LA FALLA
(Patricio Alfonso)
Aquella tarde, había sólo dos mesas ocupadas en la Posada del Dragón. En una de ellas, Idrán el mago, desentendiéndose de la jarra de vino que tenía enfrente, contemplaba embelesado el precioso objeto que sostenía entre sus afilados dedos; el Cristal de los Deseos, construido al fin tras largos años de trabajo arduo, aquel portento capaz de realizar el dominio de la mente sobre la materia. Bastaba que alguien se inclinase sobre él formulando para sus adentros un anhelo para que éste se verificase en el llamado mundo real. Duras penalidades había sorteado Idrán para su consecución; la última de ellas era la búsqueda de minerales raros en el desierto metálico de Karakatroum, lugar al que pocos han ido y menos han vuelto, y del que los geógrafos dicen que es el borde del mundo. En la otra mesa, Arnulfo, el aprendiz de herrero, prestaba poca atención a Idrán. Todos sus sentidos estaban presos de la silueta de Isa, la pelirroja hija del posadero, que iba y venía sobre el encerado piso de madera de cedro. Muchas veces había intentado Arnulfo hablarle de amor; pero ella sólo le respondió con un despectivo mohín de su bella boca, y con la frialdad de sus ojos azules. Idrán dejo al fin de contemplar el Cristal. Cansado de los viajes, y arrullado por el calor del buen mosto, dejó caer con lentitud cabeza y barba sobre, y al rato roncaba apaciblemente. El objeto resbaló de sus dedos, y golpeándose contra el piso de tablas, rodó hasta chocar con la bota de Arnulfo. El aprendiz se agachó y lo recogió. Muy turulato lo tendría la presencia de Isa, pero como todos en la comarca conocía los desvelos de Idrán. Arnulfo sabía que era aquello, y para que servía. Levantó el Cristal a la altura de sus ojos, y miró a través de él. Se sintió caer. Creyó ver un cielo inmenso, cuajado de estrellas y nubes en espiral. Pero la ilusión duró sólo un momento. Luego, tras el Cristal no vio nada más que una imagen: la de Isa, que se afanaba al fondo de la posada, vestida de verde organdí. Sin quitarle los ojos de encima, Arnulfo murmuró un deseo, un solo deseo. Sintió entonces lo que debe sentir quien es tocado por el rayo. Su cuerpo tembló desde la coronilla a la planta de los pies, y se llevó la mano a la garganta, creyendo que se ahogaba. Pero eso fue todo. Pronto se rehizo para alzar la vista y encontrarse con la mirada de búho de Idrán, taladrándole desde la mesa vecina. El aprendiz se incorporó, y con una ceremoniosa venia tendió el Cristal al mago, explicándole que se había caído y rodado hasta él. Idrán asió el objeto, mirándole con expresión preocupada. El Cristal se había golpeado, y eso podía no ser bueno. El delicado y sutil equilibrio que guardaban sus componentes, fruto de años de estudio y esfuerzo, podría haber sufrido una alteración. Frunciendo el ceño, el mago guardó su tesoro entre los pliegues de su túnica. Luego se levantó, y dejando caer un par de monedas de plata sobre la mesa de roble, salió sin decir palabra de la Posada del Dragón. Los pasos de sus sandalias lo conducían ahora por el camino real hacia su morada, situada en las colinas. Pronto divisó un jinete que venía en dirección contraria. Era uno de los palafreneros del Duque, que volvía de la montaña con el animal que había llevado a hacer ejercicio. Idrán pensó que era el momento de hacer una prueba, una inofensiva prueba, para comprobar el estado del Cristal. El palafrenero estaba tocado con un gorro de piel de hurón, mientras el caballo llevaba sobre la cabeza un penacho ribeteado de plumas, a guisa de ornamento. El mago discurrió que si lograba, valiéndose del Cristal, que hombre y cabalgadura intercambiasen sus respectivos atuendos, quedaría demostrado que el prodigioso objeto no había sufrido daño por su caída en la posada. De modo que se ocultó tras el tronco de una encina, y esperó el paso de los viandantes. Cuando estos cruzaron enfrente suyo, murmuró unas palabras al Cristal que había levantado a la altura de su rostro. Jinete y caballo siguieron su camino hacia el pueblo, pero algo en ellos había sido cambiado. Con una ahogada exclamación de espanto, el mago Idrán salió de detrás de la encina, y se dió prisa en llegar a las colinas. El Cristal debería ser reparado. Arnulfo el aprendiz abandonó la Posada del Dragón rumbo al taller. Se sentía muy raro. Le parecía que sus ropas le quedaban extrañamente holgadas, y tropezó varias veces, como si sus botas no le pertenecieran. Sin saber por qué, buscó las calles menos concurridas, como si no desease ser visto por nadie. No sabía que pensar; si reprocharse por haber bebido demasiado vino, o si temer que el mago le hubiese hecho víctima de algún hechizo, como castigo por haber tomado su preciado Cristal. El palafrenero montado en el caballo del Duque entró al fin en las calles del pueblo. Los niños que jugaban en las aceras huyeron a la desbandada Las mujeres que espiaban desde las ventanas cerraron los postigos de golpe. Hubo varios desmayos, y veladas exclamaciones de horror. Lo que había de uno en el otro no le gustaba a nadie. Arnulfo llegó por fin al taller. Teobaldo, el maestro herrero, estaba ante la fragua,y se lo quedó mirando con expresión sorprendida y suspicaz. Tanta extrañeza notó Arnulfo en sus ojos que por primera vez bajó la mirada hacia sí mismo. Notó con molesta sorpresa como sus ropas bailaban en un cuerpo al que ya no se ajustaban. Pero lo que le heló la sangre fue contemplarse las manos. Buscó desesperadamente un espejo, sin reparar en que en la herrería no había ninguno. Entonces recordó la pequeña pileta de agua clara del patio, la que Teobaldo usaba para enfriar el recién templado metal de sus espadas. Fue en su busca, para mirarse reflejado en la tersa superficie. No vio en ella, sin embargo, sino la adorable figura de Isa, mal vestida con sus propias ropas, y sus ojos azules observándole con espanto. © Patricio ALfonso, 2001 URL de esta página: www.angelfire.com/zine/cas/falla.html |
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