7 de enero
Juan 2:11
Este principio de señales hizo
Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en
él. (Juan 2:11)
Jesús otra vez fue a Galilea.
Sin embargo, salió de la ciudad de Nazaret y se estableció en Capernaúm a orillas
del lago.
Juan en su segundo capítulo
informa que hubo una boda en Caná de Galilea y que la madre de Jesús estaba
presente. Jesús y sus discípulos también fueron invitados a la boda. — Sucedió
algo muy embarazoso; se les acabó el vino. María, la madre de Jesús, le contó a
su hijo la situación. Al parecer, con eso quería sugerirle que había llegado la
ocasión para probar que era el Mesías haciendo un milagro. ¿Piensas que era
apropiado que un simple ser mortal, aunque se trataba de su madre, interfiriera
en su misión divina aunque fuera sólo con una sugerencia? ¡Seguro que no! Por
eso Jesús la rechazó diciendo: “Querida mujer, ¿por qué me involucras a mí? No
ha llegado mi hora”. Su madre no puso objeción. Sin embargo, dijo a los
siervos: “Haced todo lo que os diga”.
Cerca de allí había seis tinajas
de piedra para agua, de la clase que los judíos usaban para lavarse
ceremonialmente, con capacidad de 80 a 120 litros cada una. — Jesús dijo a los
siervos: “Llenad estas tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. Luego les
dijo: “Sacad ahora, y llevadlo al maestresala”. Lo hicieron, y el anfitrión
probó el agua que se había convertido en vino. No sabía de dónde venía, pero
los siervos que lo habían sacado sí sabían. Luego llamó aparte al novio y le
dijo: “Todo hombre sirve primero el buen vino, y cuando ya han bebido mucho,
entonces el inferior; mas tú has reservado el buen vino hasta ahora”. — Ésta,
la primera de sus señales
milagrosas, la hizo Jesús en Caná de Galilea, manifestando su majestad divina
que había escondido por tanto tiempo. Juan, uno de los primeros discípulos de
Jesús, dice que como resultado de este milagro la fe de los discípulos se
fortaleció mucho.
Podemos hacer una pausa para
preguntarnos qué caracteriza a un milagro. Un milagro es un acontecimiento que
se aparta de los procesos ordinarios de la naturaleza. En realidad, un milagro
es tal sólo a los ojos humanos, mas en cuanto a Dios se concierne, el milagro
no es más milagroso que todo lo que hace. ¿Por qué debe ser más milagroso para el
Dios que creó el vino convertir agua en vino? Sólo Dios puede hacer milagros.
Él es el Creador y el Preservador de todo lo que existe, y creó conveniente
establecer ciertas leyes naturales que continúan los fenómenos naturales que
creó. En consecuencia, sólo él puede suspender estas leyes y hacer milagros.
Eso hizo Jesús en las bodas de Caná.
Con esta acción Jesús claramente
reveló que él era aquel cuya venida Moisés y los profetas habían profetizado:
el Mesías, el Hijo de Dios, Emanuel, el Admirable, el Consejero, el Dios
fuerte, Padre eterno, Jehová justicia nuestra; la Simiente de David cuyo trono
se establecería para siempre; el Primero y el Último, que estableció la tierra
y cuyas manos contienen los cielos; a quien el Señor Dios y su Espíritu enviaron
para ser el Cordero de Dios que llevó el pecado de este mundo.
Sus discípulos, que presenciaron
este milagro, pusieron su fe en él. ¿Qué tal nosotros? Es cierto, no fuimos
testigos oculares de este milagro. Sin embargo, los Evangelios, los informes de
los testigos oculares de los muchos milagros son tan confiables, tan llenos del
poder del Espíritu Santo, cautivando los corazones y atrayéndolos a Jesús, que
es imposible que supongas que no sean verdaderos. Al leerlos, te convencerás de
la verdad que hay allí, porque son poder de Dios para salvación. Allí verás la
majestad de Jesús y tú también pondrás tu fe en él como lo hicieron los
discípulos que vieron e informaron de estas cosas.
Porque
me consumió el celo de tu casa. (Salmo 69:9)
El Mesías,
hablando proféticamente por boca de su antepasado David, dijo estas palabras.
Hoy queremos considerar cómo se cumplió esta profecía en una ocasión en
particular.
Después
de la boda de Caná Jesús andaba por esa provincia predicando el evangelio y sanando
toda clase de enfermedades. Se acercaba el tiempo de la Pascua y Jesús fue a
Jerusalén. Allí en el patio del templo vio a hombres que vendían ganado, ovejas
y palomas; y a cambistas sentados en la mesa. Así que hizo un látigo de cuerdas
y echó fuera a todos del área del templo, tanto a las ovejas como al ganado;
esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas. A los vendedores de
palomas les dijo: “Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi Padre casa
de mercado”. Sus discípulos recordaron que fue escrito acerca de él: “El celo
de tu casa me consume”. Así consideraron lo que acababan de ver como una acción
característica del Mesías.
Por
otro lado, aquellos judíos que no creían en Jesús le preguntaron: “¿Qué señal
nos muestras, ya que haces esto?” Ellos también pensaban que Jesús acababa de
hacer algo que sólo el Mesías, el que restauraría todo cuando llegara, podía
hacer. Por eso exigieron que Jesús lo certificara mediante una señal. Sin
embargo, como no les interesaba la verdad, les dio una señal que demostraría
más allá de toda duda que realmente era el Mesías, una señal que ellos, en su
incredulidad, serían instrumentos en cumplir. Les dijo: “Destruid este templo,
y en tres días lo levantaré”. Los judíos respondieron: “En cuarenta y seis años
fue edificado este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás?” Como explicación,
Juan agrega: Mas él hablaba del templo de su cuerpo. Después que resucitó de
los muertos, sus discípulos recordaron lo que había dicho. Creyeron las
Escrituras y las palabras que Jesús había hablado.
Los
cristianos y los hijos de Dios son su verdadero templo. Pablo reveló esto a los
cristianos en Corinto: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu
de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16). En otra
ocasión les escribió: “Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos
serán mi pueblo” (2 Corintios 6:16). Se expresa la misma verdad en Efesios
2:19-22; 1 Pedro 2:15; Hebreos 3:6. — El Señor ama a éste, su templo verdadero,
y no quiere que se profane con la falsa doctrina ni el servicio del pecado. Por
eso Pablo escribió: “Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá
a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Corintios
3:17). Dios se enoja mucho con los que causan disensión en la iglesia con el
engaño y la doctrina falsa, y si no se arrepienten y lo dejan, esa ira se
derramará sobre ellos. Los cristianos siempre debemos recordar que somos el
templo de Dios, comprados con la sangre de Cristo y santificados con el Espíritu
de Dios que mora en nosotros, y debemos intentar evitar profanar ese templo con
falsa doctrina y acciones pecaminosas. Y cuando nuestro querido Salvador limpia
su templo con contratiempos y disciplina, debemos humildemente agradecerle esta
atención amorosa.
Respondió
Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo,
no puede ver el reino de Dios. (Juan 3:3)
Como oímos ayer, cuando el Señor
Jesús estaba en Jerusalén hizo muchas señales con el resultado de que muchos
creyeron en él y lo siguieron. Sin embargo, Jesús no se fiaba de ellos, porque
conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diera testimonio del
hombre, pues él sabía lo que había en el hombre. (Juan 2:24,25). — Había un
hombre fariseo, llamado Nicodemo, miembro del consejo gobernante hebreo. Vino a
Jesús de noche, y le dijo: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro;
porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él”. —
Quería no sólo escuchar a Jesús sino aprender de él.
En respuesta Jesús le contestó:
“De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el
reino de Dios”. — Es claro que Jesús estaba diciendo que el ser humano
considerado en términos de su propia naturaleza, razón y poderes no está
capacitado para el reino de Dios, y no puede discernir ni entenderlo, mucho
menos entrar en él. Para esto se necesita un nuevo nacimiento.
Nicodemo, usando su razón, se
ofendió por este dicho, y de manera casi brusca, preguntó: “¿Cómo puede un hombre
nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su
madre, y nacer?”
Jesús respondió: “De cierto, de
cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar
en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo
que es nacido del Espíritu, espíritu es”. — Una vez más el Señor Jesús indicó
que por naturaleza no somos aptos para el reino de Dios. ¿Dice: “lo que es
nacido de la carne, carne es”, no es así? La “carne” designa nuestra naturaleza
human corrompida por el pecado. Así el Señor está diciendo que todo el que nace
de padres pecadores también tendrá su naturaleza corrompida por el pecado y en
consecuencia no es de ningún modo apto para el reino del cielo. De hecho, esta
corrupción innata de nuestra naturaleza humana es tan desesperadamente malvada
que se requiere un nuevo nacimiento espiritual y santo. Las buenas noticias son
que se puede obtener ese nuevo nacimiento. Dios en su gracia y misericordia lo
ha hecho posible. Se trata de nacer de nuevo de agua y del Espíritu, del nuevo
nacimiento espiritual.
Una explicación: Por medio de su
palabra Dios ha puesto en el agua del bautismo el perdón de los pecados, la
vida y la salvación, todo lo cual Cristo ha ganado para nosotros; además, está
en esta institución benéfica de Dios, en el santo bautismo, el Espíritu Santo
que crea la confianza y la fe. Todo el que recibe el perdón de los pecados, la
vida y la salvación en el bautismo ha nacido de nuevo y ha entrado en el reino
de Dios; es hijo de Dios y heredero del cielo, porque en el bautismo está la
palabra de Dios, y el Espíritu Santo actúa por medio de su palabra.
La situación es igual en cuanto
a la palabra de Dios, la Santa Biblia. En conexión a ella Dios también pone a
disposición el perdón de los pecados, la vida y la salvación que Cristo obtuvo
para la raza human, junto con el Espíritu Santo que crea la fe. Todo el que
acepta con fe estos dones preciosos nace de nuevo y ha entrado en el reino de
Dios.
La palabra y los sacramentos que
Dios en su misericordia ha preparado y hace disponible para la salvación de la
humanidad se llaman en la iglesia luterana los medios de gracia.
Así el Señor Jesús dice a
Nicodemo que no debe devanarse los sesos con cosas divinas sino aceptar con fe
sencilla las revelaciones y las acciones de Dios. El bautismo estaba a la mano
y el Señor Jesús le ofrecía en ese mismo momento la palabra de Dios que era
capaz de producir el nuevo nacimiento del que Jesús había estado hablando, el
cual abría la puerta al reino de Dios.
Jesús
siguió con su instrucción sobre el nuevo nacimiento: “Y como Moisés levantó la
serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea
levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida
eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida
eterna” (Juan 3:14-16).
Aférrate
a esta palabra y a tu bautismo, querido cristiano, porque en ellos tienes la
seguridad de ese nuevo nacimiento espiritual y de que eres un miembro del reino
de Dios.
Nosotros
mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo,
el Cristo.
(Juan 4:42).
En su
viaje desde Judea a Galilea el Señor Jesús tuvo que pasar por Samaria. La gente
que vivía en esta región no era de sangre judía pura, sino más bien un pueblo
que resultaba de matrimonios entre judíos y paganos. Esto se reflejaba en su
religión, y por eso los judíos no se asociaban con ellos. Fue allí en Samaria
en donde Jesús entró en la ciudad de Sicar en donde se encontraba el pozo de
Jacob. Puesto que Jesús estaba cansado por el viaje se sentó por ese pozo,
siendo el mediodía. Sus discípulos entraron en la ciudad para comprar comida y
él se quedó solo por el pozo.
En
ese momento una mujer de la ciudad llegó allí para sacar agua. Jesús le pidió
que le diera de beber. La mujer samaritana se sorprendió y le dijo: “¿Cómo tú,
siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?” Jesús le
respondió: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de
beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva”. Ella le dijo: “Señor, no
tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, tienes el agua
viva? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del
cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?” — Jesús respondió: “Cualquiera que
bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del
agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será
en él una fuente de agua que salte para vida eterna”. — La mujer, como no lo
entendía, le dijo, tal vez en broma: “Señor, dame esa agua, para que no tenga
yo sed, ni venga aquí a sacarla”.
Repentina
e inesperadamente, Jesús ahora le dijo: “Ve, llama a tu marido, y ven acá”. —
“No tengo marido”, le dijo ella. — “Bien has dicho: No tengo marido; porque
cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido”. — La mujer le
dijo: “Señor, me parece que tú eres profeta. Nuestros padres
adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se
debe adorar”. — Jesús le declaró: “Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni
en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis
lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene
de los judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre
tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le
adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”. — La mujer le dijo:
“Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos declarará
todas las cosas”. — Luego Jesús le declaró: “Yo soy, el que habla contigo”.
Mientras
tanto volvieron sus discípulos, y la mujer, dejando su jarra por el pozo,
volvió a la ciudad y dijo a los pobladores: “Venid, ved a un hombre que me ha
dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” Entonces
salieron de la ciudad, y vinieron a él.
Los
discípulos, entretanto, lo animaron a comer, pero él les dijo: “Yo tengo una
comida que comer, que vosotros no sabéis”. — Los discípulos se dijeron: “¿Le
habrá traído alguien de comer?” — Pero Jesús les dijo: “Mi comida es que haga
la voluntad del que me envió, y que acabe su obra”. — En relación con esto,
quería decir que tenía que predicar a la gente de Sicar que se acercaba, aunque
sus palabras se aplican a toda su vida terrenal. Por eso ahora dijo: “Alzad
vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega”.
Muchos
de los samaritanos de esa ciudad creyeron en él por el testimonio de la mujer:
“Me dijo todo lo que he hecho”. Cuando los samaritanos llegaron a él le
animaron a que se quedara con ellos, y se quedó dos días. Por medio de sus
palabras muchos más llegaron a creer. Dijeron a la mujer: “Ya no creemos
solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que
verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo” (Juan 4).
Tú
también, querido lector, debes tener esta convicción. Es bueno que otros te
hablen del Salvador, pero su testimonio debe hacerte escudriñar las Escrituras
para que se fortalezca más y más tu fe en el Salvador, y para que nunca te
avergüences, sino que hasta te animes a confesarlo ante los hombres con palabras
y acciones, así como lo hizo la mujer samaritana.
Y el hombre creyó la palabra que
Jesús le dijo, y se fue. (Juan 4:50)
Después de que Jesús se encontró
con la mujer samaritana por el pozo de Jacob y los dos días que pasó con los
habitantes de su ciudad, salió para Galilea y una vez más visitó Caná en donde
había convertido el agua en vino. Allí se le acercó cierto oficial real que
tenía a su hijo enfermo en Capernaum, porque había oído que estaba en Caná.
Rogó que Jesús viniera para sanar a su hijo que estaba a punto de morirse. Se
necesitaban unas seis horas para hacer el viaje a pie de allí a Capernaum.
“Si no viereis señales y
prodigios, no creeréis”, le dijo Jesús. — En efecto le estaba diciendo: La
gente como ustedes no me buscan porque soy el Salvador del mundo, sino sólo
como alguien que hace milagros, y si no hiciera el milagro que se me pide, no
creerían en mí. — Así estaban las cosas entonces y así siguen hoy.
Persistió el oficial real:
“desciende antes que mi hijo muera”. Con humildad había aceptado la reprensión
de Jesús, pero el pobre padre estaba buscando desesperadamente ayuda para su
hijo moribundo.
Jesús le dijo: “Ve, tu hijo
vive”. Sin embargo, no cumplió con la petición del padre de que lo acompañara;
sólo le aseguró que su hijo no moriría. El hombre aceptó como confiable la
palabra de Jesús y se fue. La hora era como la una de la tarde. Creyó con tanta
firmeza la promesa de Jesús que, como estaba cansado del largo viaje de la
mañana, no se apresuró para llegar a la casa sino descansó esa noche,
diciéndose, “mi hijo vivirá”.
A la mañana siguiente, no lejos
de Capernaum, sus siervos lo encontraron con la noticia de que su hijo vivía.
Cuando preguntó a qué horas se había mejorado su hijo, le dijeron: “Ayer a las
siete le dejó la fiebre”. Entonces el padre reconoció que era la hora cuando
Jesús le había dicho: “tu hijo vive”. Así él y toda su familia creyeron.
Encontrarás esta historia al
final del cuarto capítulo del Evangelio de Juan. De ella podemos aprender qué
es la verdadera fe. La fe genuina es creer que Jesucristo es el Salvador del
mundo y por tanto tu querido Salvador, y adherirte con firmeza a esta fe
durante toda tu vida y también a la hora de tu muerte. Y debes confiar en Jesús
aun sin considerar lo que tus ojos vean o la opinión y las emociones de tu
corazón pecaminoso. Jesús te dice que Dios te favorece por causa de él y que
por eso eres un hijo querido de Dios. Créelo, aunque la evidencia parezca estar
en contra y las dudas ataquen tu corazón.
Y cuando la muerte se acerque y
tu conciencia atribulada piense en tus muchos pecados y Satanás quisiera
convencerte de que eres un alma perdida por causa de ellos, entonces
especialmente aférrate con fe a la promesa de tu Salvador de que Dios te tendrá
misericordia por causa de él, de Jesús. Cree que vivirás aunque mueras.
Entonces los mensajeros celestiales te encontrarán cuando te apartas de esta
vida y con gozo eterno verás la realidad de lo que has creído.
Bienaventurados los pobres en
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. (Mateo 5:3)
Cuando Jesús estaba en Galilea,
la gente allí lo recibió con gusto. Enseñó en sus sinagogas, predicó las buenas
nuevas del reino y sanó toda dolencia y enfermedad entre la gente. Las noticias
de él se extendieron por todas partes, y grandes multitudes lo siguieron. Sin
embargo, fue diferente en su pueblo, Nazaret. Allí, en un sábado, entró en la
sinagoga conforme a su costumbre, en donde predicó sobre un texto de Isaías.
Lucas, en su capítulo 4, informa que “todos daban buen testimonio de él, y
estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca”. El texto
de Isaías (61:1-2) describió al Mesías prometido, y cuando se hizo evidente que
Jesús estaba aplicando el texto a él mismo, los de su pueblo se preguntaron:
“¿No es éste el hijo de José?” Se sintieron ofendidos, convencidos de que ellos
conocían su humilde origen. Cuando los reprendió por su incredulidad, se
enfurecieron, lo expulsaron de la ciudad y lo llevaron a una peña, en donde
intentaron echarlo abajo, mas él pasó por la multitud y salió para Capernaum.
Allí, el sábado, comenzó a enseñar a la gente, la cual se maravilló porque su
mensaje tenía autoridad.
En el capítulo 5 de Lucas
leemos: “Aconteció que estando Jesús junto al lago de Genesaret, el gentío se
agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que
estaban cerca de la orilla del lago; y los pescadores, habiendo descendido de
ellas, lavaban sus redes. Y entrando en una de aquellas barcas, la
cual era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco; y sentándose,
enseñaba desde la barca a la multitud.
Cuando terminó de hablar, dijo a
Simón: “Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar”. Respondiendo
Simón, le dijo: “Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos
pescado; mas en tu palabra echaré la red”. Y habiéndolo hecho,
encerraron gran cantidad de peces, y su red se rompía. Entonces
hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que viniesen
a ayudarles; y vinieron, y llenaron ambas barcas, de tal manera que se hundían.
Viendo esto Simón Pedro, cayó de
rodillas ante Jesús, diciendo: ‘Apártate de mí, Señor, porque soy hombre
pecador’. Porque por la pesca que habían hecho, el temor se había
apoderado de él, y de todos los que estaban con él, y asimismo de
Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Pero Jesús dijo
a Simón: ‘No temas; desde ahora serás pescador de hombres’. Y cuando
trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron”. A partir de
entonces eran sus constantes compañeros y sus discípulos.
Querido cristiano, estos hombres
después se convirtieron en grandes apóstoles y discípulos de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo, los instrumentos especiales por los que estableció su
iglesia, la cristiandad. Sin embargo, antes de ser apóstoles, fueron sus
discípulos, sus constantes compañeros. Tú también eres un discípulo de
Jesucristo y tienes la intención de permanecer con él y aprender de él. Así
que, toma nota de cómo se hace un discípulo verdadero de Cristo y cómo se
mantiene así: se tiene que ser pobre en espíritu y, en cuanto a uno mismo,
seguir siendo así. Entonces serás atraído por el evangelio misericordioso y
llegarás a Jesús con fe y seguirás con él.
Ser pobre en espíritu significa
vivir consciente de tus propios pecados, reconocerlos con arrepentimiento,
sentir terror al pensar en la majestad y la santidad de Dios así como Pedro y
sus compañeros en el texto de hoy. Si es así, pues entonces el Señor Jesús nos
consolará con sus palabras de misericordia, diciéndonos no tener miedo porque
él nos ha redimido. Nos asegurará que ha perdonado nuestro pecado y que nos
apoyará con su Espíritu y nos permitirá servirlo para la salvación de muchas
almas más. Junto con las palabras de Jesús, el Espíritu Santo, el Espíritu de
Cristo, viene a nosotros, nos consuela, nos hace fieles discípulos de Jesús.
Sigue siendo, entonces, pobre en espíritu, querido cristiano, y en ese caso
seguirás siendo un discípulo verdadero de Jesús. Los que son orgullosos y que
confían en su propia justicia no pueden ser discípulos de Cristo.
Palabra fiel y digna de ser
recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. (1 Timoteo 1:15)
Hoy queremos hablar de otro
hombre que primero se hizo discípulo de Jesús y luego apóstol. Aproximadamente
en el mismo tiempo de los acontecimientos que narramos ayer, Jesús vio a un
cobrador de impuestos llamado Leví sentado en el banco de los tributos
públicos. “Sígueme”, le dijo Jesús, y Leví se levantó, dejó todo y lo siguió. —
Sin duda había oído antes del Señor Jesús y lo había visto y lo conmovió mucho,
de modo que sintió gran gozo que Jesús lo llamara.
Sin embargo, antes que Mateo,
también llamado Leví, siguiera permanentemente a Jesús, preparó una gran cena
para él en su casa. Un gran número de cobradores de impuestos y otros fueron
invitados a ese banquete y cenaban allí con Jesús y sus discípulos. — Podemos
estar seguros de que el querido Salvador tenía mucho que decir a estos invitados,
y sin duda Mateo tenía esa intención cuando planeó su banquete. Sin embargo,
los fariseos y los maestros de la ley, que no creían que Jesús era el Mesías,
se quejaron a los discípulos de Jesús diciendo: “¿Por qué coméis y bebéis con
publicanos y pecadores?” — Los cobradores de impuestos o publicanos, debido a
su conexión con los romanos que
gobernaban a los judíos, no gozaban de popularidad y se clasificaban con los
pecadores atrevidos e impenitentes. — El Señor Jesús, que oyó sus comentarios,
respondió su pregunta diciendo: “Los que están sanos no tienen necesidad de
médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a
pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5).
Querido cristiano, a Dios le
desagrada la gente que lleva una vida decente en público, y que hasta puede ser
“buen” miembro de la iglesia, pero que tiene orgullo de su buena reputación en
la comunidad y que desprecia a los pecadores, en vez de buscar ganarlos para
Jesús. Recuerda, Jesús condenó a los fariseos que dieron diezmos hasta de sus
hierbas culinarias, pero pasaron por alto las cosas de más peso de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad.
A Dios le agrada más la misericordia que el sacrificio, porque es un Dios de
misericordia. Qué nadie crea poder servir a este Dios con “buenas obras” a las
cuales les falta la misericordia y la piedad, en otras palabras, que sean sin
amor. — Qué diferentes son sus enseñanzas de las de los fariseos orgullosos y
confiados en su propia justicia. Él es el médico de quienes están enfermos
espiritualmente, el Salvador de los pecadores. Con gran piedad y misericordia
se acerca al pecador y lo llama al arrepentimiento. Toda su vida en la tierra,
todos sus pensamientos, sus acciones, su sufrimiento y muerte tenían sólo una
meta: convencer a los pecadores de que Dios estaba reconciliado y de que con
misericordia los perdonaría y los recibiría, si tan solo se arrepintieran y
vinieran a él. Y cuando el pobre pecador, aunque con una fe débil, clama al
Señor Jesús pidiéndole ayuda, él lo recibe con los brazos abiertos. Considera
la narrativa de lo que sucedió cuando Mateo fue a Jesús. — Es una palabra fiel
y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a
los pecadores. Valoremos estas palabras de la Escritura porque con frecuencia
serán para nosotros un gran consuelo, y que siempre nos guíen en nuestra
actitud hacia los demás, sin importar su reputación, que todavía no creen que
Jesús también es su Salvador.
Señor, si quieres ... (Mateo 8:2)
Como hay tanta enfermedad en
esta pobre tierra, y como la enfermedad va acompañada de tanta miseria y
angustia, queremos demostrar usando dos narrativas cuánto se preocupa el Señor
por los enfermos y por su angustia.
Cuando el Señor Jesús bajó de
una montaña en la cual había estado predicando, lo siguió una gran multitud. En
el pueblo se le acercó un leproso. La multitud le cedió el paso porque la lepra
era una enfermedad contagiosa e incurable. En el tiempo de Jesús no se les
permitía a los leprosos estar en compañía de los demás. Cuando este leproso vio
a Jesús, se postró y le regó: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Jesús le
extendió la mano y le tocó. “Quiero”, le dijo al hombre, “sé limpio”.
Inmediatamente se le quitó la lepra. Luego Jesús le dijo: “Mira, no lo digas a
nadie; sino ve, muéstrate al sacerdote, y presenta la ofrenda que ordenó
Moisés, para testimonio a ellos”. — Los sacerdotes en Israel tenían la
responsabilidad de supervisar la salud pública. Además, aquí había un
testimonio más de que Jesús es el Mesías.
Sucedió otra curación en
Capernaum. Un centurión destacado en el lugar tenía un siervo al que apreciaba
mucho. Este siervo estaba enfermo y a punto de morir. El centurión oyó acerca
de Jesús y envió a varios ancianos de los judíos para pedir que fuera a sanar a
su siervo. Cuando llegaron a Jesús le rogaron insistentemente: “Es digno de que
le concedas esto; porque ama a nuestra nación, y nos edificó una
sinagoga”. Así que Jesús los acompañó.
No estaba lejos de la casa del
centurión cuando éste envió a unos amigos para decirle: “Señor, no te molestes,
pues no soy digno de que entres bajo mi techo; por lo que ni aun me
tuve por digno de venir a ti; pero di la palabra, y mi siervo será sano. Porque
también yo soy hombre puesto bajo autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes;
y digo a éste: Vé, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo
hace”. — Cuando Jesús oyó esto se maravilló de él, y volvió a la multitud que
le seguía y dijo: “Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe”. — Luego
los hombres que habían sido enviados volvieron a la casa y encontraron que el
siervo estaba sano (Lucas 5 y 7).
Querido cristiano, cuando estés
enfermo, acude a Jesús primero .
Él es quien te puede ayudar. No tienes que ir lejos, porque él ya está a tu
lado. Además, te ama. ¿No te ha llamado para ser suyo? Acude a él y dile:
“Señor, si quieres ...” — Confiando en el poder de Dios, acude a un médico y
toma cualquier medicina que te recete. Luego, espera tranquilo y sométete a la
voluntad de Dios. Si decimos “tranquilo” y “espera”, no queremos decir que no
debes seguir orando, pero sí queremos destacar que debes someterte a la
voluntad de Dios. Él hará lo que sea mejor para tu eterna salvación.
¡Seguramente esto también es tu deseo más ferviente!
Sigue orando: “Señor, si quieres
...” Ora con humildad, confesando que no eres digno de su ayuda en vista de tus
muchos pecados. Dile que estás dispuesto a soportar cualquier sufrimiento que
él envíe y cualquier decisión que él haga, y dile que sea cual fuera su
decisión, tu deseo más grande es ser siempre su hijo. Y puesto que eres su
querido hijo y el querido Hijo de Dios es tu Señor y Salvador, estás en buenas
manos, sin importar el resultado.
Aunque ande en valle de sombra
de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado
me infundirán aliento. (Salmo 23:4)
Aquí escuchamos al rey David
hablar a su Señor, el Mesías, que en ese tiempo todavía no se había hecho
hombre. Cuando David habla del valle de sombra de muerte, piensa en la
angustia, el infortunio y la muerte. Sin embargo, aunque tiene que pasar por un
valle tan oscuro, ya ha decidido que no temerá, porque, como dice, tú, el
Mesías, estás conmigo. — Y tú, un cristiano, un discípulo del Señor Jesucristo,
puedes decir lo mismo.
Sin embargo, con qué facilidad
nos desesperamos cuando llegan las desgracias y el Señor no nos ayuda
inmediatamente. Entonces imaginamos que Dios no debe estar consciente de lo que
sucede, o que nos ha olvidado. ¿No es así?
Queremos usar una hermosa
historia de los Evangelios para sentirnos avergonzados por nuestra falta de fe
y para que veamos las cosas como debemos.
Una tarde Jesús dijo a sus
discípulos: “Pasemos al otro lado del lago”. Así entraron en la barca y
partieron. Se desencadenó una tempestad en el lago; y se anegaban y peligraban.
Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal. Los discípulos lo
despertaron, y le dijeron: “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” — Y
levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: “Calla, enmudece”. Y cesó el
viento, y se hizo grande bonanza. — Y les dijo: “¿Cómo no tenéis fe?” — Los hombres entonces temieron mucho,
y se decían el uno al otro: “¿Quién es éste, que aun el viento y el mar le
obedecen?” (Mateo 8; Marcos 4; Lucas 8).
Querido cristiano, ¿no crees que
el Salvador siempre está contigo? Lo sabes por la Biblia, y también sabes que
él está bien dispuesto hacia ti. Créelo cuando te habla en su palabra. — Si te
encuentras en grave peligro y las olas de la desgracia chocan contra ti, ¿debes
temer? ¡No debes! Recuerda, tu Salvador todopoderoso y misericordioso está a tu
lado. No imagines que no sabe de tu angustia. ¿O supones que esta situación en
particular es demasiado grave? ¿Que aún él no puede ayudar? Seguramente no puedes
suponer esto. ¿O que no le importas? Sí, aun los cristianos llegan a tener esos
pensamientos. ¿No pensaron los discípulos así? ¿Estás diciendo: “Si puede
ayudar, ¿por qué no lo hace ahora mismo?” — Por el mismo motivo por el que no
ayudó a los discípulos de inmediato, y no impidió que se desatara la tempestad:
quiere fortalecer tu fe, quiere que reconozcas que a fin de cuentas él es el
único que puede ayudar. Juega contigo, como la madre con su hijito que apenas
comienza a caminar. Lo pone contra la pared, se retira un poquito, y lo llama.
Por supuesto, quiere ir con su mamá, pero tiene miedo de caerse. Comienza a
tambalearse y luego llora. Pero su madre pronto le extiende los brazos y lo
coge. Ella repite éste y otros juegos similares con él hasta que aprende a
andar. El Salvador trata contigo de una forma similar. No permitirá que sufras
daño. En el momento preciso hará que se calmen los vientos de la adversidad y
que se sosieguen las olas de la desgracia. Y siempre servirá para tu bien. Y
cuando esa última ola te alcance, — cederá a la paz eterna en su presencia para
siempre.
Ten
ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados. (Mateo 9:2)
En
nuestra opinión, una de las historias de curación más hermosas es la del
paralítico en Capernaúm. Cuando la gente allí oyó que Jesús había regresado de
un viaje de predicación se aglomeraron tantos por el lugar donde se quedaba que
no había espacio ni afuera de la puerta. Entonces Jesús les predicó la palabra.
Los fariseos y los maestros de la ley que habían llegado de todas las aldeas de
Galilea y de Judea y Jerusalén también estaban presentes. Y el poder del Señor
estaba presente para sanar a los enfermos. Llegaron ciertos hombres llevando
consigo a un paralítico que cuatro de ellos cargaban. Puesto que no podían
llegar a Jesús debido a la multitud, abrieron el techo y bajaron la camilla en
que se acostaba el paralítico. Vemos en la acción de estos cuatro hombres
evidencia tanto de su fe y de su amor. Dios conceda que nosotros siempre
actuemos en fe y amor en el caso de nuestros enfermos.
Ahora
que el enfermo estaba a los pies de Jesús, ¿le dijo algo a Jesús? No se nos
dice nada al respecto. Estaba allí tranquilo mirando al Salvador. Cuando Jesús
vio la fe de ellos, dijo al paralítico: “Ten ánimo, hijo; tus pecados te son
perdonados”.
Las
palabras de Jesús fueron la respuesta al deseo de la fe que veía en al alma del
paralítico, porque se nos dice explícitamente que Jesús vio su fe. Cuando en la
enfermedad y la tribulación reflexionamos sobre nuestras vidas y nos hacemos
conscientes de nuestros pecados, los cristianos tenemos dos problemas, y no
cabe duda en cuanto a qué inquieta más al cristiano, sus pecados o su
enfermedad, si ve una conexión directa entre las dos cosas o no. ¡Después de
todo, si no se recupera, viene el juicio final! Cuando pensamos en esto podemos
ver por qué Jesús resolvió primero lo más importante y dijo: “Hijo; tus pecados
te son perdonados”. Siempre busquemos los mejores dones de Jesús primero,
creyendo que cualquier otra cosa que nos da junto con ello será lo mejor para
nosotros.
Algunos
maestros de la ley estaban sentados allí, pensando: “¿Por qué habla este hombre
así? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? —
Jesús también leyó los pensamientos de ellos, y les dijo: “¿Por qué pensáis mal
en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los pecados
te son perdonados, o decir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo
del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dice entonces al
paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa”. Y el hombre se levantó
y se fue a su casa. Cuando la multitud vio esto, se llenó de admiración; y
alabaron a Dios porque había dado esta autoridad a los hombres. Otros dijeron:
“Nunca hemos visto nada como esto”.
Ahora
Jesús ayudó al paralítico también en lo físico, y en presencia de todo el
pueblo Jesús había demostrado con este milagro su gloria, gloria como del
Unigénito del Padre. Si confiamos en nuestro Salvador recibiremos mucha ayuda
temporal de él a través de toda nuestra vida y tendremos sobrada razón para
alabarlo; sin embargo, sobretodo lo alabaremos por la paz de corazón y mente
que nos trae nuestra fe en él.
Al
que a mí viene, no le echo fuera. (Juan 6:37)
Esto lo dijo el Señor Jesús y de
hecho es un dicho precioso. No importa cuán profundamente hayas caído en el
pecado, si vienes a Jesús para la misericordia y el perdón, no te echará fuera.
Al contrario, te recibirá de manera amistosa, perdonará tus pecados y la vida
eterna será tuya. Esto es lo que dice, y él cumple su promesa, porque cuando él
promete algo es como si ya fuera hecho. Nunca pienses de él de otra manera de
lo que su palabra te dice. El acontecimiento que queremos considerar hoy es una
prueba de que Jesús no envía a nadie que acude a él con las manos vacías.
En alguna parte de Galilea uno
de los fariseos invitó a Jesús a cenar con él. Aceptó la invitación y también
otros estaban presentes. En todo caso, parece que su anfitrión le había
invitado por curiosidad y para que sus invitados tuvieran la oportunidad de ver
a este hombre de quien todo el mundo estaba hablando. Sin embargo, para que
nadie pudiera suponer que él mismo era su discípulo y creía en él, omitía la
cortesía acostumbrada de ofrecer a Jesús agua para que pudiera lavar los pies
al entrar en la casa. Tampoco lo saludó con un beso, ni ungió su cabeza con
aceite perfumado.
Cuando una mujer que había
llevado una vida pecaminosa supo que Jesús cenaba en la casa del fariseo se fue
allí con una botella de alabastro con perfume. Sin duda había oído la
predicación o de Juan el Bautista o de Jesús y se había arrepentido de sus
pecados, pero la gente del pueblo todavía la consideraba una persona mala.
Puedes imaginar la sensación que causó cuando entró en esa casa en ese momento.
En relación a esto debo llamarte
la atención al hecho de que en el mundo mediterráneo de ese tiempo la gente no
se sentaba a la mesa como nosotros, sino se acostaba en reclinatorios, apoyaba
la cabeza con la mano izquierda y sus pies se extendían detrás de ellos. La
mujer se paró a los pies de Jesús llorando, y como algunas de sus lágrimas
caían sobre los pies de Jesús las enjugaba con su cabello. Besó sus pies y
derramó perfume sobre ellos.
Cuando
el fariseo que había invitado a Jesús vio esto, se dijo: “Si este fuera
profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que lo toca, porque es
pecadora”. — Jesús, que percibía sus pensamientos, le dijo: “Simón, una cosa
tengo que decirte”. — Y él le dijo:
“Di, Maestro”.
Entonces Jesús le contó
la siguiente parábola: “Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos
denarios y el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, perdonó a
ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos lo amará más?” — Respondiendo Simón, dijo:
“Pienso que aquel a quien perdonó más”.
— Jesús le dijo: “Rectamente has juzgado”.
Luego volvió hacia la
mujer y dijo a Simón: “¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua
para mis pies; pero ella ha regado mis pies con lágrimas y los ha secado con
sus cabellos. No me diste beso; pero ella, desde que entré, no ha cesado de
besar mis pies. No
ungiste mi cabeza con aceite; pero ella ha ungido con perfume mis pies. Por lo
cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; pero
aquel a quien se le perdona poco, poco ama”.
¿Entiendes estas palabras
del Señor? — Está diciendo a Simón que esta mujer recibió perdón por sus muchos
pecados, y que por esa razón tenía muchísimo amor para con su Salvador. Por
otro lado, Simón, que suponía que no tenía pecados, o tan pocos que él mismo
podía expiarlos, amaba poco o nada a Jesús, porque pensaba que podía arreglar
sus cuentas con Dios sin la ayuda de aquel a quien el Padre había enviado al
mundo para poner a los hombres en la debida relación con Dios.
Luego Jesús dijo a la
mujer: “Tus pecados te son perdonados”. — Los invitados comenzaban a decirse
entre sí: “¿Quién es este, que también perdona pecados?” Gracias a Dios
nosotros sabemos que hay perdón de los pecados solamente por medio de Jesús. —
Jesús luego dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado; ve en paz”. (Lucas 7)
Hoy viste que Jesús está
dispuesto a perdonar aún a las personas que la sociedad no quiere perdonar. ¿No
te sientes contento porque Jesús mismo te da esta promesa?
No os maravilléis de
esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su
voz; y … saldrán. (Juan 5:28-29)
¿De quién es la voz que
ordenará a los muertos salir de sus sepulcros? — De aquel a quien la muerte no
lo pudo mantener sujetado. Él, Jesús, es el Unigénito del Padre. Es el Verbo que
era al principio de todas las cosas, que era con el Padre y era Dios, y sin el
cual nada de lo que fue creado fue hecho (Juan 3:1-3). — Y en el tiempo aquel
Verbo fue hecho carne. El Hijo eterno de Dios se hizo hombre en pobreza y
humildad, y redimió a la humanidad de la muerte y del poder del diablo con su
sufrimiento y muerte como substituto en la cruz. Al verlo en su pobreza y
humildad nadie quiso creer que él era el Poderoso por medio del cual todas las
cosas tienen su origen y quien en el día postrero levantará a todos los
muertos. Sin embargo, aun en medio de su pobreza y humildad dio evidencia de su
divinidad. Sus discípulos vieron esa evidencia, esa gloria, gloria como del
Unigénito del Padre, y creyeron en él. Tampoco se quedaron callados acerca de
lo que vieron y creyeron, sino lo proclamaron a otros. De hecho, siguen
proclamándolo hoy en los escritos del Nuevo Testamento para que los hombres
puedan creer que Jesucristo es el verdadero Dios y la vida eterna (1 Juan
5:20).
Un día Jesús fue a una
ciudad que se llamaba Naín, y sus discípulos y una gran multitud lo
acompañaron. Al acercarse a la puerta de la ciudad, estaban sacando a un muerto
— el hijo único de una madre que era viuda. Una gran multitud de la ciudad la
acompañaba. — En ese tiempo se acostumbraba llevar a los muertos a sus
sepulcros en un ataúd abierto, así como aún se hace en Rusia. — Cuando el Señor
vio a esta pobre madre, se conmovió de corazón y le dijo: “No llores”. Luego se acercó y
tocó el ataúd, y los que lo llevaban se detuvieron. Dijo: “Joven, a ti te digo,
levántate”. El que había muerto se incorporó y comenzó a hablar, y Jesús se lo
devolvió a su madre. — La gente que había visto esto se llenó de asombro y alabó
a Dios. “Un gran profeta se ha levantado entre nosotros”; y: “Dios ha visitado
a su pueblo”. — Estas noticias acerca de Jesús se difundieron por toda Judea y
por toda la región alrededor. (Lucas 7)
Este acontecimiento
muestra muy claramente que nuestro Salvador es el Todopoderoso cuya voz
levantará a los muertos. También te restaurará a la vida, querido cristiano,
cuando llegue su gran hora, como él lo ha prometido. Para que oigas su voz con
regocijo debes creer en él mientras estés todavía en esta vida presente.
Aférrate a él porque él es tu Salvador, y cuando venga la muerte, encomienda tu
alma a él para guardarla segura, ponla en las manos que fueron clavadas en la
cruz por ti. Son poderosas para salvar y se extienden a ti con misericordia en
la vida y en la muerte.
No temas, cree
solamente. (Marcos 5:36)
Éstas son palabras de
Jesús. ¿Qué es lo que no debemos temer? ¿Bajo qué circunstancias no debemos
temer? ¡No debemos temer, y punto! Debemos confiar en él bajo cualquier
circunstancia. Ésta es una de las lecciones que debemos aprender de la historia
de hoy.
Jairo fue uno de los que
presidían la sinagoga en Capernaúm. Tenía una hija de doce años que estaba
gravemente enferma; de hecho estaba a punto de morir. Su padre había oído que
Jesús estaba por la orilla del lago. Se apresuró para llegar allí y encontró a
Jesús y a sus discípulos en medio de una multitud. Se puso de rodillas delante
de Jesús y le rogó: “Mi hija está agonizando; ven y pon las manos sobre ella
para que sea salva, y vivirá”. Así que Jesús lo acompañó, y una gran multitud
los siguió.
En la multitud había una
mujer que había padecido de flujo de sangre por doce años. Había sufrido mucho
bajo el cuidado de muchos médicos y había gastado todos sus recursos, pero en
vez de mejorar, empeoraba. Porque había oído acerca de Jesús, ella también se
encontraba entre la multitud. Se acercó por atrás y tocó su manto porque
pensaba: “Si tocare tan solamente su manto, seré salva”. Inmediatamente se le
quitó el flujo de sangre y sintió en su cuerpo que era libre de su sufrimiento.
Al instante Jesús se dio
cuenta de que había salido poder de él. Miró a la multitud y preguntó: “¿Quién
ha tocado mis vestidos?” — Sus discípulos dijeron: “Ves que la multitud
te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado?” — Pero Jesús seguía mirando
alrededor para ver quién lo había hecho, porque quería que la mujer que se
había sanado confesara que él le había ayudado. Luego la mujer, como sabía lo
que le había pasado, vino y cayó a sus pies y, temblando con temor, le contó
toda la verdad. Él le dijo: “Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda
sana de tu azote”.
Mientras aún hablaba,
ciertos hombres llegaron de la casa de Jairo, el gobernante de la sinagoga. “Tu
hija ha muerto; ¿para qué molestas más al Maestro?”, dijeron. Sin hacer caso de
lo que decían, Jesús dijo al presidente de la sinagoga: “No temas, cree
solamente”.
Cuando llegó a la casa de
Jairo, no permitió que nadie lo siguiera sino sólo Pedro, Jacobo y Juan, el
hermano de Jacobo. Allí vio una gran conmoción, la gente lloraba y se lamentaba
a gran voz. Entró y les dijo: “¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no está
muerta, sino duerme”. Pero se burlaron de él. Después de expulsar a todos, tomó
al padre y la madre de la niña y a sus discípulos que estaban con él, y
entraron en donde estaba ella. Tomó su mano y le dijo: “Talita cumi”, lo cual
quiere decir: “Niña, a ti te digo, levántate.”. La niña se levantó de inmediato
y caminaba. Se asombraron completamente. Jesús dio órdenes estrictas de que no
dijeran nada a nadie sobre esto y les dijo darle algo que comer. (Marcos 5)
Querido cristiano, éste
es el mismo Señor que te redimió y que te tiene mucho amor. ¿Entonces por qué
debes temer algo? No debes temer la enfermedad porque aun cuando la ciencia
médica no puede ayudar, él lo puede hacer, como lo hizo en el caso de la mujer
de quien oímos hoy. Y lo hará si él lo considera conveniente. ¡Sólo cree! — Si
él decide otra cosa y resulta la muerte, tampoco tienes por qué temer, porque
él ha conquistado la muerte, como vemos en su propio caso y en el de la hija de
Jairo. Cuando te estés muriendo, invócalo y cree firmemente que en el momento
en que mueras, como el ladrón penitente en la cruz, tú también estarás en el
paraíso. Así que, sea cual fuera la circunstancia: “No temas, cree solamente”.
Oh mujer, grande es tu
fe. (Mateo 15.28)
Con estas palabras Jesús
alabó la fe de una mujer gentil. Así no puede haber duda de que usted también
puede aprender algo de la fe de esta mujer. ¡Qué Dios bendiga esta intención
nuestra!
Un día, después de una
controversia con los fariseos, Jesús y sus discípulos se retiraron a la región
de Tiro y Sidón para descansar un poco allí. Aunque no quería que nadie supiera
en dónde estaba, no pudo mantener en secreto su presencia. De hecho, tan pronto
como esta mujer había oído de él, como tenía una hija pequeña que estaba
poseída por un espíritu maligno, vino y cayó a sus pies. — En nuestra época y
en nuestra tierra, en donde la gente se considera demasiado sofisticada para
creer en el mundo de los espíritus, el diablo esconde su presencia; sin embargo
no faltan acontecimientos viles, aterradores y diabólicos. — Esta mujer era
griega, nacida en Siria en la región de Fenicia. Llegó a Jesús clamando:
“¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente
atormentada por un demonio”. — Ves, querido lector, aunque descendía de
paganos, creía que Jesús era el Mesías prometido, el Salvador de este mundo,
porque lo llamó “Hijo de David”. Además, puso en él su confianza y por tanto no
debemos dudar en llamarla una cristiana creyente.
¿La ayudó Jesús? No de
inmediato; no le respondió nada. Así sus discípulos se le acercaron y le
dijeron: “Despídela, pues da voces tras nosotros”. — Las palabras siguientes de
Jesús parecen ser una negación abierta: “No soy enviado sino a las ovejas
perdidas de la casa de Israel”. — Como dijo Jesús también en otras ocasiones,
su ministerio terrenal con sus señales y milagros principalmente se dirigía a
los judíos, entre quienes, según los profetas, el Mesías debía aparecer. Esto
no quería decir que la salvación, que tenía su origen entre los judíos, no se
compartiría con todas las naciones. — En realidad, la fe de esta mujer era
objeto de una severa prueba. Sin embargo, creyó que Jesús era el Mesías
prometido y así llegó y se arrodilló ante él y le dijo: “¡Señor, socórreme!”
Como Pedro, ella estaba convencida de que no había otro a quién acudir, de modo
que ni aun lo que Jesús dijo enseguida: “No está bien tomar el pan de los
hijos, y echarlo a los perrillos”, apagó su fe. — Algunos de los judíos del
tiempo de Jesús consideraban a los gentiles casi como perros, indignos de la
misericordia de Dios.
Sin embargo, ¿qué dijo
esta mujer? “Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de
la mesa de sus amos”. No objetó a que los judíos fueran el pueblo escogido y
que ellos adoraban al Dios verdadero y que cualesquier dioses que adoraban los
paganos no eran dioses. Estaba convencida de que la misericordia de Dios era
tan grande que sobraría algo para todos los que acudían a pedirle ayuda.
Luego Jesús respondió:
“Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres”. Fue a la casa y
encontró a su hija acostada y ya se había salido el demonio. (Mat. 15; Marcos
7)
Sólo queremos agregar una
cosa a esta narración. Nuestro Señor Jesús a veces parece tratarnos con tanta
indiferencia o dureza como en este caso. En esas ocasiones nuestra fe está
sujeta a una dura prueba, pero la única intención de nuestro Señor es
fortalecer nuestra fe y hacer que confiemos en él y en su palabra en toda
circunstancia y que digamos con Job: “He aquí, aunque él me matare, en él
esperaré” (Job 13.15).
Efata, es decir: Sé
abierto. (Marcos 7:34)
Después del encuentro de
Jesús con la mujer gentil, salió de la región de Tiro y Sidón. Fue a la orilla
oriental del mar de Galilea a la región de Decápolis. Allí algunos le llevaron
a un hombre sordo que apenas podía hablar, y le rogaron poner su mano sobre el
hombre. El Salvador estaba dispuesto a hacerlo, pero note el procedimiento que
usó.
Lo primero que hizo Jesús
fue apartar al hombre, lejos de la multitud. Hizo esto para que el hombre
pudiera poner toda su atención en el Salvador, y así permitir al hombre que
recibiera de él no sólo curación de su cuerpo, sino también beneficio
espiritual.
Luego el Señor puso sus
dedos en las orejas del hombre y con su saliva tocó su lengua. Hizo esto para
indicar al hombre lo que sucedería y que Jesús mismo era el que haría el
milagro. Luego Jesús, usando el arameo, el idioma de la gente común de su
tiempo, dijo: “Efata”, lo cual quiere decir: “Sé abierto”. Cuando habló, se
abrieron los oídos de la persona, se soltó su lengua y comenzó a hablar con
claridad.
Jesús les mandó a que no
dijeran nada a nadie. Sin embargo, entre más lo decía, más hablaban de ello. La
gente se asombró grandemente. Dijeron: “Bien lo ha hecho todo; hace a los
sordos oír, y a los mudos hablar” (Marcos 7).
Querido cristiano, por
naturaleza todos somos sordomudos espiritualmente. Aunque podemos oír el
evangelio de Cristo con nuestros oídos, ninguno de nosotros, usando nuestros
propios recursos, podemos tomarlo a pecho. Somos incapaces de hacer que
nuestras lenguas digan desde el corazón: “Señor Jesús, ten misericordia de mí”.
Sabemos que es así por 1 Corintios 2:14: “Pero el hombre natural no percibe las
cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede
entender, porque se han de discernir espiritualmente”. Ésta es la condición
natural de todos nosotros, y si permanecemos en esta condición estaremos
perdidos eternamente porque “el que no creyere será condenado”.
Los cristianos creyentes,
sin embargo, por la gracia de Dios han sido librados de esa condición. Creemos
en el Señor Jesús, es decir, ponemos la confianza en él, y podemos invocar su nombre
y ser salvos. Así que, si vemos a una persona, y hay multitudes así, que
todavía sea sordomuda espiritualmente, debemos tener la motivación para
conducir a esa persona al Señor Jesús y pedirle que él la sane. Éste es nuestro
deber cristiano, y nuestro amor hacia nuestro prójimo debe motivarnos a
hacerlo. Y Jesús está tan cerca de nosotros como su palabra. Hasta donde sea
posible, debemos llevar a tal persona a esa palabra. Jesús luego tratará con
él.
Tal vez lo lleve aparte,
lejos de toda distracción, posiblemente por medio de una enfermedad, o después
de una noche agitada y sin poder dormir, y repentinamente se da cuenta de que
Jesús trata con él. Luego, cuando a la luz de la ley de Dios reconoce la
gravedad de su condición pecaminosa, y oye el mensaje dulce del evangelio de la
gracia y la misericordia de Dios que se extiende al pecador penitente por el
mérito de Jesús y la redención, se anima y puede comenzar a confiar en Dios en
vez de evitarlo. De hecho, es el Espíritu Santo quien efectúa este cambio en
él. Luego se le dice la palabra “Efata”, y puede orar a Jesús y alabarlo. De
este modo Jesús sana a los sordomudos espirituales. ¡Para que nosotros, quienes
hemos recibido la curación espiritual, no nos convirtamos otra vez en
sordomudos espirituales, sigamos asociándonos con Jesús y con su palabra.
Yo soy el pan de vida. (Juan 6:35)
El Señor hizo sus milagros para que la gente creyera que
él era el Hijo de Dios y el Salvador del mundo. Todo el que no reconocía esto y
sólo buscaba beneficios temporales no entendió la intención de Jesús. Esto se
hace evidente en la siguiente narración.
En otra ocasión Jesús cruzó a la otra orilla del mar de
Galilea, y lo siguió una gran multitud porque vio las señales milagrosas que
había hecho en los enfermos. Cuando Jesús llegó a la tierra y vio la gran
multitud, tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor. Así
comenzó a enseñarles muchas cosas.
Ya era tarde, así que sus discípulos se le acercaron: “El lugar es desierto y la hora ya avanzada.
Despide a la multitud para que vayan por las aldeas y compren algo de comer”. —
Pero Jesús les dijo: “No tienen necesidad de irse; dadles vosotros de comer”. Y
preguntó a Felipe: “¿De dónde compraremos pan para que coman estos?” — Le
preguntó esto sólo para probarlo, porque él ya sabía lo que iba a hacer. Felipe
le contestó: “Doscientos denarios de pan no bastarían para que cada uno de ellos tomara un
poco”. — Otro de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo:
Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pescados; pero ¿qué es esto para tantos?”
Jesús ordenó que hicieran
a la gente recostarse en grupos de cien y de cincuenta. Tomando los cinco panes
y los dos pescados y mirando hacia el cielo, dio las gracias y partió los
panes. Luego los dio a sus discípulos para distribuir a la gente. También
dividió los dos pescados entre todos. Todos comieron y quedaron satisfechos.
Luego dijo a sus discípulos: “Recoged los pedazos que sobraron, para que no se
pierda nada”. Así los recogieron y llenaron doce canastas. El número de los que
comieron fue alrededor de 5,000 hombres, sin contar a las mujeres y niños.
Después que vio el pueblo
la señal milagrosa que hizo Jesús comenzó a decir: “Verdaderamente este es el
Profeta que había de venir al mundo”. Como Jesús sabía que querían llegar y
hacerlo rey a la fuerza, se apartó solo a las colinas.
A la mañana siguiente él
y sus discípulos estaban otra vez en Capernaúm. La multitud que Jesús había
alimentado al otro lado del lago había buscado a Jesús y lo había hallado en
Capernaúm. Jesús les dijo: “De cierto, de cierto os digo que me buscáis, no
porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis”,
y tenía toda la razón.
Citaron el ejemplo de
Moisés, quien también había alimentado a sus antepasados en forma milagrosa con
el maná y exigieron otro milagro de él para probar que era mayor que Moisés.
Jesús luego intentó instruirlos en un largo discurso que Juan escribió para
nosotros en su capítulo seis. Allí Jesús les dijo, entre otras cosas: “Yo soy
el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y aun así
murieron. ... Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguien come de
este pan, vivirá para siempre”.
Cuando oyeron esto,
muchos de sus discípulos murmuraron y dijeron: “Dura es esta palabra; ¿quién la
puede oír?” Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no
lo seguían. Jesús preguntó a los doce: “¿Queréis acaso iros también vosotros?”
— Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida
eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios
viviente”.
Los milagros del Señor
Jesús, que están escritos en la Biblia, no están para que esperes de él
milagros y bendiciones temporales, sino más bien para que busques a Jesús
porque es el Pan de vida. Debes ver en él a tu Salvador y Redentor que quita tu
carga más grande y apremiante, el pecado, que si no se quita te arrastrará al
infierno. Además, te da un don sumamente precioso, su justicia, y te hace un
heredero del cielo. Búscalo y abrázalo con fe. Si confías en él como tu Señor y
Salvador puedes estar seguro de que también él se cuidará de las necesidades
menores que tú tengas para esta vida terrenal.
¡Tened ánimo! Soy yo, no temáis. (Mat.
14:27)
Pronto después de que
Jesús había alimentado a la multitud en forma milagrosa, hizo que sus
discípulos entraran en una barca y se adelantaran para ir al otro lado, mientas
él despedía a la gente. Cuando había terminado se fue solo a las colinas para
orar.
Los discípulos estaban
solos en el barco en el lago, rumbo a Betsaida. Ya estaba oscuro, y un viento
fuerte soplaba y las aguas estaban agitadas. Los discípulos se esforzaban en
remar porque tenían al viento en contra. La lucha contra la tormenta duró horas
y progresaron muy poco.
Sin embargo, Jesús
conocía su angustia, y aproximadamente por la cuarta vigilia de la noche (entre
las 3 y las 6 de la mañana) salió para encontrarlos, caminando sobre el lago.
Estaba a punto de pasarlos, pero cuando lo vieron caminando sobre el lago
pensaban que era un fantasma. Gritaron porque todos lo vieron y sentían terror.
Inmediatamente les habló y dijeron: “¡Tened ánimo! Soy yo, no temáis”.
Pedro contestó: “Señor,
si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. — “Ven”, dijo Jesús. — Ves
lo fuerte que había llegado a ser la fe de Pedro. El agua inestable lo
sostendría. — Luego Pedro salió de la barca y caminó sobre el agua hacia Jesús.
— El mandato de Jesús, “Ven”, en que Pedro confió, hizo que el agua sostuviera
a Pedro. — Sin embargo, cuando se dio cuenta del viento y vio que se le
acercaba una ola grande, se asustó. Olvidó la palabra de Jesús, su fe se
debilitó y comenzó a hundirse. Clamó: “¡Señor, sálvame!” — inmediatamente Jesús
extendió su mano y lo sostuvo. Dijo: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” —
Cuando habían subido a la barca, el viento se calmó. Luego los que estaban en
la barca lo adoraron, diciendo: “Verdaderamente eres Hijo de Dios” (Mateo 14).
Con frecuencia
enfrentamos dificultades, aun cuando andamos en los caminos en los que el Señor
nos manda. La razón es que cuando nos dedicamos a hacerlo, el mundo, el diablo
y nuestra carne pecaminosa se nos oponen. Luego estamos angustiados y pensamos
que el Señor nos ha abandonado. — Pero ten la seguridad de que él nos mira con
amor. Luego cuando llega a nuestro auxilio, frecuentemente es en una forma que
no reconocemos; hasta podríamos suponer que es alguna fuerza hostil.
Especialmente en un tiempo así debemos buscar apegarnos más firmemente a su
palabra y promesas, porque allí se nos promete que él siempre está en control y
que todo en la vida tiene que promover el bien eterno de los que aman a Dios.
Es la misma palabra que clama a todos sus discípulos: “¡Tened ánimo! Soy yo, no
temáis”.
Es cierto, a veces, como
Pedro, nos atrevemos y aventuramos en nuestra fe poniéndonos en una situación
peligrosa. Entonces con qué facilidad nuestra fe se puede debilitar cuando nos hacemos conscientes de
qué tan peligrosa es realmente la situación. Entonces como Pedro podemos encontrarnos
retorciéndonos en la desesperación. Humillados, entonces, y conscientes de
nuestra debilidad, no debemos esperar ni un momento para clamar: “¡Señor,
sálvame!” Y entonces pronto hallaremos ayuda. — La vida cristiana también tiene
sus altibajos, pero como los discípulos, repentinamente nos encontramos en la
orilla que anhelábamos alcanzar.
Bienaventurados los
que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino
de los cielos. (Mt 5:10)
Aunque es cierto que
nuestra intención en estas meditaciones es mantener los ojos puestos en Jesús
para que el Señor sea transfigurado en nuestros corazones en su oficio como
Salvador y Redentor y seamos salvos, sin embargo, no nos equivocamos si hoy
miramos al heraldo y precursor de Jesús, Juan el Bautista para ver cómo le fue
a él.
Juan siempre fue fiel a
su Señor, como en verdad fue fiel en su vocación. — Un día, algunos de los
discípulos de Juan llegaron a él y le dijeron: “Rabí, el que estaba contigo al
otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, él también bautiza, y todos
van a él”. Amaban a su maestro, y estaban celosos porque la gente estaba
abandonando a Juan para seguir a Jesús. — ¿Cómo reaccionó Juan? Dijo: “Vosotros
mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado
delante de él. El que tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo,
el que está a su lado y lo oye, se goza grandemente de la voz del esposo. Por
eso, mi gozo está completo. Es necesario que él crezca, y que yo disminuya” (Jn
3:25-36).
Con el tiempo, Herodes el
tetrarca (gobernante de la cuarta parte de un país), encarceló a Juan porque le
había dicho que era pecado que él había tomado a Herodías, la esposa de su
hermano Felipe, y ahora vivía con ella. Como se puede imaginar, Herodías quería
eliminar a Juan, pero Herodes tenía miedo de hacerlo porque la gente
consideraba a Juan un profeta. De hecho, él mismo sabía que Juan era un hombre
justo y a veces le gustaba escuchar a Juan predicar antes de que él condenara
su adulterio.
Aun mientras estaba en la
cárcel Juan permaneció fiel a Jesús. Cuando Juan oyó que Jesús predicaba y
bautizaba, envió a dos de sus discípulos que le habían dicho eso a Jesús.
Debían preguntarle: “¿Eres tú aquel que había de venir o esperaremos a otro?” Jesús les dirigió a las
profecías del Antiguo Testamento acerca del Mesías: Respondiendo Jesús, les
dijo: — “Id y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los
cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son
resucitados y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es el
que no halle tropiezo en mí”. (Mat. 11). Así Jesús les confirmó que era el
Mesías y consoló a Juan.
En su cumpleaños, Herodes
celebró un banquete para sus altos oficiales y los comandantes militares y
ciudadanos prominentes de Galilea. Cuando la hija de Herodías entró y bailó
agradó a Herodes y a sus invitados. El rey dijo a la joven: “Pídeme lo que
quieras y yo te lo daré”. Y le prometió bajo juramento: “Todo lo que me pidas
te daré, hasta la mitad de mi reino”. Ella salió y preguntó a su madre: “¿Qué
pediré?” — “La cabeza de Juan el Bautista”, respondió. — La joven corrió al rey
con esa petición.
El rey se angustió mucho,
pero debido a su juramento y sus invitados, no quería rehusar lo que ella había
pedido. Así que inmediatamente envió a un verdugo con el mandato de traer la
cabeza de Juan el Bautista. El hombre fue y decapitó a Juan en la cárcel y le
llevó su cabeza sobre un plato. La presentó a la muchacha y ella la entregó a
su madre. — Al oír esto, los discípulos de Juan el Bautista llegaron y llevaron
su cuerpo y lo pusieron en una tumba.
La conciencia del impío
Herodes se turbó, y cuando oyó los informes de Jesús, dijo a sus criados: “Este
es Juan el Bautista; ha resucitado de los muertos y por eso actúan en él estos
poderes”. — Así terminó Juan el Bautista, aquel predicador de justicia y fiel
testigo de Jesús. El mundo lo odió, lo persiguió y lo mató, pero su alma ahora
está en el cielo esperando la resurrección de los muertos.
Sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del
Hades no prevalecerán contra ella. (Mat. 16:18)
En este versículo, el Señor Jesús nos dice que él
establecerá su iglesia, es decir, la cristiandad, el número total de los que
realmente creen en él, sobre una roca. Además dice que el mismo infierno no
podrá destruir la iglesia a pesar de sus esfuerzos más desesperados. Hoy
queremos preguntar qué es esa roca, y también regocijarnos sobre el hecho de
que la iglesia tiene un fundamento tan fuerte.
Fue en la región de Cesarea Filipos que Jesús preguntó
a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” —
Contestaron: “Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno
de los profetas”. — Jesús preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
Simón Pedro respondió: “Tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios viviente”. — Jesús respondió: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás,
porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y
yo también te digo, que tú eres Pedro [Pedro quiere decir roca], y sobre esta roca
edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”.
Aquí hacemos una pausa para preguntar qué podría ser
esta roca; obviamente no es una roca natural. El Señor Jesús llama a Pedro
bienaventurado porque él reconoció que era el Cristo, el Mesías prometido, el
Hijo del Dios viviente, y con valentía lo confesó como tal. De hecho, Jesús dio
a Simón el nombre de Pedro, que quiere decir “un hombre como una roca” porque
reconoció y confesó esto. Luego siguió para decir que sobre la roca según la
cual llamó a Pedro “un hombre como una roca” edificaría su iglesia. — Es obvio,
entonces, que esta roca es Jesucristo mismo, y Pedro es “un hombre como una
roca” porque confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
El Espíritu Santo mismo da testimonio de esto cuando
leemos en 1 Corintios 3:11: “Porque nadie puede poner otro fundamento que el
que está puesto, el cual es Jesucristo”. El mismo apóstol Pablo, inspirado por
el Espíritu Santo, dice en Efesios 2:20 que los cristianos son “edificados
sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del
ángulo Jesucristo mismo”.
Así es evidente que Cristo es la roca y que todo el
que se edifica sobre él, todo el que reposa en él su fe, que confía en él, que
se adhiere a él, también es un Pedro, un “hombre como una roca”, y las puertas
del infierno no prevalecerán sobre él. ¿Por qué no? En primer lugar porque en Cristo
tiene el perdón de los pecados y goza del favor del Padre celestial, y en
segundo lugar Cristo mismo lo protegerá.
Tal vez sea conveniente preguntar finalmente cómo se
llega a estar “edificado sobre Cristo”. Sucede de la misma forma como sucedió con
Pedro quien por la gracia de Dios pudo creer las revelaciones divinas acerca de
Cristo. En la Biblia él libremente se ofrece él mismo y su salvación a ti. Si
lo aceptas a él y su salvación por la fe, luego tú estás edificado sobre él,
perteneces a él y aun las fuerzas del infierno, aunque también te atacarán, no
prevalecerán sobre ti.
Tienes toda la razón en regocijarte, querido
cristiano, de que tú estás “edificado” sobre Cristo, de que por la fe tú eres
su querido hijo y seguirás siendo de él, porque su victoria sobre Satanás te
pertenece a ti.
Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también
en Cristo Jesús,
el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a
que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de
siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de
hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte
de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio
un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús
se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo
de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor,
para gloria de Dios Padre. (Filipenses 2:5-11)
Como oímos ayer, los discípulos creían que su Señor
era el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Sin embargo, su fe todavía era muy
débil e insegura. Especialmente estaban en un gran error: la creencia falsa de que Cristo pronto
establecería el reino mesiánico aquí en la tierra y que ellos ocuparían
posiciones de gran honor en ese reino.
¿Somos nosotros diferentes? ¿No albergamos el deseo de
que nuestro Señor nos dé prosperidad terrenal y éxito y de ser gente respetada
e importante en su iglesia? Sí, ¿no es una creencia muy extendida el error de
que Cristo establecerá un reino milenario de gloria antes del día del juicio?
¡Qué cada uno examine su propio corazón en estos asuntos!
Las palabras de la Biblia al comienzo de esta
meditación van dirigidas contra estos deseos. Nos dicen que Cristo entró en su
gloria en el camino del sufrimiento, y que cada cristiano debe tener la misma
actitud. Aquí en la tierra, la humildad y el sufrimiento con Cristo y con sus
discípulos es la suerte del cristiano; en el cielo, el honor y la gloria con
Cristo y sus discípulos. ¡Así es en el reino de Dios! Esto se ve con claridad
en la historia que queremos considerar hoy.
Para quitar a sus discípulos el error mencionado
anteriormente, Jesús comenzó a explicarles que en Jerusalén tenía que sufrir
muchas cosas a manos de los ancianos, los principales sacerdotes y los maestros
de la ley; que lo matarían y al tercer día resucitaría. Su intención fue que
ellos entendieran correctamente su actividad y su oficio. Había venido a esta
tierra para redimir a nosotros los pecadores por medio de su santa y preciosa
sangre y su inocente sufrimiento y muerte de todo pecado, de la muerte y del
poder del diablo, para que vivamos en eterna bienaventuranza en el cielo
después.
Podemos ver en el caso de Pedro lo difícil que era
para los discípulos entender esto. Cuando Jesús había explicado estas cosas a
los discípulos, Pedro apartó a Jesús y comenzó a reconvenirle: “Señor, ten
compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca”. Pedro no quería a un
Salvador de esta clase. — Jesús volvió a Pedro y le dijo: “¡Quítate de delante
de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de
Dios, sino en las de los hombres”.
Considere cuánto desagradó la manera de pensar de
Pedro a su Señor. Los pensamientos de Pedro sobre el ministerio de Cristo no
agradaban a Dios; eran pensamientos humanos, pecaminosos, y el diablo quería
usarlos para anular el ministerio y el oficio de Cristo. Sí, el diablo usaba al
pobre Pedro para tentar a Jesús.
Como nuestro texto resalta para nosotros, nuestros
pensamientos deben ser completamente diferentes. Debemos estar conscientes de
la carga del pecado y la maldición que lo acompaña que pesa sobre nosotros. El
estar consciente de esto nos hará ver con gratitud nuestra salvación en el
sufrimiento y la muerte de Cristo en nuestro beneficio. Esto también hará que
estemos dispuestos a aceptar nuestra cruz y seguirle hasta que él considere
conveniente recibirnos en la bienaventuranza y gloria eternas. Por ese motivo
dijo a Pedro en esta ocasión las palabras que se aplican a todos sus discípulos
de todos los tiempos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, y tome su cruz, y sígame”. Pero también señala la gloria eterna que dará
a los suyos cuando venga otra vez en la gloria de su Padre con sus santos
ángeles. (Mateo 16).
Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida
de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo
visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió
de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz
que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y
nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte
santo. (2 Pedro 1:16-18)
En este pasaje Pedro habla de un acontecimiento
maravilloso que él mismo vio, y que Mateo, Marcos y Lucas escribieron en sus
Evangelios.
En aquellos días, cuando comenzó a hablar a sus
discípulos acerca de su sufrimiento y muerte, en una ocasión Jesús llevó a
Pedro, Santiago y Juan, el hermano de éste, a un monte alto para orar allí.
Allí fue transfigurado delante de ellos. Su ropa se hizo resplandeciente, más
blanca de lo que nadie en la tierra la podría emblanquecer. ¿Qué significaba
esto?
Por un breve tiempo, el Señor abandonó la condición
humilde que había tomado voluntariamente por amor a la humanidad, a la cual
quería redimir mediante su sufrimiento y muerte en su beneficio. En ese momento
por un tiempo dejó de lado la forma del siervo y se mostró allí en todo su
esplendor divino, que también posee según su naturaleza humana, puesto que él
es Dios y hombre en una persona. Esto explica por qué su rostro brillaba como
el sol y su ropa resplandecía.
¿Por qué sucedió esto? No se nos dice explícitamente.
Sin embargo, parece que fue para fortalecer la fe de sus discípulos y
prepararlos para una vista muy diferente, la de su más profunda humillación en
la cruz.
Pero también sucedió algo más. Dos hombres llegaron a
Jesús y hablaron con él: Moisés y Elías, que también aparecieron en esplendor y
gloria. Hablaron con Jesús acerca de su partida, que estaba a punto de cumplir
en Jerusalén. Después de todo, esto era la culminación de su obra en la tierra,
la obra para la cual había dejado el cielo. Pedro y sus compañeros tenían mucho
sueño. Había demasiada gloria celestial aquí, acontecimientos demasiado
asombrosos para que los débiles seres humanos los pudieran soportar. Sin
embargo, después de un tiempo estaban completamente despiertos y vieron con claridad
a su Señor transfigurado y a los dos hombres parados con él.
En el verdadero sentido de la palabra, ésta fue una
escena celestial, sin embargo sucedía aquí en la tierra: Jesús en todo su
esplendor divino, y esos dos hombres que habían vivido en la tierra muchos
siglos antes, cuyo Salvador él había sido, y que habían dado testimonio de su
venida, estaban allí corporalmente pero gloriosamente transfigurados. — Sí,
amigo, después de esta vida hay otra vida que Jesús tiene en reserva para los
suyos. Hay una resurrección del sepulcro, de los muertos, en dondequiera que
estén. En esa resurrección Jesús, que por el poder que le capacita para someter
todo a su control, transformará nuestros cuerpos humildes para que sean como su
cuerpo glorioso (Filip. 3:21). Aquí tenemos evidencia de ello. Que este
conocimiento nos fortalezca en toda situación angustiosa y especialmente en la
hora de nuestra muerte.
Cuando los dos hombres estaban dejando a Jesús, Pedro
le dijo: “Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres
enramadas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías”. ¡Pobre Pedro! No
sabía lo que decía porque se había asombrado demasiado por lo que había visto,
al igual como Santiago y Juan. Mientras hablaba, una nube apareció y los envolvió,
y tenían miedo al entrar en la nube. Vino una voz desde la nube que dijo: “Este
es mi Hijo amado; a él oíd”. Ésta fue la voz de Dios Padre, que confirmaba y
sellaba a su Hijo como el Salvador del mundo, y debemos confiar implícitamente,
con fe sencilla, en su palabra. Debe ser la regla y guía de nuestra vida.
Cuando los discípulos oyeron estas palabras, cayeron
aterrorizados, postrados sobre sus rostros en la tierra. Sin embargo, Jesús, el
único Mediador entre el Dios santo y el hombre pecaminoso, vino y los tocó.
“Levantaos, y no temáis”, les dijo. Cuando miraron, no vieron a nadie sino solo
Jesús. Y tenía la apariencia como siempre lo habían visto, humilde y como el
siervo de Dios aquí en la tierra.
Pero sólo una cosa es necesaria. (Lucas
10:42)
Jesús junto con los discípulos emprendió el viaje a
Jerusalén para celebrar allí la fiesta de los Tabernáculos. Cuando se acercaron
al monte de los Olivos entró en cierta aldea llamada Betania, y allí una mujer
llamada Marta le ofreció su casa. Tenía una hermana, María, que también creía
en el Señor Jesús y lo quería mucho. Pero note la diferencia en el
comportamiento de las dos hermanas cuando Jesús estaba en su casa. María se
sentó a los pies de Jesús escuchando lo que él dijo, pero Marta se ocupó de
toda la preparación que se tenía que hacer. Ahora que Jesús estaba presente,
María había decidido recibir y absorber todas sus palabras. Por otro lado,
porque Jesús estaba en su casa, Marta quería ofrecer a Jesús lo mejor que
tenía. Felizmente, Jesús mismo indicó cuál era el comportamiento apropiado en
esa circunstancia.
Marta se molestó por el comportamiento de María, que
no le parecía apropiado. Se acercó a Jesús y le preguntó: “Señor, ¿no te da
cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude”. — Jesús
respondió: “Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero
sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le
será quitada”.
Mediante una parábola intentaremos explicar lo que
Jesús quería decir. — Si un samaritano amistoso llega a un hombre a quien unos
ladrones de carreteras han dejado medio muerto al lado del camino y se detiene
con el fin de ayudarlo — ¿Dime, qué se espera de ese pobre hombre? ¿Debe
aceptar los servicios del buen samaritano o hacer un esfuerzo heroico para
pararse y recibir al samaritano? Por supuesto, la respuesta es tan evidente que
la pregunta parece ridícula. ¡Pero espera! Supongamos que el samaritano ahora
ha vendado las heridas del pobre, lo ha puesto en su bestia de carga y lo ha
llevado a una posada. ¿Ahora se esperaría que el hombre revirtiera la situación
y diera la bienvenida a quien lo rescató, o aceptará otros servicios? La
respuesta a esta segunda pregunta también es obvia.
Como aplicación de esta parábola — los seres humanos
estamos en grandes y graves dificultades, física y espiritualmente, temporal y
eternamente, y de ningún modo podemos ayudarnos a nosotros mismos, aun cuando
pensamos que sí. Jesús vino para ser nuestro Salvador y Redentor, no para que
nosotros le sirvamos, sino para servirnos
y dar su vida en rescate por muchos. En verdad, ese gran servicio fue
logrado desde hace tiempo — en la cruz, en donde efectuó nuestra redención. En
voz alta indicó que su obra redentora se completó. Sin embargo, debemos aceptar
esa redención por fe y eso se revelará como una fuente de bendiciones en
nuestras vidas. Pero esa fe que nos capacita para aceptar el servicio del
Salvador la produce Jesús.
Es cierto, no viene visiblemente a nuestros hogares,
sino viene a nosotros en su palabra, llamando, congregando e iluminándonos en
la verdadera fe y sosteniendo esa fe por medio de su palabra. Entonces, ¿qué es
lo primero y más esencial que debemos hacer? ¿Qué es lo necesario? ¿Hacer
servicios de amor para él? ¿Él los necesita? ¿No es más bien hacer lo que hizo
María — que pasemos tiempo escuchando su palabra y dejando que esa palabra nos
sane y fortalezca? Esto es lo único absolutamente esencial si vamos a ser y
permanecer discípulos suyos. Después de hacer eso, puede usted estar seguro de
que habrá bastante oportunidad para mostrar amor por él y servirlo como veremos
a María hacerlo en otra ocasión cuando gustosamente aceptó ese servicio.
Además, siempre que servimos a nuestros hermanos en la fe, y realmente a cualquiera
que tenga necesidad, servimos a nuestro Salvador. Pero nunca olvides la única
cosa necesaria, de otro modo como Marta tal vez no podrás servir con gozo.
Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis;
porque de los tales es el reino de Dios. (Marcos 10:14)
¿A quién le pertenece el reino de Dios? Nuestra
historia lo aclarará. En cierta ocasión las madres traían a sus pequeños hijos
a Jesús para que los bendijera. Los discípulos comenzaron a reprenderlas porque
pensaban que no deberían molestar a Jesús con los niños pequeños que no podían
entender, ya que estaba demasiado ocupado con los adultos que podían entender
lo que decía. Cuando Jesús se fijó en
la actitud de los discípulos, se indignó y les dijo: “Dejad a los niños
venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. De
cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará
en él”. Luego tomó a los niños en sus brazos, puso sus manos sobre ellos y los
bendijo.
Aquí Jesús claramente dice que el reino de Dios es de
los niños pequeños y de los que lo reciben como los niños pequeños — y sólo de
ellos. ¿Cómo debemos entender esto? En primer lugar, no es porque los niños
pequeños sean inocentes y no tengan pecado. “Lo que es nacido de la carne,
carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). Esto
significa que todo el que nace de padres pecaminosos también es pecaminoso y
por tanto es por naturaleza un hijo de la ira. El que es así no puede entrar en
el reino de los cielos.
Sin embargo, la muerte de Jesús redimió a los niños
pequeños tanto como a los adultos y ganó para ellos el reino de Dios. Está
dispuesto a darles ese reino también. En los tiempos del Antiguo Testamento se
hizo por medio de la circuncisión y bajo el Nuevo Testamento por medio del
bautismo. Por estos medios les ofrece el perdón de los pecados, la vida eterna
y la salvación, y esto les permite entrar en el reino de Dios.
¿Te preguntas si los niños pequeños pueden creer? Sí
pueden, por el poder bondadoso del Espíritu Santo que les da esa fe obrándola
en sus corazones. — Pero, dices, “Si no entienden, ¿cómo pueden creer?” —
Amigo, ¿no reconoces que la fe no es asunto del cerebro, sino un milagro divino
del corazón que se gana para Cristo? No entendemos cómo sucede esto en los
niños pequeños como tampoco en los adultos. Sin embargo, el hecho de que ocurre
lo vemos en el caso de Juan el Bautista que fue lleno del Espíritu Santo cuando
todavía estaba en el vientre de su madre Elisabet (Luc. 1:15,41,44). Además, cuando
los sacerdotes y maestros de la ley oyeron a los niños en el templo alabar a
Jesús como el Hijo de David, es decir, como el Mesías, y objetaron, Jesús les
recordó el Salmo 8:2: “¿Nunca leísteis: De la boca de los niños y de los que
maman perfeccionaste la alabanza?” Sin embargo, este hecho se nos graba
especialmente en esta historia en donde Jesús mismo dice que el reino de los
cielos pertenece a los niños pequeños y cuando se nos dice en otras partes en
la Biblia que sólo los creyentes entran en ese reino.
Además, este don divino de obrar la fe se recibe en un
tiempo cuando su razón humana corrompida por el pecado todavía no es capaz de
ofrecer objeciones. En esta forma, venciendo las objeciones de su razón
corrompida por el pecado, también los adultos tienen que aceptar y recibir lo
que Dios efectúa en ellos por los medios de gracia, la palabra divina y los
sacramentos. — Todo el que permite a su razón necia y corrompida por el pecado
objetar cuando Dios habla en su palabra impide que pueda recibir los dones de
Dios por su incredulidad y queda fuera del reino de Dios. Cuidémonos para que
no resistamos a Dios en su misericordiosa invitación a nuestras almas.
¿Quién es el mayor en el reino de los cielos? (Mateo
18:1)
Un día, cuando los discípulos seguían a Jesús en el
camino a Capernaum, debatían entre ellos la pregunta que forma nuestro texto.
Su celo en eso fue tan grande porque se consideraban los primeros en tener el
derecho a este honor y su conversación se convirtió en discusión. Puesto que
todavía tenían ideas muy erradas acerca de la naturaleza del reino de Dios,
sino duda dijeron muchas cosas necias en su discusión. Cuando llegaron a
Capernaúm, Jesús les preguntó de qué habían estado hablando en el camino.
Primero guardaron silencio porque tenían vergüenza, pero finalmente confesaban
que estaban discutiendo la cuestión de quién sería el mayor en el reino de los
cielos.
Luego Jesús se sentó, llamó a un niño pequeño y lo
puso en medio de ellos. Dijo: “De cierto os digo, que si no os volvéis y os
hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que,
cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los
cielos”.
Miremos más detalladamente estas palabras de Jesús.
Marcos en su capítulo 9 nos dice que Jesús dijo a sus discípulos en esta misma
ocasión: “Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el
servidor de todos”. — ¡Palabras extrañas! Sin embargo, así es en el reino de
Dios. Es muy diferente de cualquier reino en este mundo. Todo el que quisiera
ser primero para Dios y su reino debe quitar completamente de su corazón todo
deseo de rango, poder y distinción. Al contrario, pensando en su condición
pecaminosa y su indignidad, no puede reclamar ningún honor para sí, sino
considerarlo un gran privilegio que Dios está dispuesto a usarlo para ayudar a
otros en el camino de la vida y especialmente en el camino al cielo. Él se
asemeja más a su Salador que hizo precisamente eso. Tal persona trabaja más
duro en el reino de Dios.
Sí, querido cristiano, tú también puedes contar como
alguien en el reino de Dios, aunque no seas una persona muy importante o docta.
Si simplemente sirves a otros porque eso es lo que hizo tu Salvador y quiere
que tú hagas como su discípulo, él se complacerá en reconocerte como suyo, aun
cuando tu servicio necesariamente es imperfecto.
Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el
que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y
cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? (Juan 11:25,26)
Lázaro de Betania, el hermano de María y Marta, estaba
enfermo. Así que las dos hermanas enviaron un mensaje a Jesús: “Señor, he aquí
el que amas está enfermo”. — Cuando Jesús oyó esto, dijo: “Esta enfermedad no
es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea
glorificado por ella”. — Se quedó dos días más en donde estaba, en Perea, al
otro lado del Jordán.
Jesús dijo a sus discípulos: “Nuestro amigo Lázaro
duerme; mas voy para despertarle”. — Sus discípulos contestaron: “Señor, si
duerme, sanará”. — Luego Jesús les dijo claramente: “Lázaro ha muerto; y
me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis; mas vamos a
él”.
Cuando llegaron a Betania Jesús encontró que Lázaro ya
había estado en la tumba por cuatro días. Cuando Marta oyó que Jesús venía,
salió para encontrarlo. Le dijo: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no
habría muerto. Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios,
Dios te lo dará”. — Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta contestó: “Yo
sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero”. — Jesús le dijo: “Yo
soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?”
— “Sí, Señor”, le dijo, “yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios,
que has venido al mundo”.
Luego
volvió a la casa y llamó a su hermana María para llevarla aparte. “El Maestro
está aquí y te llama”, le dijo. — María se levantó apresuradamente y fue a
Jesús y le dijo: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano”.
— Cuando Jesús la vio llorando, y los judíos que la habían acompañado llorando
también, se estremeció en espíritu y se conmovió. Preguntó: “¿Dónde le pusisteis?”.
Dijeron: “Señor, ven y ve”. Jesús les siguió, y él también lloró. Fíjate en que
lloró, porque indica que simpatiza con nosotros los pobres seres humanos.
El sepulcro era en hueco en una roca o posiblemente
una cueva, sellado con una piedra. “Quitad la piedra”, dijo Jesús. — “Señor,
hiede ya, porque es de cuatro días”, dijo Marta, la hermana del difunto. —
Luego dijo Jesús: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?”
Así que quitaron la piedra. Luego Jesús miró hacia
arriba y dijo: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo
sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está
alrededor, para que crean que tú me has enviado”. — Luego clamó con voz fuerte:
“¡Lázaro, ven fuera!” — Y salió el muerto, sus manos y pies envueltos en tiras
de lino, y con una tela alrededor de la cara. — Jesús les dijo: “Desatadle, y
dejadle ir”.
Muchos de los judíos que habían llegado para visitar a
María y que habían visto lo que Jesús hizo pusieron su fe en Jesús. Pero cuando
los principales sacerdotes y los fariseos oyeron de esto, convocaron una
reunión del Sanedrín. “¿Qué haremos? Porque este hombre hace muchas señales.
Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y
destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”, dijeron. — Luego uno de
ellos, Caifás, que era el sumo sacerdote aquel año, habló: “Vosotros no sabéis
nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo,
y no que toda la nación perezca”. Por la providencia, estas palabras que tenían
una mala intención resultaron proféticas. Así que desde aquel día conspiraron
para matar a Jesús.
Querido cristiano, con este milagro Jesús no sólo
demostró que tiene el poder para resucitar a los muertos, sino que
verdaderamente es el Cristo, el Mesías prometido, el Hijo de Dios, que vendría
a este mundo para redimir a la humanidad. Cristo no sólo es nuestra justicia,
sino también nuestra resurrección y vida, porque él es nuestro junto con todo
lo que él tiene y es. Si lo consideras como tu Salvador, tendrás la vida eterna
y vivirás aunque mueras. De hecho, nunca morirás porque la muerte será tu
entrada a la vida eterna. ¿Crees esto?
El que sacrifica alabanza me honrará; y al que ordenare su camino, le mostraré la salvación de Dios. (Salmo 50:23)
Este a los pecadores recibe, y con ellos come. (Lucas
15:2)
Después de la historia de Zaqueo que relatamos ayer
queremos considerar otra historia que también demuestra el amor de nuestro
Salvador por los pecadores. Este amor por los pecadores es muy característico
de Jesús.
En otra ocasión se reunieron alrededor de Jesús
cobradores de impuestos y “pecadores” para escucharlo. Los trató con amabilidad
porque él había venido para buscar y salvar lo que se había perdido. Los
fariseos y los maestros de la ley, que se consideraban justos, cuando lo
notaron se quejaron: “Este a los pecadores recibe, y con ellos come”. Esto
llevó a Jesús a contar la siguiente parábola: “¿Qué hombre de vosotros,
teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el
desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla? Y cuando la
encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne
a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi
oveja que se había perdido. Os digo que así habrá más gozo en el
cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no
necesitan de arrepentimiento.
“¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una
dracma, no enciende la lámpara, y barre la casa, y busca con diligencia hasta
encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, diciendo:
Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido. Así
os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se
arrepiente”.
Luego
Jesús contó otra parábola: “Un hombre tenía dos hijos; y el menor de
ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y
les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el
hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus
bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino
una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y
se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su
hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de
las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y
volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen
abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a
mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya
no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y
levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y
fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.
Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no
soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos:
Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en
sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos
fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había
perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.
Y su
hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la
música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó
qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha
hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano. Entonces
se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que
entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años
te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito
para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha
consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo.
Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son
tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu
hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”.
Así
Jesús da la bienvenida a los pecadores arrepentidos a los que él ha comprado
con su preciosa sangre. Los busca para poder encontrarlos. Y cuando vienen,
corre hacia ellos y los abraza. Su beso es de perdón y paz cuando llegan a él,
pobres y miserables, temblando e invocando su nombre. Así que, nadie los
desprecie, sino regocíjese cada cristiano con los ángeles de Dios sobre su
regreso a casa.
Este es
mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd. (Mateo
17:5)
Estas
palabras se oyeron desde una nube brillante cuando nuestro Señor se
transfiguró. Con ellas Dios Padre indicó que nuestro Salvador Jesucristo
también es nuestro único maestro, predicador y profeta, cuyas enseñanzas
debemos escuchar y aceptar y de las que no debemos desviarnos en ninguna forma.
Como desde la Navidad hemos estado considerando principalmente su vida y
actividad, ahora queremos pasar algún tiempo considerando sus palabras y
enseñanzas.
Un día cuando grandes multitudes de diferentes partes de la Tierra Santa lo seguían, Jesús subió en un monte y se sentó allí. Sus discípulos se reunieron alrededor de él y él comenzó a enseñarles: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. — Llamó bienaventurados a aquellos que reconocían su pobreza espiritual después de hacerse conscientes del hecho de que no tenían ninguna justicia propia que resistiría el escrutinio de un Dios santo, y en consecuencia no tenían cómo salvarse. Sin embargo, el reino de los cielos les pertenecía porque Dios les ofrece el perdón de sus pecados por amor a Jesús y ellos con gratitud aceptan ese perdón. El Padre en su palabra y por medio de su Espíritu Santo les revela a su Hijo, Jesucristo, como el único Salvador y camino al cielo y por la gracia de Dios lo aceptan como tal. ¡En verdad son bienaventurados!
Jesús
siguió su instrucción y dijo: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos
recibirán consolación”. — Ellos son los que han llegado a entender
correctamente su condición de pecadores como resultado de conocer la santa ley
de Dios. Este reconocimiento les da pena, pero también el Espíritu Santo los
consuela cuando él dirige su atención a las promesas del perdón en el
evangelio.
“Bienaventurados
los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad”. — Los que no
responden a la fuerza con la fuerza, no pagan mal por mal, sino más bien, en
una forma tranquila y humilde dependen de Cristo y siguen su ejemplo, que
buscan vencer el mal con el bien, conocerán la paz, el amor y la confianza ya
en esta vida y serán una influencia benéfica en otras personas.
“Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.
Significa la justicia que Dios aprueba, porque ellos buscan vencer el pecado en
sus miembros para que puedan servir mejor a Dios en su prójimo. Llevan vidas de
satisfacción; son consolados por Dios cuando no alcanzan la meta, y serán
galardonados y alabados en el juicio.
“Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”, — de Dios y de los
hombres.
“Bienaventurados
los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios”, — gente que por la gracia de
Dios sinceramente cree en Cristo y lo sirve. Cuando lo hacen, “verán a Dios”,
es decir, por fe lo conocerán siempre más plenamente hasta que finalmente en el
cielo lo vean cara a cara.
“Bienaventurados
los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Los
pacificadores, cuyos pensamientos se dedican a vivir pacíficamente y en armonía
con sus semejantes, hacen la voluntad del Padre celestial, quien por medio de
su Hijo ha establecido la paz entre la humanidad y él mismo, y quiere que sus
hijos reflejen esa paz en sus vidas.
“Bienaventurados
los que padecen persecución por causa de la justicia”, porque perseveran en las
enseñanzas de Cristo y en servirlo, “porque de ellos es el reino de los
cielos”. Nadie les quitará ese reino que es su segura herencia. La gente
tratará de quitarlos: “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y
os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos
y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos”. Siempre es así en
este mundo pecaminoso; Cristo dice: “así persiguieron a los profetas que fueron
antes de vosotros” (Mateo 5:1-12).
Vosotros sois la sal de la tierra. (Mateo
5:13)
Jesús dijo esto a sus discípulos. Se aplican a todo el
que es discípulo de Jesús. Así que, los cristianos son la sal de la tierra.
¿Pero qué significa esto realmente?
Lo que hace la sal en las comidas de carne, los
cristianos deben hacerlo para otras personas. La sal preserva la carne de
pudrirse y también resalta el sabor de la carne. En consecuencia, los
cristianos deben preservar a otras personas de la destrucción eterna, y también
hacer que otras personas sean agradables ante Dios. ¿Pero cómo puede alguien
ser llevado a Cristo? — Haciendo que esa persona conozca la palabra, las enseñanzas
de Jesús. Deben hacer lo que les corresponde para que se enseñe y predique esta
palabra, y deben confesarla en palabra y obra. Ésta es la vocación del
cristiano, el propósito por el cual Dios le permite vivir después de que ha
llegado a la fe. De este modo funcionan como sal en esta tierra. En verdad,
ésta es una vocación elevada y gloriosa.
Además, es una vocación con una responsabilidad. ¿No
dice el Señor: “si la sal pierde su sabor, ¿con qué será salada? No sirve más
para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres”? Cuando los
cristianos no cumplen con su vocación, cuando ya no dan evidencia de que Cristo
es su Salvador; o cuando todavía dicen eso con sus labios, pero sus vidas
revelan que es una mentira; o cuando en lugar de la enseñanza de Cristo
predican o hacen predicar toda clase de doctrina humana; cuando son un
impedimento más bien que una ayuda en señalar a la gente a Cristo, ya no tienen
ninguna utilidad en el reino de Dios, ni para otros ni para su propia persona,
y Dios los echa fuera. ¡Un destino terrible!
En vista de esta responsabilidad, seguramente debemos
orar: “Señor Jesús, ¡permite que siempre seamos y permanezcamos verdaderos
discípulos tuyos y cumplir nuestro llamamiento como cristianos!”
En el mismo versículo Jesús también dice: “Vosotros
sois la luz del mundo”. Los cristianos deben iluminar el camino a la vida
eterna para que otros lo puedan ver. ¿No sigue para decir: “una ciudad asentada
sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se
pone debajo de una vasija, sino sobre el candelero para que alumbre a todos los
que están en casa”? — Una ciudad sobre un monte se puede ver fácilmente desde
cualquier dirección y el viajero fácilmente la puede encontrar. De igual forma,
la Ciudad de Dios, la cristiandad, o más específicamente, una congregación o
grupo cristiano, debe ser claramente reconocible y atractivo en este mundo
corrompido de modo que algunos se inclinen a entrar en ella y encuentren la
salvación allí. El Salvador también usa la comparación de una luz dentro de una
casa. Sería triste si diéramos la apariencia de ser cristianos fuera de
nuestras casas pero no dentro de ellas. De hecho, en dondequiera que estemos,
nuestra luz, la luz de nuestra fe en Cristo, debe brillar ante los hombres para
que vean nuestras buenas obras y alaben a nuestro Padre celestial. — ¿Cuáles
son esas buenas obras? No deshonrar el nombre de Cristo, ni esconder nuestro
discipulado, sino con palabra y obra honrar su nombre. Así el nombre de Cristo
será atractivo para ellos y no algo repudiable, llegarán a confiar en su nombre
y alabarán al Padre por haber enviado al Hijo al mundo para salvarlos. Por esta
única razón tú y yo todavía estamos en esta tierra después de que hemos llegado
a la fe en nuestro Salvador que expió no sólo nuestros pecados, sino los del
mundo entero.
No penséis que he venido a abolir la Ley o los
Profetas; no he venido a abolir, sino a cumplir. (Mateo 5:17)
Cristo el Señor, el mismo Hijo de Dios, vino a este
mundo para establecer por medio del evangelio un nuevo pacto de gracia con
todas las naciones en lugar del antiguo pacto, un pacto que él había hecho sólo
con Israel. Sin embargo, querido lector, esto no significa que él rechazó la
ley de Moisés y los escritos de los profetas ni que los haya minimizado o, como
él lo dice en nuestro texto, que los ha abolido. Más bien, cumplió lo que las
Escrituras del Antiguo Testamento profetizaron sobre él y dio un entendimiento
completo y correcto de la ley e hizo que el Espíritu Santo la escribiera en el
corazón de los cristianos.
Ahora sabes por qué sigue después de las palabras de
nuestro texto diciendo: “de cierto os digo que antes que pasen el cielo y la
tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya
cumplido”. De ninguna forma se abrogará la ley de Dios. Cristo ha hecho en
nuestro lugar lo que nosotros los pobres pecadores somos incapaces de hacer;
enfrentó todo lo que ella exigió de nosotros y la ha confirmado como una regla
y guía para que con fe sencilla sus discípulos puedan servir a Dios en formas
que son de su agrado. “De manera que cualquiera que quebrante uno de estos
mandamientos muy pequeños [según el criterio humano] y así enseñe a los
hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; pero cualquiera
que los cumpla y los enseñe, este será llamado grande en el reino de los
cielos”.
Después de decir estas palabras, nuestro Señor, usando
varios ejemplos, se encargó de demostrar que no abolía de ley sino al
contrario, la confirmó y enseñaba a sus discípulos a entenderla en forma
correcta.
Sin duda todos se quedaron sorprendidos cuando dijo:
“Os digo que si vuestra justicia no fuera mayor que la de los escribas y
fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Esta gente interpretaba la
ley de una manera superficial; enseñaba que se podía salvar si se cumplía la
letra de la ley. De ningún modo, dijo Cristo; la ley se tiene que cumplir en su
sentido pleno con un corazón totalmente sincero. Y puesto que no hay ningún ser
humano capaz de esa perfección, Cristo cumplió la ley en nuestro lugar. Si
creemos esto, Dios nos acredita la justicia de Cristo, lo cual significa que se
nos consideran como personas que hemos cumplido las exigencias de la ley. Sí,
Cristo sufrió y murió en nuestro lugar, llevó el castigo de nuestras
transgresiones de la ley divina. Por esta causa Dios declara a todos los que
creen en su Hijo absueltos de la culpa y el castigo bajo la ley. — Esto quiere
decir que como hijos queridos de Dios, dispuestos a servirlo guardando su santa
ley lo mejor que podamos, debemos tratar de guardarla en el sentido pleno en
que nuestro Señor la interpreta.
Un ejemplo es la interpretación de Cristo del quinto
mandamiento: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: “No matarás”, y “cualquiera
que mate será culpable de juicio”. — Así se enseñaba el quinto mandamiento.
Cristo parte de ese punto y dice. “Pero yo os digo que cualquiera que se enoje
contra su hermano, será culpable de juicio” — como si hubiera cometido
asesinato. “Y cualquiera que diga ‘Necio’ a su hermano, será culpable ante el
Concilio; y cualquiera que le diga ‘Fatuo’, [hay que recordar que en la Biblia
la necedad es un sinónimo del pecado] quedará expuesto al infierno de fuego” [porque está
listo a eliminar a su hermano de recibir la gracia de Dios] (Mateo 5:17-22).
Seguramente, cuando oímos la explicación de Cristo de
los mandamientos debemos confesar que no somos de ningún modo capaces de
guardarlos como Dios quiere. Agradezcamos a Dios porque Cristo los cumplió
perfectamente en nuestro lugar, cumpliendo una justicia que es nuestra por la
fe.
Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que
está en los cielos es perfecto. (Mateo 5:48)
Estoy seguro, querido lector, que no imaginas que el
Señor Jesús exige de nosotros la misma perfección que encontramos en Dios. Sin
embargo, presenta la perfección de Dios ante nosotros como un modelo. Dios,
nuestro Padre celestial, es perfecto sin el menor defecto o mancha. Nosotros,
sus hijos, debemos con toda sinceridad luchar para comprender y guardar la ley
de nuestro Padre perfectamente. Esto es lo que dice el Salvador con estas
palabras.
En la devoción de ayer comenzamos a mostrar cómo Jesús
explica el pleno sentido espiritual del Quinto Mandamiento. Hoy agregaremos
unas ilustraciones de lo que Cristo quiere decir.
Como notamos antes, el
Quinto Mandamiento prohíbe que estemos enojados o que guardemos hostilidad
contra nuestro hermano y compañero cristiano en cualquier forma, y esto está
muy claro en las palabras de Jesús: “Por tanto, si traes
tu ofrenda al altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti,
deja allí tu ofrenda delante del altar y ve, reconcíliate primero con tu
hermano, y entonces vuelve y presenta tu ofrenda. Ponte de acuerdo
pronto con tu adversario, entre tanto que estás con él en el camino, no sea que
el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y seas echado en la
cárcel. De cierto te digo que no saldrás de allí hasta que pagues el
último cuadrante” (Mateo 5:23-26).
Nota lo que Jesús dice aquí. Si sabes que tu hermano y
compañero cristiano tiene razón en quejarse porque lo has insultado,
entristecido o dañado de alguna forma, no esperes ni un momento, sino ve
rápidamente y reconcíliate con él. Pídele perdón por el mal, y si hay alguna
forma de hacer una restitución, hazlo. Recuerda, ningún sacrificio, ninguna
oración, ninguna asistencia a la iglesia o a la Santa Cena agradará a Dios
hasta que hayas hecho todo que esté en tu poder para resolver el asunto con tu
hermano. Y no pospongas ese intento de ser reconciliado. Hoy todavía te
encuentras en la tierra de los vivientes con tu hermano. Si te murieras y te
encontraras ante el trono de juicio divino, tu hermano sería tu adversario.
Serías echado en aquella terrible prisión de que no hay liberación porque se ha
acabado el tiempo de gracia. Cristo, a cuya palabra menospreciaste en este
asunto, no aparecería en tu defensa, y nunca en toda la eternidad podrías
expiar tu culpa.
Y si tu hermano y compañero cristiano te ha ofendido
no debes estar enojado con él por ello. Más bien, debes ser movido a tener
piedad de esta debilidad y pecado en él. Esto no quiere decir que no prestes
atención al pecado. Con gentileza y humildad debes llamarle la atención al
pecado, y si te pide el perdón, debes de inmediato asegurarle que lo tiene.
Recuerda, si la muerte lo sorprendiera en un estado no reconciliado, sería como
si tú hubieras sido el ofensor.
Tu Salvador te pide esto, querido cristiano, y es lo
que exige tu Padre celestial. Sé un hijo querido de Dios y compórtate como tal.
Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que
está en los cielos es perfecto. (Mateo 5:48)
El texto de esta meditación es el mismo de ayer,
porque tratamos el mismo asunto: la interpretación correcta y espiritual de la
ley, y más específicamente la explicación del Quinto Mandamiento que Cristo
proporcionó a sus discípulos.
Cristo dijo: “Oísteis que fue dicho: ‘Ojo por ojo y
diente por diente’”. — Fue un estatuto civil que Moisés había dado a Israel por
mandato de Dios. Los escribas o maestros de la ley y los fariseos se protegían
con este estatuto para justificar su odio y deseo de venganza contra sus
adversarios. Su doctrina y práctica fue “donde las dan las toman”.
Sin embargo, Cristo enseña a sus cristianos que hay
una gran diferencia entre el derecho de exigir recompensa que se permite en la
ley civil y la actitud cristiana que enseña el cristianismo. Dice: “Pero yo os
digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la
mejilla derecha, vuélvele también la otra; al que quiera ponerte a
pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; a cualquiera
que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. Al que
te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo niegues” (Mateo
5:38-42). Consideraremos y trataremos de entender estas palabras
controversiales.
Cristo seguramente no dice que el cristiano tiene que
permitir que cualquier bribón abuse de él y se aproveche de él. En esas
circunstancias el cristiano puede llamar a las autoridades civiles o resistir
como mejor pueda. Sin embargo, antes que nada, debemos tener presente que somos
cristianos, y por tanto nunca debemos actuar por odio o rencor. Tampoco debemos
tomarnos la justicia por la mano. No tenemos autoridad para hacerlo. Debemos
preferir sufrir la injusticia en vez de hacer eso. La meta principal del
cristiano debe ser conducirse como un hijo del Padre celestial, y no
transgredir su ley que prohíbe vengarse y manda tratar con gentileza. ¿No es
así? Sin embargo, esto no es una explicación completa de las palabras de
Cristo; van más allá de eso.
El Señor aquí habla a sus discípulos, los cristianos.
Les dice cómo tratarse unos a otros. Si un hermano cristiano olvida quién es y
te pega con enejo, debes recordar que los dos son hijos del mismo Padre
celestial. Así que no debes usar contra él armas carnales sino espirituales.
Dale la otra mejilla; no le vuelvas a pegar, y generalmente, ganarás su favor.
— Y si el hermano cristiano está convencido de que tiene el derecho a algo que
poseas y olvida hasta tal punto su deber cristiano que piensa llevarte a la
corte, no considera tan importantes tus derechos que vayas a pelear por ellos
contra un hermano cristiano. Déjalo que lleve tu manto. — Igualmente, mejor
camina otra milla, antes que discutir y pelear con él. — Finalmente, si alguien
que tiene necesidad te pide dinero, no considera tus posesiones como tuyos,
sino dale algo de dinero; y si alguien está en grandes problemas y quiere algo
prestado, no se le niegues.
En una palabra, ¡no insistas en tus propios derechos!
Más bien, cede y permite que prevalezca el amor, especialmente cuando tratas
con los hermanos cristianos. Tu gentileza y amor tal vez corrija al hermano que
esté en error y le gane. Puesto que esto es lo que Cristo quiere, ciertamente
es lo correcto.
Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que
está en los cielos es perfecto. (Mateo 5:48)
Permite que usemos el versículo bíblico una vez más
hoy y pronto verás que es muy apropiado.
En Señor siguió instruyendo a sus discípulos: “Oísteis
que fue dicho: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. En Levítico 19:18
se nos dice que debemos amar al prójimo, pero en ninguna parte de la Escritura
se nos dice que debemos odiar a nuestro enemigo. Ésta fue parte de la levadura
de doctrina falsa que los maestros de la ley y los fariseos agregaron a las
enseñanzas de la Biblia. Estos hombres limitaron el término “prójimo” a sus
amigos y a quienes los trataban con bondad; a ellos se debía amar, como Dios
efectivamente había mandado. Sin embargo, por su parte agregaron: a los
enemigos se les debía odiar Esto es totalmente contrario a la palabra de Dios
como te darás cuenta si consultas Éxodo 23:4-5; Levítico 19:17-18; y Proverbios
25:21, en donde encontramos la clara afirmación de que no debemos odiar a
nuestro enemigo sino tratarlo con bondad.
Por lo que sigue es evidente que Cristo también enseña
eso: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os
maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os ultrajan y os
persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los
cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e
injustos. Si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No
hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros
hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles?
Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos
es perfecto” (Mat. 5:44-48).
Jesús no quiere que se excluyan a nuestros enemigos de
su mandato de que amemos al prójimo. Al contrario, específicamente tratándose
de nuestros enemigos se debe probar si amamos a nuestro prójimo. Si amas sólo a
los que te aman, esto ciertamente no es evidencia de una actitud cristiana. Los
que no son cristianos y aun hombres descaradamente malos son capaces de eso.
Pero si alguien es nuestro enemigo, nos odia y maldice, hasta nos insulta y
persigue, entonces debemos recordar que según las mismas palabras de Jesús esa
persona es nuestro prójimo a quien debemos amar. Ésta es la actitud correcta de
un cristiano, de un hijo de Dios. ¿No hace lo mismo nuestro Padre celestial?
Hace que su sol brille sobre buenos y malos, y envía su lluvia sobre los justos
y los injustos. No se excluyen a los que persisten en su maldad; los que
desprecian el perdón que Dios libremente ofrece en el nombre de Cristo; ¡ni
siquiera los que abiertamente odian a Dios y son sus enemigos declarados! Gozan
de beneficios físicos y temporales innumerables. Sí, también hace que el Sol de
su gracia celestial brille en sus vidas para que posiblemente caliente y
suavice sus corazones fríos de piedra y puedan aceptar también sus bendiciones
espirituales. Esto sucede cada vez que oyen, leen y se les recuerda la palabra
de Dios. — ¿Debemos nosotros, los hijos de Dios, actuar de otra forma? ¿Debemos
odiar a nuestros enemigos? ¡Ni hablar! No, el amor perfecto de Dios debe servir
como nuestro modelo. Recordemos su mandamiento y tengamos la intención de amar
a nuestros enemigos, bendecir cuando nos maldicen, hacer bien a los que nos
odian, para que seamos siempre más como nuestro Padre celestial y seamos usados
por él en su obra de misericordia y amor.
Sí, nuestro enemigo es nuestro prójimo según la
palabra de Cristo. ¿No ha permitido Dios que él esté cerca de nosotros,
seguramente para que lo amemos como lo hace el Salvador? Debemos amarlo a él en
primer lugar porque en su caso hay mayor peligro de que hagamos caso omiso al
mandato de Dios y caigamos en el pecado. ¡Qué Dios en su misericordia nos ayude
en esta difícil tarea, porque somos incapaces de hacerlo por nosotros mismos.
No os hagáis, pues, semejantes a ellos. (Mateo
6:18)
Jesús habló estas palabras a sus discípulos. ¿Se
pregunta qué quería decir con “ellos”? Se refiere a los hipócritas, como
veremos en un momento.
Jesús dice: “Guardaos de hacer vuestra justicia
delante de los hombres para ser vistos por ellos; de otra manera no tendréis
recompensa de vuestro Padre que está en los cielos. Cuando, pues,
des limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas
en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres; de cierto
os digo que ya tienen su recompensa. Pero cuando tú des limosna, no
sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre,
que ve en lo secreto, te recompensará en público” (Mat. 6:1-4).
Todo el que da limosna con la esperanza de ser
admirado y honrado por hacerlo, en cierto sentido ha recibido algo en cambio
por su dinero: la admiración y la alabanza de los hombres. Tiene su recompensa,
y no puede esperar que Dios le recompense. — Sin embargo, el que da sus
limosnas en secreto en obediencia a la palabra de Dios y por amor a aquel que
dio este mandamiento hace una obra de caridad cristiana. El Señor
misericordioso recompensará una obra así en el cielo y la revelará ante el
mundo entero en el día del juicio como una evidencia de la fe de ese hombre.
Nuestro Señor sigue su discurso: “Cuando ores, no seas
como los hipócritas, porque ellos aman el orar de pie en las sinagogas y en las
esquinas de las calles para ser vistos por los hombres; de cierto os digo que
ya tienen su recompensa. Pero tú, cuando ores, entra en tu cuarto,
cierra la puerta y ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre, que ve en lo
secreto, te recompensará en público” (Mat. 6:5,6).
Hoy no es probable que a alguien se le admire por orar
en las esquinas de la calle. Sin embargo, existen grupos donde uno se puede
exhibir orando. — De hecho, debe estar muy claro que exhibirse cuando uno ora
es una abominación para Dios y un abuso vergonzoso de su nombre. — En la
tranquilidad de su cuarto y con las puertas cerradas se puede orar en una forma
confiada y sencilla. Y aunque una oración así se hace en secreto, la respuesta
estará allí para que tú y posiblemente otros vean cuando el momento de Dios
llegue.
Jesús además agrega en cuanto a la oración: “Y al orar
no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su
palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos,
porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le
pidáis” (Mat. 6:7,8).
Los paganos piensan que la oración es una buena obra y
esperan merecer de esta manera el favor de Dios. Así que sólo les parece
natural hacer sus oraciones largas y complicadas, o repetirlas constantemente y
sin fin. Aun en países cristianos se cuentan los padrenuestros que se dicen en
el rosario. — Los hijos de Dios saben que una oración correcta es un ruego sencillo.
Saben que no tienen que usar palabras complicadas, porque su Padre celestial
sabe lo que necesitan antes que comiencen a orar, pero aun así oran porque Dios
quiere que oren, que hablen con él.
En este sexto capítulo del Evangelio de Mateo el Señor
Jesús da a sus discípulos el Padrenuestro como una oración modelo, por supuesto
no con la intención de que los cristianos sólo usen esta oración.
En relación con la Quinta Petición de su oración Jesús
habla palabras especialmente solemnes: “Por tanto, si perdonáis a los hombres
sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero
si no perdonáis sus ofensas a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará
vuestras ofensas” (Mat. 6:9-15). Estas palabras nos enseñan que sólo podemos orar
en forma aceptable si perdonamos a nuestro prójimo que ha pecado contra
nosotros así como pedimos a Dios que perdone a nosotros mismos. De hecho, en
donde no hay tal perdón fraternal no hay amor; y en donde no hay amor, no hay
fe; y en donde no hay fe, no puede haber una oración debida que sea aceptable a
Dios.
¡Padre celestial, quédate siempre conmigo!
Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los
hipócritas que desfiguran sus rostros para mostrar a los hombres que ayunan; de
cierto os digo que ya tienen su recompensa. Pero tú, cuando ayunes,
unge tu cabeza y lava tu rostro, para no mostrar a los hombres que
ayunas, sino a tu Padre que está en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto,
te recompensará en público. (Mateo 6:16-18)
Los hijos de Dios desde los tiempos antiguos han
considerado el ayuno como una abstención temporal de comer y beber y otras
actividades lícitas para poder orar mejor y para realizar otros ejercicios de
la devoción cristiana. Y si alguien ayuna de esa forma sencilla y piadosa,
seguramente agrada a Dios como muestran las palabras de Jesús antes citadas,
aunque Dios no manda explícitamente en ninguna parte que ayunemos.
Sin embargo si, como fue el caso entre los judíos y
entre algunos cristianos — algo que todavía se practica — se ayuna para obtener
méritos con Dios (y especialmente si se practica en una forma hipócrita para
hacer que otros crean que uno es especialmente piadoso), ese ayuno es una
abominación a Dios.
Si tienes la intención de ayunar, amigo cristiano, no
lo publiques, sino más bien sigue las instrucciones que Jesús da en nuestro
texto con un corazón sencillo y luego Dios se agradará de ti y te bendecirá.
Sin embargo, quisiéramos que notaras otra clase de
“ayuno” muy cristiana que Cristo explícitamente mandó cuando dijo: “Por tanto,
si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo y échalo de ti, pues mejor te
es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al
infierno. Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala y
échala de ti, pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo
tu cuerpo sea arrojado al infierno”.
Por supuesto, éste es lenguaje figurado y se debe
entender espiritualmente. Si hay algo que es un tropiezo para ti en cuanto al
pecado, abstente de ello, quítalo, no importa cuánto lo aprecies y que lo
consideres tan necesario como los ojos o las manos. Para usar otra ilustración:
si tu ojo derecho o tu mano tuviera una terrible enfermedad que finalmente
podría resultar fatal para todo el cuerpo, seguramente estarías dispuesto a
sacrificar ese órgano individual para preservar tu vida. Esto es igualmente
cierto en cuanto a la vida espiritual. Si notas que tomar vino o cerveza te
lleva a la borrachera, abstente. Si ves que un buen amigo tiene el propósito de
destruir tu fe, abandona a ese amigo. Si te das cuenta de que el dinero tiene
una gran atracción para ti, lucha contra esa tentación. Si hay algún talento
especial que tienes, pero notas que te conduce al pecado, renuncia a ese talento.
¿No es mejor perder vino, amigo, dinero o el uso de un talento que perder a
Cristo y la vida que él promete a sus suyos?
Éste es el ayuno correcto y cristiano y frecuentemente
causa dolor a nuestra naturaleza pecaminosa, pero es provechoso para la vida eterna.
No podéis servir a Dios y a las riquezas. (Mateo
6:24)
Se puede ser rico y sin embargo servir a Dios en tal
forma que el corazón y las manos estén involucrados en ese servicio. Se puede
adquirir riqueza y hasta aumentarla y todavía servir a Dios. Sin embargo, no se
puede tener el corazón y las manos dedicadas al servicio de las riquezas y
todavía servir a Dios. ¿Por qué? — A Dios no le agradará compartir un corazón
que se dedica al dinero, las riquezas; tampoco el dios falso, “las riquezas”,
aceptará compartir el corazón con Dios. Por una parte, lo que exigen los dos
son totalmente diferentes, de hecho, opuestos, de modo que son
irreconciliables. En consecuencia, nadie puede servir a estos dos amos. “Odiará
al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro”.
Jesús dice: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde
la polilla y el moho destruyen, y donde ladrones entran y hurtan; sino
haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho destruyen, y donde
ladrones no entran ni hurtan, porque donde esté vuestro tesoro, allí
estará también vuestro corazón”. Si consideras el dinero tu tesoro, lo buscas,
lo acumulas, entonces tu corazón lo amará y no podrás servir a Dios. Por otro
lado, si aprecias mucho los tesoros espirituales, celestiales, cosas como la
paz con Dios y un hogar en el cielo, querrás servir a Dios.
En esta conexión Jesús usa la siguiente parábola: “La
lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo
estará lleno de luz;
pero si tu ojo es malo, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la
luz que hay en ti es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?” Quiere
decir que si tu corazón y tus deseos que deben hacerte ver las cosas en la luz
correcta y espiritual se opacan con el amor al dinero, entonces cuando se trata
de las relaciones de la vida no vas a actuar en una forma que agrada a Dios
porque tu “ojo” espiritual, tu corazón, no está puesto en Dios sino en tu dios
falso, las riquezas.
Sin embargo, querido amigo, no sólo son siervos del
dinero los que en forma avara acumulan la riqueza, sino quienes ansiosamente se
preocupan porque no lo tienen. Buscan y suspiran por el dinero como un alma
creyente suspira por el Dios viviente y lo invoca. Ése es un comportamiento idólatra.
Para
advertir a sus cristianos en contra de esa confianza idólatra en el dinero, el
Señor Jesús en este mismo capítulo seis de Mateo habla las siguientes palabras
consoladoras: “Por
tanto os digo: No os angustiéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué
habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida
más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo,
que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y, sin embargo, vuestro
Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién
de vosotros podrá, por mucho que se angustie, añadir a su estatura un codo? Y
por el vestido, ¿por qué os angustiáis? Considerad los lirios del campo, cómo
crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió como
uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se quema en el
horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe?
No os angustiéis, pues, diciendo: “¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué
vestiremos?”, porque los gentiles se angustian por todas estas cosas, pero
vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas ellas. Buscad
primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán
añadidas.
Así que
no os angustiéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su propia
preocupación. Basta a cada día su propio mal”.
No juzguéis, para que no seáis juzgados. (Mateo
7:1)
Hay algunos cristianos que se consideran piadosos y
sin embargo desprecian a los demás. No obstante, cuando se trata de su propio
pecado, fallas y defectos, están ciegos totalmente, aunque tienen la vista muy
penetrante para ver los pecados y las debilidades de los demás. Ellos mismos no
pueden hacer nada mal y otros rara vez hacen algo bueno. Si se les llama la
atención a una trasgresión seria de ellos mismos, pues fue un descuido o hasta
se hizo con las mejores intenciones. Sin embargo, cuando se trata de otro, no
se acepta ninguna excusa, y las acciones más admirables de los demás se
atribuyen a motivos impuros. Buscan el honor para ellos mismos, pero tan pronto
como se alabe a otros, cuestionan que tal alabanza sea justificada y comienzan
a criticar. Son orgullosos, llenos de un odioso celo; no son realmente
cristianos, sino hipócritas. Sin embargo, con frecuencia se visten con un manto
de espiritualidad, especialmente cuando reprochan a alguien por su pecado, pero
nunca ofreciendo el verdadero consuelo del evangelio.
Jesús llama a ese comportamiento juzgar, porque los
hipócritas descritos arriba realmente actúan así porque consideran que juzgar a
los demás es su vocación. Recuerda, el Salvador dice: “No juzguéis, para que no
seáis juzgados, porque
con el juicio con que juzgáis seréis juzgados, y con la medida con que medís se
os medirá”. — ¡Ay de esos jueces hipócritas cuando en el juicio final se oyen
condenados por el juez justo!
En el
mismo capítulo Jesús sigue diciendo: “¿Por qué miras la
paja que está en el ojo de tu hermano y no echas de ver la viga que está en tu
propio ojo? ¿O cómo
dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, cuando tienes la viga en el
tuyo? ¡Hipócrita!
saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja
del ojo de tu hermano”. — En verdad, la arrogancia orgullosa en el ojo malévolo
del hipócrita es tal “viga” que lo incapacita para juzgar las acciones de los
demás, y sin embargo no puede dejar de juzgar. Como el fariseo en el templo,
necesita compararse con un pecador manifiesto para sentirse justo, pero Dios lo
condena.
Querido lector cristiano, si estás consciente de tus
propios pecados y buscas perdón del Salvador, entonces no sólo puedes sino
debes amonestar al hermano que está en el error y ayudarlo. Sin embargo,
consciente de tu propia naturaleza pecaminosa y consciente de la paciencia y el
perdón de tu amante Salvador, seguramente tratarás a tu hermano en una forma
amistosa, humilde y misericordiosa.
Seguramente hay personas a quienes debes dejar seguir
su propio camino. Son aquellas que con desdeño menosprecian la palabra divina y
son enemigos manifiestos de ella que sólo blasfeman cuando la oyen. Acerca de
ellos dice el Salvador: “No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras
perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen y se vuelvan y os
despedacen” (Mat. 7:1-6).
Pedid, y se os dará. (Mateo 7:7)
Querido cristiano, si realmente crees en Jesús, tu
Salvador, y lo sigues en su palabra con sencilla obediencia, tendrás tres
poderosos enemigos contra los cuales mantendrás una guerra espiritual constante
durante toda tu vida. El primero de esos tres enemigos vive dentro de tu propio
pecho; es tu pobre corazón pecaminoso que siempre está inclinado a seguir el
camino equivocado. Siempre se rebela contra la fe y la confianza que el
Espíritu Santo ha implantado en tu corazón, y nunca se satisface con seguir el
camino que Cristo indica. ¡Y cómo se enoja si Cristo objeta a uno de sus deseos
favoritos! — El segundo enemigo es el mundo donde vives, este mundo pecaminoso
e incrédulo. De hecho se desagrada porque no tienes una actitud terrenal y eres
seguidor de Jesús. El mundo usará las atracciones y las amenazas para que estés
de su lado. — El tercer enemigo es el diablo. Es astuto y tiene gran poder. Está
furioso porque ya no estás en su reino, porque ahora formas parte del reino de
Cristo. Por eso siempre estará intentando llevarte de nuevo a su reino.
Además de estos tres enemigos hay muchas clases de
angustias y peligros en tu vida diaria, tanto en el hogar como en otras partes.
¿Qué vas a hacer en estas circunstancias? ¿Tienes la
intención de pelear estas batallas solo, dependiendo de tus propias fuerzas? Si
es así, pronto caerás vencido. ¿O vas a angustiarte y preocuparte?
¿Por qué te abrumas con tu
carga?
¿Por
qué te quejas del dolor?
¿Por
qué tú en aflicción amarga
Te
olvidas pronto de su amor?
Así
acrecientas tu sufrir,
Sin
paz y alivio conseguir. (CC 268:2)
Cristo, tu Salvador, en quien confías y a quien
sigues y cuya palabra es la verdad absoluta dice: “Pedid, y se os dará;
buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá, porque todo aquel que pide, recibe; y el que
busca, halla; y al que llama, se le abrirá”. — Seguramente aquí te pide de
manera sumamente amistosa hacer algo para tratar con tus problemas y promete
misericordiosamente que él hará algo al respecto. En la lucha contra tus tres
enemigos y en tiempos de angustia, cuando necesitas ayuda, no debes depender de
tus propias fuerzas, tampoco debes angustiarte y preocuparte. Más bien debes pedir
ayuda al Padre celestial en el nombre de Jesús, y él te ayudará. Una y otra vez
debes buscar su ayuda, tocar, y él te abrirá la puerta, te abrazará y te
consolará. ¡Haz esto, querido cristiano, y quédate contento porque tienes ese
privilegio!
Qué maravillosamente poderosa es una oración dicha en
el nombre de Jesús y de una manera sencilla como un niño confiando en el
mandato y la promesa de Jesús. Esta oración ahuyenta a Satanás, quita al mundo
su poder y fortalece en ti el hombre nuevo. Te dará la victoria en tu lucha, te
consolará en la angustia, porque en el tiempo que Dios escoja vendrá la ayuda y
el alivio. — Sin embargo, ¡qué renuentes están nuestros corazones para obedecer
este mandato de Cristo y para confiar en su promesa! Con el poder de la fe
vence a tu corazón que duda, mirando a tu amoroso Salvador. Ve a otra parte
cuando estás solo y luego pide, busca y toca. El Padre celestial seguramente no
dejará sin cumplirse la promesa de su Hijo.
Escucha cómo el Salvador hace firme su mandato de orar
y la promesa que liga a ese mandato: “¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le
pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente?
Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos,
¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le
pidan?” (Mateo 7:7-11).
¿Todavía
duda ese pobre corazón tuyo? Oh cristiano, aunque sea débil tu fe, tienes a un
Salvador amante. Por tanto, ¡pide, busca y toca! Clama: “¡Creo, ayuda mi
incredulidad!” Y Dios te ayudará. Te bendecirá y te dará lo que sea mejor para
ti. ¡Y seguramente no deseas que suceda de otro modo!
Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos, pues esto es la Ley y los Profetas. (Mt 7.12)
La segunda tabla de los
diez mandamientos de Dios nos enseña cómo debemos conducirnos hacia los demás.
Hay siete de estos mandamientos. Pero cada uno de ellos es en realidad un breve
resumen de muchos mandamientos y ordenanzas esparcidos en toda la Sagrada
Escritura, y que tienen referencia al asunto tratado en el mandamiento
particular.
En vista de esto, el hijo
de Dios tal vez se ponga ansioso y diga: “Todos éstos son mandamientos de mi
Dios que deseo guardar, con la ayuda de Dios. ¿Cómo será posible que guarde o
siquiera que me acuerde de todos ellos? — Seguramente los hijos sinceros de
Dios tendrán esas preocupaciones.
Nuestro Señor Jesús llega
para ayudarnos en esta situación y da a sus discípulos y por medio de ellos a
sus cristianos de toda época un consejero que siempre está con ellos. Este
consejero sirve como un predicador incansable de sus mandamientos que no podrá
ser silenciado y habla en una forma clara e inequívoca. ¿Quién será? — ¡Nuestro
propio corazón y mente! ¿Te sorprende? Escucha una vez más las palabras de
Jesús: “Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros,
así también haced vosotros con ellos”. ¿No te dicen constantemente tu corazón y
tu mente cómo quisiera que otros te tratarán? ¿Hay algún tiempo en que no es
así? ¿Sea cual fuera la situación en que te encuentras? Así debes tratar a los
demás. “Pues esto es la Ley y los Profetas”, dice Cristo. Es como decir que hay
muchos mandatos esparcidos por toda la Biblia acerca de cómo Dios quiere que
trates a los demás. ¡En cada caso específico así como quisieras que otros te
trataran, así debes tratarlos!
¿Estás de acuerdo conmigo
de que tienes un consejero y predicador de los mandamientos de Dios contigo
todo el tiempo? Está allí para reprenderte siempre que violes uno de los
mandamientos de Dios, como si dijera: “¿Quisieras que otro te tratara así? Si
no, ¿por qué estás tratando a él así?”
Tampoco debes decir: “Si
me va a tratar así, le pagaré igual”. No, tú eres un hijo de Dios, tu Padre
celestial te ha dado sus mandamientos y tu Salvador dice que debes tratar a
otros como quisieras que te trataran a ti. Agradece a tu Salvador porque ha
escrito su ley tan claramente en tu corazón, y puesto que eres cristiano y discípulo
de Jesús, actúa de acuerdo a ella. ¡Qué tu fiel Señor te ayude en este
esfuerzo!
Entrad
por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que
lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; pero angosta es la
puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan. (Mateo
7:13,14)
Por gracia, sin ningún mérito de nuestra parte, el
Señor Jesús nos recibió en su reino a nosotros pobres pecadores. Mucho antes
que naciéramos, el expió nuestros pecados, reconciliándonos con Dios, y así
procuró para nosotros la justicia y la eterna salvación. Y cuando nacimos en
este mundo, él pronto nos trajo el evangelio y por su Espíritu Santo nos
revivió a nosotros que estábamos ciegos, sordos y muertos espiritualmente,
restaurando nuestra habilidad de oír y nuestra vista, dándonos la fe en él,
nuestro Salvador, sin ninguna ayuda de nuestra parte. Así como leemos en
Efesios 2:8,9: “porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de
vosotros, pues es don de Dios. No por
obras, para que nadie se gloríe”.
Sigue diciendo: “pues somos hechura suya, creados en
Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviéramos en ellas”. Nosotros, que por la gracia de Dios hemos sido
recibidos en su reino, hemos sido preparados para hacer buenas obras y éstas
deben acompañarnos mientras nos adelantamos hacia nuestro hogar celestial. Así
como Dios nos ha hecho nuevas criaturas en Cristo Jesús, ahora debemos llevar
vidas dignas de ese nombre. Puesto que Dios nos ha dado una nueva voluntad y
nuevas fuerzas para las buenas obras, debemos estar ocupados en hacer esas
obras. Al hacerlo estaremos sirviendo a Dios. Los hijos de Dios, puesto que
están en el camino al cielo, no pueden hacer obras malas, sino deben
encontrarse haciendo el bien.
Pero precisamente en este respecto encontramos que la
puerta del cielo es pequeña y el camino que lleva allí angosto. Porque cuando
queremos honrar al nombre que llevamos de cristianos y servir a Dios con obras
buenas, el diablo nos presiona mucho, el mundo nos pone obstáculos y nuestro
corazón pecaminoso pierde su celo, se cansa, y a menudo tiene miedo. Estas
cosas hacen que la puerta parezca pequeña y el camino a la vida parezca
angosto. También notamos que poca gente encuentra ese camino y anda en él, y
esto nos confunde y nos deprime.
Oh cristiano, entra de todos modos por esa puerta
pequeña y camina en ese camino angosto. Recuerda que la puerta ancha por la
cual pasa la mayoría y el camino ancho por el que se puede andar cumpliendo
cualquier capricho que uno quiera y en donde Satanás usualmente no pone mucha
presión — ese camino y esa puerta no conduce a la vida, sino al infierno. La
Escritura nos dice eso. Por tanto, no busquemos ese camino, sino vayamos
resueltamente por el otro.
Para fortalecerte en tu viaje por el camino a la vida
mencionaremos cuatro cosas que recordar de la palabra de Dios.
Primero y lo principal, en el camino angosto Jesús te
acompaña. Te ayudará, te librará, te fortalecerá y una y otra vez te dará ánimo
y consuelo.
Segundo: si en el futuro — y puede suceder más pronto
de lo que piensas — el camino angosto queda atrás, entonces te encontrarás en
un lugar espacioso en donde ya no estarás confinado ni oprimido. Tú sabes en
dónde es eso. Y allí estarás para siempre.
Tercero: levanta tus ojos y mira adelante. “Vi una
gran multitud, la cual nadie podía contar” (Apo. 7:1-17); una gran procesión
que comenzó poco después de que comenzó el mundo y que seguirá hasta el día del
juicio, caminando en ese camino angosto que lleva a la vida eterna. ¡Únate a
ellos!
Cuarto: Ten la seguridad de que en ese camino angosto
los hijos de Dios experimentarán la paz. Los impíos no tienen la paz aunque
parecen avanzar alegremente en su camino ancho a la destrucción. Y si
estuvieras con ellos tampoco tendrías paz. Entra entonces en la puerta pequeña
y anda en el camino angosto y Dios estará contigo.
Guardaos de los falsos profetas. (Mat.
7:15)
Esta amonestación seguramente es necesaria. ¿No ha
hecho todo lo posible nuestro Señor Jesús por nuestra salvación, expiando
nuestros pecados y reconciliando a su Padre celestial? Además nos ha dado el
evangelio en las Escrituras y con el evangelio su Espíritu Santo para que
podamos reconocerlo como nuestro único Salvador y creer en él. Nos ha hecho
hijos de Dios y herederos de la vida eterna. Ha explicado la ley de Dios para
nosotros para que aquí en la tierra podamos guiarnos por ella y llevar una vida
digna de hijos de Dios. En fin, Jesucristo ha llegado a ser para nosotros
sabiduría de Dios — es decir, nuestra justicia, santidad y redención (1 Cor.
1:30). — Ni pensar entonces en permitir que los falsos profetas, predicadores y
maestros, que no enseñan ni predican correctamente su palabra, nos conduzcan al
error. Ni siquiera si cambian sólo las enseñanzas divinas que parezcan menores.
Recuerda la advertencia de Jesús: “¡Guardaos de los falsos profetas!”
Esta advertencia siempre es apropiada porque, como
leemos en la Primera Carta de Juan: “muchos falsos profetas han salido por el
mundo” (4:1). Y no sólo son los que rechazan atrevida y públicamente a Cristo y
su palabra, sino Jesús también advierte en contra de los que vienen disfrazados
de ovejas, porque en realidad son lobos feroces. El lobo no es tan peligroso
cuando viene como lobo, aullando, porque entonces todas las ovejas huirán al
pastor y sus perros. Los profetas más peligrosos son los que vienen en el
nombre de Cristo y con gran exhibición de santidad, y mientras insisten que predican
su palabra, la falsifican. Con toda su exhibición de piedad, estos profetas,
estos predicadores, son lobos feroces que tienen la intención de introducirse
en el rebaño de Cristo y destruirlo. Y lo atacan en un punto en donde las
ovejas de Cristo realmente deben estar bien preparados y unánimes, en el asunto
de la doctrina y la fe. Y por supuesto, finalmente la vida y la práctica están
comprendidas en el abandono de la doctrina, o como combinamos las dos cosas hoy
cuando decimos “estilo de vida”.
Si vamos a tener cuidado de los falsos profetas
debemos saber cómo podemos reconocerlos, especialmente cuando vienen a nosotros
en el nombre de Cristo. — El Salvador dice: “Por sus frutos los conoceréis.
¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da
buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar
malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es
cortado y echado en el fuego. Así que
por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:15-20).
Examinamos el fruto de un árbol y tal vez hasta lo
probamos para determinar si el árbol es bueno. Ahora bien, el fruto de un
profeta es su doctrina, sus enseñanzas. Éstas deben examinarse, probarse si
realmente son las enseñanzas de Cristo y de la palabra de Dios. Si no, se le
debe decir: “Usted es un falso profeta; no voy a tener nada que ver con usted”.
Así como no se come el fruto de cualquier árbol o arbusto sin saber sus
propiedades, mucho menos debemos aceptar cualquier enseñanza religiosa que se
nos presenta sin probarla según la norma de la palabra de Dios. Debemos hacerlo
porque nos importa la salvación de nuestra alma y en obediencia a la
advertencia de Jesús contra los falsos profetas.
No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el
reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los
cielos. (Mateo 7:21)
Ésta es la voluntad del Padre celestial: que oigamos y
estudiemos su palabra. Por la ley debemos reconocer nuestra condición de
pecadores; por el evangelio debemos reconocer a Cristo como nuestro Salvador,
encomendarnos a él por la fe y permanecer como sus discípulos adhiriéndonos a
sus enseñanzas. Esto quiere decir que lo confesaremos ante los hombres como
nuestro Señor y Salvador, y no nos avergonzaremos de él y de sus enseñanzas.
Consistentemente trataremos de conformar nuestra vida a su palabra y soportar
con paciencia cualquier cruz que él nos imponga con el fin de salvarnos.
Nuestra esperanza en medio de esta vida terrenal será el hogar celestial,
eterno que él ha prometido a los suyos.
A esta voluntad del Padre celestial debemos
esforzarnos para estar en conformidad. No sólo debemos decir que Cristo es
nuestro Señor y Maestro, sino debemos dar evidencia de que somos sus verdaderos
discípulos en palabra y obra. Nuestra fe cristiana no es solamente saber cuáles
son las doctrinas cristianas, sino también tener nuestro corazón dedicado a
Cristo; entonces el poder de Dios estará evidente en nuestra vida. Es cierto,
habrá mucha debilidad y muchos tropiezos cuando caminamos por esa senda, pero
por la gracia de Dios resucitaremos y nos fortaleceremos porque, gracias al
Espíritu Santo, somos realmente discípulos de Jesucristo; le pertenecemos a él.
Pero todo el que no hace las cosas que se mencionaron no entrará en el reino de
Dios. El Señor mismo lo dice.
Escúchalo: “Muchos me dirán en aquel día: Señor,
Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y
en tu nombre hicimos muchos milagros? Entonces les declararé: Nunca os conocí. ¡Apartaos de mí,
hacedores de maldad!” Esto quiere decir que grandes predicadores que en nombre
de Cristo y por el poder de su palabra hicieron grandes obras, pero que por su
parte nunca fueron realmente sus discípulos, para vergüenza serán
desenmascarados en aquel día. Tampoco el hecho de que llamarán la atención a
sus grandes palabras y obras cambiará el veredicto de Cristo.
Jesús sigue: “A cualquiera, pues, que me oye estas palabras
y las pone en práctica, lo compararé a un hombre prudente que edificó su casa
sobre la roca. Descendió la lluvia, vinieron ríos, soplaron vientos y golpearon
contra aquella casa; pero no cayó, porque estaba cimentada sobre la roca. Pero
a cualquiera que me oye estas palabras y no las practica, lo compararé a un
hombre insensato que edificó su casa sobre la arena. Descendió la lluvia,
vinieron ríos, soplaron vientos y dieron con ímpetu contra aquella casa; y
cayó, y fue grande su ruina” (Mateo 7:21-27).
Sí,
querido cristiano, en quien la palabra de Cristo no es un poder de Dios, para
él tampoco será un poder para preservarlo cuando sea atacada su fe y
ciertamente no en el juicio final. ¡Cuídate de no ser un cristiano sólo de
nombre, un hipócrita, sino siempre busca ser un cristiano y discípulo fiel de
Jesús en palabra y obra.
Para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El
que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió. (Juan 5:23)
Nuestro versículo bíblico
es la división entre la fe y la incredulidad, entre el cristianismo y el
paganismo. Todo el que no honra al Hijo, el Señor Jesucristo, como honra al
Padre, el Dios todopoderoso, es un incrédulo, un pagano, y en realidad no honra
tampoco al Padre, sea cual fuera su reputación aparte de eso. Por otro lado, el
que honra al Hijo así como honra al Padre es un cristiano, un creyente. Cristo
lo dice y no se puede evadirlo. Si no aceptas sus palabras, estás rechazando a
Cristo mismo como un blasfemo. Si aceptas lo que dice Cristo, eres un
cristiano.
En el mismo capítulo del
Evangelio de Juan Cristo expresa el mismo pensamiento varias veces. En el
versículo 17 dice. “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo”. En efecto
dice: “Mi Padre constantemente preserva y gobierna el universo y yo hago lo
mismo”. Cristo es el eterno Hijo unigénito del Padre, que se hizo hombre cuando
su Padre lo envió al mundo para ser nuestro Salvador. También como hombre tiene
el mismo poder y gloria y hace las mismas obras como el Padre.
Esto es evidente en el versículo 21: “Porque como el
Padre levanta a los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que
quiere da vida”. Lo hace haciéndolos hijos de Dios, que tienen una nueva vida y
naturaleza espiritual.
Además leemos en el versículo 22: “Porque el Padre a nadie juzga, sino que
todo el juicio dio al Hijo” y en el versículo 27: “y también le dio autoridad
de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre”. Puesto que el Hijo en su
humanidad nos ha redimido, por tanto a él, al Hijo del Hombre, se le ha dado el
poder de juzgarnos. Dependemos absolutamente de él y por tanto sólo es bueno y
recto que lo honremos por lo que es, así como honramos al Padre. De hecho, el
Padre sólo nos recibirá en el nombre del Salvador y por amor a él.
Jesús habla las siguientes palabras tan consoladoras a
todos los que lo honran: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra,
y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha
pasado de muerte a vida” (versículo 24). — La palabra de Cristo es el mensaje
de salvación en su nombre. Si creemos esa palabra, somos salvos, tenemos el
perdón de los pecados, nueva vida espiritual y eterna salvación. Tal persona
está exonerada del juicio, como lo dice Cristo mismo, el juez: “De cierto, de
cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del
Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán. Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así
también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo” (v. 25,26).
De hecho: “No os maravilléis de esto; porque vendrá
hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que
hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo
malo, a resurrección de condenación” (v. 28,29). Si hemos hecho bien, creído en él y hemos honrado a quien el
Padre envió para ser nuestro Salvador, y si nuestra fe se manifiesta como
genuina porque ha producido buenas obras, resucitaremos a la vida eterna. Pero
los malos enfrentarán un terrible juicio a manos del Hijo del Hombre.
Debemos honrar al Hijo así como honramos al Padre y
recordar que todo el que no lo honra de esta forma deshonra al Padre que lo
envió para ser el Salvador del mundo. Ésta es la voluntad del Padre. Y el Hijo
nos dice: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas
tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (versículo
39).
Esforzaos a entrar por la puerta angosta. (Lucas
13:24)
En una ocasión cuando nuestro Señor estaba pasando por
las ciudades y las aldeas comerciales y predicando, alguien le preguntó:
“Señor, ¿son pocos los que se salvan?” Hoy también hay muchos que se preocupan
por esta pregunta y otras similares. ¿Cómo respondió Jesús a esta pregunta?
Dijo a esa persona y a todos los que preguntan lo
mismo: “Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos
procurarán entrar, y no podrán”. — Es cierto, ésta no responde directamente a
la pregunta. Sin embargo, con esta respuesta quiere desalentar a los que
quieran hacer esta clase de preguntas. Por ejemplo, ¿fue al cielo o al infierno
tal o cual persona? Más bien quiere que nos preocupemos de nuestra propia
salvación.
A la puerta del cielo la llama una puerta angosta, y
resalta este punto diciendo: “muchos procurarán entrar, y no podrán”. — ¿Qué
quiere decir con esto? ¿No abrió el Padre celestial completamente la puerta de
la gracia cuando envió a su Hijo? ¿No es su voluntad que todos se salven y
nadie se pierda? Seguramente, la puerta de la gracia está completamente abierta
y es la voluntad de Dios que no se pierda nadie. Sin embargo, nuestra carne
pecaminosa resiste entrar por esa puerta y si es que considera entrar en el
cielo, quiere hacer su propia entrada caprichosa en forma ilegítima. Aun cuando
Dios en su gracia nos indica la puerta correcta, hay una renuencia de parte del
hombre pecador para entrar allí. Además, el diablo y el mundo apoyan a nuestra
carne en su renuencia a entrar por la puerta de la gracia que Dios ha provisto.
Por eso Jesús dice que esa puerta es angosta. Muchos no quieren reconocer que
Cristo es esa puerta y por eso no entran en el cielo. La Biblia nos asegura de
que “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo,
dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Tenemos que
entrar en el cielo como lo indica Dios, o no entraremos.
Tampoco debemos ceder ni un centímetro al diablo, al
mundo y a nuestra carne cuando tratan de impedir que entremos en la puerta
divina de la gracia, ni posponer ni aflojarnos en nuestros esfuerzos por entrar
allí. De otro modo hay la posibilidad a que Jesús llama nuestra atención en
Lucas 13:25: “Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la
puerta” — es decir en el día del juicio o cuando ha terminado nuestro tiempo
personal de gracia — “y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo:
Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois. Entonces comenzaréis a decir:
Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste”. Llamarás
la atención al hecho de que asististe a la iglesia, te llamas cristiano. — “Pero os dirá: Os digo que no sé
de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad. Allí será el
llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a
todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos. Porque
vendrán del oriente y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la
mesa en el reino de Dios. Y he aquí,
hay postreros que serán primeros, y primeros que serán postreros!” (Lucas
13:22-30).
Allí tienes la respuesta
del Señor a la pregunta impertinente que no tenemos por qué hacer — si sólo
pocos se salvarán. Hagamos lo que él dice: esforzarse por entrar por la puerta
angosta. ¡Dios nos ayude a hacer precisamente esto!
Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que
se humilla será enaltecido. (Lucas 18:14)
La puerta al cielo es demasiado angosta para gente
arrogante y farisaica. Sin embargo, es lo suficientemente ancha y bien abierta
para los pobres pecadores que humildemente dependen de los méritos de Cristo.
Jesús trató de enseñar esta lección en cierta ocasión a los que pensaban que
eran piadosos y despreciaron a los demás. Empleó una parábola para hacerlo.
“Dos hombres subieron al templo a orar: uno era
fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy
gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni
aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de
todo lo que gano”.
¿Qué clase de hombre fue este fariseo? Es cierto, no
fue como los hombres comunes. No fue ladrón, tampoco defraudó a otros de lo que
legítimamente era suyo. No fue adúltero y fue muy diferente del cobrador de
impuestos. Ayunó dos veces a la semana, algo que la ley de Moisés ni siquiera
requería, y honestamente dio los diezmos de todo lo que tenía. Ninguna corte
secular ni eclesiástica podía hallarlo culpable de ninguna trasgresión. Por
todo esto agradeció a Dios, y en cierto sentido atribuyó ese honor a Dios. —
Todo esto estuvo muy bien. Sin embargo, esto es casi todo lo bueno que se puede
decir de la situación. No había más de lo que cualquier pagano podría haber
hecho, y algunos de ellos realmente hicieron todo eso. Allí estaba,
agradeciendo a Dios por todo esto, pero al mismo tiempo jactándose y dándose el
mérito de ello. Al suponer que podía así estar firme en el juicio divino y
pasar como un hombre justo, se estaba engañando. Estuvo totalmente ciego en
cuanto al corazón y el alma de la ley de Dios, que debe haber aprendido de
Moisés y los profetas. No menciona pecado de su parte y en consecuencia no hay
ninguna confesión de pecado ni ruego por el perdón, ni esperaba ni confiaba en
el Mesías de Israel. Estuvo tan lleno de su propia importancia y superioridad
que no había lugar para nada más en su corazón. Sólo tenía una mirada
despiadada y sin amor y una palabra pecaminosa de desprecio para el cobrador de
impuestos al cual notó a una distancia también orando en el templo.
Miremos al cobrador de impuestos por un momento. “Mas
el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que
se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador”. Es cierto, no
había duda de que era un pecador que se aprovechaba de la gente. Al menos, así
había sido en el pasado. Pero ahora hubo un cambio en él. Ahora estaba
atormentado y atribulado por sus pecados. Se avergonzaba de ellos y se sentía
atraído al templo. Y allí su vergüenza lo obligó a buscar un rincón escondido
desde el cual todavía podía ver el altar de sacrificios. Ni se atrevía a
levantar sus ojos al cielo. Con la cabeza baja, y con remordimiento y
arrepentimiento amargo y sincero por sus pecados, se golpeó el pecho. Sin
embargo, no se desesperó, porque el mensaje misericordioso del evangelio que
había escuchado en su juventud le dio una chispa de esperanza. Ante él estaba
el gran recuerdo del Mesías prometido para los creyentes del Antiguo
Testamento, el altar de sacrificio. Y motivado por el Espíritu Santo pronunció
esta palabra de fe y confianza: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.
¿Cuál es el juicio de Cristo sobre esta escena en el
templo? “Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro”,
claramente indicando que sus pecados le fueron perdonados y que Dios miraba con
favor a este hijo suyo arrepentido. ¿Y el fariseo? — Fue a su casa igual como
había llegado, arrogante y satisfecho de sí mismo, pero con el desagrado de
Dios pesando sobre él. “Porque cualquiera que se enaltece, será humillado”
debido a que toda la “justicia” de que se felicita es una abominación ante
Dios. Sin embargo recuerda: “el que se humilla” — como de hecho todo hombre sin
excepción que reconoce sus pecados y defectos tiene razón para hacerlo — “el
que se humilla” y se refugia en la gracia de Dios que está disponible para
todos en Cristo Jesús “será enaltecido” al cielo mismo (Lucas 18:9-14).
En verdad, la puerta del cielo, que es Cristo Jesús,
es demasiado angosta para admitir a la gente arrogante y farisaica, pero allí
está, abierta de par en par para los pecadores penitentes que dependen de la
gracia de Dios en Cristo.
Semana de Septuagésima
Así, los primeros serán postreros, y los postreros,
primeros. (Mateo 20:16)
La puerta al cielo no sólo se cierra contra el fariseo
que se creía justo por sus obras que conocimos en la meditación de ayer, sino
también en dondequiera que entra en el corazón de cristianos, de discípulos de
Jesús, el mismo veneno que depende de la propia “justicia” imaginaria y así
realmente rechaza la justicia de Jesús. Para que la puerta al cielo no se quede
cerrada para los suyos, Jesús da una solemne advertencia en la parábola de hoy.
Aceptemos esa advertencia y arrepintámonos mientras todavía hay tiempo para
hacerlo.
Oigamos la parábola: “Porque el reino de los cielos es semejante a
un hombre, padre de familia, que salió por la mañana a contratar obreros para
su viña. Y habiendo convenido con los obreros en un denario al día [lo cual era
el pago normal para un jornalero en el tiempo de Jesús], los envió a su viña. Saliendo
cerca de la hora tercera del día, vio a otros que estaban en la plaza
desocupados; y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea
justo. Y ellos fueron. Salió otra vez cerca de las horas sexta y novena, e hizo
lo mismo. Y saliendo cerca de la hora undécima, halló a otros que estaban
desocupados; y les dijo: ¿Por qué estáis aquí todo el día desocupados? Le
dijeron: Porque nadie nos ha contratado. El les dijo: Id también vosotros a la
viña, y recibiréis lo que sea justo. Cuando llegó la noche, el señor de la viña
dijo a su mayordomo: Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando desde
los postreros hasta los primeros. Y al venir los que habían ido cerca de la
hora undécima, recibieron cada uno un denario. Al venir también los primeros,
pensaron que habían de recibir más; pero también ellos recibieron cada uno un
denario. Y al recibirlo, murmuraban contra el padre de familia, diciendo: Estos
postreros han trabajado una sola hora, y los has hecho iguales a nosotros, que hemos
soportado la carga y el calor del día. Él, respondiendo, dijo a uno de ellos:
Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es
tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito
hacer lo que quiero con lo mío? ¿O
tienes tú envidia, porque yo soy bueno? Así, los primeros serán postreros, y los
postreros, primeros” (Mateo 20:1-16).
Los últimos son los que poco antes de su muerte han
llegado a creer en Jesús como resultado del llamamiento misericordioso de Dios,
y que sólo por poco tiempo, tal vez sólo por unos momentos, fueron siervos del
Señor Jesús en esta tierra. Mientras los primeros son los que por la gracia de
Dios desde el principio de la niñez creyeron en el Señor Jesús y estaban en su
reino y lo servían.
“Los postreros [serán] primeros” significa
que se les está haciendo iguales a los primeros porque el Señor es tan
misericordioso que su llamamiento procede de su gracia y misericordia pura y
libre y no de ninguna otra causa. Estos últimos en ser llamados reconocen esto
de inmediato y están sumamente contentos y agradecidos.
“Los
primeros serán postreros” indica que deben ocupar el lugar en que estaban los
últimos antes de llegar a la fe y haber entrado en el reino de Dios. Ahora son
expulsados del reino de Dios y la puerta se cierra contra ellos — porque se han
alejado de la gracia y no por ningún otro motivo. En el reino de Dios la gracia
reina sobre todo. Es pura gracia que se nos permite y tengamos la capacidad de
servir a Dios en su reino. Aun las cruces y las incomodidades que llegan a los
hijos de Dios son gracia. Sólo la gracia de Dios es la causa de nuestra
salvación. — Los primeros han olvidado esta gracia. Llaman la atención a su
largo servicio en el reino de Dios y se imaginan que esto les da derecho a un
trato especial. Tienen envidia porque Dios en su misericordia hace que los
últimos sean iguales a ellos porque piensan que estos últimos no lo hayan
merecido. En consecuencia, su fe ya no está fundada en la gracia, sino buscan tener
derecho al cielo en base a su propio mérito imaginario y buenas obras. Y con
ese fundamento Dios con justicia les paga: ahora son los últimos, porque como
leemos en la parábola de la fiesta de bodas (Mateo 22): “muchos
son llamados, y pocos escogidos”.
Querido Dios, permite que aceptemos a tiempo la
advertencia y permite que siempre pongamos nuestra fe en tu gracia en Cristo
Jesús nuestro Señor.
Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja,
que entrar un rico en el reino de Dios. (Mateo 19:24)
En una ocasión un joven de clase alta corrió a Jesús,
se arrodilló ante él y le dijo: “Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la
vida eterna?” — Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno
sino uno: Dios”. Es como si dijera: ¿Por qué me llamas bueno, te arrodillas
ante mí y deseas información de mí sobre la vida eterna, puesto que,
propiamente, sólo Dios merece tal honor? ¿Quién piensas que soy? — “Mas si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” — puesto que obviamente
piensas que puedes lograrlo haciendo el bien.
Ahora el joven rico quería saber cuáles mandamientos
especiales tenía que guardar. — Tal vez recuerdas que los maestros judíos
consideraban que había cientos de ellos. — Jesús no estaba de acuerdo; por lo
cual llama la atención a los Diez Mandamientos diciendo: “No matarás. No
adulterarás. No hurtarás. No dirás falso testimonio. Honra a tu padre y a tu madre”. — Luego el pobre joven
equivocado dijo: “Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?”
Jesús lo miró y lo amó y quería curarlo de su ilusión
de que podía guardar los mandamientos en la forma en que Dios quiere que se
guarden, es decir, a la perfección. Quería abrir sus ojos a cuánto todavía le
atraían las cosas de este mundo, las riquezas, y en consecuencia, lo lejos que
todavía estaba del reino de Dios. Y puesto que este joven en su corazón
inquieto todavía buscaba un mandamiento especial que le podría asegurar el
camino al cielo, Jesús en su omnisciencia le dio un mandamiento especial que
era especialmente apropiado para su situación: “Aún te falta una cosa. Si
quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás
tesoro en el cielo; y ven y sígueme”.
Con esas palabras el Señor que ve todo puso el dedo en
la llaga. La pregunta del joven seguramente no era hipócrita sino honesta,
aunque se basaba en una idea equivocada. Pero cuando escuchó la respuesta de
Jesús se le cayó el semblante y se fue triste porque tenía mucha riqueza. No
estaba dispuesto a hacer lo que Jesús le había mandado porque su riqueza
formaba una barrera para seguir a Jesús, y en su caso particular esto habría
sido necesario.
Jesús miró alrededor y dijo a sus discípulos: “De
cierto os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos ...
es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el
reino de Dios”. Los discípulos se asombraron aún más y dijeron: “¿Quién, pues,
podrá ser salvo?” — Jesús los miró y les dijo: “Para los hombres esto es
imposible; mas para Dios todo es posible”. (Mateo 19; Marcos 10; Lucas 18).
Podemos ver claramente en este ejemplo y en las
palabras de Cristo que la riqueza, o más bien estar apegado a la riqueza, es
una de las cosas que hace que la puerta del cielo sea demasiado angosta para
los hombres. Esto fue el caso no sólo con el joven rico, sino siempre que el
corazón del hombre se apegue a las riquezas. En realidad, todo el que es así,
sin considerar la cantidad de riqueza que tenga, lo ama más que al Señor Jesús.
Cuán difícil, de hecho, imposible es para nuestra carne y sangre escoger el
sumo bien. No obstante, Dios puede producir un cambio que es imposible para el
hombre. Dios puede romper todas las cadenas pecaminosas, aun las fuertes
cadenas que la riqueza usa para esclavizar a los hombres.
Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas
injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas. (Lucas
16:9)
Puesto que aprendimos ayer que la riqueza es tan
peligrosa para el alma del hombre, ¿qué deben hacer los que tengan riquezas?
¿Deben hacer lo que aconsejó el Señor al joven rico, dar todo su dinero a los
pobres? No, pues como notamos ayer, el suyo era un caso especial. ¿Entonces,
qué deben hacer? En primer lugar, sus corazones no deben apegarse a su riqueza.
Como leemos en el Salmo 62:10: “Si se aumentan las riquezas, no pongáis el
corazón en ellas”, o como se nos amonesta en 1 Corintios 7:30: “y los que
compran, como si no poseyesen”. — Esto se aplica a todas las posesiones
terrenales. Debes tomar muy en serio este consejo divino. — El Señor nos enseña
en una parábola cómo los cristianos y discípulos de Jesús debemos usar en forma
correcta nuestro dinero y posesiones.
“Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue
acusado ante él como disipador de sus bienes. Entonces le llamó, y le dijo:
¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no
podrás más ser mayordomo. Entonces el mayordomo dijo para sí: ¿Qué haré? Porque
mi amo me quita la mayordomía. Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya
sé lo que haré para que cuando se me quite de la mayordomía, me reciban en sus
casas. Y llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero:
¿Cuánto debes a mi amo? Él dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu
cuenta, siéntate pronto, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: Y tú,
¿cuánto debes? Y él dijo: Cien medidas de trigo. Él le dijo: Toma tu cuenta, y
escribe ochenta. Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente;
porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes
que los hijos de luz.”
Después de relatar la parábola, Jesús volvió a sus
discípulos y les habló: “Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas
injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas
eternas”.
Así que el Señor quiere que usemos nuestras riquezas,
que tan a menudo es una fuente de injusticia y seguramente es una tentación
para el uso pecaminoso, para ganar amigos. Pero estos amigos se deben ganar en
una forma cristiana y agradable a Dios, no en una forma pecaminosa como el
mayordomo en la parábola. Y no debe ser necesario explicar esto en detalle a
los cristianos. ¿No te parece que puedes usar tu riqueza para secar muchas
lágrimas y reprimir muchos suspiros? ¿No hay cientos de oportunidades para que
uses tu riqueza en el reino de Dios para que suban bendiciones y oraciones de
acciones de gracias al trono de Dios si es que ellos saben quién eres o no? Y
si haces esto en fe por motivo del Salvador y el amor para con el prójimo,
entonces, cuando se haya acabado toda tu riqueza y posesiones, es decir, cuando
tengas que abandonar este mundo, entonces tu Salvador que todo lo ve reconocerá
por sus acciones que tuviste una fe viva, y su oído que siempre oye escuchará
las alabanzas de aquellos a quienes ayudaste cuando tenían necesidad rogando
por ti: “Sí, Señor, él nos ayudó cuando teníamos necesidad, recíbelo en las
mansiones eternas”. Y el Señor hará precisamente eso.
Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para
con Dios. (Lucas 12:21)
¿Cómo le irá a una persona que es así? Jesús nos muestra en la
siguiente parábola: “La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él
pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis
frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y
allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos
bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate.
Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has
provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico
para con Dios (Lucas 12:16-20).
Hay gente en todas las circunstancias de la vida que
se esfuerzan por poder llevar una vida cómoda, fácil, libre de preocupaciones.
Y si tienen éxito en este esfuerzo, de una manera complaciente se dicen: “Ahora
he logrado mi objetivo. Voy a descansar. Comeré y tomaré lo mejor que hay y ya
no me preocuparé”. Así como antes se empeñaban en adquirir la riqueza, ahora
piensan sólo en gozarla. Seguramente tienen una actitud terrenal y están tan
felices y contentos como el ganado que se está engordando. Así no puede entrar
ningún pensamiento espiritual en su alma. Los pensamientos acerca de lo que sucede
después de la muerte, el arrepentimiento, la fe en Cristo, seguir en sus
huellas, hacer algo por los demás, buscar entrar por la puerta angosta, —
¡locura! Eso es ser demasiado piadoso y sólo deprime al espíritu. Son gente
bastante buena, tienen muchos amigos y ellos los respetan. Después de algún
tiempo yacen en sus ataúdes. Es posible que algún predicador ofrezca un bonito
y sentimental discurso funerario ante ese ataúd. Pero hay más interés en el
albacea de su testamento que en el predicador.
¿Y ellos mismos? — Son muy pobres ahora. Se
enriquecieron con dinero, pero no eran ricos para con Dios. Y ahora su riqueza
terrenal no los puede ayudar. No pueden llevarla con ellos para exhibirla como
lo hicieron en esta vida terrenal. Ante Dios no pueden exhibir la vida que
llevaron en esta tierra. No son ricos, sino están en absoluta pobreza ante
Dios. “Ricos para con Dios”, ¿qué significa eso? Quienes por fe en Cristo
tienen el perdón de pecados tienen una justicia que es aceptable ante Dios. Y
aquellos cuya fe en Cristo no fue fingida tienen suficiente evidencia en sus
vidas para dar testimonio a ello. Entrarán en el descanso que Dios ha preparado
para su pueblo. Pero los otros, aquellos que en esta vida sólo eran ricos para
gozarse ellos mismos, terminarán en donde hay lloro y crujir de dientes. Así
será con todo el que sólo acumula las cosas para él mismo y no es rico para con
Dios.
Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para
con Dios. (Lucas 12:21)
Queremos continuar la meditación de ayer e indicar
cuál es el destino después de la muerte de las personas que acumulan tesoros
para ellos mismos, principalmente para gastarlo en ellos mismos, y no son ricos
para con Dios. Jesús, en una narrativa y cuento, levanta parcialmente el velo que
todavía oculta la vida venidera de nuestra vista. Contaremos esta historia y
agregaremos algunos comentarios.
Había un hombre rico que se vistió de púrpura y
lino fino, en ropa espléndida como la que usan los príncipes, y vivía con toda
clase de lujos. Se dedicó a este estilo de vida y no pidió más, porque era lo
único que le preocupaba en la vida.
En su puerta había un limosnero llamado Lázaro,
cubierto de llagas, quien deseaba comer de lo que caía de la mesa del rico. Aun
los perros llegaron para lamerle las llagas. — Sin duda el rico no objetó,
porque en esas tierras aumentaba el estatus de un hombre si muchos pobres se
reunían por su puerta a quienes se echaba lo que quedaba de una comida. Pero
los siervos hacían esto, sin que el rico siquiera pensara en los pobres que
allí se reunían. Sin embargo, los perros que estaban presentes lamieron las
llagas de Lázaro. Parecían más misericordiosos que el rico. — Llegó el tiempo
para que el limosnero muriera y los ángeles lo llevaron a la presencia de Abraham,
al cielo. Por esta afirmación podemos concluir que el pobre fue un hijo
espiritual de Abraham, es decir, un hijo creyente de Dios que soportó con
paciencia su tribulación y que tuvo su esperanza puesta en la liberación final
de su tribulación. Y esto se le concedió en el momento propicio.
El rico también murió y fue sepultado — sin duda
con gran pompa y ceremonia.
Y ahora nuestro Señor levanta el telón para que
veamos, revelando lo que experimentó el rico después de la muerte. Jesús usa
palabras y conceptos que son similares a esta vida terrenal para que podamos
comprender más fácilmente. De hecho, sin embargo, nuestra lenguaje no tiene
palabras ni nuestra mente conceptos para la vida más allá del sepulcro. — En el
infierno, en donde el rico estuvo atormentado, sus ojos podían ver ahora lo que
durante su vida terrenal estaba velado a su vista. Allí vio a Abraham a lo
lejos con Lázaro a su costado. Así le llamó: “Padre Abraham, ten
misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua,
y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama”. — Sin embargo,
Abraham respondió: “Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y
Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo
esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los
que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá”. — Al
rico ahora se le dio a conocer el hecho de que con su estilo de vida egoísta y
materialista había menospreciado la salvación y que ahora no había ni alivio ni
esperanza para él.
Luego
respondió: “Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo
cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a
este lugar de tormento”. — A esto Abraham respondió: “A Moisés y a los profetas
tienen; óiganlos”. — “No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre
los muertos, se arrepentirán”. —
Abraham le dijo: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán
aunque alguno se levantare de los muertos” (Lucas 16:19-31).
¿Qué
significa esto? ¿Pueden los condenados reprochar a Dios de no haber hecho todo
lo necesario para llevarlos al conocimiento de la salvación? — No importa, pero
se les da a conocer que la poderosa palabra de Dios y el evangelio que ellos
menospreciaron es el único medio que puede convertir al hombre y salvarlo.
Aprendamos
esa lección antes que sea demasiado tarde, y no permitamos que la riqueza y los
placeres de este mundo nos atrapen ni nos engañen.
¿Por qué
pensáis dentro de vosotros, hombres de poca fe, que no tenéis pan? (Mateo
16:8)
Estos
últimos días hemos hablado mucho del peligro que presenta la búsqueda de
riqueza y placeres para nuestra salvación. El pobre que escucha estas
meditaciones tal vez suspire y esté tentado a decir: “Todo esto puede ser
cierto, pero la riqueza y el placer apenas me puede preocupar, puesto que a
duras penas puedo dar a mi familia siquiera las necesidades de todos los días”.
— Si éste es tu caso, no negaremos que ésta es una carga pesada. Sin embargo,
permítenos contarte una historia acerca de Jesús y sus discípulos que ha
ayudado a muchos y que te ayudará también a ti.
En
cierta ocasión, después de que Jesús había tratado con sus enemigos persistentes,
los fariseos y los saduceos, entró en una barca junto con sus discípulos para
zarpar al otro lado del mar de Galilea. Tuvieron tanta prisa que se les olvidó
a los discípulos llevar suficiente pan y sólo había un pan en la barca.
Entonces su Maestro, todavía pensando en su conversación con los fariseos y
saduceos, dijo: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los
saduceos”. Sin embargo, sus discípulos, que habían estado pensando en otras
cosas, no entendieron sus palabras. Discutían el asunto entre ellos y
finalmente dijeron: “Esto dice porque no trajimos pan”. Suponían que las
palabras de Jesús eran una reprensión velada por haber olvidado traer
suficiente pan y tal vez hasta una advertencia de que sus enemigos podrían
envenenar su pan. Les preocupaba mucho que sólo había un pan para todo el
grupo.
Consciente
de su discusión, Jesús preguntó: “¿Por qué pensáis dentro de vosotros, hombres de poca fe, que no
tenéis pan? ¿No entendéis aún, ni os acordáis de los cinco panes entre cinco mil
hombres, y cuántas cestas recogisteis? ¿Ni de los siete panes entre cuatro mil,
y cuántas canastas recogisteis? ¿Cómo es que no entendéis que no fue por el pan
que os dije que os guardaseis de la levadura de los fariseos y de los
saduceos?” (Mateo 16; Marcos 8).
Querido
amigo cristiano, tú que te preocupas por las necesidades diarias, ¿puedo darte
un consejo? Recuerda el milagro del pan y los peces que tu Señor Jesús realizó
en dos ocasiones en el desierto para multitudes y pregúntate si es incapaz o está
indispuesto a cuidarte a ti. Recuerda que ha prometido a sus discípulos que él
siempre estará con ellos hasta el fin del mundo. ¿No eres tú su discípulo?
Recuerda, él ama a los suyos. Realmente, existe alguna razón para preocuparte?
No incluyó la cuarta petición en la oración que enseñó a sus discípulos?
¿No
debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia
de ti? (Mateo 18:33)
Un día
cuando conversaba con sus discípulos se presentó ocasión para que Pedro se
acercara a su maestro preguntando: “Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi
hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?” Como puso lo que le parecía un
límite muy generoso para la paciencia humana, Pedro pensaba que estaba a salvo.
Seguramente quedó sorprendido, o tal vez escandalizado, por la respuesta de
Jesús: “No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete. Y si siete
veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me
arrepiento; perdónale” (Mateo 18:21,22; Lucas 17:4). — Para aclarar su
instrucción para Pedro y los demás discípulos — y de paso para sus discípulos
de todo tiempo y época — el Maestro contó la siguiente parábola.
“El
reino de los cielos [en este respecto] es semejante a un
rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le
debía diez mil talentos [diez mil talentos es una suma enorme]. A éste, como no pudo pagar, ordenó su señor
venderle, y a su mujer e hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda.
Entonces aquel siervo,
postrado, le suplicaba, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo
pagaré todo”. — Este siervo seguramente no sabía lo que decía, porque cancelar
esta deuda era imposible. — “El señor de aquel siervo, movido a misericordia,
le soltó y le perdonó la deuda”. — Tal vez te preguntes, y con razón, en dónde
encontraría el ser humano tanta misericordia.
Continúa
la parábola: “Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos, que le
debía cien denarios [una suma ínfima en comparación con los diez mil talentos] ; y asiendo de él, le ahogaba, diciendo:
Págame lo que me debes. Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le
rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. [Esto hubiera
sido posible para un ser humano]. Mas él no quiso, sino fue y le
echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Viendo sus consiervos lo que
pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y refirieron a su señor todo lo que
había pasado”.
“Entonces,
llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné,
porque me rogaste.
¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve
misericordia de ti?
Entonces su señor, enojado,
le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía”. — ¿Piensas
que este hombre haya podido salir de la cárcel?
Jesús
concluyó su parábola diciendo: “Así también mi Padre celestial hará con
vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas”
(Mateo 18:23-35).
Dios ha
perdonado a cada uno de nosotros una deuda infinita de pecado y culpa por causa
de Cristo Jesús, nos ha librado del castigo del infierno que de otro modo
tendríamos, y misericordiosamente nos ha prometido la salvación eterna. Diaria
y abundantemente por amor a Jesús nos perdona todos nuestros pecados y nos
considera sus hijos queridos. ¿Será posible, entonces, que nosotros tratemos
con dureza a nuestros hermanos y vecinos cristianos, cuyas ofensas son
triviales en comparación a las que nosotros cometemos contra Dios? Amigo, considera
la respuesta a esa pregunta antes de seguir leyendo.
Los
cristianos e hijos de Dios verdaderos, que han nacido de nuevo por obra del
Espíritu Santo, se esfuerzan por ser como su Padre celestial. Lucharán por
hacerlo porque Dios, el Espíritu Santo, el Autor de su renacimiento y por quien
han llegado a conocer la gracia de Dios en Cristo, mora en ellos y los impulsa
a esforzarse para ser como Dios. Y aunque, debido a la debilidad de nuestra
carne pecaminosa, todavía somos muy deficientes en esto, podemos hacer cierto
progreso, aunque sea imperfecto. Especialmente el Espíritu Santo los impulsa a
ser misericordiosos. En donde esto no sucede, tal persona no es un cristiano
sino un hipócrita o ha abandonado la fe. Esa persona no recibirá misericordia,
sino sólo puede esperar una condenación justa de Dios sin ninguna misericordia.
Eso es lo que Jesús declara. Ven, entonces, junta las manos y ora esta estrofa del himno de Lutero:
Perdona
nuestras deudas ya;
Haz que
ellas no nos turben más.
Así
también de corazón
Por
deudas damos el perdón.
Haz que
con fraternal amor,
Cada uno
sea un servidor. (CC 449:6)
Semana
de sexagésima
Orad sin
cesar. (1 Tesalonicenses 5:17)
Mientras
vivamos en esta tierra continuamente estamos en peligro y angustia, física y
espiritual. Por eso se nos exhorta a que continuamente invoquemos a Dios con la
petición de que él nos proteja y libre. Y puesto que Dios es nuestro querido y
reconciliado Padre celestial por medio de Cristo, nuestra relación espiritual
con él debe ser similar a la relación que los hijos queridos de esta tierra
tienen con sus padres y madres terrenales. Debemos estar en constante
comunicación con él, especialmente cuando tengamos problemas, como ya lo hemos
dicho. Y si no parece escuchar, no debemos pensar que sea así, sino seguir
invocándole y no cansarnos de hacerlo. ¿No es cierto que él ha hecho que su
apóstol escribiera: Orad sin cesar? Considera cómo se portan los niños pequeños
en la tierra cuando su madre no les responde de inmediato. Claman tanto más;
así nosotros también. Ésta es la voluntad de nuestro Padre celestial; y como
resultado de esa oración quisiera probar nuestra fe y fortalecerla. Ciertamente
no nos abandonará ni dejará que nuestra fe sea avergonzada. Nos librará cuando
llegue el momento propicio.
Nuestro
Señor enseñó esto a sus primeros discípulos por medio de una parábola que nos
convendrá tomar a pecho, puesto que el Espíritu Santo hizo que se escribiera en
la Biblia.
En Lucas
18 leemos que “también
les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre, y no
desmayar, diciendo: Había en una ciudad un juez, que ni temía a Dios, ni
respetaba a hombre. Había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a
él, diciendo: Hazme justicia de mi adversario. Y él no quiso por algún tiempo;
pero después de esto dijo dentro de sí: Aunque ni temo a Dios, ni tengo respeto
a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta, le haré justicia, no sea
que viniendo de continuo, me agote la paciencia”.
Después
de relatar la parábola, el Señor dijo: “Oíd lo que dijo el juez injusto. ¿Y acaso Dios no hará
justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto
les hará justicia” (Lucas 18:1-8).
Por supuesto, Jesús no está retratando a Dios como
un juez injusto, sino dice lo siguiente: Si un juez injusto que ni teme a Dios
ni le importan los hombres finalmente procuró que una viuda que no era nada
para él finalmente obtuviera la justicia debido a sus ruegos constantes, cuánto
más el Dios fiel y misericordioso escuchará los ruegos de sus queridos hijos
elegidos que claman de día y de noche a él, y los librará, aun cuando parezca
indiferente a sus oraciones. Pronto los librará y será en el mejor momento.
Ves, de esta forma nuestro Señor Jesús, y Dios por medio de él, quisiera
enseñar y animarnos a orar continuamente y con fervor, y nos promete que
seguramente escuchará y ayudará. Sé como la viuda en la parábola al tratar con
Dios; él lo quiere así.
Volvió,
pues, Jesús a decirles: De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las
ovejas. (Juan 10:7)
Hay
pastores de ovejas y hay pastores de almas. Los pastores de ovejas deben
atender las necesidades físicas de sus animales y los pastores cristianos deben
cuidar las almas que se les ha encomendado en forma espiritual. Y así como es
muy importante que las ovejas tengan un pastor bueno o malo, también es mucho
más importante que los cristianos tengan un buen pastor. En esta meditación
tenemos la intención de ver las características de los pastores espirituales
buenos y malos usando la instrucción de Jesús sobre ello.
Escuchemos
la parábola siguiente. “El que no entra por la puerta en el redil de las
ovejas, sino que sube por otra parte, ése es ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta,
el pastor de las ovejas es. A éste abre el portero, y las ovejas oyen su voz; y
a sus ovejas llama por nombre, y las saca. Y cuando ha sacado fuera todas las
propias, va delante de ellas; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz.
Mas al extraño no seguirán, sino huirán de él, porque no conocen la voz de los
extraños”.
Algunos
de los fariseos que habían oído esta parábola no entendían lo que Jesús les
decía. Por esa razón el Señor continuó: “Yo soy la puerta de las ovejas”, es
decir, si un pastor quiere cuidar las ovejas de Cristo, sus creyentes, debe
llegar a ellos en el nombre de Cristo, ser enviado por Cristo, predicarles a
Cristo, y hacerlo así como la Biblia predica y escribe de Cristo. Sólo de esta
forma los hombres entran en el redil de Cristo, la iglesia cristiana. Cristo
mismo lo dice: “Todos los que antes de mí vinieron” — es decir, que yo no envié
y que no predican mi palabra — “ladrones son y salteadores”, es decir, ladrones
y asesinos de almas humanas. “Pero no los oyeron las ovejas”, o sea, el rebaño
pequeño de los creyentes verdaderos, los elegidos, que en todo tiempo a pesar
de los muchos errores que se predican, se apartan de esos errores y buscan a
Jesús. El Señor repite lo que dijo antes: “Yo soy la puerta; el que por mí
entrare, será salvo”, o sea, todo el que cree en mí como el único Salvador de
la humanidad y me proclama como tal. “Y entrará, y saldrá, y hallará pastos”,
es decir, como un pastor junto con sus ovejas a las que está cuidando. Y el
gran y único portero, el Espíritu Santo, dará entrada al redil de Cristo. Pero
el “ladrón”, el maestro y profeta falso, “no viene sino para hurtar y matar y
destruir” a las ovejas que el Salvador ha redimido con alto precio. “Yo”, dice
el Salvador en contraste”, “he venido para que tengan vida, y para que la
tengan en abundancia”, es decir, tener todo lo necesario para su salvación. Por
ello es evidente, entonces, que los pastores de almas fieles predican sólo a
Cristo y alimentan a sus ovejas sólo con su palabra.
Así,
querido cristiano, has oído la descripción tanto de los pastores buenos como
los malos, para que puedas estar alerta y no ser defraudado de la salvación de
tu alma. Todo el que fielmente te predica a Cristo y su palabra, debes
escucharlo fielmente, y debes evitar y huir de todo el que no lo hace, como de
un ladrón y salteador que tiene la intención de destruir tu alma. Ésta es la
enseñanza de Cristo.
Yo soy
el buen pastor. (Juan 10:11)
Nuestro
Señor lo dice. Realmente es el único buen pastor cuya venida y fidelidad fue
prometida en el Antiguo Testamento. Lee, por ejemplo, Is. 40:11; Ez. 34:11-23 o
37:24. Para grabar esto en nosotros Jesús primero nos cuenta una parábola,
diciendo: “el buen pastor su vida da por las ovejas”. Realmente es así. David,
como un buen pastor, luchó ferozmente en una ocasión con un león, y en otra,
con un oso. — El Salvador sigue con su parábola: “Mas el asalariado, y que no
es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las
ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa. Así que el asalariado huye, porque es asalariado, y no le importan las
ovejas”. — Lo único que le importa es su pago, no las ovejas.
Ahora el
Salvador aplica la parábola a sí mismo y dice: “Yo soy el buen pastor; y
conozco mis ovejas, y las mías me conocen”. — Nuestro Señor conoce
absolutamente a todas sus ovejas. No sólo conoce a sus cristianos, sino los
reconoce como suyos y les tiene mucho amor. A la vez, sus cristianos lo conocen
por medio de su palabra, lo reconocen en fe como su querido buen Salvador, y lo
aman porque él primero los amó. Y puesto que este conocimiento y amor entre
Cristo y los suyos no tiene paralelo en este mundo, el Salvador dice por
analogía: “así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre”. — Con qué
firmeza se pone de nuestro lado al decir esto. ¿No debe tanto amor llevarnos a
confiar implícitamente en él? Aunque nuestro amor por él es demasiado
imperfecto, sin embargo es más fuerte que cualquier amor terrenal. ¿No dice:
“conozco mis ovejas, y las mías me conocen,
así como el Padre me conoce”? Y a pesar de la imperfección de nuestro amor para con
él, ¿no estamos, finalmente, listos a ponerlo primero en nuestra vida?
¿Cómo
demuestra principalmente su amor y fidelidad como nuestro buen Pastor, de modo
que lo reconocemos como nuestro buen Pastor y lo amamos tanto más por su
cuidado fiel? Nos dice en nuestra lección de la Escritura: “y pongo mi vida por
las ovejas”. — Eso sucedió en el Calvario cuando pagó la deuda de nuestros
pecados, y no sólo de los nuestros, sino los de todo el mundo. ¡Seguramente, un
amor así sólo se puede llamar divino!
Y hay
prueba aquí de que ese amor nos incluye a nosotros hoy y no sólo a sus
discípulos judíos de ese tiempo. Su vista divina repasa el mundo entero y toda
época cuando dice: “También tengo otras ovejas que no son de este redil;
aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor”. —
Habla de los gentiles, de los que no son judíos, de los que no descienden de
Abraham. También entre ellos tiene a personas que desde la eternidad son sus
elegidos, y con su corazón lleno de misericordia dice que tiene que traerlos a
su redil, y luego afirma con seguridad divina que ellos oirán su voz y vendrán
a él.
Sí,
querido lector, tú y yo estamos entre ellas, somos sus ovejas y pertenecemos a
su rebaño, y él es nuestro pastor. Y sí, aun ahora hay un rebaño y un pastor.
Las sectas y las divisiones estarán presentes hasta el día del juicio, sin
embargo es cierto que todos los que realmente creen en él como su Salvador
constituirán un rebaño y que él es su único Pastor, algo que será evidente para
la vista de todos cuando él aparezca en gloria para llevar a los suyos al hogar
del Padre.
Por eso
me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. (Juan
10:17)
Hemos
estado escuchando del buen Pastor, especialmente que puso su vida por las
ovejas. Y ahora le oímos decir: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi
vida, para volverla a tomar”. — Tanto el Padre y el Hijo tienen la misma
actitud e intención en cuanto a nuestra salvación y redención. El Hijo puso su
vida por nosotros y el Padre lo ama por eso y se agrada de lo que él ha hecho
por nosotros. Así podemos decir que el cielo nos sonríe.
¿Pero
qué quiere decir realmente cuando Cristo dice: “yo pongo mi vida, para volverla
a tomar”? Un muerto de hecho puede por
el poder de Dios volver a recibir la vida y ser resucitado, ¿pero puede hacer
esto con su propio poder? Sin embargo, eso es lo que Cristo aquí afirma. — Querido
cristiano, la muerte del Buen Pastor, Jesucristo, es muy diferente de la de
cualquier otro pastor fiel. Éste de hecho arriesgará su vida por sus animales,
pero si perdiera la vida haciéndolo, está tan muerto como cualquiera. No es así
con el Señor Jesús. Él, al contrario, voluntariamente entregó su vida por
nosotros. ¿O supones que alguien podría haberlo matado, y hasta haberlo tocado,
si él no hubiera querido? Él es el Hijo todopoderoso de Dios. Nadie le podría
quitar la vida, como dice él, sino que él la entregó voluntariamente por
nosotros. Cuando dijo que nadie podría tomar de él su vida, añade que también
tuvo el poder de volverla a tomar, como lo hace también aquí. Y eso
precisamente hizo al tercer día después de que con su sufrimiento y muerte satisfizo
la justicia divina en nuestro lugar y así nos redimió. Oye la solemne
repetición de esta verdad: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la
pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este
mandamiento recibí de mi Padre” (versículo 18).
Cuando
Jesús dijo estas palabras de majestad divina, hubo disensión entre los judíos
que lo escuchaban. Muchos de ellos decían: “Demonio tiene, y está fuera de sí;
¿por qué le oís?” Otros, sin embargo, dijeron: “Estas palabras no son de
endemoniado. ¿Puede acaso el demonio abrir los ojos de los ciegos?”
¿Y cuál
es tu reacción a estas palabras, querido lector? — Si uno que fuera sólo un
hombre, aunque fuera el más poderoso de los hombres, hablara así, en verdad
estaría completamente loco, o un blasfemo inspirado por el diablo. Sólo el Hijo
todopoderoso, eterno de Dios puede hablar así. Tú en verdad eres bienaventurado
si crees y confiesas que Jesús es “verdadero Dios, engendrado del Padre, y
también verdadero hombre, nacido de la virgen María”. Tú eres bienaventurado si
crees eso, porque entonces también crees que te ha redimido, con todo y ser
pecador, y que el cielo es tuyo. Siempre míralo y escúchalo cuando te habla en
su palabra y te convencerás cada vez más de que él es el verdadero Dios y la
vida eterna, y que es tu Salvador.
Mis
ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les
doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. (Juan
10:27,28)
Después
de que Jesús había dicho estas palabras que hemos considerado en estos últimos
días, los judíos se reunieron alrededor de él, diciendo: “¿Hasta cuándo nos
turbarás el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente”. Sin embargo, no
tenían ninguna intención seria al hacer esta pregunta, sino su objetivo malvado
fue hacer que lo apedrearan como un blasfemo si declaraba ser el Cristo, el
Mesías. Esto es evidente por la respuesta de Jesús. “Os lo he dicho, y no creéis; las obras
que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí; pero vosotros no
creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho. Mis ovejas oyen mi voz,
y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás,
ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que
todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el
Padre uno somos”.
Estas
palabras que dice el Buen Pastor acerca de sus ovejas son muy valiosas y
consoladoras. Deben especialmente ser memorizadas, porque ofrecen mucho
consuelo en la aflicción y son música celestial para los cristianos que se
mueren.
¿Qué
dice aquí el Buen Pastor? Dice que conoce a sus ovejas, y luego también que él
da a sus ovejas la vida eterna. ¿Qué otra cosa mejor podría darles? Les da la
vida, la que ninguna muerte puede terminar, una vida bienaventurada que no
tendrá ni un momento de tristeza. Y seguramente, como él demostró varias veces
mientras vivía entre los hombres en la tierra, tiene el poder sobre la muerte.
No importa qué amenaza a sus ovejas, nunca perecerán y nadie puede arrebatarlas
de su mano. Ningún poder en la tierra, ni la muerte ni ningún poder del
infierno puede hacerlo. Y para dar aun más consuelo a sus ovejas, los consuela
con el conocimiento de que su Padre se las ha dado a él, quien es el Padre
celestial, mayor que todos, y que nadie puede arrebatarlas de la mano de su
Padre. ¿Quién lo podría hacer? Porque él y el Padre son uno, un solo Dios, uno
en su voluntad y su obra misericordiosa en beneficio de todas las ovejas.
Pero ¿no
ves que todo depende de ser una de las ovejas de Jesús, puesto que dice esto a
sus ovejas? ¿Cómo sabes que eres una de las ovejas de Jesús para que puedas
consolarte con estas palabras preciosas? Él te dice: “Mis ovejas oyen mi voz y
me siguen”. Así puedes saber si eres una de sus ovejas. Y ahora oímos que ser
una oveja de Cristo se debe a la pura gracia de Dios quien nos da su palabra y
Espíritu Santo. “Mi Padre ... me las dio”, dice Jesús. No seas obstinado;
escucha la voz del Buen Pastor y síguelo y te conducirá a tu hogar en la casa
del Padre.
Cuando
los judíos escucharon estas palabras recogieron piedras para apedrearlo.
Bienaventurado tú si puedes consolarte en las promesas de tu Buen Pastor.
Y tened
entendido que la paciencia de nuestro Señor es para salvación. (2 Pedro
3:15)
Este
versículo lo apreciaba mucho un misionero del este de la India. Lo escribió en
todas partes donde podía verlo, y estuvo contento cada vez que lo vio. La razón
fue que había experimentado y se había hecho muy consciente de que su salvación
dependía de la paciencia del Señor. Realmente, ¿qué habría pasado con cada uno
de nosotros si nuestro Señor no fuera muy paciente con cada uno de nosotros?
¿Cuántas veces no hemos sido perversos por un tiempo, ya sea por un tiempo
breve o largo? Sin embargo, el Señor tuvo paciencia de nosotros y se esforzó
por encaminarnos otra vez en la senda correcta. Y aun ahora, ¡qué lejos estamos
de cumplir lo que él con todo derecho espera de nosotros! Aun así, el Señor es
muy paciente para con nosotros. Si no lo fuera, todo se acabaría para nosotros.
Así que, consideremos y valoremos lo que significa su paciencia para nuestra
salvación, y agradezcámoslo y alabémoslo por esa paciencia.
Sin
embargo, debemos tener mucho más cuidado de no abusar de esa paciencia. ¡Qué
terrible sería hacer eso! ¡No! Tratemos y esforcémonos cada uno a permanecer en
el camino recto que lleva a la vida eterna, porque a quienes abusan de la
paciencia del Señor les espera un terrible juicio.
Todo lo
que acabamos de decir el Señor lo enseña en una parábola que se encuentra en
Lucas 13:6-9: “Tenía
un hombre una higuera plantada en su viña, y vino a buscar fruto en ella, y no
lo halló. Y dijo al viñador: He aquí, hace tres años que vengo a buscar fruto
en esta higuera, y no lo hallo; córtala; ¿para qué inutiliza también la tierra?
Él entonces, respondiendo, le dijo:
Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella, y la
abone. Y si diere fruto, bien; y si no, la cortarás
después”.
En esa
parábola tú eres la higuera, plantada en la viña del Señor, en el reino de
gracia. La salvación y el Espíritu Santo te pertenecen por medio del evangelio.
¿No es cierto que también en tu caso el Señor de la viña frecuentemente se ha
desilusionado de la falta de fruto, los frutos de arrepentimiento que tenía
derecho a buscar? Sin embargo, gracias a Dios, habló en tu beneficio esa
palabra paciente del obrero celestial de la viña, Jesucristo: “déjala todavía este año”. Y él
se esforzó contigo, y aun ahora obra en ti mientras lees estas palabras. ¿Se está
formando fruto en tu caso?
Todavía hay un “año” de gracia.
Cuándo se acabará ese “año” nadie sabe, pero seguramente no quieres que la
palabra “córtala” se pronuncie en tu caso. Permite, entonces, que la salvación
sea tu primera prioridad y usa bien la paciencia del Señor produciendo fruto
para la vida eterna.
Bienaventurado
el que coma pan en el reino de Dios. (Lucas 14:15)
Éstas
palabras venían de un hombre que en una ocasión se halló sentado a la mesa con
Jesús y quien le había hablado de la resurrección de los justos. Jesús, para
advertirle a él y a sus compañeros de mesa para que no perdieran esa felicidad,
les contó la siguiente parábola.
Jesús
dijo: “Un hombre hizo
una gran cena, y convidó a muchos. Y a la hora de la cena envió a su siervo a
decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado. Y todos a una
comenzaron a excusarse. El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito
ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de
bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo
de casarme, y por tanto no puedo ir”.
Por
supuesto, reconoces que el banquete simboliza la salvación, que se caracteriza
por el perdón de los pecados y la eterna bienaventuranza, que Dios ha preparado
para nosotros por medio de Jesucristo. Cuando son muy jóvenes muchos son
invitados a compartir esta salvación mientras escuchan el evangelio. Sin
embargo, cuando se trata de apropiarse la salvación con verdadera fe, su
actitud terrenal y materialista les impide hacerlo. Todo lo demás les parece
más importante a ellos que su salvación eterna, que fue ganada para ellos a tan
alto precio. Nuestra parábola sólo menciona tres ejemplos de esto, pero hay
muchos más.
Pero
volvamos a la parábola. “Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor.
Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Vé pronto por las
plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los
cojos y los ciegos”.
¿Te
preguntas qué significa esto? El Señor no quiere que la preparación para el
banquete se desaproveche. Si los que primero fueron invitados rehúsan, pues
entonces invita a los que nunca se pensaba que creerían y se salvarían, la
gente pobre y sin instrucción que no tiene iglesia. Ellos, conscientes de su
necesidad y escuchando una invitación llena de misericordia, aceptan con gozo.
¿Qué tal tú?
“Y dijo
el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el
señor al siervo: Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar,
para que se llene mi casa”.
La
gracia de Dios y la invitación no tiene límites. Llama a la gente sin
reputación en la sociedad y a los paganos que participan en toda clase de
prácticas abominables y quiere que ellos también compartan la salvación que
Cristo ha hecho posible. Y muchos de ellos vienen.
Finalmente
Jesús revela que él es ese amo y señor que describió en la parábola diciendo:
“Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará
mi cena”. — Ellos rechazaron los dones celestiales a favor de los terrenales
que tendrán que dejar atrás cuando sean llamados a la eternidad y encontrarán
que la puerta del cielo se les ha cerrado.
Querido
amigo cristiano, has sido invitado, y si no has sido invitado antes, se te hace
la invitación hoy. ¿Qué harás con esa invitación? Se trata de aceptar a Jesús y
su salvación mientras se está ofreciendo. ¿Vas a poner tu corazón en las cosas
terrenales como si pudieras tenerlas y gozarlas para siempre y perder la
invitación divina y misericordiosa del evangelio de dejar que él te dé lo
necesario ahora y para la eternidad? ¡Jamás! ¡Ven, no esperes! Y si ya has
venido, ¡sigue confiando en él para ir al cielo y para todo! Entonces la puerta
del cielo se abrirá para ti cuando llegue la muerte y tengas que dejar esta
tierra.
Semana
de quincuagésima (Estomihi)
El
sembrador salió a sembrar su semilla; ... La semilla es la palabra de Dios. (Lucas
8:5,11)
¿Qué
sucede con la semilla, la palabra de Dios, cuando se esparce en esta tierra? El
Señor Jesús para
nuestro beneficio nos dice en una parábola y en sus explicaciones de la
parábola. Escucha la parábola: “El sembrador salió a sembrar su semilla; y
mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y las aves
del cielo la comieron. Otra parte cayó sobre la piedra; y nacida, se secó,
porque no tenía humedad. Otra parte cayó entre espinos, y los espinos que
nacieron juntamente con ella, la ahogaron. Y otra parte cayó en buena tierra, y
nació y llevó fruto a ciento por uno. Hablando estas cosas, decía a gran voz:
El que tiene oídos para oír, oiga”.
Después,
cuando estaba solo, los que estaban alrededor y los doce preguntaron acerca de
esta parábola. Se la explicó, diciendo: “La semilla es la palabra de Dios. Y
los de junto al camino son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su
corazón la palabra, para que no crean y se salven”. — Éstos son los oyentes
descuidados e indiferentes en quienes la palabra de Dios no penetra, sino queda
en la superficie de su conciencia, por decirlo así. La pisotean por otras cosas
que atraen su atención, y si queda algo, el diablo lo arrebata. Esas personas
siguen siendo lo que eran: personas
indiferentes, sin la fe verdadera.
“Los de
sobre la piedra son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero
éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se
apartan”. — Son la gente sentimental. La semilla de la palabra germina
rápidamente en ellos y da evidencia de crecimiento. Se siente feliz por ellos y
tiene de ellos las mejores esperanzas. Sin embargo, la palabra no ha echado
raíces profundas en ellos. Sus corazones no están preparados y no se han
conmovido. Si tienen que sufrir, negarse y perseverar por amor a la palabra de
Dios y la fe, se apartan.
“La que
cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los
afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto” — Éstos
tienen un corazón dividido. Tienen mucha dedicación a esta vida presente, y
poca para la venidera. Pero eso no sirve; su fe se ahoga y se marchita. Su
cristianismo es semejante a la paja seca.
“Mas la
que cayó en buena tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen
la palabra oída, y dan fruto con perseverancia”. — Sus corazones habían sido
bien preparados por la gracia divina. La ley de Dios había cavado profundamente
en sus corazones, asustándolos; el evangelio también cayó en sus corazones y ha
echado profundas raíces allí. Las tribulaciones vienen a ellos y sienten los
dardos de fuego de Satanás y están conscientes de la debilidad de su fe. Sin
embargo, su fe no se destruye, sino que ésta crece, florece y da fruto conforme
a la gracia que Dios les da.
Eso,
querido amigo, es lo que sucede cuando se esparce la semilla de la palabra de Dios
en la tierra. Cristo lo ha dicho, y hay evidencia de ello. ¿Qué tal tú? ¿Has
tomado el tiempo para examinarte sobre esto? ¿No debes hacerlo? Si determinas
que no eres semejante a la buena tierra, es tu culpa. Sin embargo, todavía hay
esperanza. Los que son similares a la buena tierra son así sólo por la palabra
de Dios y su gracia. Y esta palabra y gracia están a tu disposición y Dios
quisiera usarlas para preparar tu corazón en la forma debida para que su
palabra pueda echar raíces en ti y producir buen fruto. Usa con fidelidad esa
palabra y ora para que la palabra germine en tu corazón y produzca mucho fruto.
Decía además: Así es el reino de
Dios, como cuando un hombre echa semilla en la tierra; y duerme y se levanta,
de noche y de día, y la semilla brota y crece sin que él sepa cómo. Porque de
suyo lleva fruto la tierra, primero hierba, luego espiga, después grano lleno
en la espiga; y cuando el fruto está maduro, en seguida se mete la
hoz, porque la siega ha llegado. (Marcos 4:26-29)
Después
de que el sembrador ha preparado el campo y sembrado el trigo, ¿qué más tiene
que hacer? Es cierto, puede vigilar para que no entren la gente ni los animales
en el campo y pisoteen las plantas que están brotando. Pero aparte de eso, se
encomienda a Dios y “el labrador espera el precioso fruto de la tierra,
aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía”
(Santiago 5:7). Y mientras cada día sigue con otras tareas y descansa en la
noche, la cosecha también crece, sin atención especial de su parte. No hay nada
que pueda hacer para apresurar las cosas. El suelo produce el grano, gracias al
poder que Dios le ha concedido. Finalmente, cuando llegue el tiempo de la
cosecha, se puede segar.
Así son
las cosas también en el reino de Dios. Podemos y debemos sembrar la palabra de
Dios, es decir, confesar, enseñar y predicarla. Y esto debe suceder en toda
nuestra vida, así como el granjero no puede contentarse con sembrar una sola
vez. Pablo amonestó a los colosenses: “La palabra de Cristo more en abundancia
en vosotros” (Colosenses 3:16). Y el Espíritu Santo, que hizo que Pablo
escribiera esa palabra continúa: “enseñándoos y exhortándoos unos a otros en
toda sabiduría” para que seamos guardados de la sabiduría de este mundo que
destruye las almas. Pero no podemos hacer nada para promover el crecimiento y
el fruto de la palabra que se siembra; sólo Dios lo puede hacer. Y esto lo
enseña Jesús en esta parábola. En consecuencia, es un esfuerzo errado, necio y
hasta dañino usar otros medios para obtener o forzar el fruto de la fe. Y si
parece haber resultados de esta forma, no se pueden atribuir a la verdadera fe
ni son verdaderos frutos del arrepentimiento. Habla, enseña y predica la
palabra de Cristo y permite que ella demuestre su poder en el corazón de
los hombres. El granjero sólo arruinaría las cosas si jalara la semilla que se
está germinando.
Así es
en el reino de Dios, y es un gran consuelo para los predicadores, profesores,
padres y otros cristianos que se preocupan del bienestar espiritual de las
almas encomendadas a su cuidado. Su único deber es sembrar la palabra. Argüir y
tratar de obligar sólo arruina las cosas. Entonces sólo pueden hacer lo que
hicieron en primer lugar, hablar la palabra y encomendar el asunto a Dios. Él
se ocupará de lo demás.
Además,
el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual
un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo
que tiene, y compra aquel campo. — También el reino de los cielos es semejante
a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado
una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró. (Mateo
13:44-46)
El Señor
no nos dice qué representan el tesoro escondido en el campo o la perla. Pero no
es necesario mencionarte qué tesoro es de más valor que cualquier otro en la
tierra. Cada cristiano sabe que es Jesucristo y su evangelio, porque gracias a
Jesús gozamos de la gracia de Dios, tenemos el perdón de los pecados, la
justicia y la adopción como hijos, la vida y la eterna salvación, y además, el
Espíritu Santo. Todo esto no sólo se nos ofrece en el evangelio, sino se nos da
para consolarnos, darnos paz en la conciencia para que no tengamos miedo y para
que estemos llenos de esperanza gozosa. ¿Existe algún tesoro más precioso que
éste? ¿Qué valor tienen todos los tesoros, posesiones, honores y sabiduría de
este mundo en comparación con esto?
Sin
embargo, ¿cómo debemos entender el encontrar este tesoro o perla? No es otra
cosa que un entendimiento espiritual, ver con los ojos de la fe. Cuando el
Espíritu Santo ha iluminado a la persona, y ésta ha reconocido a Cristo en el
evangelio como el único Salvador, el único en quien hay salvación, entonces ese
tesoro, esa preciosa perla, se ha hallado. Es cierto, el evangelio se está
predicando en muchos lugares, ¿pero cuánta gente le presta atención, lo
reconoce como lo que es? Tengo la confianza de que tú lo has encontrado y de
que lo consideras un tesoro.
¿Pero
qué tienes que “vender”, o abandonar, para poseerlo? Pablo responde a esta
pregunta para nosotros en Filipenses 3:7,8: “Pero cuantas cosas eran para mí
ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun
estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de
Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por
basura, para ganar a Cristo”. — Estar listo a abandonar todo, no permitir que
nada tome prioridad sobre Cristo y su salvación, eso es lo que significa vender
todo y comprar el campo con su tesoro escondido, la perla de gran precio. De
hecho, los mártires cristianos hicieron precisamente eso, inclusive entregaron
sus vidas para retener a Cristo y su salvación. Y así también tú tienes que
hacer algo que tal vez sea más difícil y que requiera más esfuerzo, aunque no
sea tan espectacular: día a día negarte y honrar a Cristo y su salvación
poniéndolo primero en tu vida. Sí, todo el que realmente ha encontrado a Cristo
hace esto, aunque sea con una fe débil y con muchos suspiros y miras atrás a
los tesoros del mundo.
Cristo,
mi alegría,
Pan del
alma mía,
Siempre
fiel a mí.
¡Cómo te
he buscado,
Cuánto
me he angustiado,
Sediento
de Ti!
Siempre
tuyo he de ser,
Nada
anhelo en este mundo,
Sino
sólo a Ti. (CC 463:1)