Ahora conocemos de un modo parcial y nuestra
profecía es imperfecta, pero cuando llegue la perfección, todo lo parcial habrá
pasado.
En su infinito amor, el Señor ha
corrido una cortina entre nosotros y lo que pueda venir. Cuando mi amiga Laurel
y su esposo, Ed, estaban diagramando un calendario, les preocupó qué días
feriados elegir para imprimir en los casilleros. Hay que incluir a la Navidad y
a Yom Kippur, por supuesto, pero, ¿qué hay de Hanukkah,, Ramadan y Krishna
Jayanti? ¿Y el día de la madre y el cumpleaños de Robert E. Lee? Podrían hacer
un calendario, les sugerí, que mostrara todas las cosas que nos van a pasar el
año que viene, pero estaríamos aterrados de salir de la cama”.
La actitud de mi abuela con respecto al
futuro era muy práctica. “¿Por qué deseas saber?”, preguntaba ella. “Si
aprendes a amar, puedes enfrentar el futuro en cualquier circunstancia”. Hoy en
día, después de años de ardua práctica, no tengo ninguna ansiedad con respecto
al futuro, a pesar de que con el trabajo de nuestro centro de meditación
comparto una carga bastante pesada.
Ahora comprendo que si vivimos con sensatez y desinteresadamente el día
de hoy, sólo podemos recibir cosas buenas, sin importar qué pueda traer el
futuro.
“El tiempo pasado y el tiempo futuro”,
parafraseando a T. S. Elliot, “están contenidos en el tiempo presente”. Así
como nuestra situación actual es el resultado de lo que hemos pensado, dicho y
hecho en el pasado, lo que pensamos, decimos y hacemos hoy está moldeando
nuestro mañana. El futuro no está
determinado, está en nuestras manos. En lugar de intentar echar ojeadas
extrasensoriales a algo que puede o no suceder, dice Pablo, ¿no es mucho más
importante vivir aquí en el presente?
El futuro se cuidará a sí mismo.
Lo mismo sucede con este asunto de las
lenguas. Estoy de acuerdo en que es útil e interesante aprender idiomas.
Nuestra Universidad de California ofrece cursos en más lenguas vivas y muertas
que mortal alguno haya siquiera oído mencionar. Pero aún cuando ofreciera un curso de “Idioma de loas ángeles 1A-1B”,
¿cómo nos ayudaría eso a vivir?. Ya sea que podamos hablar o no con San Pedro
en la lengua vernácula del cielo, él nos seguirá preguntando: “¿Has aprendido a
amar? ¿Insistes en salirte con la tuya?
¿Puedes ser paciente y amable?.
En los bazares y mercados de la India,
los artistas callejeros de todo tipo tratan de atraer la atención con un pregón
fascinante. Saben una o dos frases en cada uno de los dialectos indios y, antes
de comenzar sus malabarismos o presentar a sus monos amaestrados, recorren todas
estas variaciones para deleite de los transeúntes provenientes de diferentes
partes de la India. Me encantaba
escucharlos pero, cuando el pregón terminaba, me alejaba, porque generalmente
esa era la mejor parte de la actuación.
Del mismo modo, dice Pablo, se puede
conocer la palabra amor “en el lenguaje de los hombres y de los ángeles”, eso
no nos ayudará a amar. Ningún tipo de conocimiento puede ser de mucha utilidad
en la transformación del carácter, conducta y conciencia que impone el amor.
Todos los que hemos estado en contacto
con facultades o universidades sabemos cuánta gente viaja alrededor del mundo
aprendiendo nuevas lenguas o investigando las antiguas. Los místicos nos dicen
al unísono: “Hay una tarea primordial esperándonos en casa”. Como lo expresaba
Sócrates: “Conócete a ti mismo”. Jesús dice:
“Olvídate de ti mismo”. Se trata de lo mismo: para conocer a nuestro
verdadero yo, tenemos que olvidar nuestro pequeño y personal yo, el ego. Hasta que logremos esto, todo lo demás puede
esperar. No es que no sea importante aprender ugarítico o traducir la gramática
de Panini al turco. Pero primero aprendamos quienes somos y aprendamos a amar.
Tal vez aún más crítico fue su encuentro en Milán con
el obispo de esa ciudad, Ambrosio. Agustín era profesor de retórica, y fue la
brillante elocuencia de Ambrosio en el púlpito lo que lo llevó hasta su
servicio. Sin embargo fue el contenido de esos sermones lo que lo retuvo allí.
Por primera vez, Agustín se dio cuenta de que se podía ser un intelectual y un
hombre de Dios al mismo tiempo.
Un día
alguien le contó la historia de Antonio y los Padres del Desierto, que habían
comenzado sus propios experimentos en Egipto, no hacía mucho tiempo. En el
interior de Agustín estalló una especia de cataclismo; se volvió a su compañero
y gritó: “¡Qué es lo que sucede con nosotros? Estos hombres no tienen nuestra
educación, sin embargo hacen frente y arrasan las puertas del cielo”.
Se refugió
en un jardín. Después de un tumultuoso conflicto, terminó preguntándose:
“¿Durante cuánto tiempo más voy a
seguir preguntándome “¿Mañana, mañana? ¿Por qué no poner fin a mis horribles
pecados en este mismo momento?.
Sollozando
y repitiendo esos sentidos interrogantes, Agustín se arrojó a los pies de una
higuera. De pronto escuchó la voz de un
niño, cantando lo que parecía el estribillo de un juego. “Tómalo y léelo,
Tómalo y léelo”. ¿Tomar qué?, ¿Leer qué?. El estaba seguro de saberlo. Tomando
el libro que había estado leyendo unos momentos antes, las Epístolas de san
Pablo, lo abrió y leyó: “...no en el desenfreno y la borrachera, no en la
lujuria y la inmoralidad, no en las peleas y rivalidades. Más bien fortalézcanse con el Señor
Jesucristo, y no desperdicien sus pensamientos en la naturaleza y en sus
apetitos”.
La crisis
pasó; su camino estaba claro. Agustín buscó al mismo Ambrosio para que lo
instruyera en los misterios del catecismo, fue bautizado y muy pronto se hizo a
la mar con rumbo a Africa del norte acompañado de dos amigos de toda la vida,
para dedicar, como monje, todas sus energías a su búsqueda interior.
La mayoría
de los cristianos de esa época sostenían que el sincero deseo de recibir la
gracia de Dios, manifestado en el acto del bautismo, aseguraba la libertad del
pecado. Sin embargo, Agustín dedicado a un ininterrumpido análisis personal,
llegó rápidamente a la conclusión de que el simple deseo de liberarse del
pecado no era suficiente. “Qué tentaciones puedo resistir, y cuáles no puedo,
yo no lo se” admitió. Este estar “salvado” un poco abstracto distaba mucho de
contentarlo. Quería una fe personal que
pudiera salvarlo realmente, y un método a través del cual él pudiera, con gran
esfuerzo, intentar perfeccionar su personalidad humana. Fue al meditar
profundamente en las palabras de Jesús y de Pablo que comenzó a ver sus propias
falencias en forma realista. Entonces, metódicamente, al estilo de un hombres
contemporáneo es una situación desesperada, dedicó a la larga tarea de
confrontarse con sus debilidades cara a cara.
Se lanzó de
lleno a los obstáculos que todos enfrentamos.
El llama a estos obstáculos “cadenas de hábitos”, de hábitos mentales, como el
egoísmo y la codicia, que todos cultivamos aun ignorándolo, y que nos atan al
pecado con tanta firmeza como los grilletes al prisionero. Es a causa de estos
hábitos mentales que nuestras intenciones de hacer el bien, sin importar cuán
sinceras sean, con frecuencia tiene tan poco impacto en nuestras acciones.
Luego presentó una serie de interrogantes críticos: “¿De qué manera puede
entonces ser vencido el pecado?. ¿Es que no existe en nosotros una voluntad
libre para hacer lo que consideramos correcto?. ¿De qué manera podemos
acercarnos a un Bien que no tiene sustancia?”. En sus Confesiones él intenta
detallar para nosotros, muy a la manera de las revelaciones personales autobiográficas
tan de moda en la actualidad, su lucha para clarificar estas dudas.
Las
“Confesiones” son la primera biografía espiritual del mundo occidental. Agustín
fue un verdadero pionero en las profundidades del alma humana. Escribió como un
guía, apelando a su propia experiencia para ilustrar las innumerables curvas y
recodos de la mente a lo largo de la ruta hacia el destello universal de la
divinidad que está allí dentro. Al analizarse a sí mismo Agustín estaba
analizando a toda la humanidad. La voluntad de Dios, concluyó, no puede ni
siquiera ser
CONTINUA