Abriéndose paso cuidadosamente por las descuidadas veredas del Distrito
de la Misión en San Francisco, entre el abandono y las mujeres extenuadas, los
adolescentes y los niños asombrados y de mirada sombría - silenciosos, delgados y demasiado cansados
-, avanza una mujer ataviada de manera tan diferente que incluso aquí en el más
pintoresco de los barrios, llama la atención.
Su cabeza está cubierta por un velo, un crucifijo pende de su hombro
izquierdo, y viste el “sari” blanco ribeteado de azul de las Misioneras de la
Caridad, más conocidas, aunque no de manera oficial, como las Hermanada de la
madre Teresa de Calcuta.
No existe en todos los Estados Unidos una ciudad donde sea más caro
vivir que en San Francisco. Ser pobre
en San Francisco resulta, por ello, particularmente duro. Esa es una de las razones por las que las
Misioneras de la Caridad han llegado hasta aquí, a la ciudad bautizada (la
ironía no ha sido intencional, y la mayoría no la percibe) en honor a San
Francisco. Fue entre la gente más
desesperadamente empobrecida de la tierra que la Madre Teresa comenzó su tarea
de amor, y ahora que miembros de su orden han sido invitados a otras ciudades
en todo el mundo, continúan trabajando, en su mayoría, entre los más pobres y
hambrientos.
Las privaciones materiales de los menos afortunados habitantes de San
Francisco justifican sólo parcialmente, sin embargo, la presencia de las
Misioneras de la Caridad. Uno podría
citar otros lugares que no han sido tan bendecidos y donde la aparente
necesidad es mucho más intensa. Pero la
pobreza de occidente, cree la Madre Teresa, cae con especial peso, y corta con
un filo particularmente agudo.
“Cuando recojo a una persona hambrienta de la calle, le doy un plato de
arroz, un trozo de pan, y he saciado su hambre. Pero una persona que está excluida, que se siente rechazada, sin
amor, aterrorizada, la persona que ha sido expulsada de la sociedad – esa
pobreza hiere hasta lo más profundo y es muy difícil de aliviar. Nuestras Hermanas están trabajando con ese
tipo de personas en Occidente”.
Al igual que hizo San Francisco al crear la Tercera Orden, la Madre Teresa
ha abierto el camino para que personas de cualquier estado civil participen de
su trabajo. Algunos se han organizado formalmente como trabajadores voluntarios
que se reúnen regularmente para orar juntos y que colaboran en el trabajo
materialmente organizando colectas de ropa, haciendo vendajes, y proveyendo a
los dispensarios. Pero, en el sentido más amplio, todos tenemos un rol a
desempeñar.
No todo el mundo ha sido llamado al trabajo efectuado por las Misioneras de la Caridad entre la gente más desposeída de la India o cualquier otro lugar. No obstante, donde se trata de otra clase de pobreza, “la pobreza del espíritu, la sociedad y el sentirse rechazado”, cuyas consecuencias son, en última instancia casi tan graves, allí, insiste ella, todos tenemos vocación. “Ese es el hambriento que Ud. y yo debemos encontrar”, nos recuerda la Madre Teresa “y puede estar en nuestro propio hogar”.
Su consejo es simple y directo. Comience allí donde esté, nos dice,
extienda su amor hacia las personas que lo rodean. Llene su hogar de amor y deje que ese amor irradie hacia el
exterior. “Debemos hacer de nuestros
hogares centros de compasión”, dice ella, “y perdonar siempre” E hizo una proclamar que algunos podrían
considerar un poco idílica:
“Creo que el mundo en la actualidad está patas
arriba, y está sufriendo mucho, porque existe muy poco amor en los hogares y en
la vida familiar. No tenemos tiempo para