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LA CASA

(Quirón Alvar)

"Aquello que hayas vivido y lo quieras contar como te ha pasado, solo pertenece a tu memoria: es un trabajo en vano."

(Arek del Zif)

Como cada verano, llegar a la Casa de Odesbueis era todo un grandísimo placer; las ilusiones se hacían grandes y lúcidas; el bosque, la pradera, el camino de las moras, la iglesia donde los antepasados yacían de manera magna, su torre, a la cual sólo podían acceder los familiares de los fundadores del pueblo y del templo, hacían del lugar una reunión de magia y atracción para toda mente jovial y llena de vida. Pero la Casa era lo que más atraía la atención de Orabla; una casa grande, antigua: 1840, se podía leer en las paredes de la parte baja de la construcción. 1880, en otras partes. Y es que la familia había ido creciendo, así que no hubo más remedio que ampliar las plantas y ensanchar lo que ya se había convertido en una mansión. Orabla siempre hacía lo mismo cuando llegaba a la Casa: Después de saludar a todo el mundo, desaparecía y se iba al huerto a plantar ajos, y patatas y lo que hiciera falta. Saltaba al Jardín y podaba los rosales y regaba los limoneros. Luego contribuía a la búsqueda del legendario tesoro que se escondía en el este del gran huerto donde él trabajaba. Un tesoro cuyo contenido era el de todos los tesoros de todas las leyendas. Al siguiente día de la llegada la visita sería al Bacelo, allí Orabla seguiría con la construcción de una casa subterránea que años atrás había comenzado; Orabla pensaba en el futuro, y como sabía de sobra que el canibalismo iba a aumentar entre las gentes, se preparaba un refugio seguro. En días sucesivos iría de nuevo a la Colina de la Guerra, donde en tiempos, los soldados se refugiaron para el ataque de los distintos pueblos. Desde esa colina Orabla se sentía el rey del Universo; extendía sus brazos como siempre y un exabrupto convertido en grito salía de su garganta para desahogarse de los monstruos que desde la creación de su forma, le atosigaban para que dejase la antigua estructura biológica: No hacía caso nunca. Cuando nada de estos entretenimientos distraían la atención de Orabla, se quedaba en la Casa, investigando nuevos lugares, estudiando los ángulos de las diferentes estancias, intentando descubrir de dónde salían los distintos sonidos cuando la noche llegaba. La noche, cuando llegaba, llegaban con ella los eternos lobos, y sus aullidos se escuchaban tan cerca, que pareciera poderles acariciar el lomo de las bestias por alguna de las ventanas de la parte baja de la Casa. Orabla conocía a un lobo que todos los días cruzaba la carretera que pasaba por delante de la casa. Era un lobo viejo, un lobo que ya ni siquiera podía aullar, y que los vecinos hasta le daban de comer. Era un lobo mal inventado por alguien que no estaba inspirado cuando creó su historia. Los ruidos nocturnos eran vario pintos; a parte de los lobos, se podía escuchar a un búho que años atrás se había construido un nido en uno de los agujeros del tejado. Había otros ruidos que no podía reconocer bien: pequeños repiqueteos se escuchaban en el ático; "correteos de algún pequeño roedor", imaginaba Orabla. Pero hubo una noche en que los repiqueteos se convirtieron en un trajinar de ya, considerables pisadas, que de todas maneras, se movían con agilidad. Un día las vió, eran ratas del tamaño de conejos; negras, casi con rostro. A partir de aquella noche no pudo dormir. Se cambió de habitación, se puso tapones en los oídos, tomó tranquilizantes e hizo lo imposible por olvidarse del asunto. Las ratas, esos animales ocupantes de toda historia llena de terrores y angustias. A Orabla no le angustiaban, le daban simple asco. Las había visto en todas partes, pues los tiempos no estaban ya restringidos a esos mamíferos del infierno. Puso trampas por todas partes y de todo tipo, pero todas se las sabían y los venenos eran simple alimento para poder engendrar más y más ratas. Ya en otra ala de la Casa, pudo preparar todo para que ningún roedor pudiera entrar en la habitación acondicionada. Hubo tranquilidad por unos días, y pudo descansar relajadamente; falta le hacía. Todas las labores que Orabla llevaba a cabo pudo iniciarlas de nuevo, incluso las imágenes de las ratas las había logrado borrar de su cabeza. Cuando ya quedaban pocos días para que el Verano terminara, y por tanto, los días de descanso, amaneció una mañana de una manera que poco tenía que ver con el día y la claridad. Aunque la luz ya entraba de manera notoria por la ventana, Orabla continuaba sumido en su último sueño. De pronto, un ligero golpear lo despertó. Orabla estaba en ese momento de espaldas a la ventana por la que entraba siempre la mañana, y era de ahí de donde venían los golpecitos. "Algún familiar gracioso que está tirando piedrecitas para llamarme." Pensó Orabla lleno de ingenuidad sin moverse de su cómoda posición en la cama. Los golpes no cesaron, así que poco a poco fue dándose la vuelta. Cuando el rabillo del ojo ya le daba la perspectiva suficiente como para ver de lo que se trataba, notó cómo las palpitaciones del corazón subían de velocidad de manera incontrolada. Por unos momentos no tuvo otro remedio que pensar que se trataba de un sueño, de una pesadilla como otra cualquiera: un cuervo negro hasta el último extremo del pico, estaba dando picotazos en el cristal de la ventana. Orabla se quedó estático, con el temor mismo como compañero de la angustia. Sabía perfectamente que un movimiento bastaría para ahuyentar a tan espantosa ave. Pero no se atrevió ni a pestañear. Su mirada seguía de reojo, y el cuervo continuó su picoteo cada vez con más fuerza. Orabla no lo resistió más y miró de frente al cuervo, con sumo cuidado de no hacer movimientos violentos y no hacer así que el pájaro demoniaco se asustara y cometiera un error insalvable. El cuervo interrumpió unos segundos su "trabajo" para mirar a Orabla de manera casi personal, como si fuera incluso a decirle algo. Orabla miró a la bestia alada a los mismísimos ojos, la bestia, sintiéndose ya observada, miró también. Dejó de picotear e hizo lo mismo con sus pequeños y oscuros ojos; miró a los de Orabla, una vez hecho esto, el pájaro salió volando sin más. Orabla se quedó aún varios instantes estático. Intentó llamar a alguien, pero no podía abrir ni la boca, el nudo lo tenía hecho en todas y cada una de las cuerdas vocales. Cuando por fin pudo encontrar las fuerzas, se levantó atontado y bajó a la cocina. A pesar de ser muy temprano, la más Antigua de la Casa estaba ya levantada y preparando los desayunos como todas las mañanas del mundo. --Abuela, -se dirigió hacia ella Orabla- me ha pasado una cosa muy extraña y necesito contarla a alguien. --Tú dirás, no me voy a reir de nada, sabes perfectamente que por estas tierras pasan siempre cosas raras. ¿Qué es eso tan extraño? --Estaba dormido, cuando un leve golpear de algo me despertó. Al principio pensé que se trataba de algún primo tirando piedrecitas o gravilla a la ventana, pero cuando pude mirar hacia ella, me encontré con la figura de un gran cuervo negro que estaba dando picotazos al cristal. Me he asustado bastante. La más Antigua de la Casa quedó en silencio unos momentos mientras seguía avivando el fuego del hogar. Sonrió: --No te asustes, mi pequeño Orabla, son cosas que poco a poco les van sucediendo a los que guardan secretos en su alma, y tú debes de tenerlos y muy grandes. --¿Secretos? --Claro, muchachito, secretos que podrían desvelar al propio misterio; ¿Por qué subes a la Colina de la Guerra? --¡¿Cómo sabes tú eso?! --Oigo tu grito en mi corazón y sé que estás sufriendo. Los cuervos no sabes tú que van hacia lo que brilla?. Pero además van más allá de lo físico; buscan lo reluciente, lo que saben les hará más inmortales de lo que ya son. --Entonces si la ventana hubiera estado abierta, ¿me habría pasado algo? Preguntó excitado Orabla. La más Antigua de la Casa no se intranquilizaba por nada: --Si la ventana hubiera estado abierta, tú ya no serías el mismo. "Hace muchos años, estando tus creadores en otra casa, en la ciudad, un gran cuervo hizo lo mismo que tú me has explicado, pero aquél cuervo era más grande y más fuerte: Rompió la ventana y robó todas las almas de los que allí estaban. "El cuervo ciertamente se equivocó; en aquellas personas no había ningún secreto encerrado, ningún átomo que reluciera más que otro. El coraje del cuervo quiso vengarse de su propio error y dejó sin vida anímica a tus propios creadores. "Tú, Orabla, estabas ya en el final de tu evolución, y eras tú quien poseías el fulgor victorioso que los milenarios cuervos buscan. La más Antigua de la Casa acabó su oratoria y quitó la leche del fuego; ninguna alteración en su rostro, ningún resquemor en su comportamiento. --Abuela, tú eres una gran literato, pero creo que has exagerado la historia. --Orabla, soy mayor quizá, chocheo algo y no oigo bien, pero no soy tonta. Te aconsejo que marches cuanto antes ; si ese cuervo lo ha notado, ha notado lo que eres y lo que guardas, no tardarán en llegar los más antiguos a verificarlo. Orabla se sentó, intranquilo, casi con ganas de dar un golpe en la mesa. --Ya nos quedan pocos días y volveremos a la ciudad. Dijo tras una larga pausa Orabla. La más Antigua de la Casa no dijo nada. Otros pocos de días más transcurrieron sin que ninguna novedad aconteciera. El huerto, la construcción, la búsqueda, el grito y sus pensamientos. Las ratas habían sido exterminadas por un equipo anti plagas, y ya el búho no pudo seguir habitando el nido en el agujero del tejado; en pocos días un grupo restaurador había puesto tejas nuevas. Atardeciendo un día de finales del Verano, ya asomando la cabeza el Otoño, Orabla esperaba la llegada del repartidor de víveres, que como cada dos semanas llegaba puntual a la hora de la tarde-noche. Orabla también gustaba de elegir los alimentos; la cocina le era como una tercera ciencia. Todo el mundo estaba retirado en sus casas. El silencio era casi tenebroso. Los árboles del huerto, los más cercanos a la puerta de la finca, se mostraban fantasmagóricos con su silueta a contra luz del sol ya escondido, pero luminoso en el eterno horizonte. La furgoneta de los alimentos parecía tardar, así que Orabla empezó a dar vueltas de un lado para otro, observando cómo una suave brisa movía la Hiedra, o cómo sonaba muy a lo lejos un tractor que volvía de su labor. El sonido del aleteo de un ave llamó la atención en sobremanera a Orabla, pues para que llegase hasta sus oídos tan peculiar sonido, el ave que fuera debía de estar muy cercana. Orabla, casi entre la salida de la finca y su espalda dando a la casa, se giró: en el árbol seco de en mitad del huerto, por la parte de las hortalizas, vio estremecido una imagen que no sólo heló su sangre por todos los vasos capilares de todo su organismo, sino que parecía que la hemoglobina se había esfumado de lo blanco que se quedó: Una numerosa bandada de cuervos gigantes habían elegido el árbol como lugar de descanso. Todos se hallaban en el más estricto silencio, y tan sólo de vez en cuando emitían el sonido del movimiento de las alas, pues se desplazaban de rama en rama para cambiar de posición. Toda la bandada de pájaros miraba a Orabla, éste, no podía ver sus ojos; tan oscuros eran como la noche que a grandes pasos se acercaba. De nuevo una de las gigantescas aves abrió sus alas para posarse en otra rama. Qué duda más grande se dejaba sentir en la mente de Orabla. La furgoneta ya se veía a lo lejos del camino de la carretera, por donde el pueblo comenzaba su trasiego de casas pequeñas y apiñadas. Al llegar a la casa, Orabla estaba escrutando la situación. El conductor de la furgoneta saludó cortésmente. Orabla no dijo nada, ni si quiera estaba dando la cara al amable repartidor. --¿Sucede algo?. -Preguntó éste, acercándose hacia el abstraído hombre. Orabla siguió en su silencio. El conductor miró hacia donde miraba Orabla. La mirada del conductor parpadeó de manera compulsiva; había visto a los cuervos gigantes. --Señor, o me pide lo que quiere pronto, o me largo, esos pajarotes no me hacen ninguna gracia, y la noche va a ser cerrada. --No hay nada más cerrado que la oscuridad de esos "pajarotes" como usted los ha llamado. Sí, será mejor que se largue, dentro de poco esto se convertirá en un infierno. El conductor sin mediar una palabra más, se subió a su furgoneta y se marchó a toda la velocidad que pudo. La lucha interior que empezó a vivir Orabla no estaba en ningún libro escrito; no sabía si dirigirse a los cuervos, o a la misma vida. --Te has equivocado de nuevo, "sabia" naturaleza, de nuevo crees que todos tus seres son dignos de existencia, ¡NO! Estás más que equivocada. Ni tus queridos "hombres" valen para la lucha. "Los animales que me envías podrán destruir todo mi ser, pero te aseguro que los aliados del viento, esparcirán mis deseos por todos los rincones del Espacio y del Tiempo. No creas que me voy a rendir. El cielo continuaba despejado, ninguna nube oscurecía más aún a la joven noche, pero de súbito empezó a llover arena, para pasar momentos después a ser piedras. Ocurría dos hechos fantásticos fuera de toda razón: las piedras evitaban caer encima de Orabla, como si una barrera invisible le protegiera, y esas mismas piedras, evitaban también caer justo encima del árbol seco donde los enormes cuervos seguían perennes formando así el árbol de la muerte. La lluvia de piedras se hizo torrencial. La Casa empezó a sentir los efectos de tan extraño fenómeno meteorológico, mientras Orabla permanecía inmóvil en donde se había quedado. Quizá tuvo un momento en donde sus pensamientos se dirigieron hacia sus allegados, pero tan sólo fue un breve instante; ¿Serían sus allegados, portadores de algún mal augurio? Pronto empezaron a caer pequeñas rocas que impactaban de manera violenta contra la Casa, dejando a ésta graves signos de deterioro, y rompiendo cada parte de la construcción como si se tratara de cartón piedra. El ruido era estruendoso, pero Orabla continuaba petrificado al igual que los cuervos del árbol. De súbito también, la extraordinaria lluvia cesó. La Casa ya no existía, una gran montaña de gigantescas rocas ocupaba el viejo y antiguo terreno. La noche era absoluta, lo que hizo que la escena que Orabla contemplaba, se hiciese más espectacular de lo que ya era: Las rocas emitían luz propia. En lo alto de la artificial e inesperada montaña había posado un cuervo de tamaño más sobrenatural que los que se encontraban en el árbol. El cuervo, erecto, erguido como un rey, emitió un sonido gutural que era más horrible que cualquier otro grito de cualquier otra bestia, todo el espacio fue ocupado por tan horrendo graznido. Los cuervos que parecían ya haberse pegado al árbol, emprendieron un vuelo ascendente que hizo perderles en la ya oscura y reiterada noche. Orabla supo, no sabiendo muy bien por qué, que aquella repentina montaña, representaba cosas más grandes de las que su propia mente podía imaginar: --Bueno, ¿y qué?, -preguntaba en voz alta Orabla mirando hacia la montaña- ¿Acaso crees que voy a cambiar algo mi actitud hacia la vida?. Me podrás poner, tonta naturaleza, trescientos mil mundos delante de mí, mundos que sean normales, tolerantes, llenos de mucha, mucha gente, ¡No! ¡Tampoco vale! Yo tengo un camino y ese camino viene siendo así desde hace muchos tiempos. Retroceder ahora no sólo sería de cobardes e irresponsables, sino de falta de honestidad, de veracidad, de dignidad. No hubo voces que salieran de la montaña, ni sonidos, ni los lejanos cuervos cantaron o rieron. El cuervo gigante que se había posado en la cúspide de la montaña, emprendió el vuelo. Orabla se quedó tranquilo, más tranquilo que nunca. --Por fin puedo comenzar de nuevo el mundo que la Belleza se merece. Y en los cielos una negrura estalló, y lo que antes había sido una lluvia pesada y seca, ahora lo era suave y de recuerdos inarmónicos; plumas negras. Que así sea el recuerdo del mal.

©Quirón Alvar

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