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BATIR DE ALAS

(CLAUDIO GARCÍA)

- Prefacio

Mi testimonio final.

El día que decida dar a conocimiento público el siguiente testimonio, sé que mi vida ya no volverá a ser la misma de siempre.

Por una parte, seguramente seré considerado por la opinión pública como un desquiciado mental irrecuperable, y por otra parte, sé que Ellos jamás podrán perdonarme haber revelado el secreto que durante miles de años esconden a la humanidad.

No por ello me considero un mártir, pues el mismo destino lo han corrido otros antes que yo; todos recordarán la dramática historia contada en la famosa declaración de Randolph Carter, acerca del terrible desenlace que puso fin a la existencia de su amigo Harley Warren en las profundidades de aquella tumba maldita y siniestra en los pantanos de Big Cypress. Nadie creyó la historia de Carter, fue acusado por la desaparición de su amigo, y finalmente recluido de por vida en un instituto para insanos mentales.

De cualquier manera, independientemente de como sea recibida mi historia, sé muy bien que mis días estarán contados. Aunque me esconda y huya al confín más remoto del planeta, Ellos sabrán perfectamente como encontrarme, y entonces deberé sufrir en carne propia los más terribles tormentos y escarnios que ningún ser humano sería capaz de imaginar.

Sin embargo, mi espíritu está calmo y sereno preparándose para ese día en que la verdad deba ser revelada a la humanidad.

Solo estoy pensando y eligiendo cuidadosamente cada palabra que transcribo en mi procesador de texto, tratando de no ser ambiguo al elegir los términos con que de a poco debo ir describiendo tremendo horror.

Es curioso que, aunque el castellano es uno de los idiomas más ricos en cuanto a posibilidades expresivas se refiere, a veces encuentro serias dificultades para testimoniar correctamente imágenes que me han tocado observar, o describir criaturas y lugares cuya fisonomía es totalmente ajena a nuestra realidad cotidiana.

Mi única posibilidad reside en encontrar el maldito manuscrito que lleva el nombre de Morspraesagium, cuyo último rastro conocido se remonta a un terrible episodio ocurrido en un departamento del barrio de Caballito, Ciudad de Buenos Aires, Argentina, cuando cuatro amigos, entre ellos mi gran amigo Orestes, emprendimos la impensada tarea de intentar efectuar su traducción.

Terribles fueron las consecuencias de haber hecho semejante intento, sobre todo para Orestes, del cual jamás pudo saberse que terrible destino sufrió. Sin embargo, sólo descifrando las claves del espantoso libro, puede haber alguna chance para intentar desbaratar los terribles designios que se ciernen sobre nuestra humanidad.

Mi tarea aún no está cumplida, debo terminar el testimonio final que urgentemente debo dar a conocer. Pero siento que todavía no llegó ese momento, no quiero omitir nada de lo que luego pueda arrepentirme.

Quizás si trabajo arduamente, las próximas horas sean decisivas para tomar la decisión correcta...

En contacto permanente. H.P.L.

Primer testimonio.

Finalmente, tratar de inculparme por la desaparición de uno de mis más queridos amigos, solo intenta disimular la incapacidad de los encargados de la investigación, por comprender lo que verdaderamente sucedió con Orestes.

Si permanezco encerrado en este nosocomio para enfermos mentales, solo es producto de mi obstinada voluntad en ratificar, sistemáticamente, cada una de mis palabras sobre la increíble sucesión de hechos, que terminaron por revelarme el horror que fatalmente se desencadenaría sobre la humanidad.

Además, ya no solo se trata de lo que aconteció, sino de lo que aún puede suceder, y de lo que aparentemente nadie parece o quiere darle ninguna importancia. Allá ellos si no quieren escucharme, nadie podría imaginar una forma de horro tal, como de la que solo yo, puedo dar algún tipo de testimonio en vida.

De todos modos, soy plenamente consciente de que mi fin ya se encuentra próximo a llegar. Puedo presentirlo, intuirlo, a pesar de estar confinado entre estas cuatro paredes blancas. El incesante, y cada vez más intenso barullo del batir de alas, no deja de resonar constantemente en mis oídos. El aleteo es inconfundible, son ellos, no cabe duda, vendrán a buscarme en cualquier momento, y acabaré de la misma horrenda forma que debió haber padecido mi amigo, entre las garras de aquellas endemoniadas criaturas del averno. Criaturas diabólicas, originadas y moldeadas por terribles energías emanadas de nosotros mismos. Fuerzas inconscientemente generadas por nuestros odios, deseos mal ávidos, envidias, y codicias, capaces de materializar horrendas formas en planos de conciencia akhásicos. Planos a los que nunca debimos haber accedido, luego de descifrar las claves de aquel terrible libro llamado Morspraesagium, y haber logrado establecer un portal entre aquel mundo y el nuestro.

Desde aquella infortunada noche, he tratado muchas veces de pensar y tratar de convencerme que todo pudo haber sido solo una horrible pesadilla, pero los intentos siempre resultaron vanos e inútiles. Hasta antes de terminar encerrado aquí, y luego de lograr reponerme del terrible shock sufrido, he tratado de encontrar la manera de acabar con aquellas monstruosidades, y convencer a la gente que creyera mi increíble historia. En ambas tareas fracasé, lamentablemente, con la única excepción hecha por quién pudo ayudarme y comprender todo lo que sé, el ahora desaparecido reverendo Tomás Rodriguez, doctor en física, profundo conocedor y estudioso de las ciencias ocultas, y párroco de la iglesia de San Bernardo. Autor de libros tales como "La fórmula del demonio", "Energía Cuántica y Demonología", y el "Tratado sobre Sectas".

Con él tomé contacto en los duros momentos en que mi alma atormentada, buscaba el consuelo y las respuestas que no podía encontrar en mi interior. Caminando sin rumbo por las calles de Villa Crespo, entré un buen día a su capilla, casi sin quererlo, e inclinado de bruces en el confesionario fui relatando, minuciosamente, toda mi historia, sin siquiera detenerme a pensar en quién estaría escuchando del otro lado.

Afortunadamente, aquella persona, no solo halló las palabras exactas que estaba buscando escuchar en esos aciagos momentos, sino que se interesó profundamente en mi relato, sobretodo, en mis constantes referencias al Morspraesagium, y las claves en él encontradas.

A partir de ese momento se generó una estrecha relación entre ambos, producto del interés común en investigar todo cuanto fuera posible sobre el horror que parecía cernirse indefectiblemente sobre la faz de la Tierra.

Por mi parte, solo contábamos con lo que pudiera llegar a recordar de toda la tarea de investigación desarrollada junto a Orestes, ya que no habían quedado rastros de nuestras notas y apuntes, y mucho menos del tétrico Morspraesagium. Junto al Padre Tomás intentamos reconstruir en parte, los mantras e invocaciones surgidos de la traducción y decodificación del ahora desaparecido volumen. Principalmente, aquellos que habían actuado como llaves generadoras del vórtice de energía, que fatalmente nos comunicó con otros planos de conciencia. El padre aportó muchísima información elaborada a través de complicadísimos estudios llevados a cabo a lo largo de muchos años y que finalmente encontraban cierta conexión con los hechos ahora revelados.

Nuestro lugar de encuentro era la sacristía de la iglesia. Allí establecimos nuestro comando de operaciones. Luego de brindar el servicio de misa vespertino, trabajábamos a pleno durante la noche. En un primer momento, iniciamos la tarea sin proponernos ninguna prisa en cuanto a la prosecución de nuestros objetivos, pero rápidamente debimos reconsiderar nuestra postura.

Algunas noticias policiales comenzaron a inquietarnos, pues relataban extraños sucesos, tales como misteriosas desapariciones de personas, y horribles crímenes caracterizados por la salvaje mutilación de las infortunadas víctimas, las cuales aparecían totalmente destrozadas, como si hubieran sido despedazadas por algún animal salvaje. Incluso, lo más espantoso es que faltaban muchos huesos de los cadáveres, y los pocos que se encontraban aparecían minuciosamente roídos y sin piel.

Paralelamente, en ciertas publicaciones sensacionalistas, se comenzaban a tejer curiosas historias que hablaban de extraños seres voladores, rarísimas especies de murciélagos gigantes, que pululaban por la noche porteña. Evidentemente algo de lo que presumíamos podría llegar a pasar, ya estaba sucediendo y debíamos darnos prisa para encontrar respuestas antes de que la situación saliera totalmente de control.

La intención del padre Tomás era lograr familiarizarse con ese tipo de energía, generada inconscientemente por la mente y las emociones humanas, y capaz de materializarse en horrendas formas, al punto de tratar de controlarla y poder revertir sus efectos. Por supuesto, era también imprescindible, consustansiarse con la naturaleza de aquellos planos de conciencia ultraterrena, llamados "akhasicos", y con las formas que habitan en ellos.

Afortunadamente, el reverendo contaba con un moderno equipo de computadoras personales, equipados con una extensa gama de softwares especializados, que nos permitían evaluar, analizar, documentar y comparar rápidamente, la vastísima información que íbamos recopilando sobre el tema. Los análisis más técnicos y específicos estaban a cargo de su persona, mientras que mi tarea consistía en el manejo de los procesadores de texto, a efectos de llevar a cabo la catalogación y documentación del desarrollo de la investigación.

Ninguno de los fieles que concurrían habitualmente a la parroquia, hubiera podido imaginar las actividades que daban comienzo al quedar la iglesia vacía. Ni siquiera Aroldo, el anciano sacristán y cuidador, sabía a ciencia cierta el motivo de nuestras repetidas trasnoches. Hombre muy respetuoso de la autoridad del cura párroco, no preguntaba ni curioseaba acerca de mi presencia, ni del objeto de nuestro trabajo. Antes de acostarse, nos acercaba una bandeja con sandwiches y un termo con té caliente, y luego se retiraba sin dejar de saludarlos ceremoniosamente. Aroldo llevaba una vida sencilla, y no creo que hubiese podido llegar a comprender el verdadero significado de nuestros trabajos. Sin embargo, el hecho de permanecer ajeno a nuestra pesadilla, no impidió que el horror se desatara despiadadamente sobre su pobre existencia.

Fueron muchas las veces que llamé la atención a Tomás sobre los ruidos que nos llegaban desde el campanario. Aparentemente, la colonia de palomas que habitaba desde años en él, se convulsionaba por las noches, haciendo llegar hasta nuestros oídos un sordo y lejano barullo de batir de alas. Incluso, en más de una oportunidad, llegaron a sentirse ligeras campanadas fuera de horario, producto del incesante revoloteo de tan voluminosa cantidad de aves.

Recuerdo que la última tarde que vi a Aroldo, al menos con vida, fue cuando Tomás le sugirió que revisara la torre del campanario. Si bien el hombre ya pasaba los setenta años, se encontraba en perfecto estado de salud, y dado que había pasado más de tres décadas en aquella parroquia, no le producía ningún inconveniente cumplir con esa tarea, a la vez que se notaba que le agradaba poder sernos de alguna utilidad. Como dije, luego de aquella tarde, Aroldo desapareció. Al día siguiente, apenas hube llegado, Tomás salió a mi encuentro en el atrio de la iglesia, visiblemente preocupado por la ausencia durante todo el día del querido anciano. Resolvimos inmediatamente inspeccionar personalmente el campanario de la iglesia, rogando para que el viejo no hubiera sido víctima de algún accidente imprevisto. Jamás imaginamos lo que finalmente íbamos a terminar descubriendo.

Ascenso a los infiernos.

A medida que ascendíamos por la metálica y empinada escalera de caracol, comenzamos a internarnos en una especie de llovizna de plumas de palomas, infinidad de ellas, una cantidad muchísimo mayor de lo que habitualmente se hubiese esperado encontrar. Flotaban en el ambiente, como si alguien o algo hubiese sacudido un almohadón gigante, y caían depositándose lentamente sobre nuestros cuerpos, y amenazando con sepultar en minutos solamente todo aquello que permaneciese pasivamente estático.

Algo que nos llamó poderosamente la atención en ese momento, era la total y absoluta ausencia de ruidos. El silencio era total, perturbadoramente sepulcral, y nuestra incertidumbre crecía en la misma medida en que íbamos dejando atrás cada peldaño.

En los distintos entrepisos que fuimos atravesando, ya no solo encontrábamos plumas, sino también pequeños restos putrefactos de palomas totalmente desgarradas. Era casi imposible evitar pisar los despojos mutilados, esparcidos a diestra y siniestra, formando una extraña mezcla de sangre, plumas y estiércol. Por otra parte, el insoportable hedor que emanaba de aquellas paredes, producto del encierro y el avanzado estado de descomposición de los restos, comenzaba a dificultarnos seriamente la posibilidad de oxigenarnos normalmente. La atmósfera se había tornado sumamente pesada, y podíamos sentir que una presencia extraña y acechante, se había adueñado de aquel lugar. Nuestro nivel de adrenalina subió repentinamente cuando sentimos un intenso aleteo producido por un extraño objeto que sobrevoló en forma rasante por sobre nuestras cabezas emitiendo un agudo chirrido que nos heló la sangre. Permanecimos estáticos durante algunos segundos hasta observar como el objeto extraño finalmente caía pesadamente a escasos pasos de nosotros. Instintivamente retrocedimos dando unos saltos hacia atrás, intentando alejarnos de lo que parecía una amenaza para nuestras vidas. El bólido había impactado violentamente estrellándose contra el piso, pero aún se percibía algún hálito de vida en él. Nos acercamos cautelosamente y descubrimos que se trataba de un vulgar murciélago de regulares dimensiones, habitual morador de aquellos lares, cuya cabeza colgaba prácticamente seccionada del resto del cuerpo. Era evidente que la verdadera amenaza, aquello que todavía no podíamos develar, había acabado con toda forma de vida que se hubiese cruzado por su camino. Dejamos atrás aquella pobre criatura todavía agonizante, sin esperanzas de dar con algún rastro de Aroldo. Al llegar al último piso, encontramos sangre repugnantemente esparcida por doquier, en una cantidad tal que excedía a la sangría íntegra de una bandada de palomas. Se la podía observar incluso, chorreando sobre el imponente trío de campanas, las cuales pendían inmóviles esperando que el complicado mecanismo de engranajes del reloj, las obligara a quebrar el inquietante silencio de la noche. No pudimos permanecer mucho tiempo más en ese repulsivo lugar, pues, precisamente, restaban apenas algunos minutos para que las agujas marcaran las nueve en punto. Permanecer allí, sin la adecuada protección en los oídos, implicaba sufrir irreparables daños en los tímpanos, por lo que solo atinamos a recoger una pequeña muestra de aquella especie de pasta sanguinolenta, y comenzamos el vieja de regreso. Al mirar hacia arriba, pude divisar que los barrotes de los ventiletes más altos, estaban prácticamente arrancados de cuajo de sus lugares. No cruzamos demasiadas palabras con el padre durante nuestro descenso, pero ambos coincidíamos en que, luego de presenciar tan siniestro espectáculo, debíamos agradecer no haber encontrado señales del infortunado Aroldo.

A pesar de no tener ninguna evidencia concreta, resultaba evidente que aquellas criaturas que habían traspasado el umbral hacia nuestra dimensión, nos habían encontrado. Era probable, que si se confirmaban nuestras sospechas, el campanario se hubiera convertido en el aguantadero de dichas huestes.

Un rápido análisis nos dejó entrever que no podía tratarse de bestias totalmente irracionales. Era claro que nosotros representábamos una amenaza para su existencia, sin embargo, parecían estar expectantes a la espera de algo, pues estando noche tras noche sobre nuestras cabezas, jamás nos habían atacado. Dedujimos entonces que quizás tal vez, ellas también estuvieran esperando alguna revelación producto de nuestras investigaciones, que fuera de vital importancia para poder concretar sus planes en nuestro mundo.

Gracias a los experimentos llevados a cabo junto a Orestes, habían logrado traspasar los límites de nuestra dimensión, por lo que esta suposición no resultaba descabellada en modo alguno. Apostamos a esta teoría, y decidimos seguir trabajando, tratando de acostumbrarnos a la idea de estar conviviendo con tan desagradables huéspedes, seguros de que no actuarían hasta que halláramos todas las respuestas buscadas.

Curiosamente, desconocíamos cuáles podrían ser los interrogantes que se les habrían planteado a tan macabros seres, pero estábamos seguros que debían ser vitales para su subsistencia como para la nuestra.

Por una cuestión de imagen ante los feligreses, y para no llamar la tensión entre los mismos, Tomás sugirió la idea de ocultar por el momento la desaparición del viejo Aroldo, argumentando que había tomado vacaciones, y que en su reemplazo yo me haría cargo temporariamente de la sacristía. De esta manera, justificábamos no solo la ausencia de tan conocido y querido colaborador de la capilla, sino también mi reiterada y permanente presencia en el lugar. Era fundamental no despertar ninguna sospecha que pudiera develar la siniestra trama en la que nos hallábamos involucrados. Por otra parte, no tenía ningún sentido que acudiéramos a la policía, pues no iban a creer una sola palabra de lo que dijéramos. No podíamos contar ni confiar en persona alguna. Estábamos absolutamente solos y librados a nuestra propia fortuna. Solamente "ellos" sabían de nuestras investigaciones, y solamente nosotros sabíamos de su terrible existencia.

Algunos días después obtuvimos los resultados de los análisis efectuados sobre la putrefacta muestra de sangre recogida durante nuestra expedición al campanario. Los mismos, nos revelaron que se trataba de una mezcla que no solo daba cuenta de palomas y murciélagos, sino también de seres humanos. Esta certeza explicaba la horrenda ola de crímenes y desapariciones que venía azotando la ciudad, y justificaba la exasperante cantidad de sangre derramada por todo el campanario. Sin embargo, no dejaba de llamarnos la atención la absoluta ausencia de restos humanos, ya se trate de miembros, tejidos, órganos o cualquier clase de restos óseos, por lo que una apresurada conclusión nos indujo a pensar que tal vez, esas monstruosidades se alimentasen nada menos que con los cuerpos de sus infortunadas víctimas. Tal idea rondaba permanentemente por nuestras cabezas, y nos impedía trabajar con absoluta tranquilidad, pues no resultaba fácil poder concentrarse, teniendo en cuenta que, aunque sabíamos que no corríamos ningún peligro aún, podían estar sucediendo horribles carnicerías y mutilaciones humanas a escasos metros de donde nos encontrábamos, y en la mismísima casa de Dios.

Cada vez que comenzábamos a escuchar el incesante y estruendoso batir de alas, proveniente de la elevada torre del campanario, no atinábamos más que a persignarnos, rogando que la pesadilla no se prolongara una noche más. Cuando por momentos el aleteo cesaba, hasta nos parecía creer escuchar el crujir de huesos triturados por mandíbulas endemoniadamente antropófagas. Aún hoy no alcanzo a comprender, de dónde extrajimos las fuerzas necesarias para poder soportar estoicamente aquel abominable infierno.

Conclusiones macabras.

Luego de algunas semanas, nuestro trabajo comenzaba a dar los frutos buscados. Tomás había logrado establecer una relación entre la naturaleza de la materia "akashica", y las leyes que rigen los distintos estados de la materia según la física convencional. Sus moléculas debían estar distribuidas sin ningún tipo de orden, constituyendo un universo en estado amorfo, el cual era impactado por todas las energías generadas desde nuestra dimensión. Esta corriente era capaz de alterar y ordenar las moléculas dispersas, moldeando formas y criaturas como si se tratase de arcilla en manos de un alfarero. La teoría del padre Tomás especulaba con que toda existencia generada en aquellos planos, estaba totalmente supeditada al flujo de corriente proveniente de nuestro planeta. La agrupación molecular, que había dado forma y consistencia a las criaturas aladas, debía depender de una constante alimentación de energía, que mantuviera el equilibrio logrado. De otra forma, los átomos podrían sufrir graves alteraciones, tales como el aumento desproporcionado de electrones, lo que haría imposible la formación ordenada de la materia.

Este razonamiento, nos daba una explicación de cuáles serían las dificultades que se les presentaban a las criaturas que habían logrado ingresar a nuestro plano de existencia. Aquí su materia no recibía ningún flujo energético, por lo que para no perder su integridad molecular, debían buscar alguna fuente de alimentación alternativa. Seguramente, sus cacerías humanas no fueran lo suficientemente satisfactorias, y necesitaran que el umbral por donde ingresaron a nuestra dimensión permaneciera siempre abierto, de modo que la energía circulara constantemente entre ambos mundos, posibilitando así su permanencia indefinidamente, y el arribo de millares de otras criaturas capaces de saturar la superficie de la Tierra en apenas algunos segundos.

Toda esta argumentación, lejos de tranquilizarnos, ya que parecía demostrarnos que las bestias estaban virtualmente atrapadas en nuestra dimensión, imposibilitadas de poder acceder a su mundo, y con grandes dificultades para evitar su disgregación molecular, no alcanzaba para dejarnos satisfechos. Aún debíamos resolver como destruirlas, o al menos encontrar la manera de expulsarlas y clausurar definitivamente los portales de comunicación entre ambos mundos. Pero para tales fines, era imprescindible que contáramos con el maldito Morspraesagium, pues solo con él podríamos llegar a reconstruir las fórmulas capaces de invocar nuevamente la abertura cósmica con los planos akhasicos. Por supuesto que esta vez sería para devolver y expulsar aquello que jamás debió pertenecer a nuestro mundo, y clausurar para siempre el macabro umbral hacia lo innombrable.

Nuestros pensamientos parecían anticiparse y alertarnos sobre el devenir de los acontecimientos que se irían sucediendo de allí en más.

Aproximación al horror.

Pocos días después, durante uno de los habituales oficios religiosos, se produjo un hecho que amplió notablemente nuestra concepción acerca del verdadero poder con el que nos estábamos enfrentando. El padre se aprestaba a iniciar su habitual sermón vespertino, escogiendo como siempre algún tramo del Evangelio según San Juan, enriqueciéndolo y adornándolo con sus propias palabras y conclusiones como solo él podía hacerlo. Poseía una gran habilidad para conectarse con toda la gente, cualquiera sea su condición social o edad. Lograba llegar hasta lo más profundo de cada individuo, como un labriego arando a través de tierras vírgenes, intentando fertilizar aquellas zonas del espíritu humano, tan poco abonadas habitualmente.

Recuerdo que presencié aquella escena, absolutamente petrificado por el espanto, espiando por entre la rendija que dejaba insinuar la puerta entreabierta de la sacristía. Creo que lo primero que llamó mi atención, fue la gran resonancia que de manera creciente y llamativa, provocaba cada palabra pronunciada por Tomás. La gente parecía haberse quedado momificada observándolo, con sus miradas fijas al vacío, y sus rostros absolutamente gélidos e inexpresivos. La atmósfera se enrareció con un hediondo y repugnante hedor, un aroma de características tan repulsivas como desconocidas. Tomás no atinaba a reaccionar ante lo inexplicable de la situación. Su cuerpo pareció ya no responder a las ordenes de su mente. Continuaba leyendo impertérrito como un autómata, aunque su mirada a pesar de la desesperación que no podía ocultar, me revelaba que su interior aún permanecía incólume, tratando de soportar los embates de un poder que nos demostraba cuán vanos podrían ser nuestros intentos por enfrentarlo. La voz de Tomás fue tornándose áspera y llegó a alcanzar un matiz sumamente grave y gutural. Comenzó a pronunciar palabras en un idioma o dialecto totalmente irreconocible, pero que extrañamente sentía que me eran familiares. No tardé demasiado en darme cuenta, que aquel extraño dialecto era el mismo que una vez habíamos logrado descifrar junto al petiso Orestes. Por alguna extraña causa, el maldito Morspraesagium, había reaparecido reemplazando los santos evangelios que Tomás se encontraba leyendo. Las frases se fueron haciendo cada vez más cortas, hasta terminar en una especie de estribillo, que a modo de invocación fue coreado repetidas veces, ya no solo por Tomás, sino por toda la congregación reunida. Los sonidos resultantes martillaron y retumbaron infinidad de veces en mis oídos, y a pesar que desconocía su significado reconocía en ellos un enardecido furor demoníaco por el que jamás podré olvidarlos:

 

"...ohj Ynst’aal ha-mmm-Om’ni, sigron!! Akash...

...ohj Cthulhu, hijum-bajum!! Res res’eel...

... ohj Niggurath ‘iel, yed li-maa’an agh...!!

... ohj Morspraesagium !! iiiasa’él !! iiaaásum...!!! "

La escena era realmente patética, y cuando ya creía superada toda fantasía posible, comencé a percatarme de la aparición de una gigantesca sombra que, proyectada desde lo alto de la capilla, pululaba de manera inquietante y furtiva, cubriendo todo cuanto hallaba a su paso bajo un manto de espesa negrura.

Aquella silueta recortada, dejaba intuir una existencia de naturaleza indudablemente inhumana, una monstruosidad alada, munida de enormes zarpas, y de cuya garganta brotaban indecibles alaridos dotados de una demencial estridencia diabólica. Todo aquel marco componía, sin duda alguna, una muestra acabada del poder de aquellas endiabladas criaturas. Un poder que superaba ampliamente nuestra capacidad de resistencia, evidenciando lo vano y estéril que pudiera resultar cualquier táctica para deshacernos de ellos.

Creo que sufrí un pequeño desmayo, producto de la fuerte impresión causada por toda aquella atmósfera demencial, pero poco a poco, mi mente pudo recomponerse del terrible shock sufrido, y aún con mi vista algo obnubilada, observé como la gente se levantaba lentamente, alejándose con total normalidad del recinto como si nada extraño hubiese ocurrido. Tomás, visiblemente mareado y confundido, intentaba que su cuerpo recobrase la tonicidad muscular que temporalmente le había sido adormecida, desperezándose como si recién se hubiera despertado de una larga y profunda pesadilla. Me acerqué hasta él, temeroso aún de encontrar alguna otra sorpresa, pero aparentemente el horror ya había concluido.

El único vestigio emergente de todo lo acontecido, más allá del impacto emocional y psíquico, eran los textos apócrifos del maldito Morspraesagium, que una vez más habían irrumpido macabramente en medio de mi tortuoso destino. Recogimos todo ese extenso material, y nos abocamos rápidamente a su estudio, sin pensar en las consecuencias que ello pudiera acarrearnos. En mi cabeza, todavía seguían resonando aquellas satánicas palabras coreadas inconscientemente por toda la concurrencia. No podía dejar de pensar en ellas. Pero lo que más me aterrorizaba e inquietaba, era la presencia de nombres de grandes deidades del mal, tales como Ynst’aal, amo del umbral de los sueños, Cthulhu, morador de las profundidades del océano y soberano de R’lyeh, y Niggurath, la cabra negra de los bosques con sus mil crías, Dios de la fertilidad. Qué relación tenían estos conspicuos representantes del panteón de dioses malignos con nuestros alados visitantes, era un nuevo y terrible interrogante que asomaba tenebrosamente en nuestro cada vez más incierto horizonte de misterio.

La última misa.

Los textos del Morspraesagium volvían a proporcionarnos todos los elementos suficientes, como para poder rehacer los mantras que provocarían una nueva abertura cósmica entre los planos akhasicos y terrestre. Ese era el plan de las criaturas, y nosotros transitábamos por él sin saber como hacer para detenernos a tiempo.

Intenté convencer al padre Tomás de no realizar las traducciones, aún a sabiendas de que aquella actitud significaría nuestra virtual condena de muerte, pero me fue imposible. Algo había cambiado en él, parecía dominado por una ambición de conocimiento tal, que desbordaba ya todo pensamiento racional. Sus intenciones se centraban en poder llegar a dominar la energía demoníaca, pudiendo controlar a voluntad los vórtices cuánticos y el flujo de criaturas a través de él. Su firme postura no me dejaba demasiado margen para el debate, por lo que opté por no interferir en sus planes, aunque internamente seguía pensando distintas alternativas que nos impidieran caer en el juego propiciado por nuestros monstruosos cancerberos del campanario.

Dado que a pesar de que no negaba mi colaboración, tampoco ponía demasiado énfasis en mi tarea, la decodificación y armado de las invocaciones se prolongó algo más de lo esperado. Además también restaba acertar con el orden de los versos, y con la elección de la entonación adecuada, de la misma manera que habíamos hecho tiempo atrás junto a Orestes.

Me estremecía el solo pensar en la iglesia repleta de fieles, coreando frenéticamente los mantras diabólicos, retumbando en cada pared, en cada efigie, en cada arco, provocando una desenfrenada invasión de enloquecidas criaturas a través del umbral akhásico.

A Tomás parecía preocuparle cada vez más nuestra demora, y ya casi no cruzábamos palabra que no fuese estrictamente referida al curso específico de nuestro trabajo. El paso del tiempo provocaba en él una molesta ansiedad, por lo que comencé a intuir que este tema se había transformado en un elemento desestabilizante a mi favor, dado que la integración molecular de las criaturas no debía tolerar una espera mucho mayor.

La noche anterior a que se desatara el horror final, nos encontró trabajando hasta muy tarde. Desde el campanario comenzaron a escucharse frenéticos alaridos junto con el intenso y acostumbrado batir de alas. Imprevistamente también sentimos fuertes sacudones que hacían temblar por completo la estructura edilicia de la centenaria capilla. Daba la sensación que en el campanario se hubiese desatado una intensa pelea, producto tal vez de la locura y la desesperación de los horribles seres, cuya permanencia en nuestra dimensión estaba ya decididamente en peligro de extinción.

Supongo que debí haberme quedado dormido por el cansancio, pues recuerdo que un lejano murmullo proveniente del interior de la iglesia, hizo que recobrase la consciencia poco a poco. El padre Tomás ya no estaba conmigo, tampoco estaban los borradores, muchos todavía incompletos, de los mantras extractados del Morspraesagium.

Al intentar salir de la sacristía, me di cuenta que me hallaba encerrado. Quizá Tomás lo ignorase, pero yo también tenía un juego completo de llaves del lugar, que había encontrado entre las cosas de Aroldo. Destrabé la cerradura de la manera más sigilosamente posible, y entreabrí la puerta para espiar que estaba sucediendo en el interior del recinto. En ese preciso instante, un fuerte temblor repentino me hizo tambalear. Un objeto sumamente pesado y contundente se había precipitado desde lo alto de la capilla, cayendo desplomado apenas unos centímetros delante al lugar en que me encontraba, atascando por completo la salida. Por el fuerte ruido producido por el terrible impacto, y el intenso sacudón que hizo resquebrajar varias baldosas, debía tratarse de una cosa u objeto de dimensiones y proporciones descomunalmente inmensas.

Desde mi incómoda posición, y fisgoneando apenas por la rendija de la puerta apenas abierta, solo alcanzaba a distinguir lo que parecía ser una especie de gigantesco brazo o extremidad extendida. Su extremo terminaba en una irritante zarpa munida con tres grandes garras negras y filosas. Hice un esfuerzo para mirar en dirección de lo que sería el cuerpo de tan horrenda criatura, pude observar una especie de membrana elástica, adherida a la altura del antebrazo, cuya extensión se perdía fuera del alcance de mi vista. La piel era de una textura áspera y rugosa, y su color gris plomizo contrastaba con el negro intenso de la membrana alada. Tanto el brazo como toda la inmensidad del resto del cuerpo, estaban absolutamente inmóviles, pero para mi estupor, podía percibir cómo la materia que lo componía, variaba visiblemente en estabilidad y consistencia. Alternativamente, pasaba de un estado de disgregación a otro de recomposición molecular, en una suerte de agonía pendular, que finalmente terminaría por disolver todo aglutinamiento de materia sólida. Mi atención estuvo centrada de manera excluyente, en observar como evolucionaba ese curioso proceso de descomposición. Tal era mi concentración, que no había caído en cuenta que la iglesia se hallaba repleta de personas, que intentaban repetir una especie de invocación recitada por Tomás desde el altar. Todos parecían estar bajo el influjo de una fuerza superior que los dominaba y obligaba a participar de un aquelarre diabólico y perverso. Todos intentaban entonar los mismos mantras que alguna vez invoqué junto a mi amigo Orestes. Las palabras no eran exactamente las mismas, no sonaban iguales a las de aquella fatídica noche, pues evidentemente la tarea de reconstrucción aún estaba incompleta. Sin embargo las frases sonaban tétricas y amenazantes, y el clima comenzaba a presagiar la presencia de abominables fuerzas malignas.

Mi atormentada mente no puede dejar de evocarlas en cada pensamiento, mis oídos todavía parecen escucharlas a pesar de permanecer sumido por los tranquilizantes en el más profundo de los silencios:

 

"...Ohmm!!, Ohmm!!..., ressa!!..., majjim...!!!

...ressa!!..., akha...sha...akha...sha...!!, ressa..., Ohmm...!!"

En realidad, estos eran solo algunos de los pocos términos reproducibles, capaces de ser expresados idiomática y fonéticamente, con el sentido y lógica de cualquier lenguaje humano. El resto eran solo expresiones sonoras, incapaces de poder ser vocalizadas por ser totalmente irreproducibles e ininteligibles al oído humano. La esencia que infundía el tremendo poder a aquellos mantras, residía exclusivamente en su registro acústico y su terrible resonancia, en base más a una exacta y correcta entonación que al significado de las palabras que los conformaban. El sonido se elevaba y concentraba en lo alto de la capilla, donde un perverso fenómeno sobrenatural comenzó a manifestarse paulatinamente. Primero apareció una especie de niebla negrusca brotando de la nada, que lejos de esparcirse por todo el ambiente, se aglutinaba y reconcentraba dinámicamente, tratando de moldear toda clase de formas y figuras grotescas. De a poco, luego de alcanzar su momento de mayor densidad, la extraña nube uniformó sus movimientos imprimiéndoles una única orientación circular, de modo de formar una especie de remolino que comenzó a girar vertiginosamente, logrando por momentos una velocidad tal que daba la inquietante sensación de que podría devorar y absorber todo a su alrededor.

Mi posición se tornaba cada vez más incómoda. Postrado ante mí, se encontraba una inmensa y diabólica bestia antropófaga, sumida en un cada vez más repulsivo proceso de descomposición; decenas de personas se concentraban como zombies coreando invocaciones capaces de abrir las puertas a un horror sin precedentes para la humanidad; mi amigo y única persona capaz de ayudarme, estaba totalmente enajenado y era precisamente quien se hallaba conduciendo aquel aquelarre demoníaco. Del interior del remolino gaseoso comenzaron a escucharse frenéticos y descontrolados alaridos, que provocaron una excitación aún mayor en la concurrencia y en el propio Tomás. Sin duda, resultaban para ellos una buena señal, pues delataban la proximidad de los seres al otro lado del torbellino. Pero algo más grave terminó de persuadirme para lograr intentar detener todo ese horror: lo que parecía ser un vertiginoso proceso de desintegración de la criatura yacente a mis pies, se había revertido notablemente, y velozmente la materia descompuesta se regeneraba vigorosamente. Abrí con mucho esfuerzo la puerta de la sacristía, y saltando por encima del monstruoso ser, corrí desesperadamente al lado de Tomás, quien mecánicamente seguía repitiendo las malditas frases del Morspraesagium. Intenté por todos los medios hacerlo reaccionar, gritándole y sacudiéndolo con todas mis fuerzas. Su cuerpo, rígido y helado, se asemejaba a un recipiente vacío; su pálido rostro recortaba una máscara inmutable e inexpresiva; la mirada, despojada de todo reflejo humano, se clavaba sin pestañear en lo alto de la iglesia. Cuando mis fuerzas ya no alcanzaban para lograr mantenerme en pie, caí finalmente rendido, agotado y resignado ante la impresionante magnitud del horror, obligado a aceptar el más horrible de los finales.

Sin embargo, cuando todo parecía perdido, inesperadamente Tomás comenzó a tartamudear, y sus palabras ya no fluían espontáneamente de sus labios. Su mirada se desvió por unos segundos, y bajando lentamente la cabeza, pude apreciar y descubrir en sus ojos, el color y el calor humano que siempre lo había distinguido. Parecía estar haciendo un gran esfuerzo desde lo más profundo de su interior para lograr oponerse a la voluntad maligna que lo estaba intentando someter. Ante este cambio repentino, la concurrencia dejó de corear y repetir los satánicos estribillos, y el horrendo demonio que ya había logrado incorporarse, volvió a desplomarse estrepitosamente. En su caída, arrastró consigo efigies y candelabros encendidos , provocando en pocos minutos un incipiente foco de incendio, que amenazaba con propagarse rápidamente por todo el lugar. Por otro lado, el remolino ya no era tal, parecía ahora una especie de recuadro gigantesco, simulando una ventana hacia otro mundo, y donde podían verse agolpadas y desesperadas, pugnando por abrirse paso hacia nuestra dimensión, cientos de frenéticas monstruosidades de las más repugnantes y variadas formas. Las campanas sonaban descontroladamente, y la mayoría de las personas dejaban sus estados hipnóticos y huían desordenadamente de lo que ya se perfilaba como un pavoroso infierno de llamas.

En el preciso instante que intenté reaccionar para sacar al padre Tomás de ese calvario, una sombra gigantesca irrumpió desde lo más alto de la iglesia, y aunque el humo y las llamas ya no permitían distinguir bien nada de lo que ocurría en derredor, divisé la inconfundible silueta mitad demonio, mitad murciélago, que aferrando con sus poderosas zarpas huesudas la cabeza del infortunado Tomás, hundía e incrustaba sus garras haciendo saltar de las órbitas los ojos de mi infortunado amigo, arrastrándolo como un ave de rapiña hacia las alturas, hasta perderse rápidamente entre la ya espesa cortina de gases que cubrían densamente todo el lugar.

Testimonio final.

 

Es muy difícil para mí ahora, poder explicar como logré salvarme de tamaño horror. Es más, maldigo cada instante de mi vida haber sido encontrado sano y salvo entre los escombros por la escuadrilla de bomberos. La última imagen que guardo en mi perturbada memoria, es el atroz alarido y los ojos ensangrentados proyectados como catapultas desde el rostro de mi amigo Tomás, salpicando mis ropas íntegramente. La parroquia de San Bernardo, enclavada en el corazón de Villa Crespo, quedó absolutamente consumida por el fuego, y muy poco fue lo que logró finalmente subsistir a la destrucción producto de aquel infierno. Se encontraron algunos restos humanos incapaces de ser reconocidos, como así también ciertos misteriosos despojos orgánicos y óseos de origen desconocido, sobre los cuales ningún investigador serio arriesgó alguna teoría acerca de su posible procedencia. Luego de tomarme extensas declaraciones, tratando de que explicara algo de lo acontecido, y vista mi tozudez en ratificar una y otra vez todos mis dichos, fui confinado a este maldito internado, declarado insano mental, y sospechado por las desapariciones de varias personas relacionadas con mis extrañas ideas e investigaciones.

Pero todo esto ya pertenece al pasado para mí, pues hoy ya no albergo ninguna esperanza de ser escuchado, ni tampoco podría asegurar que el horror no vuelva a desatarse con mayor furia sobre toda la humanidad. He perdido a todos mis amigos, y solo guardo como recuerdo, escondidos entre mis ropas, los ojos ya resecos del desdichado padre Tomás, cuya tierna mirada me hace compañía día y noche. Si tan solo dejara de escuchar ese incesante batir de alas en mis oídos, podría concebir alguna esperanza, pero nada me alienta en ese sentido, ya que el aleteo es cada vez más intenso, y los alaridos de los demás internados se escuchan nítidos a través de las paredes, perversamente precisos y satánicamente amenazantes:

 

"...ohj Ynst’aal ha-mmm-Om’ni, sigron!! Akash...

...ohj Cthulhu, hijum-bajum!! Res res’eel...

... ohj Niggurath ‘iel, yed li-maa’an agh...!!

... ohj Morspraesagium !! iiiasa’él !! iiaaásum...!!! "

 

©Claudio García

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E-mail:

sergio_fritz@yahoo.com

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