PRESAGIOS
(CLAUDIO GARCÍA)
Mi nombre completo es Hector Pablo Liporace, aunque en el ambiente literario se me conoce por el apodo de "Lipo"; estado civil, separado; dos hijos en edad escolar; el próximo martes cumplo treinta y cinco años, pero dado mi actual y lamentable aspecto, aparento muchos más. Mi foja universitaria certifica haber obtenido la licenciatura en Letras Clásicas con excelentes calificaciones. Mis ingresos provienen, fundamentalmente, de las horas de cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y de la Universidad del Salvador; eventualmente escribo artículos, colaboraciones y ensayos, para algunas revistas especializadas. He realizado numerosos cursos y masters de posgrado, todos ellos relativos al estudio de la literatura de presciencia, la que puedo clasificar en tres grandes grupos, a saber: 1) las predicciones inspiradas por Dios, como ejemplo las profecías de Isaías, o el Apocalipsis según San Juan; 2) las predicciones de un acontecimiento futuro, como Nostradamus y San Malaquías; y 3) las predicciones "del más allá", reveladas en el sacrílego libro llamado Morspraesagium, texto maldito de origen y autor desconocidos, cuya verdadera existencia aún hoy sigue siendo negada oficialmente por la mayoría de la jerarquía eclesiástica. De las profecías incluidas en este último grupo, y de la increíble sucesión de hechos que acontecieron en mi vida hasta hace muy breve lapso, es de lo que trata la historia que intentaré transcribir, en la medida que mi ahora tembloroso pulso, así me lo permita continuar hasta el final. Afortunadamente, aún conservo intacta mi capacidad racional, o por lo menos, así lo creo, no pudiendo decir lo mismo de mi lamentable estado psíquico, emocional y nervioso, ya profundamente alterados. Quizás, el lector incrédulo, no atribuya a mis palabras ningún significado trágico; tal vez, luego de leer mi relato, desconfíe o dude del verdadero equilibrio de mis facultades mentales. Puedo asegurarles, que daría cualquier cosa por olvidar todo cuanto sé acerca de lo que vendrá; quisiera no haber descifrado nunca las señales y presagios que finalmente transformaron mi vida en un calvario de resignación e impotencia, ante lo inevitable del devenir de los acontecimientos. Debo aclarar, que mi inclinación por estos temas proviene desde mi infancia. De niño solía leer todo anuario que se publicase sobre horóscopos y predicciones astrológicas. Tomaba debida nota de fechas y pronósticos, los cuales registraba meticulosamente en un archivo personal, catalogando y clasificando cada vaticinio según se tratara de catástrofes naturales, personalidades o figuras públicas, cambios geopolíticos mundiales, estallidos bélicos, etcétera. Por supuesto, ponía especial atención en cuanto al cumplimiento de los mismos. Mis estadísticas verificaban su inexactitud en el noventa y nueve por ciento de los casos. Me había convertido en un desenmascarador de falsos profetas, en un vengador anónimo de la realidad cotidiana. Este pasatiempo o hobby dejó de interesarme al finalizar mi adolescencia, cuando comencé a alejarme de la superficialidad que rodeaba mis investigaciones y lecturas, para adentrarme de lleno en el estudio de la astrología, ciencia que consideraba muy cercana a mis inquietudes. A partir de ésta, fui conociendo y leyendo sobre otros temas conexos, tales como la alquimia, el tarot, parapsicología y ocultismo. Buceando alrededor de este último tópico, cayeron en mis manos diversos textos de teosofía, como la Doctrina Secreta e Isis sin Velo, y no tardé incluso en hacerme miembro de la Sociedad Teosófica, lugar donde asistí a numerosas charlas, conferencias y reuniones de logias, sobre los más variados temas. Está claro entonces, que mis primeros años de juventud, transcurrieron fundamentalmente, dedicados al estudio serio de las ciencias y temas que intentaban ver más allá de lo que convencionalmente conocemos acerca del hombre, su origen y evolución. Lo que no había perdido, ni abandonado, era mi obsesiva preocupación por develar los insondables secretos sobre el futuro del hombre y la humanidad. De allí que pasaba tardes completas leyendo y releyendo los diferentes volúmenes que transcribían las más conocidas profecías y presagios, tratando de encontrar y descifrar las claves con las que se hacía referencia a hechos y acontecimientos venideros. Esta tarea, aunque ardua y pesada, no impidió por supuesto que paralelamente cursara mis estudios universitarios, de los que ya hice mención anteriormente. Precisamente en ese ámbito, en la facultad, fue donde conocí a dos compañeros con los que de a poco constituimos un trío inseparable a lo largo de toda la carrera. Todos teníamos la misma afinidad en cuanto al estudio e investigación de las profecías. Sin embargo, Abel Castro, un muchacho sumamente delgado, de aspecto algo desprolijo, por su barba siempre incipiente y sus ropas arrugadas, era el más sensitivo del grupo. No por nada lo apodábamos "el mago". Lo suyo pasaba más por la experiencia intuitiva y extrasensorial, que por el estudio y análisis racional de los fenómenos paranormales. Según decía, tenía a menudo sueños extraños, a los que atribuía mensajes premonitorios acerca de hechos que iban a acontecer en la realidad. Esporádicamente podía también tener visiones estando despierto, producto de la observación y concentración en determinado individuo u objeto elegido. No podía decirse que se tratasen de grande hazañas, pero juntos realizamos numerosas experiencias donde pudimos verificar su increíble capacidad. Era notable, por ejemplo, como podíamos pasarnos tardes enteras sentados en nuestra mesa del bar "El Cóndor", de Rivadavia y Florencio Balcarce, y ser capaz de anunciarnos las personas que iban a ir ocupando las distintas mesas del salón, como si nos estuviera contando una película que ya hubiese visto varias veces, y la conociese de memoria. Se tomaba algunos minutos para concentrarse, y comenzaba a anotar en una servilleta: hombre gordo y pelado en la mesa de la ventana rajada; una pareja joven en la mesa del rincón; una anciana entraría a preguntar por fichas de teléfono; dos señoras se ubicarían en la mesa delante nuestro, etcétera. Poco a poco, aunque parezca mentira, todo se iba cumpliendo con total exactitud. Claro que para nosotros, aquello ya se trataba de un hecho común, y en los últimos tiempos ya lo tomábamos como una simple diversión, sin imaginarnos que lentamente nos estábamos aproximando a lo que fatalmente marcaría el destino de nuestras vidas, o lo que aún hoy resta de ellas. Jaime Orestes, el otro integrante del trío, era un muchacho bajito, usaba gruesos lentes y tenía el típico aspecto del "ratón de bibliotecas", un infatigable buscador de perlas literarias, reliquias ocultas en las más ignotas librerías. Fue él quien nos trajo la novedad que marcaría un antes y un después en nuestra existencia. Recuerdo que cuando me llamó aquella tarde, su voz denotaba cierta excitación y nerviosismo, producto de la gran ansiedad que manifestaba por mostrarnos lo que consideraba un verdadero hallazgo literario. A decir verdad, en los días previos a su llamada, se había mostrado algo esquivo, escurridizo y un tanto misterioso, sobre todo cuando le inquiríamos acerca de sus imprevistas ausencias en la mesa del "Cóndor". Solo se limitaba a responder que tuviéramos paciencia, y que oportunamente nos develaría un gran secreto. Aparentemente, por el tenor de la llamada, ese momento había llegado. La reunión se llevó a cabo en el departamento de Abel, un sitio que nos traía recuerdos de nuestras épocas de estudiantes, ya que había sido guarida y lugar de encuentro, para la preparación de casi todos los parciales y finales que habíamos rendido a lo largo de nuestra carrera. Esa noche nos sentamos los tres a la mesa cuadrada de madera, cubierta por un suave paño verde, y comenzamos a escuchar al petiso Orestes desgranar palabra tras palabra, contándonos la odisea que lo había conducido a una de las piezas literarias más buscadas y controvertidas de todos los tiempos. Condenada por los más ortodoxos teólogos cristianos, ignorada o negada por los historiadores contemporáneos, obra de consulta permanente en la antigüedad por oráculos, guerreros, templarios, papas y reyes: el más abominable y a la vez grandioso compendio de sabiduría oculta jamás soñado por mente alguna, solo comparable con el no menos maldito Necronomicón. Se trataba del libro de las profecías del "más allá", su nombre en la edición latina rezaba Morspraesagium. Todos enmudecimos durante algunos minutos al momento de contemplar el voluminoso ejemplar. Ante nuestras miradas atónitas, y nuestras mentes perplejas, yacía encuadernado en una negra piel semi escamosa, el fatídico ejemplar. A los tres nos invadió la misma confusa sensación, mezcla de alegría, emoción y a la vez temor por lo desconocido. Eramos plenamente conscientes que de su estudio podríamos develar todos los misterios y secretos del devenir de los tiempos, pero también sabíamos de su origen maldito, y de las extrañas fuerzas que habían inspirado al autor o autores del mismo. El desafío había sido aceptado por todos, profundizaríamos hasta las últimas consecuencias, sin importar lo que pudiera pasar con cualquiera de nosotros. Aquella noche, habíamos dado movimiento a un engranaje diabólico de acontecimientos cuyas piezas jamás podríamos volver a detener. El primer toque de atención lo tuvimos durante esa misma noche. Mientras Orestes y yo preparábamos café en la cocina, y terminaba de comentarme algunos aspectos sorprendentes relativos a su hallazgo, escuchamos espantados un increíble grito proveniente del living. Por supuesto, no podía ser otro que Abel, quien había quedado absorto contemplando el imponente tratado que impactaba amenazadoramente incrustado en el centro de la mesa. Tardamos algunos minutos en hacerlo reaccionar, pues parecía estar sumido en un extraño trance hipnótico. De a poco fue reaccionando, y entonces pudo contar que tal como era su costumbre, casi involuntariamente, intentó concentrarse dirigiendo su mirada al viejo libro, y el resultado fue lo suficientemente espeluznante como para desequilibrar a nuestro sensitivo y extremadamente delgado amigo. Si bien no podía recordar con exactitud la horrenda visión obtenida, sí mantenía intacta una extraña sensación imposible de ser descripta. Tomamos algunos cafés tratando de distender un tanto el ambiente, hasta que Abel pudo aportarnos algo más de aquellos a lo que, tanto Orestes como yo, permanecíamos completamente ajenos. Le era imposible poder precisar una imagen en particular. Su impresión era la de haber estado contemplando una sucesión ininterrumpida de imágenes, como si le hubiesen proyectado una película cuadro por cuadro, a una velocidad abismal, de escenas terroríficas que acontecían en un sitio devastado por la desolación, y arrasado por impresionantes y horrendas criaturas, todo ello bajo una atmósfera completamente inhumana y desconocida para él, como si se tratase de otro planeta u otra dimensión. El shock había sido tan violento que le impedía obtener mayores precisiones sobre ese otro mundo lejano y diabólico. De cualquier modo, nuestra atención estaba centrada principalmente en el estudio del Morspraesagium, y parte de las explicaciones de lo acontecido, lo atribuimos a la gran ansiedad y expectativas generadas por tan inesperada adquisición. Sin embargo, nuestro amigo Abel, se encargó de demostrarnos que no podríamos olvidar tan fácilmente lo sucedido aquella noche. En los sucesivos encuentros en que intentamos comenzar a brebar en aquella innombrable fuente de saber, notábamos que el flaco permanecía ajeno a nuestras conversaciones, y su carácter mostraba serias alteraciones, que con el tiempo hicieron prácticamente imposible una cordial convivencia. En parte justificábamos con Orestes esta actitud, pues sabíamos que Abel casi no podía conciliar el sueño desde hacía varias noches, a causa de las impresionantes visiones que comenzaron a asaltarlo ininterrumpidamente desde aquella primera e infortunada aproximación al Morspraesagium. Además era evidente que la sola proximidad al libro, desencadenaba en él una inmediata reacción nefasta. Su cuerpo comenzaba a temblar y sudar frío, y era difícil evitar que entrara en trance como el que ya había experimentado anteriormente. El último día que permaneció junto a nosotros, al menos de manera consciente, nos fue imposible impedir que sufriera un nuevo y terrible shock, y con él la horrible sucesión de visiones que lo desconectaban totalmente de nuestro mundo, para sumergirlo en ese infierno onírico del que todavía no sabemos, si algún día podrá emerger nuevamente. El lamentable estado en que había caído Abel, y el inevitable sentimiento de culpa que nos invadió, pues nos sentíamos plenamente responsables por lo sucedido a nuestro querido amigo, hicieron que olvidáramos por algunos días nuestra enfermiza investigación del Morspraesagium. Sin embargo, pasados unos días, y luego de meditarlo serenamente, llegamos a la conclusión con Orestes de que sí bien proseguir nuestra tarea implicaba un enorme riesgo, dados los primeros resultados obtenidos, era también nuestra única posibilidad de encontrar alguna explicación a lo sucedido con Abel, y quizás la manera de encontrar alguna pista que nos permitiera ayudarlo a salir de tan espantoso trance. El libro poseía, indudablemente, una increíble y misteriosa energía que se proyectaba e influía sobre todo lo que le rodeaba, pues así lo demostraban los notables sucesos comprobados desde haber tomado contacto con él. Por caso, los perros y gatos del edificio, independientemente de cual era su proximidad a nuestro departamento, habían modificado notablemente su comportamiento, constantemente inquietos y actuando como si algo los asustara, además de aullar frenéticamente durante gran parte de la noche. Sabido es que algunos animales tienen desarrollados algunos sentidos mucho más que los humanos, llegando a captar imágenes y sonidos directamente del plano astral. Afortunadamente, Orestes y yo, no éramos personas muy sensitivas a este tipo de fenómenos, y por extraño que parezca, permanecíamos ajenos a tan marcada influencia. Esto posibilitó que pudiéramos avanzar en la investigación del misterioso libro, tarea ésta que nos reportaba una enorme cantidad de tiempo, principalmente en la traducción e interpretación del complicado dialecto en el que estaba escrito. Además, tropezábamos con el inconveniente que muchas fórmulas y párrafos enteros, estaban codificados bajo distintos tipos de claves, tendientes a proteger y dificultar la tarea de develar los secretos ocultos en él. Luego de un tiempo de infructuosos resultados, convenimos con Orestes en cambiar nuestra estrategia, y resolvimos desdoblar la tarea en dos etapas: dedicábamos el día para seleccionar los bloques del texto que íbamos a considerar, y según fuese el tipo de lenguaje o jeroglífico empleado en cada caso, nos lo repartíamos según nuestras especialidades para encarar por separado la traducción o decodificación de los mismos; por las noches, tratábamos de ensamblar el conjunto, para dedicarnos ambos a la lectura, estudio e interpretación de los textos. Pasados algunos días y noches sin dormir, enfrascados de lleno en nuestra tarea, llegamos a la penosa conclusión, que además de todas las dificultades ya expresadas para acceder a su conocimiento, el libro estaba escrito a manera de un laberinto, con mil caminos posibles pero donde sólo había uno solo verdadero. De tal manera, luego de seguir la pista de algunos temas a través de interminables y endemoniados capítulos, nos dábamos cuenta que llegábamos a falsas conclusiones, pues o bien entrábamos en evidentes contradicciones, o bien quedábamos presa de una circularidad envolvente que nos hacía reencontrar los mismos dichos leídos muchas páginas atrás. Solo nuestra inquebrantable voluntad y el ánimo que nos brindábamos mutuamente, hicieron posible la prosecución de nuestro objetivo. Finalmente, logramos descifrar algunas claves que exitosamente nos orientaron en nuestra búsqueda, logrando lo que ya nos parecía imposible, proyectar un poco de luz a través de aquella impenetrable bruma empecinada en velar nuestra empecinada ansia de saber. El tema principal al que habíamos arribado después de tanto investigar, giraba en torno a una palabra clave: "akasha", cuyo significado hacía referencia a la materia primordial de lo que todo proviene. Todo lo que pudimos averiguar a partir de allí, nos abrió un panorama inédito acerca de la concepción del tiempo y del espacio, y de la interacción entre el hombre y las acciones por él emprendidas en el mundo físico, y su correlato con otros planos superiores de existencia supraterrenal. Esto no obligó a "abrir" nuestras cabezas conceptualmente, y tirar por la borda muchos preceptos que creíamos sagrados. Uno de ellos, por ejemplo, era todo lo relacionado con la esquemática y rígida concepción del tiempo: tiempo pasado, tiempo presente, tiempo futuro, cada uno excluyente del otro, imposible volver hacia atrás, imposible modificar lo que vendrá. Los nuevos conocimientos adquiridos nos remitían a planos de existencia superiores a nuestro mundo tridimensional, donde existían especies de " archivos ", también reconocidos como "memorias de la Naturaleza" o "memoria del Logos", donde estarían registrados en forma permanente las imágenes o recuerdos de todo cuanto ha sucedido desde épocas inmemorables en el mundo físico. Esto respondía a numerosas teorías ocultistas que afirmaban que todo pensamiento, palabra y obra realizada, cualquiera sea su importancia, levanta vibraciones que impresionan la "materia akashica". Esto significaba que los arquetipos de todas las formas, los modelos de cuanto ha sido creado, existen en los niveles "arupa", que significa sin forma, y pueden verse reflejados en el "akasha", o materia primordial de lo que todo proviene. Hasta aquí, una compleja teoría con ciertas reminiscencias filosóficas: por un lado con la tradición platónica, por las analogías que podían trazarse con el mundo de las Ideas; por otro lado, con más complejidad, podían buscarse conexiones con las teorías "leibnizianas" de la armonía preestablecida, y la existencia de mónadas que contienen en la noción de cada sujeto la totalidad infinita de predicados posibles para él. Es decir, que todo lo que yo haga o deje de hacer, ya estaba contenido en mi noción completa al momento de nacer. Pero apenas pudimos seguir profundizando en aquellas direcciones, pues enseguida averiguamos que aquellos registros sutiles akashicos no constituían una copia inerte, sino un verdadero universo pleno de actividad y vida propia, algo semejante a una cinta cinematográfica, aunque intensamente más real y precisa, en donde todo quedaba impreso. La conclusión era obvia, tanto para Orestes como para mí, y nos aclaraba lo sucedido a Abel: nuestro infortunado amigo había tenido acceso a aquellos planos de consciencia, parte por su increíble capacidad extrasensorial, y parte por la notoria influencia que el Morspraesagium proyectaba a su alrededor. Lo que no terminábamos de comprender, era el significado de las tremendas visiones que tanto habían impactado sobre la psiquis de Abel. No encontrábamos relación entre aquellas y nuestro mundo actual, por lo que colegimos que serían imágenes de un pasado absolutamente lejano y muy anterior a la existencia del hombre sobre la Tierra. El problema era que toda nuestra información se basaba exclusivamente en las pocas referencias brindadas por nuestro compañero, y ya que nosotros carecíamos de su fina sensibilidad, nos sentíamos con las manos atadas para poder corroborar nuestras arriesgadas teorías. Nuevamente, volvimos a concentrar nuestros esfuerzos enfrascándonos de lleno en el estudio del viejo libro. No sabíamos bien ya cuál era el objeto de nuestra búsqueda, pero intuíamos que existía oculta alguna llave capaz de abrirnos las puertas hacia ese universo sin tiempo, en el que moraban los arcanos secretos del devenir humano. A todo esto, Abel no mostraba síntomas de mejora, continuaba internado en estado de éxtasis profundo, y no lograban hacerlo reaccionar. Los pocos instantes de lucidez que mantenía, eran momentos fugaces y tormentosos. Abominaba del Morspraesagium y nos conminaba a deshacernos de él lo antes posible, pronosticándonos terribles consecuencias que marcarían el resto de nuestras miserables vidas. Sin embargo, a pesar de las duras advertencias seguimos adelante. Orestes era ya un experto en decodificación de claves secretas, y no tardó más de dos días en dar con la pista de toda una serie de invocaciones y mantras, capaces de generar un vórtice de energía que serviría para establecer una conexión con los planos arupa del akasha. Los textos de los mantras no tenían traducción posible en nuestro idioma, pero tampoco la consideramos necesaria, pues la importancia de los mismos residía, exclusivamente, en su valor fonético y sonoro. De tal manera, nuestra siguiente tarea consistió en tratar de interpretar la entonación exacta de cada palabra, y determinar el énfasis que daríamos a cada frase. Preparamos varios borradores, teniendo en cuenta también el orden en que recitaríamos los distintos versos, ya que tampoco estábamos seguros de la secuencia en que debían pronunciarse. Completamos no menos de cincuenta variantes cada uno, y nos propusimos realizar la experiencia lo antes posible, en el departamento de Abel, cerca de las doce de la noche, tratando de repetir el escenario y el momento en donde se había logrado el primer contacto supraterrenal. Los primeros cuarenta intentos, nos representaron más de una hora de tiempo, y aunque fueron vanos, nos sirvieron para medir la entonación e intensidad del volumen que pretendíamos dar a cada invocación. No recuerdo exactamente como sucedió, ni en que momento preciso, pero súbitamente notamos que las vibraciones generadas por nuestra última recitación, permanecieron retumbando y acrecentándose paulatinamente entre las cuatro paredes del ambiente que nos albergaba. No pronunciamos más palabra alguna. Un cruce de miradas bastó para darnos mutuamente el okey por el éxito obtenido. Lentamente, tratando de no romper la atmósfera creada, me aproximé hasta la puerta del departamento, y pude comprobar que el sonido que nos envolvía no era escuchado en el palier del edificio. El extraño fenómeno no excedía las fronteras del living, limitándose a manifestarse solo ante nuestra presencia. Cuando regresé junto a Orestes, ya había comenzado a gestarse una asombrosa transformación del espacio que nos rodeaba: comenzaba a abrirse ante nuestros ojos, una especie de agujero cósmico, algo así como una ventana hacia otro mundo desconocido. Las invocaciones extraídas del Morspraesagium habían servido como ganzúa para lograr forzar una abertura que nos posibilitaría observar las imágenes de otro tiempo inmemorial. Las visiones que se desplegaban ante nuestras atónitas miradas, solo eran comparables al infierno imaginado por Dante en su Divina Comedia; un mundo poblado por endemoniadas criaturas frenéticamente enfurecidas, luchando despiadadamente unas contra otras, todo en medio de un ambiente nutrido por una pesada neblina, y guturales alaridos. Los demonios, mitad humanos y mitad bestias, estaban munidos de poderosas garras e irregulares y desproporcionados colmillos. Se desplazaban torpemente, encorvados la mayor parte del tiempo, y su comportamiento era sumamente inquieto, como si algo los hubiera alborotado repentinamente. Si aquellos seres habían sido habitantes de nuestro planeta en alguna era remota, estábamos más que contentos de haber nacido muchísimos millones de años después. De repente, imprevistamente, notamos que la atención de los seres se dirigió resueltamente hacia nosotros, y lo que hasta ese entonces nos había parecido una escena emanada de una cinta de video, de golpe pareció transformarse y formar parte de nuestra propia realidad. Evidentemente, aquella mágica abertura, no se trataba de una simple ventana por donde poder espiar hacia otras esferas del tiempo. Era mucho más que eso, habíamos abierto un umbral entre dos universos, habíamos superpuesto dos esferas de tiempo, y la distancia que nos separaba de ello se encontraba a solo unos pasos de nosotros. Enseguida adiviné las intenciones de Orestes al verlo buscar presurosamente entre todos los mantras escogidos. Sin dudas trataba de encontrar la manera de volver a cerrar aquel pórtico maldito. Cuando una de las bestias se desprendió del grupo, y se encaminó resueltamente hacia nosotros, reaccioné instintivamente. Corrí desesperadamente sin pensarlo un instante hasta alcanzar la puerta que afortunadamente había permanecido sin cerrojos, y la última imagen que tuve de aquel pandemónium, fue la silueta de Orestes, inmóvil, petrificado por el terror. Luego escuché, en medio de un incesante batir de alas, el increíble alarido producido por una garganta absolutamente inhumana, pero tremendamente real. Nunca volví a saber de Orestes. Cuando me animé a regresar al departamento, luego de algunos días en los que permanecí oculto y atormentado por la experiencia vivida, lo encontré sorprendentemente en perfecto orden y estado. Del Morspraesagium no hallé rastro alguno, había desaparecido misteriosamente, y con él todos nuestros apuntes y notas. A partir de ese momento mi vida ya no volvió a ser como antes. Tampoco visité más a Abel, incapaz de afrontar mi responsabilidad por haber abandonado a Orestes a su desdichada suerte. Ya no pienso más acerca del futuro de la humanidad, ni creo que exista porvenir por delante. Ahora sé que aquellos demonios nos están acechando, y quién sabe, ya hayan develado las claves para abrir las puertas que comuniquen nuestro mundo con el de ellos de manera permanente. Pero lo que es peor, finalmente descubrí el último y más grave de los presagios, un presagio de muerte que inevitablemente caerá, tarde o temprano, sobre toda la humanidad. Es que aquellas horrendas visiones no pertenecían al pasado, no pertenecían a eras remotas, como ingenuamente creímos en un principio. Aquel mundo infernal que intercomunicamos con el nuestro por unos instantes, estaba más allá del tiempo convencional. Era el resultado de nosotros mismos, de nuestras acciones diarias, de nuestros sentimientos, de nuestros deseos, convertido todo en una terrible energía que al impactar en aquellos planos akashicos, transmutaba nuestra realidad en horrendas formas y criaturas, algo que tarde o temprano formaría parte de nuestra línea espacio-temporal, ubicándose en ese punto impreciso que esquemáticamente denominamos PRESENTE |
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