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LA HORMA DE MI ZAPATO

(Patricio Alfonso)

 

 

Abandoné la cama en noche cerrada, oscura. No tenía sueño, y quería que amaneciese. De modo que aceleré un tanto la rotación de la Tierra para adelantar la aurora. El esfuerzo me dejó algo mareado y hambriento, así es que atravesé la calle y tomé un buen desayuno en Blade’s, que está siempre abierto, antes de revisar los pedidos del día. A la vuelta aproveché de comprar el periódico. Comencé a revisar los pedidos: uno de lluvia, procedente de un pequeño comerciante en aceitunas; otro, para que cesara de llover, de una remota parcela en las montañas. Me sentía frustrado y aburrido. Mis clientes eran todos campesinos supersticiosos, poseedores de unas pocas hectáreas, y todo lo que solicitaban se relacionaba con el clima. En esta época de fe en la ciencia me resultaba difícil ganar dinero con mis capacidades. Me puse a hojear el diario. En una nota se hablaba de la pronta iniciación de las obras en la perforación de un túnel a través de una montaña, el que uniría dos ciudades hasta ahora mal comunicadas. El proyecto había suscitado la oposición de los ecologistas, pero el gobierno central lo había aprobado y su puesta en marcha era inminente. De súbito, tuve una idea. Me puse el diario bajo el brazo, abordé el metro, y me dirigí a las oficinas de Akurasi, Weston & Co, la empresa encargada de ejecutar los trabajos. Una secretaria me atendió en la recepción. Le dije que quería hablar con el gerente general. Ante su reticencia, argüí que por su culpa su empresa podría perder mucho dinero, lo que no se dejaría de saber. Añadí que, por el contrario, su colaboración redundaría en una jugosa prima para su propia cartera. La mujer vaciló, mirándome de arriba a abajo. Afortunadamente, parezco el tipo serio y formal que en verdad soy. Por fin, pulsó un citófono y me indicó un número en los botones del ascensor. Pronto me encontré pisando la alfombra de una amplia oficina. Un tipo rubio, jovial, de chaqueta y corbata, me ofreció asiento delante de su propio escritorio. Me presenté, y le dije que esperaba que la estimación del tiempo requerido para la perforación del túnel no fuera un dato confidencial, lo que se llama ahora material clasificado, para la empresa.

  • No, no lo es. – me contestó – y la información se ha entregado ya a los medios. (Señaló el diario que yo aún llevaba) Pensamos que en dos años las faenas habrán concluido.
  • Dos años – le repliqué, clavándole la mirada. – Yo puedo hacer esa excavación en un período muchísimo menor, y cobrándole la misma tarifa que sus contratistas.

Me miró de soslayo. No tengo, como he dicho, aspecto de charlatán.

  • ΏDe cuanto tiempo estamos hablando? – me preguntó en tono escéptico.

Moví dubitativamente la cabeza.

Un día – repuse. – Nunca más allá de un día.

Se echó para atrás en su silla anatómica. Evidentemente, ahora sí pensaba estar tratando con un chiflado. Me incliné hacia él, y le hablé remarcando cada palabra.

  • Escuche – le dije. – Mi propuesta es la siguiente. Si me demoro más de lo que le he dicho, seré yo quien les pague a ustedes. Llame a sus abogados y hagamos un contrato.

 

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Un viaje de dos horas en auto me llevó al lugar de las faenas, a la boca más cercana del túnel por construir. El sitio estaba cercado con barreras de seguridad, pero el gerente de Akurasi, Weston & Co me había provisto de una credencial de la empresa, y el vigilante no tuvo problema en franquearme el paso. Fuera de este vigilante no había nadie más. Era esta la única condición que yo solicité para trabajar en el lugar.: hacerlo sin testigos innecesarios. En verdad, yo no necesitaba estar aquí para realizar mi tarea, pero quería ver con mis propios ojos el resultado de mi esfuerzo. Me situé de pie frente a la ladera del cerro y empecé a cavar. Sin herramientas y sin las manos, tan sólo con el poder de mi mente. Removí el material de tierra y rocas, lo deposité donde no estorbase, y continué hasta alcanzar, por dentro, la otra cara del túnel. No fue un gran esfuerzo. Al menos, no comparado con mover el eje de la Tierra. Si hubiese tenido los conocimientos técnicos necesarios, habría construído la mampostería requerida para terminar el túnel, pero no era el caso. Volví al automóvil y me alejé, pensando en que mi cuenta corriente tendría en breve un apreciable incremento. Una vez en casa, llamé a Akurasi, Weston & Co para informar que había cumplido con mi parte. Me dijeron que irían a ver. Esperé todo el día el llamado de vuelta, pero éste no llegó. Por la mañana, temprano, sonó el teléfono. Era el gerente general de la compañía. Me informaba que, de acuerdo a las estipulaciones del contrato, yo me encontraba en deuda con la empresa, debido a que no había llevado a efecto mi trabajo, mucho menos en el plazo establecido. La sorpresa apenas me dejó balbucear una protesta. Colgué el auricular y salí corriendo a la calle. Me metí en el auto y llegué al sitio de las faenas en un tiempo alarmantemente breve. No había traído la credencial, pero el vigilante me reconoció y me dejó pasar. Donde el día anterior había perforado un túnel, no se veía más que la ladera del cerro. No inalterada, claro está. Alguien había vuelto a poner en su lugar el material removido, y el flanco de la colina mostraba un parche de tierra desnuda, sin vegetación. Empecé de nuevo, pero esta vez le pedí al vigilante que observara mi labor. Maldecía no haber hecho lo mismo en la ocasión anterior. El hombre se quedó mirando todo con ojos grandes como platos, y cuando terminó se marchó a toda prisa a su caseta, en donde se encerró sin querer verme ni dirigirme la palabra, muerto de miedo. Volví a mi casa y llamé a Akurasi, Weston & Co. Hablé con el gerente, y le dije que, sin perjuicio de aceptar la deuda contraída con la empresa, deseaba hacer un nuevo contrato igual al anterior. Al día siguiente, el ejecutivo me devolvió el llamado, comunicándome que, de acuerdo a las cláusulas del contrato nuevo, yo tenía otra deuda más con la compañía. Cuando conduje, por tercera vez, al lugar de las faenas, estaba febril. Una o dos veces estuve a punto de chocar en la carretera. El gerente no había mentido; el nuevo túnel estaba otra vez obturado, y la ladera del cerro se veía aún más lisa y apisonada que la vez anterior. Fuí a buscar al vigilante – que tras abrirme la reja se había refugiado en su caseta – y lo obligué a permanecer a mi lado mientras trabajaba. Salí, manejando en forma ruidosa, haciendo ver ostensiblemente que me iba. Tras un kilómetro de carretera doblé, internándome por un camino lateral. Torcí luego a la izquierda, retornando al lugar de las faenas por un atajo. El sector al que había salido era un terreno elevado que me ofrecía una vista perfecta de la perforación y sus inmediaciones, desde el lado opuesto a donde se encontraba la entrada y la caseta del vigilante. Oculté el auto tras unos matorrales y me senté en una roca. No tuve que esperar mucho. Al poco rato,un sedán de color negro se aproximó por el camino que venía de la carretera. Siguió la línea de barreras, dando un rodeo hasta situarse en un punto equidistante entre la entrada y el sitio donde yo me había apostado. Se detuvo, y el conductor descendió. Era una mujer alta, pelirroja, vestida de oscuro, quien ahora permanecía de pie, inmóvil, mirando las faenas con lo que parecía una intensa concentración. Lamenté, en ese momento, no disponer de unos prismáticos. Pero luego, lo que ocurría en el lugar captó toda mi atención. Los materiales removidos, la tierra y las rocas, se estaban desplazando y ocupando su sitio primitivo en la ladera del cerro, taponando por tercera vez el túnel. Más allá de mi furia y de mi decepción, me resultaba prodigiosa la vista de un tipo de fenómeno que por primera vez podía observar sin estar involucrado directamente en él. Terminada su obra, la mujer retornó al sedán y partió. Ni corto ni perezoso, volví a mi propio automóvil y la seguí. Se internó por la carretera, rumbo a una ciudad cercana en donde casi la pierdo en el farragoso tumulto de las calles. Aparcó al fin en el estacionamiento de un edificio de varios pisos. Bajó del sedán, y empezó a caminar hacia los ascensores. Salí de mi auto y la alcancé, tomándola del brazo. Se volvió con presteza, dejándome sentir la intensa mirada de sus ojos azules.

Crónica aparecida en "La Estrella Vespertina."

Continúa siendo un misterio el desplome del edificio Buenavista, en pleno centro de esta ciudad. Como informamos ayer, esta construcción nueva y en buen estado se derrumbó sin causa aparente, ocasionando un número aún no determinado de muertos y heridos. La mayoría de las víctimas eran personas que permanecían en sus departamentos a la hora de la tragedia. Se exceptúan, sin embargo, dos cuerpos encontrados en los estacionamientos, cuya identificación se mantiene en reserva. Informes sin confirmar han señalado que se trataría de una joven ligada al grupo ecologista "Paz Verde" y de un conocido personaje de la región, supuestamente dotado de la capacidad para influir en el clima. Mayores detalles en nuestra edición de mañana.

 

© Patricio ALfonso, 2001

 

Email:

sergio_fritz@yahoo.com

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