos resucitarán — ¡Ten piedad, Señor! — “y apartará los unos de los otros,
como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su
izquierda.” — En las cortes judías a los que fueron declarados inocentes se les pusieron a la mano derecha
del juez, y a los que fueron declarados culpables, a su izquierda. Cuando Cristo aparezca, hará que aquellos
a quienes declare justos por su fe en él estén a su diestra, mientras que a su izquierda estarán
los que rechazaron a él y a su salvación, de modo que el destino eterno del hombre será evidente
inmediatamente.
También será claro que esa separación sucedió en relación con la palabra que mandó que se predicara en esta tierra. Con referencia a las vidas de los que estén a su diestra, les demostrará que realmente han creído en él, que eran suyos; mientras que en el caso de los que estén a su izquierda, a todos les será claro que ellos habían rechazado a él y a su palabra. Las palabras que él habló aquí en la tierra y que hizo escribir en las Escrituras determinará su destino: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (Marcos 16:16).
“Entonces el Rey dirá
a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación
del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y
me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo,
y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.” Cristo, el Rey, así
dará testimonio de que los que estén a su diestra creían en él y demostraban su amor
por él, su Salvador, con las vidas que llevaban.
No obstante, Cristo los describe diciéndole: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?” — ¿Cómo responderá el rey? — “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.” ¡Nunca olvidemos estas palabras!
Y a los que estén a su
izquierda dirá: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel,
y no me visitasteis.” — Ellos también, sorprendidos, preguntarán: “Señor, ¿cuándo
te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos?” — ¿Su
respuesta? — “De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco
a mí lo hicisteis.” — ¡Qué estas palabras sean una advertencia para todos nosotros!
He
aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. (Juan 1:29).
Después de terminar con
lo que consideramos en la devoción de ayer, Jesús dijo a sus discípulos: “Sabéis que
dentro de dos días se celebra la pascua, y el Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado”
(Mat. 26:1,2). Una vez más, como en varias ocasiones anteriores, les habló de su sufrimiento y la
muerte para que cuando sucediera, no tropezaran, sino que reconocerían en él el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo.
Aun en ese momento se estaban
dando pasos que llevarían al cumplimiento de lo que era el tema de su discurso. En ese tiempo los principales
sacerdotes y los ancianos del pueblo, reunidos en el palacio de Caifás, el sumo sacerdote, hicieron un complot
para arrestar a Jesús con engaño y matarlo. Sin embargo, “no durante la fiesta”, dijeron, “para que
no se haga alboroto en el pueblo.”
Y entró Satanás
en Judas, por sobrenombre Iscariote, el cual era uno del número de los doce; y éste
fue y habló con los principales sacerdotes, y con los jefes de la guardia, de cómo se lo entregaría. Ellos se alegraron, y convinieron en darle dinero. Y él se
comprometió, y buscaba una oportunidad para entregárselo a espaldas del pueblo. (Lucas 22:3-6).
Querido lector, seguramente
recuerdas lo que significaban la Pascua y la cena anual que la conmemoraba. Hallarás esa historia en Éxodo
12. En esa ocasión Dios mató a los primogénitos de los egipcios y con eso los obligó
a dejar salir a los israelitas de Egipto. Dios había ordenado a su pueblo a matara un cordero de un año
y untara algo de su sangre en los dinteles y las columnas de las puertas. Debían asar el cordero y comerlo
con pan sin levadura. Antes de cenar debían estar completamente preparados para su salida de Egipto. Los
que siguieron las instrucciones de Dios no fueron heridos por la plaga, sino salieron de Egipto bajo la protección
de Dios. Él dijo a los israelitas que deberían conmemorar esa liberación de Egipto cada año
en el tiempo indicado. Todo eso prefiguraba a Jesús, el Cordero de Dios, que quitaría los pecados
del mundo. Todos los que con fe aceptan el sello de su sangre expiatoria escaparán la plaga que destruirá
a los impíos, y entrarán en el cielo bajo la protección de Dios.
El primer día de la fiesta
de panes sin levadura, en que el cordero de la Pascua se sacrificaba — fue un jueves — los discípulos de
Jesús le preguntaron en dónde debían hacer las preparativas para la cena de la Pascua. Dijo
a Pedro y Juan: “He aquí, al entrar en la ciudad os saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro
de agua; seguidle hasta la casa donde entrare, y decid al padre
de familia de esa casa: El Maestro te dice: ¿Dónde está el aposento donde he de comer la pascua
con mis discípulos? Entonces él os mostrará un gran aposento
alto ya dispuesto; preparad allí.”
Fueron, pues, y hallaron como
les había dicho (Lucas 22:7-15).
Cuando era la hora, se sentó
a la mesa, y con él los apóstoles. Y les dijo: “¡Cuánto
he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo
que no la comeré más, hasta que se cumpla en el reino de Dios.”
Sí, todo lo que había sido prefigurado y profetizado en el Antiguo Testamento tocante al Mesías, el Cristo del Señor, estaba a punto de cumplirse. Estaba listo el Cordero de Dios, y también los carniceros. El Antiguo Testamento se culminó en este tiempo, y comenzó el Nuevo.
Querido lector, ¿crees en el Cordero de Dios que llevó tu pecado y el del mundo entero?
Porque
ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. (Juan 13:15)
Cuando cenaban, sabiendo Jesús
que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba,
se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos
con la toalla con que estaba ceñido.
Los judíos tenían
la costumbre de lavarse los pies antes de cada comida, porque llevaban sandalias sin calcetines, y la gente no
se sentaba a la mesa sino se reclinaba sobre cojines, acostándose sobre su codo izquierda y usando su mano
derecha para comer. Parece que ninguno de los discípulos había querido rebajarse lavando los pies
de los otros discípulos antes de la cena, y es posible que hubo una disputa entre ellos en cuanto al asunto
(vea Lucas 22:24).
Entonces vino a Simón
Pedro; y Pedro le dijo: “Señor, ¿tú me lavas los pies?”
Respondió Jesús y le dijo: “Lo
que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después.” — Pedro, en vez de someterse
al juicio de Jesús, dijo: “No me lavarás los pies jamás.” Jesús le respondió:
“Si no te lavare, no tendrás parte conmigo.” Ahora, humillado,
dijo Simón Pedro con su manera impetuosa acostumbrada: “Señor, no sólo mis pies, sino también
las manos y la cabeza.”
Jesús le dijo: “El que
está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis”
(es decir, para participar en la cena de la Pascua), “aunque no todos.” Porque sabía
quién le iba a entregar; por eso dijo: “No estáis limpios todos.”
Así que, después
que les lavó los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: “¿Sabéis
lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís
bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros
pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo
os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto, de
cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis. No hablo de todos vosotros; yo sé a quienes he elegido; mas —uno de vosotros es inmundo y
malicioso— para que se cumpla la Escritura: El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar. Desde ahora os lo digo antes que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy” (es decir,
el que fue profetizado en el Salmo).
Jesús dijo lo que está escrito arriba después de lavar los pies a los discípulos. Quiere que los discípulos de todas las épocas reconozcan que en su reino el rango y la posición no cuentan por nada — solamente el amor que es lo suficiente humilde para servir a los demás. El Señor mismo dio evidencia de eso, aquí por el ejemplo de lavar los pies de los discípulos y un día después al convertirse en una ofrenda expiatoria por los pecados del mundo entero. Ya que sabemos esto, bienaventurados seremos si seguimos su ejemplo.
Porque
yo recibí del Señor lo que también os he enseñado. (1 Corintios 11:23)
Tres de los evangelistas y el gran apóstol de los gentiles escribieron acerca del asunto que queremos considerar hoy. Mateo fue un testigo ocular del evento; Marcos y Lucas recibieron la información de testigos que lo presenciaron; el Señor Jesús concedió al apóstol Pablo una revelación especial acerca del asunto, de modo que pudo escribir a la congregación de Corinto: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado.” El asunto en cuestión es la institución del la Santa Cena o la Santa Comunión.
Casi se terminaba la cena de la Pascua, y los que la celebraban todavía se reclinaban en la mesa. Todavía no se habían cantado las canciones que darían conclusión a la celebración. Entonces nuestro Señor tomó uno de los panes planos, sin levadura, que estaban en la mesa. Pronunció una oración de acciones de gracias como si comenzara una nueva comida y separó pedazos del pan. Los dio a sus discípulos diciendo: “Tomad, comed.” Y los discípulos, sin duda sorprendidos por esta acción y sin comprenderlo, hicieron lo que se les mandaba. Luego Jesús dijo: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí.” — De igual manera, después de haber cenado tomó una copa de vino, que, conforme a la costumbre se pasaba de un invitado a otro, y de nuevo dijo una oración de acción de gracias. La dio al que se reclinaba a su lado y dijo: “Bebed de ella todos”, y agregó, “porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados. Haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí.”
Esta Santa Cena es la comida sagrada del Nuevo Testamento, que Jesús instituyó para los cristianos en lugar de la cena de Pascua del Antiguo Testamento. En lugar del cordero de la Pascua, que sólo lo prefiguraba a él, Jesús, el verdadero Cordero de Dios se estaba ofreciendo por los pecados del mundo. Y en lugar de la carne del cordero pascual, da a los cristianos su cuerpo y sangre bajo y con el pan y el vino para que los coman y beban. Eso es lo que dice. No podemos de ningún modo comprender cómo sucede realmente. Así que no debemos buscar explicarlo, sino sólo aceptar su palabra, sabiendo que no hay nada que él no pueda hacer.
Las mismas palabras de Jesús nos indican el beneficio que resulta de este comer y beber en la Santa Cena. “Dado y derramada por vosotros para la remisión de los pecados.” Como escribió Lutero en el Catecismo Menor: “Por estas palabras se nos da en el sacramento perdón de pecados, vida y salvación, porque donde hay perdón de pecados, hay también vida y salvación.” El cuerpo y la sangre de Jesús son la expiación y el pago para redimirnos, que nos reconcilia con Dios y nos libra del castigo del pecado, que de otro modo sería eterno. Es el único remedio para nuestra condición desesperada que puede darnos vida eterna con Dios. Tenemos la promesa de que ha dado su cuerpo y sangre por nosotros, para el perdón de los pecados.
Querido cristiano, ven con frecuencia a su Cena, creyendo lo que él mismo te dice acerca de ella. Pero ven reconociendo el hecho de que eres un pobre pecador que necesita el perdón, y pide al Dios santo a quien has ofendido con tus pecados ese perdón y confía en la promesa de Cristo de que este perdón es para ti. Y no dejes de recordar con gratitud lo que le costó a él, tu Redentor, redimirte. Y que tu gratitud también se exprese en morir diariamente al pecado y al ser discípulo obediente de Jesús.
Satanás
os ha pedido para zarandearos como a trigo.
(Lucas 22:31)
Cuando Jesús durante
la cena de la Pascua pasó la copa a sus discípulos como era de costumbre, dijo: “Tomad esto y repartidlo
entre vosotros, porque os digo que desde ahora no beberé más
del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios” (Lucas 22:17). Al hablar en esta forma, se refirió
a su inminente muerte con la cual se establecería el reino de Dios en esta tierra. Luego dijo: “De cierto,
de cierto os digo que uno de vosotros me ha de entregar” (Juan 13:21).
Sus discípulos se quedaban
viendo unos a otros, sin saber a cuál de ellos se refería. Estaban muy tristes y comenzaban a decir:
“¿Acaso seré yo, Señor?” (Mateo 26:22) — Jesús respondió: “él que mete
la mano conmigo en el plato, éste me entregará. A la verdad,
el Hijo del Hombre va, tal como está escrito de él. Pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado
el Hijo del Hombre! Bueno le fuera a aquel hombre no haber nacido.”
Uno de sus discípulos, a quien Jesús amaba, estaba a la mesa recostado junto a Jesús. Simón Pedro le hizo señas para que preguntara de quién hablaba. Entonces él, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dijo: “Señor, ¿quién es?” Jesús contestó: “Es aquel para quien yo mojo el bocado y se lo doy.” Y mojando el bocado, lo tomó y se lo dio a Judas hijo de Simón Iscariote. Después del bocado, Satanás entró en él. Entonces le dijo Jesús: “Lo que estás haciendo, hazlo pronto.” Ninguno de los que estaban a la mesa entendió por qué se lo decía; porque algunos pensaban, puesto que Judas tenía la bolsa, que Jesús le decía: Compra lo que necesitamos para la fiesta, o que diera algo a los pobres. Cuando tomó el bocado, salió en seguida; y ya era de noche.
Cuando Judas había salido,
dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado
en él, también Dios le glorificará en sí mismo. Y pronto le glorificará. Hijitos, todavía sigo un poco con vosotros. Me buscaréis, pero como dije a los judíos:
A donde yo voy vosotros no podéis ir, así os digo a vosotros ahora.” — Quería decir, a dónde
yo voy ahora tengo que ir solo. Ustedes no me pueden acompañar. — Y luego dijo:
“Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros. Como os he amado, amaos también
vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis
amor los unos por los otros.” — ¡Oh Señor Jesús, cómo hemos fallado en esto! Ten piedad,
y ayúdanos a amar así.
Simón Pedro le dijo:
“Señor, ¿a dónde vas?” Le respondió Jesús: “A donde yo voy, no me puedes seguir
ahora; pero me seguirás más tarde.” Le dijo Pedro: “Señor, ¿por qué no te puedo
seguir ahora? ¡Mi vida pondré por ti!” Jesús le dijo: “¿Realmente darás tu vida
por mí? Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo.
Pero yo he rogado por ti, que tu fe no falle. Y tú,
cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos.” — Pero él le dijo: “Señor, estoy listo para ir contigo
aun a la cárcel y a la muerte.” Sin embargo, Jesús dijo: “Pedro, te digo que el gallo no cantará
hoy antes que tú hayas negado tres veces que me conoces.”
Entonces Jesús preguntó
a sus discípulos: “Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin calzado, ¿os faltó
algo?” Ellos dijeron: “Nada.” Entonces les dijo: “Pues ahora, el que tiene bolsa, tómela; y también
la alforja. Y el que no tiene espada, venda su manto y compre una. Porque os digo que es necesario que se cumpla
en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los malhechores. Porque lo que está escrito de mí tiene cumplimiento.” Entonces ellos dijeron: “Señor,
he aquí dos espadas.” — Los pobres discípulos no se daban cuenta de que hablaba figuradamente y que
se refería a la espada del Espíritu que deberían tener lista para usar en la hora de la tentación.
— Por eso respondió: “Basta”.
De hecho, Satanás preparaba
el ataque, suponiendo que la muerte de Jesús le daría la victoria. Y en cuanto a los discípulos,
deseaba reclutarlos para su reino. En el caso de Judas había tenido éxito, y ahora tenía el
ojo puesto en Pedro. Sin embargo, oímos que el Señor promete a Pedro — y a los demás discípulos
— ayuda y liberación.
Satanás anda alrededor
para atacar a todo discípulo de Cristo, también a ti y a mí, y su intención es separarnos
de nuestro Salvador. Oh Señor Jesús, ayúdanos y líbranos y concede que en verdadero
amor cristiano podamos fortalecer y ayudarnos unos a otros.
El domingo de Laetare
No
se turbe vuestro corazón.
(Juan 14:1)
Durante la última noche de su vida terrenal, después de la cena de la Pascua y la institución de la Santa Cena, el Señor Jesús habló muchas cosas consoladoras a sus discípulos, con el fin de fortalecer su fe frente a las inminentes horas negras de su sufrimiento y muerte y para prepararlos para su suerte como sus discípulos después que él haya vuelto a su Padre. Su intención al decir estas palabras no se limitaba al círculo íntimo de los once, sino incluía a todos los que creerían en él por medio de su palabra. Por eso Juan, inspirado por el Espíritu Santo, escribió estos discursos de Jesús en los capítulo 14 al 16 de su Evangelio, y se puede decir que lo hizo en nuestro beneficio. No obstante, para ahorrar espacio, no podemos hacer mucho más que simplemente repetir las palabras del Salvador, agregando sólo los comentarios más necesarios. Que él mismo inscriba estas palabras en nuestra memoria y corazón.
“No se turbe vuestro corazón”, dice. Sus discípulos no deberían asustarse cuando en las próximas horas vieran su más profunda humillación y su muerte en la cruz. Deberían mantener su convicción de que el mismo Padre celestial había dado suficiente evidencia de que Jesús era su Señor y Salvador, y, como les había dicho, que era necesario para ellos que Cristo entrara en su gloria a través del sufrimiento y la muerte, volviendo así a una gloria que había sido suyo antes. Les aseguró que había muchas “moradas” en la “casa” de su Padre, y que uno de los propósitos que tuvo en ir allá fue preparar un lugar para ellos en el cielo y que podrían estar seguros de que volvería para llevarlos al hogar celestial. De hecho, sabían a dónde iba, y también conocían el camino que tendría que seguir.
En este punto Tomás objetó diciendo: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” — A esto Jesús respondió: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.” — Y para llenar sus corazones con una sencilla confianza en su Padre, dijo: “Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto.”
Ahora Felipe pidió: “Señor,
muéstranos el Padre, y nos basta.” — ¿Cuál fue la respuesta de Jesús? — Dijo: “¿Tanto
tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre;
¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre? ¿No crees
que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta,
sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras.” (Juan 14:1-10).
Querido amigo cristiano, la
manera de conocer correctamente a Dios es ésta: Dios está en Cristo. Todo el que ve a Cristo, ve
a Dios; todo el que oye a Cristo, oye a Dios; todo lo que Cristo hace, Dios lo hace. La única forma en que
podemos conocer a Dios es en Cristo. Cristo y el Padre eterno y todopoderoso son totalmente uno, uno en sustancia
divina, y también uno en voluntad y acción. No debes tener otros pensamientos acerca de Dios sino
los que puedes tener al observar a Cristo y su palabra y actividad. Los pensamientos de Dios acerca de ti son los
pensamientos de Cristo. Las acciones de Dios hacia ti son las acciones de Cristo. Y con seguridad puedes ver en
los evangelios cuan misericordioso es Cristo hacia los pobres pecadores; la manera amistosa en que los invita a
venir a verlo; el amor que les muestra. Contempla a Cristo para aprender a conocer a Dios. Cristo está retratado
ante ti en la Biblia. En él ves la gracia y la misericordia de Dios. Cristo murió para expiar tus
pecados; ésta fue la voluntad tanto de él y de su Padre. Sí, hay toda razón para que
mires a Dios con confianza, porque lo confías completamente. No hay ninguna razón para que se turbe
tu corazón, porque en Cristo Jesús Dios es tu querido Padre.
Si embargo hay una palabra de advertencia: sólo a través de Cristo y en él, que es el Salvador del mundo designado por Dios, puedes llegar al Padre. Sin Cristo y aparte de él no tienes ningún Padre celestial. Todo el que rechaza a Cristo, rechaza al Padre y toda su gracia y misericordia, pero en Cristo tienes consuelo divino y vida eterna.
No
os dejaré huérfanos.
(Juan 14:18)
Éste también fue
uno de los dichos amistosos, bondadosos con que el Señor consoló a sus queridos discípulos
cuando les habló de su salida inminente. Consideremos en qué sentido y conexión habló
estas palabras.
“De cierto, de cierto os digo”:
dijo él,
“El que en mí cree, las obras
que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre. Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado
en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré. Si me
amáis, guardad mis mandamientos.” (Juan 14:12-15).
¡Qué palabras tan
extrañas! Jesús recuerda a sus discípulos que deben creer en él y amarlo. Deben demostrar
su amor por él guardando sus mandamientos. En ese caso su salida no les quitará nada. Su camino a
través de la muerte y la resurrección, que conduce al Padre, lo llevará a la gloria divina
a la diestra del Padre y allí tendrá todo poder en el cielo y en la tierra. Así que, su salida
significará que estará en la mejor posición para ayudar a los suyos y hará por ellos
todo lo que pidan en su nombre y que promueva su gloria. De hecho, les dará la capacidad de hacer aun mayores
obras de las que hizo él, porque ellos extenderán el reino de Dios hasta los fines de la tierra para
que su Padre sea honrado en el Hijo, como oímos ayer. Esto significan las palabras que citó antes.
Ahora, dime, ¿dejó huérfanos a sus discípulos?
Otra prueba de lo mismo se encuentra
en las palabras que siguen: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté
con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede
recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará
en vosotros” (versículos 16,17).
Con estas palabras Jesús
promete a sus discípulos que como substituto de su presencia visible enviará el Espíritu Santo,
el cual estará con ellos y en ellos, consolándolos y enseñándoles la verdad, llenándolos
de confianza y gozo nacidos de la fe. El mundo incrédulo no puede conocer ni recibir este consuelo, porque
en su ceguera obstinada y por su propia culpa rechaza al Espíritu Santo que testifica de la verdad de las
palabras y la persona de Cristo. Porque no conocen al Espíritu Santo, el consuelo que él ofrece parece
necio al mundo. Pero para los discípulos de Jesús, en cuyas vidas el Espíritu Santo está
activo, él no es ningún extraño y lo reconocen como el Espíritu de Cristo, su Señor.
Su ayuda está allí para ellos, aun en las ocasiones en que no lo reconozcan, pero tan pronto lo hagan,
se consolarán y se alentarán.
Jesús no sólo dijo: “No os dejaré huérfanos”, sino agregó: “vendré a vosotros.” Ahora sabemos lo que quería decir. Indicaba su presencia invisible y su ayuda potente, junto con el consuelo que da el Espíritu Santo que mora en los corazones. Y todo esto es posible porque Cristo habrá entrado en su gloria. Aunque tú y yo, querido lector, no somos apóstoles, sin embargo, por la gracia y misericordia de Dios, somos queridos discípulos de Cristo, de modo que la promesa que hemos considerado hoy es también para nosotros. El Señor Jesús está con nosotros, nos ayuda, escucha nuestras oraciones, nos usa para edificar su reino. Todo esto lo hace mediante su Espíritu Santo que nos enseña y consuela por medio de la palabra santa de Dios. De hecho, no nos ha dejado huérfanos. Regocijémonos por estas promesas mientras aún estemos en la tierra, hasta que nuestro Señor llegue para llevarnos a nuestro hogar celestial.
La
paz os dejo, mi paz os doy. (Juan
14:27)
Seguimos considerando las palabras
de despedida de Jesús que habló a sus discípulos en la noche antes que fuera entregado. Dijo:
“Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo,
vosotros también viviréis” (Juan 14:19). — Al mundo incrédulo ya no se le permitió
ver a Cristo después de que fue puesto en la tumba. Sin embargo, sus discípulos pronto vieron al
Cristo resucitado. Pero no sólo esto, despertados a una nueva vida espiritual, ahora, con fe gozosa y segura
lo reconocieron como el Príncipe de Vida, el unigénito del Padre, quien por virtud de su muerte en
la cruz los había redimido y los había dotado con su mérito y poder. Como él mismo
dijo: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en
vosotros.” — ¡Qué paz han de haber sentido ahora que se despertó en ellos el conocimiento de
esta bendita comunión con Dios!
No obstante, sólo los verdaderos discípulos de Jesús, los que en fe desean sinceramente amarlo y guardar sus mandamientos, pueden experimentar y gozar de tal comunión. Estoy seguro que lo reconoces, querido lector. Y Jesús dice precisamente eso: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (v. 21). — Estas palabras en verdad merecen nuestra atención.
Luego Judas (no el Iscariote,
que ya había salido para hacer su obra nefasta) dijo al Salvador: “¿Cómo es que te manifestarás
a nosotros, y no al mundo?” La respuesta
de Jesús fue: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él,
y haremos morada con él” — así como un padre terrenal se queda con sus hijos y un pastor con sus
ovejas. Reconoces, querido lector, que Dios da tal amor y gracia por medio de las palabras de Cristo sólo
a los que guardan y aprecian estas palabras de Cristo, algo que sólo los verdaderos cristianos que aman
a Jesús hacen. El mundo incrédulo no ama a Jesús, y no puede hacerlo, sino que rechaza y se
burla de sus palabras. Por eso Jesús no se revela al mundo. Lo dice con claridad: “El que no me ama, no
guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió.”
— Rechazando a Jesús, rechazan al Padre celestial y su propia salvación.
Querido lector, ¿supones
que los discípulos entendían todo lo que Jesús les habló esa noche? Tal vez no, porque
Jesús todavía estaba con ellos físicamente, y porque sabían de su poder, no se podían
imaginar que todas las cosas de que les hablaba podían ocurrir. Pero como dijo: “Os he dicho estas cosas
estando con vosotros. Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el
Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo
lo que yo os he dicho” (v. 25,26). — Sí, después, cuando habían recibido al Espíritu
Santo que Jesús prometió, entendieron y pudieron consolarse por completo con estas palabras y experimentaban
una y otra vez la promesa: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro
corazón, ni tenga miedo” (v. 27).
Querido cristiano, el Espíritu
Santo también te ha enseñado a ti por medio de la palabra de Cristo, y por la gracia de Dios sabes
cuánto significa para ti tu Salvador crucificado quien ahora ha entrado en la gloria. — Guarda su palabra
como un tesoro precioso. Sea un principio que guíe tu vida. Entonces experimentarás una y otra vez
su paz, y tu fe se fortalecerá por medio de ella hasta que entres en su paz eterna y lo veas cara a cara.
Habéis
oído que yo os he dicho: Voy, y vengo a vosotros. Si me amarais, os habríais regocijado, porque he
dicho que voy al Padre; porque el Padre mayor es que yo. (Juan 14:28)
Entre más trataba nuestro
Señor de consolar a sus discípulos acerca de su salida, más asustados y tristes se ponían.
No eran capaces de encontrar consuelo en sus palabras, porque no podían comprender que realmente se iría
de ellos y moriría. Eso los consternaba, y no los dejaba concentrarse en todo lo demás que decía.
Por eso Jesús dijo: “Habéis oído que yo os he dicho: Voy, y vengo a vosotros. Si me amarais,
os habríais regocijado, porque he dicho que voy al Padre; porque el Padre mayor es que yo. Y ahora os lo
he dicho antes que suceda, para que cuando suceda, creáis” (Juan 14:28-29).
Los discípulos amaban a su maestro y les aterraba la idea de perderlo; no querían que sufriera ni muriera. Sin embargo, ésa no era la clase de amor que el Salvador buscaba en ellos. A este amor le faltaba un aspecto fundamental: el debido conocimiento espiritual de Cristo y su propósito de entrar en el mundo. Permíteme explicarlo un poco más. Él, el unigénito, eterno Hijo de Dios, de la misma esencia, poder y majestad con el Padre, se humilló cuando entró en este mundo y se hizo hombre. ¿Por qué vino con tanta humildad? Porque como el Cordero de Dios llevaría el pecado de este mundo. Y en ese papel, estuvo infinitamente menor que el Padre, y el Padre infinitamente mayor que él. Esto por seguro ha se ser claro para ti. Sin embargo, quería volver a su Padre y tomar otra vez la gloria que le pertenecía por derecho como el Cordero de Dios y el Hijo unigénito de Dios desde la eternidad. Al mismo tiempo, quería dar vida eterna a nosotros, sus discípulos. Lograría eso asumiendo nuestro pecado y culpa, llevando esa carga maldita y expiándola en nuestro lugar y así reconciliándonos con Dios. Si los discípulos hubieran conocido a Jesús de esta manera, y lo hubieran amado en base de ese conocimiento, habrían estado contentos de oírlo decir que iba al Padre. Esto también explica el sentido en el cual el Padre es mayor que Jesús. ¡Qué fiel se mantuvo el Salvador en su esfuerzo por proteger a sus discípulos de la gran prueba de fe que pasarían debido a su falta de entendimiento de la necesidad de su sufrimiento y muerte! ¡Cuánto quería fortalecer su fe en él!
Luego dijo: “No hablaré ya mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí”, — diciendo, en efecto, que ya no era hora de hablar, sino de realizar lo que les había dicho. El príncipe de este mundo, la antigua serpiente, ahora vendrá y me herirá en el talón como fue predicho en el primer libro de la Biblia (Génesis 3:15). No obstante, no ganará nada al hacerlo, porque yo le aplastaré la cabeza. — “Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago. Levantaos, vamos de aquí” (Juan 14:30,31). Luego se levantaron de la cena de la Pascua y cantaron un himno, y el Cordero de Dios salió para sacrificarse por los pecados del mundo. — Sin embargo, los amigos no encuentran fácil despedirse cuando uno de ellos sale a un largo viaje. Aquí también, el Señor habló muchas palabras más a sus discípulos y de parte de su Padre celestial. Están escritas en los capítulos 15, 16 y 17 del Evangelio según San Juan. En las devociones que siguen queremos acompañar a nuestro Señor en su camino a la cruz.
He
aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. (Juan
1:29)
Después que ellos habían cantado un himno y después que Jesús había terminado su discurso de despedida a sus discípulos, cruzaron el río Cedrón y fueron al monte de los Olivos, como era su costumbre durante la semana de la fiesta. A la medianoche, y mientras caminaban Jesús les dijo: “Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas.” (Zacarías 13:7). “Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea.” Pedro le respondió: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré.” — Jesús dijo: “De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces.” — Sin embargo, Pedro declaró: “Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré.” Y todos los discípulos dijeron lo mismo. (Mateo 26:31-35). Luego Jesús y sus discípulos llegaron a un lugar que se llama Getsemaní en donde había un lagar de aceite de olivo en un huerto. Entraron al huerto y Jesús les dijo: “Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro.” Llevó consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, Jacobo y Juan, y se adentró más en el huerto. Comenzó a estar triste y angustiado y les dijo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo.”
Después de proceder un
poco más, se postró en tierra y oró: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta
copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” Cuando volvió a sus discípulos los halló
dormidos. “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?”, le preguntó a Pedro. “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está
dispuesto, pero la carne es débil.” — Por segunda vez salió y oró: “Padre mío, si no
puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad.” Cuando volvió, otra vez
los halló dormidos, porque sus ojos estaban pesados. Así que los dejó y fue para orar por
tercera vez, diciendo la misma cosa. Un ángel del cielo se le apareció y lo fortaleció. Estando
en angustia, oró con más fervor y su sudor era como gotas de sangre que caían a la tierra.
Luego volvió a sus discípulos y les dijo: “Dormid ya, y descansad. He aquí ha llegado la hora,
y el Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores. Levantaos, vamos;
ved, se acerca el que me entrega. Orad para que no entréis en tentación.”
¡Mira al Salvador en su
angustia! ¡Su alma está angustiada hasta la muerte! Busca el consuelo de sus discípulos, y
se angustia hasta tal punto que un ángel tiene que venir a consolarlo. ¡Míralo luchando con
la muerte, para decirlo así, y sudando gotas de sangre! ¿Qué significará todo esto?
Querido lector cristiano, mira
aquí al Cordero de Dios que lleva el pecado del mundo. Ya ha llegado la hora para que se sacrifique con
este propósito. Desde la eternidad, y durante su breve vida en esta tierra, recurre el pensamiento: “¡Sí,
Padre amado, pronto voy! Pon sobre mí la carga.” Esto fue su único gran deseo. Y Dios ahora le instaba
a cumplir su promesa. ¡Dios realmente cargó en él los pecados del mundo entero! Le hizo experimentar
su maldición y la ira que el mundo entero había traído sobre sí con la multitud de
sus pecados y que él, el Cordero de Dios, ahora experimentaba en el lugar del mundo.
Sabes cómo se puede atormentar
un alma humana con la conciencia de un solo pecado, especialmente cuando reconoce que el Dios santo aborrece y
castiga el pecado. Las penas de la conciencia y la angustia del alma son peores que el dolor físico. Sin
embargo, en el caso de Jesús no fue sólo una prueba de su confianza en su Padre celestial, sino la
terrible realidad de la ira y la furia del Dios santo, no por un solo pecado, sino por los pecados innumerables
que el mundo comete. La carga de esta culpa pesaba sobre el alma de Jesús y lo molía. Nadie es capaz
de entender el sufrimiento de Jesús en Getsemaní, ni existen palabras capaces de describirlo.
Sin embargo, hay algo que queremos
afirmar con confianza: Porque el alma de Jesús sufrió bajo el peso de tus pecados, tu alma con gozo
puede descansar en la seguridad de la gracia y el amor de Dios. Debes estar seguro: El Cordero de Dios ha llevado
el pecado de este mundo.
Si
me buscáis a mí, dejad ir a éstos. (Juan 18:8)
Jesús, como hemos notado, fue a Getsemaní con sus discípulos. Judas, el que lo traicionó, también conocía el lugar, porque Jesús con frecuencia había ido allí con sus discípulos. Cuando Judas había reunido a los soldados romanos junto con algunos siervos del sumo sacerdote y a los fariseos que habían sido especialmente nombrados para capturar a Jesús, los condujo al huerto. Tenían antorchas, lámparas y armas, y Judas los encabezaba.
Como Jesús sabía
todo lo que sucedería, salió y les preguntó: “¿A quién buscáis?” — “A
Jesús nazareno”, respondieron. Cuando Jesús dijo: “Yo soy”, retrocedieron y cayeron en tierra. Jesús
una vez más les preguntó: “¿A quién buscáis?”, y su respuesta era igual. — “Os he dicho que yo soy”; dijo Jesús, agregando: “pues si me buscáis a mí, dejad
ir a éstos.” — Al parecer, después de la primera experiencia cuando Jesús se identificó,
preferían arrestar a algunos de los discípulos. — El traidor había arreglado una señal
para ellos: “Al que yo besare, ése es; prendedle, y llevadle con seguridad.” Procediendo directamente a
Jesús, Judas le dijo: “¡Salve, Maestro!”, y lo besó. — Jesús le dijo: “Judas, ¿con
un beso entregas al Hijo del Hombre?” — Luego los hombres prendieron a Jesús y lo arrestaron.
Cuando los seguidores de Jesús
vieron lo que iba a suceder, dijeron: “Señor, ¿heriremos a espada?” Luego Simón Pedro, que
tenía una espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja
derecha. El nombre del siervo fue Malco. — “Vuelve tu espada a su lugar”, dijo Jesús a Pedro. “¿Acaso
piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero
cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” Luego Jesús
dijo: “Basta ya.” Y tocó la oreja del hombre y lo sanó. Luego Jesús dijo a la multitud: “¿Como
contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme? Cada día me sentaba
con vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis. Mas todo esto
sucede, para que se cumplan las Escrituras de los profetas.”
Luego todos los discípulos
lo abandonaron y huyeron. Un joven, no sólo llevaba una túnica de lino, seguía a Jesús.
Cuando prendieron al joven, huyó desnudo, dejando atrás la túnica.
Querido lector, nuestro Señor
permitió que los hombres lo llevaran preso en beneficio nuestro. Nosotros, debido a nuestros muchos pecados
contra la santa ley de Dios, hubiéramos merecido que los santos ángeles, los siervos de la gran Majestad
divina, nos prendieran para conducirnos ante su tribunal para allí ser condenados al castigo eterno. ¿No
es cierto? Pero en lugar de esto, por al plan misericordioso de Dios, se llevan prisionero al Salvador inocente
en nuestro lugar, y se presentará ante un tribunal injusto y lo sentenciarán a la muerte vergonzosa
de la crucifixión, un castigo que se aplicaba a los esclavos. No te equivoques. Estos oficiales de la ley
y sus amos que los habían enviado actuaban como instrumentos de Dios. Y Jesús, ante quien todos antes
habían retrocedido y caído en tierra, no pide a su Padre esas legiones de ángeles, sino más
bien se somete a la justa ira de Dios porque como el Cordero de Dios está llevando el pecado de este mundo
y dice: “Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos.” Sí, el que cree en el Hijo no es condenado.
El Hijo ha conseguido su liberación. Cree esto, y cuando venga la hora de tu muerte, los ángeles
de Dios te conducirán a la perfecta libertad del hogar celestial.
Porque
no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente
por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús. (Romanos 3:23,24)
El pelotón de soldados
junto con su capitán y los guardias del templo apresaron a Jesús, como se nos informó ayer,
lo ataron y lo condujeron al palacio del sumo sacerdote. Allí se habían reunido los principales sacerdotes
y algunos de los ancianos y maestros de la ley. El que antes había sido sumo sacerdote interrogó
a Jesús acerca de sus discípulos y su enseñanza. — Jesús respondió: “Siempre
he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado
en oculto. Ellos saben lo que yo he dicho.” — Cuando Jesús
había dicho esto, uno de los oficiales que estaba cerca le dio una bofetada. “¿Así respondes
al sumo sacerdote?”, preguntó. — “Si he hablado mal”, dijo Jesús, “testifica en qué está
el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?”
Los principales sacerdotes y
todo el sinedrio buscaban evidencias contra Jesús para poder matarlo, pero no encontraban nada. Muchos dieron
falso testimonio contra él, pero lo que dijeron no concordaba. Luego algunos se levantaron y dijeron: “Nosotros
le hemos oído decir: Yo derribaré este templo hecho a mano, y en tres días edificaré
otro hecho sin mano.” — Luego el sumo sacerdote se levantó delante de ellos y preguntó a Jesús:
“¿No respondes nada?” — Pero Jesús guardó silencio y no dio respuesta alguna. — Luego el sumo
sacerdote, acercándose con toda solemnidad a Jesús, le preguntó, como si fuera movido por
una repentina inspiración: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo,
el Hijo de Dios.” — Esta vez Jesús no guardó silencio. Respondió: “Tú lo has dicho;
y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios,
y viniendo en las nubes del cielo.”
Ahora el sumo sacerdote tenía
lo que quería, una abierta afirmación de parte de Jesús de que él era el Mesías.
El sumo sacerdote rompió sus vestiduras en señal de horror y tristeza y dijo: “¡Ha blasfemado!
¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído
su blasfemia. ¿Qué os parece?” — “¡Es reo de muerte!”,
respondieron. Luego le escupieron en la cara y lo abofetearon. Otros le pusieron una venda en los ojos, lo golpearon
y dijeron: “Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó.” Le dijeron muchas cosas blasfemas
y especialmente los siervos lo maltrataron.
Todo esto es un espectáculo
temible. Cristo tuvo que sufrir a manos de su propio pueblo. ¡Y los que instigaron esta acción fueron
sus hombres sobresalientes y líderes espirituales! ¿Por qué todo esto? Su inocencia era evidente.
Pero había dicho que era el Cristo, el Mesías, y por eso se pronunció la sentencia de muerte,
porque lo consideraban un blasfemo. Los líderes espirituales de Israel eran hombres pragmáticos con
una actitud mundana, mientras Jesús fue verdaderamente espiritual. No querían y no podían
reconocer quién era en realidad. Como resultado, en vez de aceptar con fe ahora al Mesías que había
sido esperado por tanto tiempo, lo odiaron con un odio inspirado y alimentado por Satanás, como se puede
ver claramente.
Tú sabes por qué
el Santo de Dios fue tratado de esta manera, y por qué se sometió a este trato. Fue por causa de
nosotros, por el pecado de la humanidad. Él fue el Cordero de Dios, enviado por su Padre celestial para
llevar y expiar los pecados del mundo. Esta condenación injusta la sufrió él, y nosotros tuvimos
la absolución de modo que, sin ningún mérito de nuestra parte, podemos ser justificados en
vista del castigo que él sufrió. Acepta su sustitución, aprópiala con fe, y luego tú,
con todo y ser pecador, serás pronunciado justo por Dios. No escucharás ninguna sentencia de condenación,
sino serás absuelto.
Oh Cristo, Cordero de Dios
Que quitas el pecado del mundo,
¡Danos tu paz!
Amén.
La semana de Judica (El quinto domingo de la Cuaresma)
Domingo de Judica
¿No
eres tú también de los discípulos de este hombre? (Juan 18:17)
Cuando apresaron a nuestro Señor en el Huerto de Getsemaní, todos sus discípulos lo abandonaron y huyeron. Pero Simón Pedro y otro discípulo pronto volvieron y siguieron de lejos a Jesús. Puesto que al último discípulo lo conoció el sumo sacerdote, fue con Jesús al patio del sumo sacerdote, pero Pedro tuvo que esperar fuera de la puerta. El otro discípulo habló a la muchacha que servía allí y metió a Pedro.
En aquel tiempo y en esos países
un palacio tenía un patio interior destechado. Este patio se dividía en dos secciones por un muro,
creando así un patio exterior y otro interior. Alrededor del patio interior había un pórtico
que daba albergue y en donde a veces se celebraban reuniones.
En el patio interior del palacio en esa noche en particular, había siervos alrededor de un fuego calentándose, porque hacía frío. Pedro se acercó a ellos para calentarse y ver en qué resultaría el caso. Sin embargo, la muchacha que servía por la puerta preguntó a Pedro: “¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?” Pero él lo negó y dijo: “No sé lo que dices.” Un poco después de la primera negación, cuando procedía la vergonzosa audiencia de Jesús, Pedro salió al patio exterior, y se oyó que cantaba un gallo. Allí otra muchacha vio a Pedro y dijo a los espectadores: “Verdaderamente también éste estaba con él, porque es galileo.” Luego le dijeron: “¿No eres tú de sus discípulos?” Pero lo negó otra vez, jurando: “No conozco al hombre.” Como una hora después otro afirmó: “Verdaderamente también tú eres de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre.” — Uno de los siervos del sumo sacerdote, pariente del hombre a quien Pedro le había cortado la oreja, le retó: “¿No te vi yo en el huerto con él?” Luego comenzó a invocar maldiciones sobre sí mismo y les juró: “No conozco al hombre”. Justo cuando estaba diciendo esto cantó el gallo. Luego el Señor Jesús, quien estaba en el pórtico, volvió y miró directamente a Pedro. Él recordó la palabra que el Señor le había dicho: “Antes que cante el gallo, me negarás tres veces,” y salió y lloró amargamente.
¡Qué tan bajo había caído este discípulo, quien era sincero pero confiaba demasiado en su propio poder! ¡Y cuán grande fue la misericordia de Jesús que lo levantó de esa caída!
“¿No eres tú también
de los discípulos de este hombre?” — Al cristiano constantemente se le confronta esta pregunta y bajo las
circunstancias más variadas. A veces el incrédulo preguntará directamente. Sin embargo, con
más frecuencia está implícito en las miradas burladoras que se dirigen contra el cristiano.
Miles de veces en su vida el cristiano se encuentra en situaciones en donde tiene que probar claramente que es
un cristiano o decirlo con franqueza si no va a negar a su Salvador. Y puedes estar seguro de que en esas ocasiones
Jesús te mira preguntando qué harás.
¿Qué hay de ti en este asunto? Seguramente puedes pensar en ocasiones cuando tus acciones no fueron muy diferentes de las de Pedro aquí. No cometas el error de Pedro de depender de tus propias fuerzas, sino más bien pide a tu Salvador la fuerza necesaria. Y no juegues con el peligro; no te calientes con el fuego alrededor del cual los enemigos de Jesús están reunidos con comodidad. Y si has caído, o si cayeras en el futuro — ¡ Dios en su misericordia no lo permita! — no trates como cosa leve esa negación. Es un asunto serio y debe motivar arrepentimiento y hasta lágrimas. Sin embargo, no te desesperes; recuerda la misericordia paciente de Cristo como lo hizo Pedro.
Grande
es mi castigo para ser soportado.
(Génesis 4:13)
La asamblea ante la cual Jesús
se presentó esa noche no fue una reunión legítima del sinedrio, aunque casi todos los miembros
estaban presentes. Con este motivo hubo otra asamblea plenaria temprano en la mañana siguiente para condenar
formalmente a Jesús. En esa ocasión, a Jesús se le preguntó: “¿Eres tú
el Cristo? Dínoslo.” Jesús respondió: “Si os lo dijere, no creeréis; y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis. Pero desde ahora el Hijo del Hombre se sentará a la diestra del poder de Dios.” Todos preguntaron:
“¿Luego eres tú el Hijo de Dios?” — Jesús respondió: “Vosotros decís que lo
soy.” — Luego dijeron: “¿Qué más testimonio
necesitamos? porque nosotros mismos lo hemos oído de su boca.”
Luego toda la asamblea se levantó
y lo llevó ante Pilato, el gobernador romano que tenía que aprobar cualquier sentencia de muerte
que pronunciara el sinedrio y dar la orden para llevarla a cabo. Esto era necesario porque en ese tiempo los romanos
gobernaban la tierra. Muy temprano en la mañana se presentaron ante el palacio del gobernador.
Cuando Judas, el que lo traicionó,
vio que Jesús estaba condenado, se sobrecogió de remordimiento y devolvió las treinta monedas
de plata al sumo sacerdote y a los ancianos. “Yo he pecado”, dijo, “entregando sangre inocente.” — Ellos respondieron:
“¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!” Así Judas arrojó el dinero
en el templo y salió. Luego fue y se ahorcó (Mateo 27:3-5). Pero los principales sacerdotes dijeron:
“No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre.” — ¿Y quiénes
fueron los que maniobraban todo este asunto? — Más tarde resolvieron sus escrúpulos decidiendo comprar
el campo de un alfarero para sepultar a los peregrinos que murieran en Jerusalén. Con este motivo se conocía
entre los lugareños como el “campo de sangre”. Y así se cumplió lo que había profetizado
Jeremías el profeta: “Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según precio puesto
por los hijos de Israel; y las dieron para el campo del alfarero, como me ordenó
el Señor.” (Vea Zacarías 11:12 ss; Jeremías 32:6 ss.) Éste fue el terrible fin de Judas
Iscariote, uno de los discípulos de nuestro Señor.
Queremos
pausar aquí y considerar brevemente el caso de Judas. En primer lugar, notamos que fue profetizado en el
Antiguo Testamento que el Mesías tendría un discípulo de esta clase. El Señor mismo
lo dice (Juan 13:18), como también Pedro (Hechos 1:16). Puedes leer estas profecías en el Antiguo
Testamento (Salmo 41:11; Salmo 109; Zacarías 11:12,13). Fue predeterminado por el decreto de Dios y fue
parte de la cruz y el sufrimiento de nuestro Señor que durante su ministerio público tendría
un discípulo como Judas y finalmente Jesús sufriría la traición a manos de éste.
No sabemos si Judas en algún tiempo había sido sincero en su discipulado. Sin embargo, sabemos que la avaricia es una raíz de todos los males y que también en su caso resultó ser causa de su caída. En Juan 12:6 leemos: “Teniendo la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella.” Nuestro Señor sabía que estaba propenso a esto y le advirtió, pero Judas endureció su corazón frente a estas advertencias. El resultado fue que Satanás usó esta tendencia, cegándolo y así obteniendo control completo sobre él hasta el punto que Judas con descaro inigualado traicionó a su Señor. Cuando vio a Jesús condenado a muerte, al fin se dio cuenta de lo que había hecho. ¿Pero quién fue el que abrió sus ojos entonces? Creo que tenemos que decir que fue Satanás, el mismo que lo había cegado a las advertencias y la preocupación de Jesús y había endurecido su corazón. Ahora experimentó la misma desesperación que Caín, y en su desesperación se quitó la vida.
Querido amigo cristiano, ¡guárdate
contra Satanás! Cuando cedemos a cualquier pecado, aun uno que parezca trivial, Satanás se aprovechará
de eso para usarlo con sus propósitos, buscando engañarnos y endurecer nuestro corazón contra
las advertencias de la Escritura y de cristianos bien intencionados. Buscará promover su obra infame hasta
que nos haga desesperarnos de la gracia de Dios y dudar del perdón que Cristo obtuvo para la humanidad.
La única defensa contra Satanás es aceptar con fe la palabra de Cristo.
Mi
reino no es de este mundo. (Juan
18:36)
Cuando los judíos, muy temprano el viernes por la mañana, sin duda después de haberlo arreglado con anticipación para que fueran recibidos por el palacio de Pilato, llegaron allí con su prisionero, no entraron, porque no querían hacerse inmundos ritualmente para no poder celebrar la fiesta sagrada al entrar en la casa de un gentil. Pilato los complació saliendo a su encuentro. Les preguntó: “¿Qué acusación traéis contra este hombre?”
La
pregunta ciertamente no era del agrado de los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, como se nota con su respuesta
brusca: “Si éste no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado.” Contaban con que Pilato confirmara
su sentencia sin investigar el caso. — Pilato sólo dijo: “Tomadle vosotros, y juzgadle según vuestra
ley.” — Como les puso en su lugar su respuesta cortante, respondieron en una forma menos arrogante: “A nosotros
no nos está permitido dar muerte a nadie.” Pero pronto volvieron a su actitud anterior y dijeron: “A éste
hemos hallado que pervierte a la nación.” Entre otras mentiras acusaron a Jesús de oponerse al pago
de los impuestos. Finalmente presentaron la afirmación de Jesús de que era el Mesías, como
si fuera un reclamo a ser un rey terrenal.
En este punto Pilato volvió a entrar en el palacio por la vehemencia de sus acusaciones y su comportamiento. También llevó a Jesús adentro y le preguntó: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” — “¿Dices tú esto por ti mismo”, dijo Jesús, “o te lo han dicho otros de mí?” — Con desdén Pilato respondió: “¿Soy yo acaso judío?” — En efecto, estaba diciendo que él personalmente no tenía el menor interés en las ideas judías acerca de su Mesías con que no pusieran en peligro la autoridad del emperador, y agregó: “Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?”
La respuesta de Jesús
a esa pregunta fue: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían
para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.” — Sorprendido, Pilato
preguntó: “¿Luego, eres tú rey?” — Jesús respondió: “Tú dices que yo
soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que
es de la verdad, oye mi voz.” — Pilato no tenía ninguna intención de meterse en lo que le parecía
que sería una discusión filosófica, de modo que respondió con desprecio: “¿Qué
es la verdad?”
Después de decir esto,
Pilato salió otra vez a donde la multitud lo esperaba. Les dijo: “Yo no hallo en él ningún
delito.” — Los sumos sacerdotes y ancianos repitieron sus acusaciones, pero Jesús guardó silencio.
Luego Pilato le preguntó: “¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti?” — Pero Jesús
no respondió nada, ni a una sola acusación, de modo que el gobernador se asombró.
Querido lector, quisiera dirigir
tu atención una vez más a las palabras de Jesús: “Mi reino no es de este mundo.” Cristo de
hecho es un rey, el Rey de reyes, sin embargo su intención no es socavar los reinos de este mundo y la autoridad
secular. De hecho, él mismo instituyó la autoridad secular, y quiere que sus cristianos y discípulos
se sujeten a ella y sean buenos ciudadanos. Sin embargo, su reino e iglesia no es de este mundo, ni debe confundirse
ni involucrarse con los estados y reinos terrenales. Es un reino enteramente espiritual en donde reinan y gobiernan
la palabra de Dios y la fe. No es un reino visible que se puede localizar en este u otro lugar; más bien
está en el corazón de los que creen en Cristo, sus discípulos. Esto quiere decir que en dondequiera
que veas la pompa terrenal disfrazada con el nombre de la iglesia de Cristo, o en donde se ven los intereses seculares
vestidos con el nombre de Cristo o de su iglesia, o en donde las autoridades seculares tienen la intención
de dominar en la iglesia de Cristo, no deben engañarse al suponer que esto sea conforme a la voluntad de
Cristo, porque su reino no es de este mundo.
Más bien, Cristo vino para redimirnos por medio de su amargo sufrimiento y muerte, para librarnos del pecado, la muerte y el poder del diablo. Ésta es la verdad misericordiosa de Dios que él quiere que se proclame como su palabra en forma no adulterada en todo el mundo. Todo el que acepta este mensaje con fe y confía en Cristo como su Salvador y quiere ser suyo en la vida y la muerte, está en el reino de Cristo y tiene la vida eterna. En donde se predica a Cristo crucificado y en donde las almas se están nutriendo con las enseñanzas de Cristo en su totalidad, allí está su reino, porque es un reino espiritual.
Ciertamente
él escarnecerá a los escarnecedores, Y a los humildes dará gracia. (Proverbios 3:34)
Aunque Pilato había dicho
a los judíos que no había hallado culpa en Jesús, seguían acusándolo, diciendo:
“Alborota al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí.” Cuando oyó
esto, Pilato preguntó si el hombre era galileo. Al saber que Jesús estaba bajo la jurisdicción
de Herodes, lo envió a Herodes, quien también estaba en Jerusalén en ese tiempo.
Cuando Herodes vio a Jesús
le dio mucho gusto, porque hacía mucho tiempo que quería verlo. Por lo que había oído
acerca de Jesús, esperaba verlo hacer algún milagro. Le hizo muchas preguntas, pero Jesús
no le respondió. Los principales sacerdotes y los maestros de la ley estaban allí acusándolo
con vehemencia. Luego Herodes y sus soldados se burlaron de él y le escarnecieron. Lo vistieron en un ropaje
lujoso y lo devolvieron a Pilato. Herodes y Pilato se hicieron amigos ese día, porque antes habían
sido enemigos.
Nota cómo los incrédulos
y los impíos actúan cuando se trata de Cristo. Cuando se ponen en contacto con él y como resultado
ven expuestos sus pecados, lo odian con furor, como es evidente en el caso de los sumos sacerdotes y los maestros
de la ley. En donde está en silencio y rehúsa satisfacer los caprichos de los hombres, lo desprecian
y se burlan de él. Mira el comportamiento vergonzoso de Herodes, burlándose del Salvador quien estaba
dispuesto a morir también por sus pecados. ¿Y qué excusa podría haber ofrecido por
su deseo de ver a Jesús hacer algún milagro? Había oído mucho acerca de él,
posiblemente inclusive de boca de Juan el Bautista, el hombre que él había matado porque testificó
contra su pecado.
El trato que los incrédulos dieron a Jesús es el mismo que dan a sus discípulos y sus creyentes. Los aborrecen y se burlan de ellos, especialmente cuando se sienten incómodos y culpables en su presencia. Pero no dejes que esto te haga sentir inseguro en tu fe; más bien prepárate para ser tratado así. El siervo no es mayor que su amo. Así como lo aborrecieron, menospreciaron y persiguieron a él, también trataron a sus discípulos y seguirán haciéndolo. Si esto te pasa debido a tu testimonio de tu fe en Jesús, sea como resultado de algo que digas o que hagas o no hagas, no te pongas triste, sino más bien gozoso, porque es una evidencia de que eres de Cristo.
Y recuerda la promesa de Dios
que él hizo escribir ya en el Antiguo Testamento y que está a la cabeza de esta devoción:
“Ciertamente él escarnecerá a los escarnecedores, Y a los humildes dará gracia.” A los burladores
que dirigen su escarnio contra él, su palabra y sus hijos y rehúsan volver de su pecado y arrepentirse,
les tiene guardado escarnio en su última y terrible hora. Pero dará gracia, honor eterno y gloria
a los humildes que aquí en la tierra tienen que sufrir la vergüenza, el escarnio y aun el dolor o la
muerte por causa de él.
¡Fuera
con éste, y suéltanos a Barrabás! (Lucas 23:18)
El gobernador acostumbraba soltar a algún prisionero que escogiera la multitud en el tiempo de la fiesta. Precisamente cuando el gobernador trataba el caso de Jesús con los líderes judíos, llegó una delegación del pueblo pidiendo que hiciera lo acostumbrado. Se le ocurrió a Pilato que de esta forma podría librar a Jesús. En ese tiempo había un hombre que se llamaba Barrabás que estaba en la cárcel con unos revolucionarios y que habían cometido el asesinato en la sublevación. Pilato, sabiendo que por envidia los principales sacerdotes le habían entregado a Jesús y también sabiendo que Barrabás fue notorio por los crímenes que había cometido, decidió que el pueblo escigiera entre Jesús y Barrabás, porque estaba convencido de que el pueblo escogería al segundo. Así que preguntó a la multitud: “¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás, o a Jesús, llamado el Cristo?” Después de preguntar, se sentó en el tribunal para esperar su decisión. Justo en ese momento su esposa le envió el mensaje: “No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él.” Pero los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud a pedir a Barrabás, y que Jesús fuera ejecutado.
Luego el gobernador preguntó a la multitud: “¿A cuál de los dos queréis que os suelte?” — “A Barrabás”, respondieron. — “¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?”, preguntó Pilato. — “¡Sea crucificado!”, respondieron todos. — “Pues ¿qué mal ha hecho?”, preguntó Pilato. Siguió diciendo: “Ningún delito digno de muerte he hallado en él; le castigaré, pues, y le soltaré.” Por tercera vez había hablado a la gente. Sin embargo, con fuertes gritos exigieron con insistencia que fuera crucificado, y ellos prevalecieron.
Hemos notado por mucho tiempo
que los sumos sacerdotes y los ancianos aborrecían a Jesús. Su preferencia por Barrabas se debía
a la incitación de Satanás, dando honra a la mentira en vez de a la verdad. No hay mayor odio que
el que tienen los falsos maestros que se adornan con el nombre de cristiano por el Cristo verdadero cuando lo encuentran
en su palabra. Siempre ha sido así. Sólo recuerda cómo los oficiales del Papa trataron a los
testigos fieles de Cristo. Aún hoy la iglesia papal pervierte la palabra de Cristo. Pero el Papa no es el
único maestro falso que guarda hostilidad contra el evangelio, de esto puedes estar seguro.
¿Pero qué había
hecho Cristo al pueblo para que fuera tan hostil y exigiera su muerte? La multitud siempre es voluble y puede ser
manipulada con facilidad. El domingo de ramos lo saludaron como el Hijo de David, conmovidos por el entusiasmo
de algunos que creían en él y sus gritos de “Hosanna”. Y la voluntad de su Padre celestial era que
su Hijo entrara públicamente y con solemnidad en la ciudad rebelde como el Mesías. Y ahora, pocos
días después, el viernes, la multitud clamaba: “¡Fuera con éste, y suéltanos
a Barrabás!” Los sacerdotes y Satanás mismo incitaron a la multitud en esa ocasión.
Sin embargo, aunque al principio ese grito parece terrible, hay una verdad consoladora oculta detrás de ella. El santo Jesús tenía que ser rechazado sin la menor misericordia y ser crucificado para que el hombre pecador, aunque sus crímenes sean tan grandes como los de Barrabás o peores, pueda ser libre, hallar misericordia e inclusive el cielo. Como Pedro dijo al pueblo judío el día de Pentecostés: Jesús fue entregado a la voluntad del pueblo “por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” para los hombres y para su salvación. ¡Nunca lo olvides!
Su
sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.(Mateo
27:25)
Mientras la multitud vociferaba
de esta forma contra Jesús, Pilato ordenó que fuera azotado. Los soldados lo llevaron dentro del
palacio (es decir, al pretorio) y convocaron a toda la compañía de soldados. Le pusieron un manto
de púrpura, luego tejieron una corona de espinos y se la pusieron. — ¿No había dicho que era
un rey? — Y comenzaron a clamarle: “¡Salve, Rey de los judíos!” Una y otra vez lo golpearon en la
cabeza con una vara y le escupieron. Caídos de rodillas, le hicieron reverencia. Y Jesús, el Hijo
de Dios, permitió que todo esto le pasara.
Una vez más Pilato salió
y dijo a los judíos: “Mirad, os lo traigo fuera, para que entendáis que ningún delito hallo
en él.” Cuando Jesús salió llevando la corona de
espinos y el manto de púrpura, Pilato les dijo: “¡He aquí el hombre!” — Tan pronto como los
principales sacerdotes y los oficiales lo vieron, gritaron: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”
Pero Pilato respondió: “Tomadle vosotros, y crucificadle; porque yo no hallo delito en él.” — Los
judíos insistieron: “Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí
mismo Hijo de Dios.”
Cuando Pilato oyó esto,
tuvo más miedo, y volvió a entrar en el palacio. “¿De dónde eres tú?” Pero Jesús
no le contestó. “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte,
y que tengo autoridad para soltarte?” — Jesús le respondió: “Ninguna autoridad tendrías contra
mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene.” Desde entonces
Pilato se esforzó aun más para soltarlo, pero los judíos seguían gritando: “Si a éste
sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone.”
Al oír esta amenaza implícita,
Pilato decidió echar toda la responsabilidad en los judíos. Sacó a Jesús y lo sentó
en el tribunal en un lugar conocido como el Enlosado (que en arameo es Gabata). Aquí todo el mundo podía
observar el proceso. Luego dijo a los judíos: “¡He aquí vuestro Rey!” Pero ellos gritaron:
“¡Fuera, fuera, crucifícale!” — “¿A vuestro Rey he de crucificar?”, preguntó Pilato.
— No tenemos más rey que César”, dijeron los sumos sacerdotes.
Cuando Pilato vio que no lograba
nada, sino que comenzaba un alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante de la multitud. “Inocente
soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros.” — Toda la gente respondió: “Su sangre sea sobre
nosotros, y sobre nuestros hijos.” — Entonces les soltó a Barrabás, pero mandó azotar a Jesús
y lo entregó para ser crucificado.
Fue una terrible maldición que los judíos invocaron sobre ellos mismos. Jesús de hecho era su rey, su Mesías y el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. Lo había demostrado con tantos milagros y señales que hizo. Sin embargo, lo rechazaron y querían que fuera crucificado, e invocaron sobre ellos y sus hijos cualquier maldición que viniera por esa obra. Y ha sucedido repetidas veces. Sin embargo, siempre que algún judío acepte a Jesús como su Mesías y el Salvador, esa sangre se convierte en bendición, porque lo limpia de sus pecados así como limpia a los gentiles creyentes de sus pecados. Sí, Dios puede convertir hasta una maldición en bendición. Puesto que al que no conoció pecado Dios lo hizo pecado por nosotros e hizo que llevara nuestro castigo, hace justos a los pecadores penitentes, judíos y gentiles, que miran al Cordero de Dios, y les imputa la justicia de Cristo. Gracias a Dios por la sangre de Jesucristo, su Hijo, porque nos limpia de todo pecado.
No
lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. (Lucas 23:28)
Después que Pilato, en violación tanto de su entendimiento y su conciencia, y cediendo a los gritos insistentes y amenazadores del pueblo judío, ordenó que Jesús fuera crucificado, los soldados se encargaron de él. Le quitaron el manto y le pusieron su propia ropa. Luego lo llevaron para crucificarlo. Estaba con dos criminales que también serían ejecutados junto con él. Un capitán que estaba a cargo de los soldados encabezaba el grupo, y lo seguía gran número del pueblo junto con los líderes de la nación. Cada uno de los condenados cargaba su propia cruz. Jesús casi colapsaba bajo su peso, por lo cual los soldados tomaron a un hombre de Cirene llamado Simón, que venía en ese momento del campo, y lo obligaron a cargar de cruz de Jesús. Marcos nos informa que fue el padre de Alejando y Rufo, que después fueron miembros bien conocidos entre los cristianos.
Sin duda el trato duro a manos de los soldados, y la vergüenza que implicaba cargar una cruz, fue duro para Simón. Sin embargo, este acontecimiento al parecer casual, a pesar de ser desagradable en ese tiempo, bajo Dios llegó a ser una bendición, porque como resultado se hizo cristiano. — De igual manera, querido lector, Dios puede hacer que alguna experiencia desagradable o aun dolorosa te llegue a causa de tu fe; pero puedes estar seguro que será una bendición disfrazada.
Entre la multitud que siguió
a Jesús también había mujeres que hacían duelo y lloraban por él. Jesús
volvió a ellos y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por
vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas
las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán
a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el
árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?” — Al decirlo, el fiel
Salvador una vez más advirtió a su pueblo que rechazaba a su Mesías del terrible juicio que
caería sobre ellos si no se arrepentían mientras todavía había tiempo.
Y esta amonestación y
advertencia es válida en todo tiempo y en todo lugar. De hecho, el gran día de ira y fuego caerá
sobre todos los que rechazan el Cristo de Dios. “Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en
el seco, qué no se hará?” — Eso quiere decir que si el santo e inocente Hijo de Dios tuvo que sufrir
tanto a causa de nuestros pecados y para redimirnos, ¿cuál entonces será la suerte de los
pecadores y culpables que además rechazan la gracia que Cristo procuró para ellos mediante su sufrimiento
y muerte?
Al acompañar en espíritu a nuestro Señor Jesús en su vía dolorosa y ver su sufrimiento y muerte, algo muy distinto debe surgir en nosotros que solamente el dolor y la simpatía. Su sufrimiento y muerte son diferentes de los del mártir cristiano. ¡Él llevó nuestro pecado y culpa, nuestro castigo y maldición! Nunca podemos olvidarlo. Esto puede llevarnos a derramar lágrimas sobre nuestro pecado y las muchas veces que hemos ofendido al Dios santo — una maldad vergonzosa que sólo el sufrimiento y la muerte de su Hijo podía expiar. Entonces bien puede haber lágrimas de gratitud fluyendo de nuestros ojos y una voluntad en nosotros de servirlo en esta vida amando a los hermanos y aun a los enemigos.
Sin embargo, no es frecuente
que nos conmocionemos de esta forma. Pidamos a Dios aquel don del Espíritu para que ilumine y caliente nuestro
corazón oscuro y frío para que podamos contemplar el sufrimiento y la muerte de nuestro Salvador
de una manera apropiada y provechosa.
Domingo de Ramos
Quien
llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero. (1 Pedro 2:24)
El lugar para las ejecuciones públicas era un cerro cerca de la ciudad, un sitio al que el pueblo llamaba Gólgota, es decir, el lugar de la calavera. Cuando llegaron allí con Jesús, le ofrecieron vino mezclado con mirra, una mezcla que adormece, que Jesús rechazó. Luego lo crucificaron. Entre los romanos se hizo de esta manera: después de alzar la cruz, cuatro soldados levantaban al condenado, luego de quitarle la ropa, y lo ponían en una percha que estaba en la parte vertical de la cruz. Esto se hacía con sogas y el condenado se sentaba arriba de la percha. Luego se le ataban los brazos a la viga horizontal y le atravesaron las manos con clavos largos. En la base de la viga vertical se le clavaban los pies.
Crucificaron al mismo tiempo
a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Así se cumplió la profecía de Isaías:
“y fue contado con los pecadores” (Isaías 53:12).
Mientras permanecía colgado
allí, expuesto de manera vergonzosa a las burlas de sus enemigos, y sufría gran dolor, nuestro Salvador
hizo algo que bajo las circunstancias era extraordinario, pero que estaba en perfecta armonía con sus enseñanzas:
oró por los que habían sido responsables de su condenación, diciendo: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen.” Éste fue su primer pensamiento, y éstas sus primeras palabras mientras
estaba colgado en la cruz.
Pilato hizo escribir el motivo
de su condenación en una tabla que puso arriba de la cabeza de Jesús. Dijo: “JESÚS NAZARENO,
REY DE LOS JUDÍOS”, y estaba escrito en latín, griego y arameo. Muchos judíos leyeron ese
anuncio. Los principales sacerdotes protestaron a Pilato diciendo: “No escribas: Rey de los judíos; sino,
que él dijo: Soy Rey de los judíos.” Pero Pilato de manera cortante respondió: “Lo que he
escrito, he escrito.”
Sin saberlo, el pagano Pilato había escrito una descripción apropiada y verdadera y la había colocado por encima de la cabeza de Jesús. Jesús de Nazaret en verdad era el Rey de los judíos, el descendiente de David que debía establecer un nuevo reino espiritual y eterno. Fue el Mesías prometido al cual los judíos habían esperado a través de los siglos. Y como se predijo, era el Salvador y Redentor del mundo entero. ¿Pero cómo armonizaba la gran vergüenza que experimentó en presencia de los dos ladrones condenados con todo esto?
¡Lo hacía muy bien!
Con el fin de llegar a ser nuestro rey y conducirnos a su reino de paz, primero tenía que hacerse nuestro
sumo sacerdote. Todos los sumos sacerdotes de los tiempos del Antiguo Testamento prefiguraban a este gran y último
sumo sacerdote. Él tenía que ofrecer un sacrificio que los innumerables sacrificios de animales del
Antiguo Testamento sólo prefiguraban; pero no fue el sacrificio de ningún animal, sino el sacrificio
de su santa vida por nuestros pecados y los del mundo entero. Jesús fue el Cordero de Dios que llevaba el
pecado del mundo entero; él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero.
Y la corona que llevó allí, la corona de espinos, también fue apropiada, como lo fue el carmesí de su sangre que emanaba de sus heridas mientras permanecía allí entronizado en la cruz. En ese estado, por ese acto, nos redimió y nos compró de todos los pecados, de la muerte y del poder del diablo, para que seamos suyos y vivamos bajo él en su reino. Oye a ese sumo sacerdote, suspendido en la cruz y orando por sus enemigos. Y nosotros tenemos que incluirnos entre esos enemigos, porque recuerda lo que leemos en Romanos 5:10: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida.” En vista de este amor, seguramente querremos vivir bajo él en su reino, y servirlo aquí en esta vida como él nos dirige, con amor y servicio a nuestro prójimo, y sin avergonzarnos de tenerlo a él como nuestro rey a quien por la gracia de Dios lo veremos en el futuro tal como es y lo alabaremos para siempre en la casa del Padre celestial, a él que es nuestro profeta, sacerdote y rey.
Pero yo soy un gusano y
no un hombre, objeto de la afrenta de los hombres y despreciado del pueblo. Todos los que me ven se burlan de mí.
Estiran los labios y mueven la cabeza diciendo: "En Jehovah confió; que él lo rescate. Que lo libre, ya que de él se agradó."…
Mi vigor se ha secado como un tiesto, y mi lengua se ha pegado a mi paladar. Me has puesto en el polvo de la muerte. Los perros me han rodeado;
me ha cercado una pandilla de malhechores, y horadaron mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos; ellos me miran y me observan. Reparten entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echan suertes. (Salmo 22:6-8,15-18)
¿Te sorprenden estas palabras? Es obvio que las
palabras vienen de una persona que soporta gran sufrimiento y que está al borde de la muerte; las palabras
de un hombre que ha sido condenado a morir y que ha sido clavado en una cruz; las palabras de alguien que es objeto
de burlas por todo su sufrimiento. Sí, estas son las palabras del Hijo de Dios, que David profetizó
mil años antes de su crucifixión.
Ahora mira el cumplimiento. Ve a Jesús colgado de
la cruz, sus manos y sus pies fijados allí con clavos inmensos. Los soldados, que han crucificado a Jesús,
toman su ropa, la dividen en cuatro partes, una para cada uno, dejando la túnica. La túnica no tenía
costura; había sido tejida entera de arriba abajo, de modo que dijeron: “No la partamos; más bien
echemos suertes sobre ella, para ver de quién será.” Una vez que hicieran esto, se sentaron al pie
de la cruz y mantuvieron la vigilia.
Cerca a la cruz está su madre. Ahora recuerda las
palabras del anciano Simeón, que le dijo cuando presentaba a su niño en el templo: “Y una espada
traspasará tu misma alma.” La hermana de la madre de Jesús, María la esposa de Cleofas, y
María Magdalena también estaban allí con ella. Cuando Jesús vio a su madre y al discípulo
a quien amaba, de pie junto a ella, dijo a su madre: “Mujer, he ahí tu hijo.” Después dijo al discípulo:
“He ahí tu madre.” — Mira al querido Salvador, a la hora de su mayor angustia, preocupándose por
sus seres queridos y proveyendo sus necesidades.
Los que pasaban le insultaban, diciendo: A otros salvó;
a sí mismo no se puede salvar. ¿Es rey de Israel? ¡Que descienda ahora de la cruz, y creeremos
en él! Ha confiado en Dios. Que lo libre ahora si lo quiere, porque dijo: "Soy Hijo de Dios."
De la misma forma los ladrones que fueron crucificados con él se burlaron de él, como también
los principales sacerdotes y los escribas. — Seguramente debes estar de acuerdo en que se cumplió aquella
antigua profecía al pie de la letra.
Y sabes por qué Cristo, el Mesías, soportó
todo este abuso y vergüenza. Le quitaron la ropa para que pudiera obtener para ti, un pobre pecador, las vestiduras
de la salvación y el manto de la justicia. Y tú, vestido en esta ropa espléndida, algún
día oirás la voz de tu Novio celestial decirte: “¡Venid, benditos de mi Padre! Heredad el reino
que ha sido preparado para vosotros desde la fundación del mundo!” Pero aun ahora, en su evangelio, oyes
la dulce voz de tu Salvador que te asegura que esto es así.
Entonces Jesús
le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. (Lucas 23:43)
Recuerdas que Jesús no fue el único a quien
crucificaron ese día. A los dos lados de él había un ladrón colgado en una cruz. Se
acercaba el mediodía. Uno de los ladrones dejó de insultar a Jesús y ahora lo miraba fijamente.
Pero el otro ladrón seguía insultando a Jesús diciendo: “Si tú eres el Cristo, sálvate
a ti mismo y a nosotros.” — No obstante, el otro criminal le reprendió: “¿Ni aun temes tú
a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la
verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún
mal hizo.” — Luego dijo a Jesús: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.” — Ese ladrón
se arrepintió, sintió tristeza por sus pecados, los reconoció y los repudió. Se convirtió,
dio la espalda a su anterior vida pecaminosa, reconoció que había sido malvado y que había
merecido el castigo, y buscaba el perdón de Dios. Su conversión fue genuina. Reconoce y admite que
las autoridades seculares actuaban conforme a la ley y justicia de Dios al castigarlo. Sabe que hay una retribución
por el pecado después de la muerte y teme la ira justa de Dios. Esto es lo que quiere decir el arrepentimiento.
Si no hubiera dado un paso más, habría sufrido una suerte peor que la crucifixión. Sin embargo, por la gracia de Dios, acudió a Jesús para que lo ayudara. Confesó en público que Jesús era lo que decía el anuncio sobre su cabeza, “el rey de Israel”, el Cristo, el Mesías, que con su sufrimiento y muerte estaba estableciendo un reino para los que creyeran que su muerte inocente era el pago por los pecados de la humanidad. Y aunque sabía que era inminente su propia muerte, sin embargo por la fe ahora miraba más allá que la muerte hacia este reino eterno, lleno de vida y luz, y vio a Jesús reinando allí en gloria divina. Por eso dijo a Jesús: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.” — Así es la fe.
¡Y qué fe! No se detiene por la culpa acumulada
de una vida de crimen, ni se desespera porque se acerca la muerte, ni se impide por la condición vergonzosa
actual de Jesús, ni por las burlas de los líderes de la nación. Todo esto lo pone de lado
y ruega: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.”
¿Y qué dice Jesús? — El rey de Israel, cuyo nombre es Jesús, Salvador, escucha el ruego del penitente. “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” — Allí será revelado a la vista de todos quienes están en su reino.
Aquí oímos la absolución, o el perdón
de los pecados, que nuestro gran sumo sacerdote mismo pronuncia en el momento mismo en que está ofreciendo
su santa vida en pago por los pecados del hombre. Y este perdón abre las puertas del mismo paraíso,
del cielo. El hecho de que Jesús dice: “estarás conmigo en el paraíso” da completa seguridad
al creyente y disipa cualquier pregunta curiosa acerca de cuándo y cómo. Estar con Jesús satisface
a ese pecador penitente, y el hecho de que sucederá “hoy” completa su gozo. ¡Hoy! ¡Qué
invención vergonzosa es el purgatorio!
Qué benditos fueron las últimas horas de
este pobre criminal. Podemos aprender mucho de él: qué afrenta tienen que ser nuestros pecados, sean
atroces u ordinarios, al Dios santo; reconocer francamente esos pecados sin hacer ninguna excusa por ellos; mirar
con fe a Jesús, el Cordero de Dios, que ha expiado el pecado del hombre; y aferrarse a las promesas preciosas
de aquel que es el Cristo, enviado por su Padre para ser el camino, la verdad y la vida de este mundo. Y también
del ladrón penitente podemos aprender a confesar que Jesús es el Salvador, nuestro Salvador, aun
frente a la contradicción y las burlas. Sí, su ejemplo nos muestra cómo vivir y morir y tener
la seguridad de que las puertas del paraíso nos están abiertas.
¡Consumado es! (Juan 19:30)
Hoy queremos hablar de la muerte de Jesús. Ya era
mediodía, y el sol estaba en su cenit sobre el Gólgota con sus tres cruces. Los soldados estaban
sentados cerca, vigilando, y la multitud seguía pululándose. Repentinamente la oscuridad cubrió
toda la tierra hasta la hora novena (como a las tres de la tarde), porque el sol dejó de brillar. ¿Qué
es lo que ocurrió durante esas tres horas? Nadie sabe, porque las Escrituras guardan silencio acerca de
ese período.
Sin embargo, tenemos un indicio de lo que sucedió,
porque cuando el sol otra vez comenzó a brillar, Jesús clamó con gran voz: “¡Eloi, Eloi! ¿Lama
sabactani? -que traducido quiere
decir: Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Con este grito terrible Jesús rompe el misterioso silencio de esas tres horas. Su grito
nos convence de que durante ese tiempo Dios lo abandonó realmente, y Jesús sufrió los tormentos
del infierno y fue sujeto a los ataques de Satanás. Y esto lo hizo en lugar tuyo y por tus pecados. Se creería
que ya no habría más burlas. Pero no. Intencionadamente distorsionando algunas de las palabras de
Jesús, algunos de los que estaban cerca dijeron: “He aquí, llama a Elías”.
Como su cuerpo estaba deshidratado a causa del sufrimiento
y su lengua se pegaba a su paladar, dijo: “Tengo sed.” No obstante debemos notar aquí también que
fue cumplida una profecía de la Escritura (Salmo 69:21), porque el Espíritu Santo impulsó
a Juan para que escribiera: “sabiendo Jesús que ya todo se había consumado”, es decir, Jesús
habló estas palabras porque sabía que había sufrido lo suficiente para expiar los pecados
del mundo, y así habló para que se cumpliera aun esta profecía. Hubo cerca una jarra de vinagre,
que probablemente pertenecía a los soldados. Alguien corrió, llenó una esponja de vinagre,
la puso en un palo y lo ofreció a Jesús para tomar. Aun aquí había burla, porque los
demás dijeron: “Deja, veamos si viene Elías a salvarlo.” Y el hombre que tuvo compasión y ofreció a Jesús la esponja empapada de vinagre, sin duda para ocultar su bochorno,
se unió en esas burlas.
Cuando Jesús recibió el vinagre, dijo: “¡Consumado es!” Él, el eterno Sumo Sacerdote, había hecho su sacrificio. El Cordero de Dios había llevado el pecado del mundo hasta el punto de ser abandonado por Dios. Dios ahora estaba reconciliado con el mundo caído. Estaba disponible la justicia eterna, que permite al pobre pecador estar en pie en el juicio de Dios. La terrible maldición por el pecado y la transgresión había sido derramada sobre el Mesías. La cabeza de Satanás estaba molida y las puertas del cielo abiertas. Se cumplió la Escritura, porque Cristo había consumado la obra de redimir al hombre.
Y otra vez clamó con voz fuerte, pero esta vez no
de la manera terrible de antes. Con una voz fuerte y contenta clamó: “¡Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu!”, y después de decir esto, inclinó su cabeza y entregó su espíritu.
Querido lector, a causa de tus pecados has merecido la
muerte y la condenación. Sin embargo, Cristo sufrió estas cosas por ti. Dios hizo que el que no conoció
pecado fuera una maldición para redimirte de la maldición de la ley como de hecho hemos visto hoy.
Pero Jesús no se quedó en la muerte; resucitó de entre los muertos. Vive, y tú también
vivirás.
Tal vez digas, “Sin embargo, tengo que morir.” Decimos
que no, no tienes que morir. Oye lo que dice tu Salvador: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree
en mí, aunque muera, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá para siempre.”
(Juan 11:25,26). Cuando su llegue la hora de tu partida de esta vida, tu alma estará con Cristo en el paraíso.
Eso no es la muerte. Y tu cuerpo será como el grano de trigo vivo en la tierra, listo para levantarse del
polvo cuando la voz del Maestro llame para quitar tu polvo del sepulcro. Ésa será tu mañana
de la resurrección. No, lo que dije es en verdad cierto: Cristo murió tu muerte. La muerte ha perdido
su aguijón para ti.
Verdaderamente
este hombre era Hijo de Dios. (Marcos
15:39)
En el momento de la muerte de Jesús algo milagroso
e inaudito ocurrió en el templo de Jerusalén, algo que debe haber llenado de terror a los sacerdotes
que estaban de turno y a todos los presentes. La cortina inmensa, gruesa y pesada que impidió la vista del
lugar santísimo se rasgó en dos desde arriba hasta abajo, como si fuera por manos invisibles. ¿Significaba
esto algo?
¡Claro que sí! En los tiempos del Antiguo Testamento a nadie se le permitía entrar ni siquiera mirar detrás de esa cortina con excepción del sumo sacerdote, y aun él sólo lo podía hacer una vez al año en el gran día de la expiación, cuando llevaba y ofrecía el sacrificio por el pecado en expiación por sus propios pecados y los del pueblo. Con esta ley litúrgica el Espíritu Santo indicaba que el verdadero día de expiación aún no había llegado y que el eterno sumo sacerdote, Cristo, todavía no había ofrecido la única ofrenda verdadera por el pecado que debería abrir para todo el mundo la entrada a lo que el lugar santísimo simbolizaba, la comunión con el Dios santo cuya ira sobre el pecado se calmó así. (Hebreos 9:7,8). Cuando en el momento de la muerte de Jesús se rompió esa cortina y el lugar santísimo se quedó a la vista de todos, el Espíritu Santo demostró con la mayor claridad que el verdadero día de la expiación realmente había llegado y que el eterno sumo sacerdote, con este perfecto sacrificio único, ofreciendo su vida santa e inmaculada en pago por los pecados de la humanidad, había abierto el camino a Dios y al cielo para todos los pecadores. Ésta fue una prueba positiva de que Jesús de Nazaret, el que fue crucificado, es en verdad el Hijo de Dios y el Salvador del mundo.
Sin embargo, Dios hizo que otras señales milagrosas
ocurrieran en la ocasión de la muerte de Jesús para subrayar aun más esta verdad. La tierra
tembló y se dividieron las rocas. Las tumbas se abrieron y los cuerpos de muchos santos que habían
muerto volvieron a vivir. Salieron de las tumbas y después de la resurrección de Jesús, entraron
en la ciudad santa y aparecieron a muchos. — Éste fue un testimonio seguro de parte de Dios de que el pecado
y la muerte habían sido conquistados y que la justicia y la vida eterna estaban disponibles gracias a la
muerte del Hijo de Dios, el Redentor del mundo.
El significado de todo esto no se le escapó al centurión
pagano que junto con sus soldados había cumplido la orden de ejecutar a Jesús. El terremoto y las
últimas palabras de Jesús que dijo antes de morir, no con la voz débil de un moribundo, sino
con voz fuerte y llena de vigor, hizo que el centurión clamara: “Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios. Verdaderamente este hombre era justo.”
Algunas mujeres miraban desde cierta distancia. Entre ellas
estaban María Magdalena, María, la madre de Jacobo, y Salomé. Todos los que lo conocían
miraban desde lejos.
La crucifixión de Jesús y los dos criminales
ocurrió el viernes, el día de la preparación, y el día siguiente sería un sábado
muy especial, el cual se iniciaba, como todos los sábados, a las seis de la tarde el viernes. Según
la ley judía, se hubiera profanado el día sábado si a los cuerpos en las cruces se hubieran
dejado allí (Deuteronomio 21:22,23). Con ese motivo, los líderes judíos pidieron a Pilato
que mandara quebrar las piernas de los que fueron crucificados y quitar los cuerpos.
Bajo órdenes de Pilato, los soldados, usando garrotes
cubiertos de hierro, les pegaron a los dos criminales en las piernas y finalmente pusieron fin a su tormento golpeándoles
en las costillas. Cuando llegaron a Jesús y vieron que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas. Más
bien uno de los soldados cortó su costilla con una lanza, de modo que repentinamente de su cuerpo fluyeron
sangre y agua.
Juan, quien fue testigo de esto, también nos indica
por qué no se quebraron los huesos de Jesús y más bien su cuerpo lo traspasó una lanza.
Nos dice: “Porque estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: No será quebrado hueso suyo. Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.” (Éxodo 12:46; Zacarías
12:10). Esto, luego, fue una parte de la dispensación de Dios para atestiguar que Jesús, el que fue
crucificado, realmente era el Cordero de Dios que llevó los pecados del mundo y en consecuencia el Hijo
de Dios y el prometido Salvador del mundo. Ahora tú también puedes juntar las manos y mirando con
fe a la cruz de Jesús puedes decir: “Este hombre es el Hijo de Dios.”
Así que, como por
la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia
de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque así como por la desobediencia de
un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos
serán constituidos justos.
(Romanos 5:18,19)
Los tres cuerpos todavía permanecían
en las cruces; los de los dos criminales, con los huesos quebrados para apresurar su muerte, y el del Señor
Jesús, con su costado traspasado. Podemos suponer que los cuerpos de los criminales se sepultaron sin ceremonia
en el Gólgota, ¿pero qué pasó con el cuerpo de Jesús?
Hubo en hombre llamado José, un miembro del consejo
judío, un hombre bueno y recto, que no había estado de acuerdo con su decisión y acción.
Procedía del pueblo de Judea llamado Arimatea, y esperaba el reino de Dios. — Y ahora que Cristo había
muerto — por un milagro de Dios — su fe se fortaleció hasta tal punto que no tuvo miedo de ir y pedir el
cuerpo de Jesús para poder sepultarlo. Al parecer, esto fue poco después de que los líderes
judíos habían pedido a Pilato ordenar que se quebraran los huesos de los hombres que habían
sido crucificados para apresurar su muerte a fin de poder quitar sus cuerpos antes de comenzar el sábado.
Por eso Pilato, al oír la petición de José que le entregara el cuerpo de Jesús, se
sorprendió de escuchar que ya había muerto. Una vez que el centurión le dijo que así
era, entregó el cuerpo a José.
Cuando salió de la presencia de Pilato, José
fue y compró una sábana de lino para envolverlo. Nicodemo, el hombre que antes en secreto había
visitado de noche a Jesús, ahora se unió con José. Él antes había comprado una
mezcla de mirra y áloes, en cantidad unos treinta kilos. Tomando el cuerpo de Jesús, los dos lo envolvieron
con las especias y tiras de lino. Eso iba de acuerdo con a las costumbres funerarias judías. Pero como ya
se acercaba la tarde y pronto comenzaría el sábado, por falta de tiempo no lo hicieron con el cuidado
que hubieran preferido.
Cerca del lugar donde Jesús fue crucificado, José
tenía un huerto en el cual había una tumba nueva en la cual nadie jamás había estado,
y allí depositaron el cuerpo de Jesús. Pusieron una gran piedra a la entrada de la tumba y salieron.
Las mujeres que habían acompañado a Jesús
desde Galilea siguieron a José y vieron la tumba y cómo fue colocado su cuerpo allí. Luego
volvieron a casa y prepararon especias y perfumes. Luego descansaron en el sábado en obediencia al mandamiento
sabático.
Querido lector, ahora que hemos visto cómo Jesús
murió y fue sepultado, y puesto que sabemos que fue nuestro sustituto en todo esto, es completamente apropiado
que investiguemos lo que Jesús ganó para nosotros con su sufrimiento y muerte. — Nosotros, todos
nosotros, recibimos de Adán, el progenitor de la raza humana, una herencia de maldición. Como resultado
de su desobediencia, como dice Pablo en el pasaje de Romanos, nosotros, sus descendiente físicos, todos
estamos propensos a la desobediencia y al pecado. Ésta es nuestra condición original pecaminosa,
como descendientes de Adán.
Cristo, por otro lado, nos ha dejado una herencia bienaventurada.
Fue perfectamente obediente a la ley de Dios, la cual Adán y nosotros transgredimos con frecuencia. Pero
en un sentido muy especial fue obediente a la voluntad de su Padre de que llevara nuestros pecados, su maldición
y su condenación. Y esta obediencia que él cumplió en nuestro lugar la otorgó a nosotros.
En Cristo todos los pecadores son justos y esa justicia de Cristo es la justificación que trae la vida que
Dios pronuncia sobre todos los que están condenados bajo la ley a causa de sus transgresiones. Esto quiere
decir que la vida eterna es suya. Y la fe, la sencilla fe como de un niño que Dios mismo obra en ellos,
que confía en Cristo para ese perdón y vida, es el medio por el cual se adquiere y se goza de esa
herencia, la justificación que trae la vida. Seguramente, querido lector, prefieres esa bendita herencia
que viene por la fe a tu herencia maldita que por naturaleza obtuviste como descendiente de Adán.
Anda, pueblo mío,
entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa
la indignación. (Isaías
26:20)
El cuerpo de Jesús reposa en la tumba. Sus discípulos están desanimados y desesperados. Su fe, que hasta ahora nunca brillaba como una fuerte llama, ahora estaba a punto de extinguirse. La resurrección de Jesús, que él había prometido y que las profecías habían predicho, ni entraba en sus mentes. Se escondían, temiendo por sus vidas.
Los enemigos de Jesús estaban triunfantes. Creían
que al fin habían logrado lo que tanto tiempo habían buscado. Sin embargo, estaban algo inquietos.
Recordaban que Jesús había dicho que resucitaría de entre los muertos al tercer día.
Como resultado les obsesionaba un vago temor. ¿Sería posible que el que había hecho tantos
milagros, hasta había resucitado a Lázaro, sería posible que él ...— ¡Pero no!
Trataban de reprimir el pensamiento, pero sin éxito. Siempre rondaba por allí en el fondo.
El día después de la crucifixión de
Jesús, aunque era el gran sábado, después de consultar entre sí, acudieron a Pilato.
“Señor”, dijeron, “nos acordamos que aquel engañador
dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré.
Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer
día, no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de
entre los muertos. Y será el postrer error peor que el primero.” — Pilato les dijo: “Ahí tenéis
una guardia; id, aseguradlo como sabéis.” Así que fueron y aseguraron la tumba poniendo un sello
en la piedra y poniendo la guardia. — Ni se dieron cuenta de que estaban poniendo ellos mismos testigos que pronto
volverían para decirles que sus temores no tenían fundamento.
¿Pero qué pensamos
acerca de la permanencia de Jesús en la tumba? — Sabemos que su obra de redención estaba completa
cuando dijo en la cruz: “Consumado es”. Sabemos que como resultado cuando se le puso en la tumba había conquistado
el pecado, la muerte, el diablo y el infierno y por tanto no se quedaría en la tumba. En el Antiguo Testamento
en el Salmo 16 tenemos una clara profecía de la boca de David que lo indicaba: “Se alegró por tanto
mi corazón, y se gozó mi alma; Mi carne también reposará confiadamente; Porque no dejarás
mi alma en el Seol, Ni permitirás que tu santo vea corrupción. Me mostrarás la senda de la
vida; En tu presencia hay plenitud de gozo; Delicias a tu diestra para siempre.” (Salmo 16:9-11). Y el testimonio
del Nuevo Testamento es aun más radiante y claro acerca del cumplimiento de esta profecía. El que
Cristo haya reposado en la tumbe debe contribuir mucho para despejar nuestro temor de la tumba, porque su victoria
es nuestra y por tanto la tumba ya no es un lugar de maldición para los suyos. Allí sus cuerpos,
aunque puedan haberse convertido en polvo, esperan la resurrección, así como nuestras almas estarán
esperando esa reunión con el cuerpo en el paraíso.
¿Cuánto tiempo
pasará todavía antes de que el mundo rebelde, que rechaza las riquezas de la gracia y la paciencia
de Dios, enfrente su juicio justo? Gracias a Dios, su dedo apunta a nuestro sepulcro que es santificado por el
reposo de Jesús en él, cuando dice para consolarnos: “Anda,
pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito, por un momento,
en tanto que pasa la indignación. Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador
de la tierra por su maldad contra él.” Y cuando llegue nuestra última hora en esta tierra, con seguridad
y gozo podemos encomendar nuestras almas a las manos de Dios, sabiendo que en el día final también
resucitarán nuestros cuerpos. Entonces, gracias a la redención de nuestro Señor Jesucristo,
las palabras del Salmo 16 se aplicarán a nosotros porque le pertenecemos al Señor: “Jehová
es la porción de mi herencia y de mi copa; Tú sustentas mi suerte.
Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, Y es hermosa la
heredad que me ha tocado.”