Era de mañana, fría y nublada mañana cuando me puse en camino a la casa de Morfeo. Me habían dicho que no fuera - ¿que no sabe a quien va a ver, y que lugar es ese? – , pero también me habían dicho que pagaba bien, y mis arcas estaban escuálidas. Divisé al fin las paredes, verdes y húmedas por la lluvia, de la retorcida construcción en la colina. Un humo del color del azufre brotaba denso del cañón de la chimenea. Una gárgola de sonrisa exagerada, como la del gato de Cheshire, decoraba el aldabón de metal con el que di tres golpes en la puerta. Morfeo se recortó en el umbral, alto como una estatua. Nos sentamos a una mesa larguísima, y tomamos té con galletas. Mi taza contenía sin duda un narcótico, pues empecé a cabecear sin poder evitarlo. Y que esperaba, ello estaba dentro de lo convenido. Morfeo me hizo pasar a su sala de máquinas y me señaló un sofá de látex negro, donde hube de tenderme. En seguida fijó unos electrodos a mi cráneo y los conectó a la grabadora de sueños. Dormí no sé cuanto, horas tal vez, y cuando desperté, Morfeo me indicó los diales de la grabadora. Tres sueños míos habían sido grabados, y ahora pertenecían a la oniroteca de Morfeo. Éste me dijo que no aún no debía levantarme ni quitarme los electrodos, pues iba a pagarme. Cambió la cinta de la grabadora y puso el mecanismo en reversa. Sentí un raro cosquilleo en todo el cuerpo, mientras me sacudía como si tuviera fiebre. Cuando todo terminó, miré los diales. Cuatro copias de la oniroteca habían ingresado en mi mente.

Era fría y nublada la tarde que abandoné la casa de Morfeo, caminando despacio colina abajo. Miré hacia el cielo que se oscurecía. Tenía miedo que llegara la noche; miedo de dormir, miedo de soñar. ¿Qué monstruos ahora engendraría mi sueño?

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