Nina tiene un atardecer solo para ella. Es uno de
esos que sirven especialmente para maravillarse y pensar.
Un cielo rojo con nubes doradas, palmeras y pinos
como recortes de cartulina negra.
Más acá el rosal que, de recién regado, se deshace
por perfumar el aire que apenas mueve, blandamente, la blusa blanca de
Nina.
Y Nina piensa en el aire; esa sustancia que se tiñe
y se destiñe según la hora, según el tiempo, y al teñirse maquilla
las cosas, como éste del atardecer, con su rojo-anaranjado actual, que
será lila en pocos instantes, después violeta, y finalmente azul
profundo y nocturno.
Y eso no es todo, porque además el aire es capaz de
cambiar de perfume, como Nina cambia de humor según la circunstancia.
Bien se pone el actual, indicado para atardeceres espectaculares, que es
una mezcla de rosa, madreselva, césped recién cortado y tierra mojada,
o usa el denso olor a resaca de las tormentas, cuando se pone su atuendo
de infinitos grises, y cuelga diademas de relámpagos en los pliegues de
sus nubes... y todos los otros...el de la noche, lujoso y serio, emanado
por el rocío en el pinar, el dulzón perfume de la arena en los
mediodías del verano, el de la cocina de casa: café, albahaca, pan
caliente...
Nina piensa que el aire es una pista de baile llena
de música. (no existiría la música si no fuera por el aire, y lo que
es peor, los pensamientos quedarían presos para siempre, porque tampoco
serían posibles las palabras.) y que no existe mejor bailarín entre
todos los habitantes del bosque de pinos y palmeras.
El aire es una sustancia hermosa y llena de
felicidad, sentencia Nina en voz alta, y él responde al halago dejando
aparecer un temblorosa estrellita azul, como una guiñada.
Este aire es un desfachatado, como Nina sonríe ante
la guiñada, se ha puesto pícaro y le ha propuesto noviazgo con beso y
todo. Ella se ríe y le dice que sí, pero para dentro de un mes, cuando
cumpla doce años, y siempre dependiendo de que le traiga un regalo
satisfactorio. Y él oscurece inconcientemente, porque se distrae
revisando sus interminables tesoros.
Nina entra a la casa, cierra la puerta y va hasta el
ventanal. Allí cierra los ojos y apreta los labios contra el cristal.
El aire da un respingo, se descuelga hecho viento desde las palmeras y
sale disparado, preparando besos. Se estrella contra el vidrio y Nina
ríe a carcajadas. Entonces él, se enoja un poquito, pero como siempre
el enojo dura poco, y así es que pocos instantes después está
colocando bichitos de luz en los hibiscos del jardín, y mariposas en
los faroles de la calle.
A la noche el aire entra por la persiana del cuarto
de Nina. Su cabello es mucho más negro en contraste con la blancura de
la almohada.
Nina es una criatura del Sur, esa región del mundo
donde todos los colores se intensifican y viven radiantemente(Si alguien
no lo cree, que se fije en los ojos oscurísimos de esta niña,
especialmente cuando contempla un atardecer.) Por eso es que ese
colorista inveterado del aire ama tanto al Sur y a sus criaturas.
Ahora descansa acurrucado entre los rulitos negros y
el bronce tibio del cuello de Nina. De allí saldrá, dentro de un rato,
cuando haya soñado como habrá de pintar el próximo amanecer.
Nina despierta para ir a la Escuela. La cocina está
invadida por el sol y el aroma del café.
En el patio de recreo hay una discusión entre tres
niñas, dos varones y el profesor de gimnasia. Ellas quieren un equipo
mixto de fútbol, los varones se ríen y no sueltan la pelota, y el
profesor trata de que haya dos partidos, uno para ellas y otro para
ellos.
Las razones van y vienen. Nina escucha.
Ellas: que hay una sola pelota. Ellos: que la
destreza y la fuerza física. Él: que un partido para cada grupo.
Ellas: que están hechas del mismo material. Ellos:
que si, pero que el de ellos no llora cuando es golpeado. Él: que al
fin y al cabo...¿Por qué no?
Y se juega nomás el partido y a Nina le han dado el
puesto de golera del equipo rojo.
El aire parece haberse olvidado de ella. No refresca
el ardor del patio y se ha ido al techo para juguetear con la bandera.
El equipo blanco y verde ataca furiosamente porque va
perdiendo uno a cero.
Los balones llueven sobre el arco de Nina que ataja
como una profesional. ¡Hasta ha detenido un penal.! Suena la campana.
El partido termina con victoria del equipo rojo. Todos comentan la
extraordinaria actuación de Nina. El profesor está encantado con la
experiencia y piensa armar un seleccionado mixto para enfrentar a
equipos similares de otras escuelas.
Nina está otra vez perdida en sus pensamientos. El
aire le seca la traspiración de la cara, transformado en tibio pañuelo
trasparente.
Recuerda sus dudas y sus frustraciones, cuando no
daba el tiempo correcto en las pruebas de carreras de postas. La abuela
que intentaba el vano consuelo de decirle que no se preocupara, que al
fin al cabo los deportes no eran actividades para niñas, y le regalaba
su enésima muñeca rubia. Y después le enseñaba a ovillar la lana y a
trenzar cardos, y a hacer tortas de canela y canastitas de rafia. Y ella
miraba sus hermosas piernas del color de la tierra, y no quedaba para
nada convencida.
Y a la noche bailaba descalza sobre la hierba, como
un hada dotada del dichoso don del vuelo, mientras el aire de los
jazmineros se enloquecía a su alrededor como un perrito cristalino. Un
docena de muñecas rubias quedaban muy graciosas, pero quietas, en la
repisa del olvido, sobre su cama.
La propuesta la saca de su ensimismamiento: -Bueno
Nina, tu serás nuestra golera titular. Los entrenamientos comienzan
mañana, y si todo anda bien, este mismo fin de semana comenzará un
campeonato. Contigo en el arco, no tenemos rivales.
-No – dice ella – lo siento mucho, pero ocurre
que a mí no me gusta el fútbol.
Los varones se escandalizan: -¿Cómo que no te
gusta? ¡Es el deporte más popular del mundo.! ¡No hay nada mejor.!
El profesor: -¡Pero es que tienes unas condiciones
excepcionales, muchacha.!
Nina sigue firme en su negativa: -Cualquiera que se
tenga confianza puede hacer lo que yo hice hoy. Lo siento, pero de
verdad, no me gusta jugar al fútbol.
Una niña la interpela con aire petulante: - ¿Y si
no te gusta el fútbol, cuál es el deporte que te gusta.?
El aire, que andaba por allí como al descuido, trajo
una hoja de plátano que descendió muy lentamente hasta los pies de
Nina.
¡Paracaidismo! – exclamó ella- Ese es el deporte
que me gustaría practicar.
Hubo un conato de burla que fue de inmediato cortado
por el profesor.
A la noche una delegación escolar hablaba con la
familia.
A la abuela casi le da un patatús cuando se enteró
de que su nieta soñaba con tirarse desde cinco mil metros de altura, y
casi rompe la tela de su eterno batón floreado de tanto gesticular. Sin
embargo estuvo de acuerdo en que "si a la nena no le gusta, yo creo
que tiene razón. Y me parece bien que no lo haga." (Al día
siguiente le regalaría otra muñeca rubia, o mejor un juego de cocina
en miniatura.)
La mamá y el papá dijeron que lo del paracaidismo
era un disparate, y que debía pensarlo mejor, si tenía condiciones,
pues que jugase al fútbol, porque más tarde o más temprano, sin duda
que le iba a gustar.
Paco, el hermanito de siete años, le pidió que
hiciera karate con él, y le ofreció prestarle su disfraz de ninja.
Nina dijo otra vez que no, y ahí terminó todo.
La noticia se extendió por el pueblo.
Cuando iba a la feria, o en las fiestas dominicales
de la plaza, todos decían: - Miren, esa es Nina. ¡Quiere ser
paracaidista!
Y unos días más tarde el comentario llegó a oídos
de Francisca, una antropóloga que buscaba viejos huesos, vasijas rotas
y piedras en las laderas de las sierras.
Cuando Francisca y Nina se encontraron, se
reconocieron de inmediato. Tenían los mismos ojos oscuros, llenos de
reflejos; la misma sonrisa fácil, las misma alas en los pies. Las dos
eran capaces de entender al aire y tenían los oídos siempre invadidos
por el viento.
A la tarde Nina plegaba y volvía a plegar el
paracaídas de Francisca. Después saltaba desde una plataforma, sujeta
por dos cuerdas atadas a su cinturón, aterrizaba recogiendo las piernas
como resortes amortiguadores, rodaba, y ya de pie, sujetaba las cuerdas
con firmeza. Porque, le decían, eso es lo que debe hacer el
paracaidista al llegar a tierra, tomar contacto con total flexibilidad,
rodar, ponerse de pie y recoger de inmediato el paracaídas.
Después, en la avioneta de Francisca, aprendía
sobre los controles y los distintos medidores. Manejaba la radio,
calculaba la velocidad del viento, la altitud...
Pasó una semana.
La abuela y Francisca se enfrentaron en el porche.
Una con su eterno batón floreado y sus alpargatas, la otra con su
pantalón de lona color aceituna, sus botas y su sombrero de paja.
Titánicas las dos, inmensas.
El aire supo lo que se dialogó, pero no se lo contó
ni siquiera a Nina. Simplemente se fue a esperarla a la cumbre de las
nubes más altas, blancas y redondas.
Después la abuela le prometió:
-Yo te voy a estar esperando, para recogerte, como
cuando lo hice desde tu madre. Alcanzar un sueño es lo mismo que nacer.
En el valle estaba todo el pueblo cuando la avioneta
despegó.
Nina estaba muy serena por fuera, y sentía un
terremoto por dentro. Francisca le aferraba la mano.
El piloto anunció que habían llegado a la altitud
exacta. De ahora en más haría la maniobra para ubicarlas en el punto
desde el que debían saltar.
El aire entraba con tal violencia por la puerta que
dificultaba la respiración, pero era tan puro y amistoso como el agua
por la mañana.
-Llegamos – anunció el piloto – cuenten hasta
cinco y fuera.!
-Uno – Pasaban sobre el río. Una mínima lombriz
de plata.
-Dos – Una nubecita sutil y mucho más abajo algo
rosado, múltiple: garzas.
-Tres – Ahora sí el valle, los diminutos puntitos
inquietos en los que se había convertido la muchedumbre que las
esperaba.
-Cuatro- Allá estaba marcada la enorme cruz donde
debían tocar tierra.
-Cinco - ¡FUERA!
Saltaron juntas, tomadas de la mano, pero de
inmediato, con un leve empujón, se separaron.
Nina aferraba la anilla que desplegaría el
paracaídas y contaba lentamente hasta diez.
Entre el canto eufórico del aire, le llegó el grito
de Francisca:
¡Todo tuyo, Nina.!
Y ella iba derecho hacia el centro de una nubecita
blanquísima que la absorbió fugazmente, y de la que salió despidiendo
gotas de agua como flechitas brillantes. Nina llovía. Volaba.
Resplandecía.
Nina en el aire.!
Tiró de la anilla. Por un instante eterno no pasó
nada. Luego sintió un ruido de tela que se infla, un tremendo sacudón,
y todo lo que era vértigo y aire rugiente, se convirtió en quietud,
murmullo, y Nina sintió que se deslizaba por una pendiente suave como
la seda.
A cierta distancia vió el paracaídas lila y
amarillo de Francisca.
El suyo era rojo y naranja. Y allí estaba el aire.
-Yo te sostengo Nina, tu me guías. Juega conmigo.!
Manejó, tal como le habían enseñado, los
controles, y consiguió descender en círculos.
-Seamos novios, Nina.! –gritaba el aire.
-El mes que viene, cuando cumpla los doce. !
-¿Y que hay del beso.?
-El mes que viene.!
Allá pasaban las gaviotas, luego las golondrinas, y
casi al ras de la altura donde comienza el reino de la mariposas, se
preparó a tocar tierra.
-Yo te sostengo Nina. No tengas miedo.-le decía el
aire.
-Cayó con las piernas flexionadas en el mismo centro
de la cruz, rodó, se puso de pié y sujetó su paracaídas, en el que
aún bailaba, eufórico, el aire.
Desde el borde del valle llegaban aplausos y
vítores.
A sus espaldas oyó la voz emocionada de la abuela:
-Parecías una flor, una mariposa, Nina.
Se volvió para darle un beso, y entonces reparó el
el inesperado detalle:
La abuela había dejado su batón floreado y
estrenaba un jean.!
Se le unió Francisca.
-Eres realmente muy buena, Nina.-
-Cualquiera que se tenga confianza puede hacerlo. –respondió
ella.
Se alejaron abrazadas. En los árboles y sobre el
campo, no se movía ni una hoja, ni una brizna de pasto; el aire
también se fue con ellas..
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