A principios de este insospechadamente largo conflicto, el 29 de abril de 1999, La Jornada publicó un artículo de Adolfo Gilly, en donde el conocido científico social expresa su postura en contra de la privatización de la UNAM y su sometimiento ante las directrices del gran capital internacional. Gilly advierte sobre un oscuro proyecto: el problema de las cuotas no es mas que la punta del iceberg de un ajuste estructural con mucho mayores consecuencias y alcances.
La ofensiva contra la UNAM y contra sus estudiantes desatada con violencia despótica por televisión, prensa, desplegados y declaraciones de altos funcionarios del gobierno federal tiene mucha más fondo que la cuestión de las cuotas. Es una nueva punta de lanza de un ataque en regla contra un conjunto de derechos -entre ellos la educación pública gratuita para todos- conquistados por los mexicanos a lo largo de este siglo.
Forma parte del generalizado asalto finisecular contra los niveles de civilización alcanzados en todos los países, asalto conocido por el nombre de “políticas neoliberales” y que en rigor debe llamarse reestructuración y nueva extensión universal del dominio del capital -hoy, bajo el mando financiero- sobre la vida y el destino de los seres humanos.
Es una enorme falacia, indigna de quienes deberían ejercer en las aulas universitarias el oficio de pensar y enseñar a pensar, como quería el maestro Eduardo Nicol, sostener que las cuotas son para que las paguen quienes tienen y no paguen quienes no tienen.
En primer lugar, quienes tienen deben contribuir a la educación de todos -no sólo de sus propios hijos- a través del pago de impuestos proporcionales a sus ingresos, esos impuestos que los muy ricos mexicanos están acostumbrados a que sean irrisorios y evadibles.
En segundo lugar, la educación es un derecho, igual para todos. Los derechos no distinguen entre quienes tienen más y quienes tienen menos. Los derechos son de todos los integrantes de una sociedad. La universidad pública y la educación pública, por esencia, rechazan una distinción institucionalizada en que unos estudiantes deben declararse “pobres” para no pagar. ¿Les van además a poner una insignia que los distinga como tales, como la estrella de David para los judíos bajo el nazismo?
En tercer lugar, quienes estudian son los estudiantes y no sus familias, como bien escribió Julio Botvinik en estas páginas. La universidad gratuita significa para el estudiante que no tiene que depender de sus papás para el pago de sus cuotas; y que en su primera juventud puede preservar ese espacio de libertad para la formación de su carácter, de sus conocimientos y de su independencia de criterio, y además para el disfrute de su juventud, ese derecho ojalá intocable de todos los humanos.
Los estudiantes de la UNAM no sólo defienden la educación y la democracia, defienden algo más, la libertad concreta de ser jóvenes y decidir sobre los tiempos de sus propias vidas.
En cuarto lugar, a nadie será posible convencer de que en el presupuesto federal no hay dinero para la educación pública y sí lo hay para el rescate bancario, el rescate carretero, el sostenimiento de un ejército de 40 a 50 mil hombres en territorio chiapaneco o la multimillonaria campaña televisiva y mediática contra la UNAM y sus estudiantes.
No, el problema no es de cuotas o de las cuotas, que ahora podrán ser “módicas” y que muchos podrán pagar y mañana, si fueran rotas las defensas opuestas por los estudiantes, se harían más y más elevadas, más y más selectivas, habría que pagar por todo y decenas o cientos de miles serían privados del derecho a estudiar.
El problema es más profundo. Por la imposición de las cuotas empieza la nueva ofensiva para cambiar a la UNAM. Para desmembrarla (preparatorias por un lado, facultades por el otro, posgrados e investigación más allá), para sacarse de encima ese foco de pensamiento independiente en sus docentes, sus investigadores y sus estudiantes, a ese espacio de defensa y protección de las libertades mexicanas que en cada momento crítico la UNAM ha sido y seguirá siendo, como en sus ámbitos lo son tantas universidades de provincia.
El capital financiero y los ejecutores de sus planes en el poder -Salinas, Zedillo y varios más- quieren librar a México de esa universidad republicana y hostil al comando del dinero. No sé si el rector Francisco Barnés, y quienes como él viven en el mundo de espejos de la administración universitaria, tienen cabal conciencia de esto, En todo caso, la tienen y creen estar en lo justo quienes desde el gobierno federal imponen este rumbo.
El actual asalto contra la universidad pública, disfrazado de la imposición furtiva e ilegal del Reglamento General de Pagos, se integra dentro de lo que el Banco Mundial Prescribe como la segunda ola o la segunda generación de reformas estructurales para los países de América Latina.
La primera ola, sistematizada en 1990 en el llamado Consenso de Washington, puede sintetizarse en tres reformas: privatización, desregulación y apertura comercial.
Aplicadas esas reformas en México por gobiernos corruptos, funcionarios ineptos y políticos aprovechados, la privatización resultó en la apropiación a precio vil -casi el reparto- de los bienes de las empresas públicas por los amigos del poder; la desregulación financiera condujo al desastre bancario, hoy pagado con nuestro dinero, y a la colusión de la banca con los tráficos ilegales, y la apertura comercial provocó la ruina de pequeñas, medianas y aun grandes empresas, el despojo de deudores, la miseria de productores agrarios y una nueva concentración del dinero en pocas manos entrelazadas con los capitales de las metrópolis. Fueron reformas sin ley, ejecutadas sin instituciones adecuadas y responsables y sin rendir cuentas a nadie.
La segunda generación de reformas, ya iniciada, incluye entre otras la reforma laboral (avanzada en los hechos, pero no en la ley), la reforma de la salud (en marcha) y la reforma de la educación. El sentido general de las reformas de esta segunda generación es transformar a los derechos en servicios pagados. O, en otras palabras, subordinar los derechos al mercado: quienes pueden pagar tienen servicios asegurados, no derechos; quienes no pueden, tienen en ciertos casos asistencialismo para pobres, y en otros nada.
Que los pobres no paguen cuotas forma parte de ese asistencialismo, y no del derecho universal a la educación para todos.
Detrás vienen otras medidas que alcanzarán a muchos profesores que hoy, de buena fe, creen que es justo hacer pagar cuotas a unos y dar ayuda a otros. En esos planes está seguir disminuyendo la parte contractual de sus salarios y elevando lo que reciben por estímulos y premios, que todos sabemos que poco tienen que ver con la eficiencia y mucho más con la simulación o la buena conducta.
Los estímulos, que han redundado en un desastre académico, moral y educativo son el prolegómeno de la eliminación de la definitividad, que no es un privilegio sino una conquista destinada a preservar la independencia y la libertad de cátedra.
Detrás vendrán los concursos periódicos y la lucha de todos contra todos. Es cierto: aún así, en esa situación quien quisiera trabajar, investigar y producir lo haría, quien prefiriera simular y medrar lo seguiría haciendo como ahora. Pero otro espacio de libertad habría sido eliminado. Cualquier universitario habituado a pensar y a no agachar la cabeza sabe de qué estoy hablando.
No, no son las cuotas. Quieren cambiarle a México la UNAM. Quieren convertir a México en un espacio de la nueva dominación de las finanzas y organizarnos la vida según sus sinrazones. Para eso, estos supuestos enemigos del estatismo están utilizando toda la fuerza y todos los recursos del Estado. Es un golpe de mano imponerle al país estas medidas a quince meses de una elección nacional donde todo se discutirá y se votará.
La defensa de la educación pública y gratuita, de primera calidad, desde la primaria hasta la universidad. Es la defensa de los derechos mexicanos.
Los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México están defendiendo esos derechos y, con ellos, la razón y la libertad.
UNAM: razón y libertad