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nuestros hijos, no tenemos tiempo para el otro; no hay tiempo para disfrutar de su compañía.

 

Si tan sólo pudiéramos traer nuevamente a nuestras vidas la vida que Jesús, María y José vivieron en Nazareth, si pudiéramos hacer de nuestros hogares otro Nazareth, creo que la paz y la alegría reinarían en el mundo”.

 

Cuando se le otorgó el premio Nobel a la Madre Teresa en 1979, el presentador de las distinciones la elogió por su “trabajo emprendido en la lucha para superar la pobreza y la desesperación en el mundo, que además constituyen una amenaza a la paz”.  Fue algo muy positivo que el comité reconociera públicamente el rol que el hambre y la falta de techo desempeñan en la causa de las guerras. Es interesante, sin embargo, que la propia madre Teresa no se expresara en esos mismos términos. No mencionó para nada que, si bien las personas tuvieran lo suficiente como para comer y vestir, probablemente no entrarían en guerra.

 

Por el contrario, en un característico arrebato de elocuencia, un poco entrecortado pero lleno de pasión, apeló a cada uno de nosotros: “Y creo que nosotros, en nuestras familias, no necesitamos bombas o armas para destruir.  Para ganar la paz, basta con unirse, amarse unos a otros, aportar esa paz, esa alegría, esa fuerza de la presencia de cada uno en el hogar. Y seremos capaces de triunfar por sobre todo el mal que existe en el mundo”.

 

Equivale a decir que la Madre Teresa cree en los milagros, o por lo menos, en lo que hoy en día parecería milagroso. Ella cree, porque lo ha experimentado y lo ha observado en otros, que dentro de cada uno existe un enorme, indomable poder para el bien.  Su versión de la paz va mucho más allá de la ausencia de guerra, y es por eso que ella es una fuerza de paz tan poderosa.

 

Reflexionando sobre el sutil cambio que se produjo en Calcuta cuando el trabajo de la madre Teresa comenzó a difundirse, un observador señaló que fue como si por primera vez, en esa ciudad de ilimitada necesidad, existiera una red de contención. En las palabras de la propia Madre Teresa, “La gente común está comenzando a tomar conciencia. Antes solían pasar de largo al lado de un moribundo en la calle. Pero ahora, cuando ven algo así, inmediatamente se ponen en acción. Si no pueden conseguir una ambulancia, nos traen a la persona en carro, o taxi, o la llevan a Kalighat, o nos telefonean.  Lo grandioso es que hacen algo; es maravilloso, ¿no es cierto?”

 

La imagen de la red de contención se aplica a las Misioneras de la caridad en un sentido aún más profundo, mucho mas allá del bien que hacen directa y conscientemente.  Esto se da porque de la manera más silenciosa y modesta posible, sin decir ni una palabra, desafían la visión de la naturaleza humana en la que se basa la civilización contemporánea y junto con ella, todo el cinismo y la desesperanza que acompañan a esa visión. Ellas son “testimonio viviente” de una concepción totalmente diferente.

 

No todo el mundo llega a captar lo que estas religiosas expresan cuando dicen “Lo hacemos por Jesús”, o cuando parafrasean sus palabras: “En ese pobre es al Cristo hambriento que estamos alimentando, es al Cristo desnudo que estamos vistiendo, es al Cristo sin techo que estamos cobijando”.  Las palabras no son más que palabras después de todo. Sin embargo, el significado se vuelve evidente.  Al describir una visita a uno de los Hogares de la Madre Teresa en Calculta, un escritor recuerda “a un joven americano que literalmente irradiaba el amor de Dios... Se ocupaba de los casos particularmente patéticos con una ternura que otros jóvenes de su edad utilizan para expresar sus primeras manifestaciones de amor.  Era oriundo de Nueva York; judío; había viajado por todas partes pero, hombre, nunca había visto nada parecido a esto, nada tan hermoso, tan hermoso.”

 


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